viernes, 30 de agosto de 2013

“LA MEJOR OFERTA”: INTERPRETACIÓN IDEOLÓGICA A LA MANERA DE ZIZEK


Estrenada hace unos meses, la última película de Giuseppe Tornatore (el de “Cinema Paradiso”) ha dejado a la crítica cinematográfica más bien tirando a fríos. Muy bien hecha, muy bien ejecutada, unos actores soberbios, etc, etc.; pero a la hora de la verdad que si demasiado larga, que si se pierde el interés, que si el último giro era esperable... Sandeces de papanatas que, cómo no, catalogan todo por el mismo patrón.

A mi entender Tornatore nos ha vendido la mayor y más potente muestra de cine filosófico de la actualidad: ha sido capaz de ir levantando capas de realidad adulterada para hacernos comprender en qué última entelequia estamos sumidos. Claro está que, a los acomodados en ver siempre lo que se espera, esto de las “realidades”, si no se lo aderezas con un poquito de cine fantástico, pues como que no les pasa… Y, además, si el héroe es una antigualla depresiva y el acto heroico no consiste en salvar a la humanidad ya sí que no hay nada que hacer.

Aquí nosotros nos vamos a convertir por unos momentos en el alter ego de Zizek y vamos a dar las claves interpretativas de un film que trata sólo de una cosa: de la ideología y de cómo atravesar la fantasía.

A mediados de los años 60 la CBS, mosqueada porque los discos de Dylan se vendían relativamente poco frente a los de sus más directos competidores que, por otra parte, no dejaban de versionear al bardo de Minnesota hasta la saciedad, decidieron sacar un cartel promocional con el siguiente lema: “nadie canta a Dylan como Dylan”. O, lo que es lo mismo: el original, frente a la copia, siempre es mejor.

Sin embargo, ya aún sin entrar a debatir que el propio Dylan es la copia –si no incluso el manuscrito fotocopiado- de muchos originales, estos problemas hoy ya no los tenemos. Y es que en la sociedad del karaoke espectacularizado, cualquier obra de arte o cualquier chorrada tienen, ambas, el mismo destino: viralizarse a través de las redes sociales y llegar a ser imagen-aura cibernética. Es decir, los problemas de legitimidad no van con nosotros: todo adquiere la preponderancia que los dispositivos mediáticos disponen, todo genera la plusvalía informacional que su injerencia mediática produce, ya venga dada de manos de un acto terrorista, del discurso de Obama llamando a atacar Siria, de los problemas de la Lucía Etxebarría en el ‘Campamento de verano’ o si Casillas o Diego López deben estar en la portería del Madrid.

Todo adquiere, para una sociedad del postespectáculo, el mismo rango de relevancia: dar de comer a una manada de ciudadanos ahítos de ideología. Una ideología llamada a ocultar el propio hecho de que la realidad es ocultada por los mecanismos de simulación. Así pues, no ya procesos de legitimación, solo simple carnaza para anestesiar la sintomatología transpostmoderna más acuciane: que nos estamos quedando no ya sin planeta –como rezan los tibios ‘verdes’- sino sin realidad.

Esta entradilla viene a cuento de que, eliminada la red de prioridades, la relación canónica entre la realidad y las apariencias, si es mejor y más provechoso leer a Zizek (la copia) que a Lacan (el original), mejor aún –sin ánimo de arrogancia- leer a González Panizo (la copia de la copia, un simulacro de segundo orden) que no al citado Zizek (simple copia ya acartonada). Y a eso vamos: si el filósofo esloveno habla mucho de la película “The Matrix” para explicar su teoría ideológica, aquí vamos a proponer –a proponerle si llegase a leer este blog- una lectura mucho más potente para comprender el trasunto de ‘realidad’ en el que habitamos y cómo funciona la ideología: la lectura de la película estrenada hace unos meses “La mejor oferta”. (Nota: obviamente, y cómo no queremos estropearle la película a nadie, quien no la haya visto sólo puede hacer ahora mismo dos cosas: primero ir a verla y, después, seguir leyendo esto).

De modo sumario, y sobre todo para quienes no hayan seguido la advertencia de arriba, el protagonista es un tasador de antigüedades y obras de arte ya de cierta edad que vive plácidamente catalogando piezas y dirigiendo subastas con encantadora mano de hierro. El hombre se desenvuelve a las mil maravillas entre obras de arte –entre imágenes- y, al contrario, relacionarse en el mundo real le cuesta horrores. Cierto día recibe el encargo telefónico de una joven para catalogar todas las antigüedades que hay en la mansión de sus padres, recientemente fallecidos. La chica no da demasiadas señales de vida, no acude puntual a las citas, y el hombre está a punto de dejar el encargo. Sin embargo –y aquí está el primer toque de atención- es la aparente imposibilidad de verla (de “ver”) lo que le anima al hombre, sin que él llegue a percatarse, a continuar.


Los devaneos van in crescendo hasta que la joven ha de confesar: ella está en la propia mansión, encerrada en un cuarto construido para mantenerse alejada de las miradas: padece de agorafobia. El hombre sucumbe de inmediato: baste que se le prohíba ver lo real para que desee verlo. Es la ideología lo que está a punto de –aparentemente- desmontarse: la ideología, la red de ideas que nos hace mediar una distancia con lo otro, con la cosa real, se ve apremiada a ser desmontada. La fantasía toma forma y el hombre se ve alentado a ver lo prohibido, a ver lo Real tras las apariencias: quiere romper con todas las distancias que ha ido poniendo a lo largo de su vida. Veremos más tarde cómo esta idea de que la mujer oculta es lo Real es el equívoco de la propia ideología y del propio protagonista; remontar este error –traspasar la fantasía- es el logro de la película.

La película, incluso, da más pistas: su trabajo de subastero no es ‘real’. Es una coartada, un chanchullo en el que él mete mano de forma ilícita para poder mediar ante lo Real, para poder mantenerse a salvo, para poder construir una distancia: si no puedo tener acceso directo a lo Real –a la mujer ‘real’- basta entonces que me construya una caverna –en el mejor sentido platónico- donde guardar aquello que más deseo: cuadros de mujeres, multitud de ellos de todos los tamaños y épocas.

¿Qué representan esos cuadros? Es aquí, sólo aquí, donde la película toca el tema ‘arte’: ¿qué representan, ‘realmente’, todas las apariencias-imágenes que se producen en el mundo del arte? Responder a esta pregunta es dar con el quid no solo de la película, sino de la manera que tenemos de construirnos la realidad. Y no, los retratos de mujeres que él atesora no representan ‘mujeres’, ni siquiera –idealistamente- a ‘la mujer’. Este equívoco, denunciado ya por Platón, es el que ha marcado la historia del arte. Si nos vamos a la República, libro X, allí se dice: “¿a qué se endereza la pintura? ¿A imitar la realidad según se da o a imitar lo aparente según aparece, y a ser imitación de una apariencia o de una verdad? –De una apariencia –dijo-. Bien lejos, pues, de lo verdadero está el arte imitativo…”. Es decir, el arte no copia la verdad, la realidad, sino que se erige como simulacro espectral, como música con la que hacer bailar a las apariencias en torno a una realidad siempre reconstruida, siempre mermada por este juego doble de las apariencias que la hacen ampliar o reducir sus límites.

Esto él, el protagonista, lo sabe. Por eso sabe que no se está perdiendo nada en no acceder a la mujer ‘real’: porque no dejará de ser nunca una apariencia, un encuentro siempre mediado por la distancia de la ideología que la sitúa como ‘real’. ¿Hace falta remitirnos a la célebre cita de Lacan aquella que dice que “el encuentro amoroso nunca tiene lugar”? Lo sabe hasta tal punto que se lo hace recordar preguntándoselo al joven relojero: ¿se pueden falsificar los sentimientos, se puede falsificar el deseo? El joven, cínico postmoderno, no duda: “todo se puede falsificar”. Pero él, el joven, está en otra fase de la ideología: la de la cínica razón ilustrada de Sloterdijk. Él sabe que lo sabe (sabe que vive con valores falsos) pero hace como si no lo supiese. Por eso para él la mujer, las mujeres, no son nada y lo son todo: tontea con todas y cada una de ellas, discute con su novia, lo dejan, lo retoman…. Toda una martingala en la que nosotros, felices postmodernos, estamos más que entrenados: sabemos que no hay nada más que apariencias, un juego infinito de ellas, pero hacemos como si aún cupiese la posibilidad, como si aún deseásemos traspasar una pantalla que, lo sabemos, nos dejará indiferentes.


De igual manera que el joven, el protagonista sabe perfectamente que salir fuera de la caverna de apariencias en la que vive no le va a hacer ningún bien. Salir fuera, dice, decimos, ¿para qué?, ¿no cabe la posibilidad de que fuera, realmente, no haya nada? Pero mientras el joven relojero sabe que bajo las apariencias solo se esconden más apariencias (al otro lado de la pantalla otro pantalla), el protagonista cree aún –le hacen creer- que pueda haber algo, algo real, que detrás de la pantalla se oculta algo que, ahora sí, desea.

Fundamental es percatarse de que el deseo del protagonista no es originario: su deseo, su deseo de ver, sólo aparece como respuesta al deseo del otro: es el intento de llenar las carencias del Otro (no las del propio sujeto), la enfermedad de la chica, lo que le hace entrar en la Fantasía: la fantasía de conquistarla, de verla, de traspasar –ahora sí- el velo fantasmático de las apariencias. El verdadero poder de la ideología, como supo ver Althusser, es hacernos creer que es a nosotros, justamente a nosotros, a quien necesita, que es a nosotros a quien se nos pregunta. Así, el dispositivo visual en torno a la chica consigue dirigir al protagonista la única pregunta que le haría desear ver lo real: ¿estás dispuesto, dispuesto a ayudarme? La ideología, así entonces, y aunque funcione socialmente, nos interroga individualmente.

De forma sucinta, el protagonista comete un error: confunde lo Real. Lo Real no es la mujer del otro lado, lo Real es el esquema que le hace, en un determinado momento bascular la distancia hacia ese otro lado de las apariencias y, además, sostener que aquello con que se encontrará será, efectivamente, lo real. Es decir, si sabemos que vivimos entre apariencias, que la realidad (siempre compuesta de una parte real y otra de ficción) se está diluyendo a través de simulacros hiperreales, si por ello estamos ansiosos -frente a nuestras pantallas amigas- a tener “experiencias de lo Real” con que anestesiar al menos por un instante esta paranoia nuestra de secretar realidad del modo que fuere, mientras el protagonista sostiene que esa “experiencia real” trae consigo un pedazo de realidad, el relojero está ya más que harto de comprobar como ese “retorno de lo Real” no viene dado sino en forma de apariencia (todo nuevo ligue no trae sino otra mujer simulacro). Si el primero tiene sed de realidad, el segundo está ya hastiado y vive feliz en su mundo de apariencias, simulando seguir esperando un tropezón con lo Real.

El momento en el que sudoroso y sucio sube al estrado para dirigir una subasta es hilarante en sí mismo: las risas que lanzan los asistentes es la misma risa desbocada que la ideología nos brinda a nosotros mismos: se ríe de nosotros porque, en estas “experiencias de lo Real” por las que llegamos a morir y matar, siempre hay un momento en el que nos creemos nuestra propia mentira: creemos que sí, que está vez será lo Real, un quantum de verdadera realidad lo que experimentaremos. El protagonista ha interiorizado tanto el momento de encontronazo con lo Real que ya no puede dejar de fantasearlo: la mera idea de verla desaparecer le descompone.


Llegados a este punto, bien pudiera pensarse que la película es terriblemente inocente: que es el traspasar la pantalla (el biombo que separa a la muchacha de la realidad) lo que le hace al protagonista toparse con lo Real en un encontronazo, como no, traumático; pudiera pensarse que la moraleja está en dar cuenta de que nuestro destino preferible es mantenernos en el juego de las apariencias y que lo demás es arriesgarnos en demasía. Sin embargo, la película dice esto y mucho más: dice que lo Real no es en modo alguno lo que está del otro lado del biombo, y dice, sobre todo, que no podemos experimentar la realidad más que cómo apariencia. Que por mucho deseo de “experimentar lo Real” que tengamos, éste siempre vuelve en forma de desierto, de desierto de lo Real. ¿Qué más desierto que esas paredes de sus caverna hasta hace un momento –justo antes de hacer efectiva su fantasía- llena de apariencias y ahora –justo después del encontronazo fantasmal- desnuda y blancas? Pero dice, sobre todo, que si bien no hay una salida a la ideología, sí que hay una manera de proceder: atravesar la fantasía.

Si la idea -ideológica en sí misma- de la película “Matrix” es que hay un superordenador que genera en última instancia la realidad (esta sería la posición del tasador), la idea contraria, que todo lo que existe está generado por Matrix y no hay realidad última, también lo es (en este caso, la del joven relojero). Es decir, la tal película logra explicar el verdadero engranaje de la ideología y disponiéndonos para exclamar, al unísono, una única certeza: la realidad no existe. Pero decir que la realidad, por una razón u otra, no existe no es decir nada: hay que ver cómo procede la ideología para invitarnos a proferir tal sentencia.

Es en las últimas escenas de la película donde se marca la diferencia. El protagonista ya ha tenido su “encuentro con lo Real”: ha evidenciado cómo esa realidad era también falsa, siquiera la más falsa de todas las apariencias. Sus ideas, ahora sí, se han desvanecido: no habiendo Real tras la pantalla, las apariencias ya no valen, ya no están en lugar de nada. Es decir, ya no tienen capacidad para representar… Que la chica se hubiese ido robándole los cuadros o sin robárselo no cambia nada: una vez desaparecida, los cuadros ya no tendrían ningún valor, sus apariencias serían ya sólo eso, apariencias fantasmales. Es la crisis actual de la representación…¿nos suena de algo? Pero bien podía nuestro hombre haberse creado otro “enemigo”, una alternativa hacia la que establecer nuevas distancias, un nuevo Real. Posibilidades no le faltan: esa pandilla de ladrones que han venido a quitarle su sueño más perfecto…

¿Nos suena, de nuevo, esto de algo? El 11S y la política estadunidense posterior, la “guerra contra el terror”. Al igual que nuestro protagonista, los Estados Unidos vivían en una realidad ‘aparente’ y la Imagen vino a romper la matriz simbólica que las hacía operativa, que permitían una distancia determinada con el otro. El atentado contra las Torres Gemelas tuvo el mismo efecto que el del viejo tasador entrando en su mausoleo ahora desnudo: “no se trata de que la realidad entrara en nuestra imagen: la imagen entró y rompió en pedazos nuestra realidad”, dice Zizek. Él, que se movía entre imágenes como pez en el agua, no experimentó ningún efecto Real, sino que tuvo acceso a la imagen más desoladora: su propia caverna arrasada por la nada, por el sinsentido. Como veremos en breve y venimos adelantando, el hecho de atravesar la fantasía y no crearse otro Real, otro Enemigo como hicieron los Estados Unidos tras el 11S, es lo que sitúa al hombre engañado en la senda de la heroicidad.

Pero, si tanto deseaba acceder a la mujer-real, ¿no es porque en lo más hondo de su fuero interno coquetease con la idea de tal visión apocalíptica? Cómo no, igual que el 11S. Porque, la fascinación que nos produjeron las imágenes del 11S ¿no vino dada por el hecho de darnos cuenta de que tal acontecimiento lo habíamos deseado, lo habíamos imaginado?, ¿no fue su exactitud con las películas apocalípticas lo que nos hizo exclamar, ideológicamente, “la realidad no existe”? Soñamos lo apocalíptico porque la imagen catastrófica nos acercaría con mayor probabilidad de éxito a lo Real: cuanto más catastrófico, más posibilidad de que no haya sido previamente imaginado mediáticamente. Este Acontecimiento puro, Real en sí mismo, supondría un traspasar de la fantasía, un rasgar pleno del velo de la ideología. En el límite por tanto, soñamos con lo catastrófico inimaginable, pero no nos cansamos de imaginarlo previamente no sea que vaya, realmente, a suceder. Zizek cifra en este intento nuestro la misión principal del psicoanálisis: “de esto es de lo que trata el psicoanálisis: de explicar por qué, en medio del bienestar, nos hechizan visiones de catástrofes de auténtica pesadilla”.


A este respecto, si el psicoanálisis freudiano trata de librarnos de nuestras fantasías para que tengamos un acercamiento lo mas “sano” posible a la realidad, Lacan por el contrario lo comprende como un tratamiento por el cual nos identifiquemos más plenamente con la fantasía. Así, el momento final del tratamiento lacaniano es cuando por fin, atravesamos la fantasía. Y eso, precisamente, es lo que se hace en “La mejor oferta” y no en “Matrix”. En esta última película nos quedamos en el pleno momento ideológico: hay un superordenador que segrega realidad y, simplemente, hemos de creer que tal realidad es verdadera o que es solo un camelo, una trampa simulacionista del propio ordenador. Pensar la ideología no es simplemente posicionarnos ante ella y exclamar “la realidad no existe”. Es no solo saber que esa sentencia es, en sí misma, ideológica, sino supone arriesgarse: arriesgar a dar el salto en el vacío, a atravesar la fantasía.

En cambio, en “La mejor oferta” la fantasía sí es atravesada. No, como puede pensarse en una lectura superficial del film, porque el protagonista va ahí donde la mujer-real (ahora ya apariencia falsificadora) estuvo una vez a la espera de que vuelva a pasar por ahí. No; casi diríamos que todo lo contrario. Va a allí, a ese restaurante repleto de mecanismo de relojería, para insertarse dentro del proceso de generación de la fantasía, para identificarse con ella plenamente. Va allí porque sabe que es el único lugar adonde ella (real o fantasmática) nunca irá, justo allí donde él puede seguir sosteniendo la fantasía…porque ha descubierto que tal fantasía es falsa en sí misma pero que, al mismo tiempo, no puede dejar de imaginarla, de fantasearla. Va allí para realizar el Acto, la locura de la decisión que lo convierte en héroe: no ya realizar el acto cínico de hacer como si, sino asentarse en la locura de lo imposible…esperar que ocurra lo imposible (aquello que, contrario al 11S o la propia devastación de su cuarto secreto) no ha sido imaginado previamente.

Nótese que la heroicidad viene del hecho de que no hay manera de distinguir entre una espera ‘verdadera’ de una espera ‘falsa’. Se espera y no hay más. El camarero se acerca a preguntarle si está solo y él, con solemne dignidad de héroe, responde que espera a alguien. Y lo espera, aunque sepa que nunca acudirá lo sigue esperando: el único modo de esperar de verdad es saber que tu espera es falsa, es una mera apariencia; es decir, nunca será satisfecha. Solo se espera verdaderamente si nadie llegará nunca. Así el círculo se cierra: solo se pude uno identificar con una fantasía si tal fantasía se sabe irrealizable.

Y es que la situación paradójica en la que nos encontramos es aquella en que si bien no podemos –al estar inscritos en la ideología- dejar de barruntar la posibilidad de salir al exterior, nos hemos ido convenciendo progresivamente de que esa idea es, en sí misma, falsa: que no hay nada fuera y que, por ende, es imposible de rasgar el tejido ideológico en el que estamos sumidos. Sin embargo, despertar a la realidad sigue siendo la fantasía fundamental que sustenta nuestra existencia: el gran Otro se alimenta de esta jouissance humana. Es decir, podemos soñar con salir de Matrix solo si permanecemos en Matrix: podemos soñar con salir de la ideología solo si permanecemos en la ideología. La fantasía de despertar a la auténtica realidad es la fantasía fundamental que sustenta nuestra existencia. Esta fantasía, jouissance suplementaria, es de lo que se alimenta el Otro, lo Real. Pero el precio que hemos de pagar por mantener la fantasía es, simplemente, mantenerla como apariencia, nunca llevarla a efecto, nunca realizarla. Para ello somos reducidos a una pasividad absoluta e instrumentalizada: la pasividad total, el ser energía para el Otro en forma de jouissance, es la fantasía que mantiene nuestra experiencia consciente como objetos activos, autoafirmativos.

Importante para comprender esto es, obviamente, la presencia del muñeco mecánico. Hay algo que no se nos debe escapar: si a medida que descubría más piezas para construir el mecano (las apariencias) más cerca pensaba él que se encontraba de lo Real, ahora, de igual manera, cuanto más mecánico se vuelva él más será capaz de identificarse plenamente con la fantasía. Es decir, cuanto más sepa de su falsa apariencia pasiva, más cerca estará de alimentar con su jouissance –con su deseo que sabe ya nunca satisfecho- al Gran Otro. Por eso el lugar de la espera no podía ser otro: ahí donde todo se mueve mecánicamente, accionado por un engranaje superior desconocido (y puede que inexistente).

El punto de fractura por tanto de la película, lo que la hace a nuestro juicio digna de admiración, es esa última secuencia donde el protagonista sabe que está esperando lo imposible. Ese y no otro es el verdadero encontronazo con lo Real. Intentamos tocar lo Real, pero no es que sea imposible tocarlo, es que el intentarlo -solo el intentarlo- es lo que da consistencia a la realidad. Posible o imposible es algo que no viene al caso, que no es ni siquiera susceptible de valoración: valorarlo es situarnos de nuevo a una distancia ideológica determinada con lo Real. Lo importante es que la realidad se estructura a través del fracaso que supone siempre y en cada caso ese intento. No hemos por tanto eliminar la fantasía (que lo Real pueda ser tocado), sino identificarnos más plenamente con tal fantasía y, cómo no, con su fracaso. Ello no consiste en coquetear fantasmáticamente –y mediáticamente- con el Acontecimiento puro, con la más colosal catástrofe pensando eso nos acercará al núcleo evanescente de la realidad: lo Real.


En definitiva: es un héroe porque sabe que su espera es una pose, una apariencia nunca devenida real: una apariencia “verdadera” porque verdaderamente sabe que su espera es simplemente aparente. Pero es precisamente esa pose lo que le salva de ser considerado por la Cosa un mameluco adoctrinado; es precisamente en ese restaurante (y no en su bunker ideológico) cuando empieza a existir, a vivir.

viernes, 23 de agosto de 2013

ARTE: ¿EN ESTADO DE EXCEPCIÓN?




Este texto pretende dar cuenta del editorial del director del MNCARS, Manuel Borja-Villel, en el último número de la revista –publicada por el propio centro- “Cartas”. En dicha editorial el director cuestiona la pertinencia de grandes exposiciones como la que actualmente tiene casi colapsado a Reina Sofía. La editorial se puede leer aquí

No sabemos si Borja-Villel es un gran lector de Laclau pero, dada cierta terminología en su texto, dado sobre todo el propio título (la razón populista) y una frase a modo de conclusión (“la razón populista es, en estos momentos, hegemónica”) bien puede uno a arriesgarse a decir que sí. Populismo y hegemónico, dos conceptos en la teoría de Laclau para definir otro modo de construir lo político: populismo no como una forma degradada de la democracia sino como un tipo de gobierno que permite ampliar las bases democráticas de la sociedad. "El populismo -dice el filósofo argentino- no tiene un contenido específico, es una forma de pensar las identidades sociales, un modo de articular demandas dispersas, una manera de construir lo político".

Así las cosas, y dado que el arte tiene mucho que decir a la hora de construir políticamente esfera social, el texto de Borja-Villel va bastante más lejos que el hecho de simplemente decir que el modelo de la exposición-masa no es pertinente para un arte que ha de seguir partiéndose la cara por establecerse como dispositivo crítico. Va más lejos, precisamente, porque ese “no ser pertinente” no es algo que toque al público en un momento dado como espectador de arte, sino que la designa en su totalidad social.

El punto de torsión lo establece el propio autor al comprender la razón populista no como ese residuo de demandas nunca atendidas, de excedentes de legitimación democrática excluidas del propio reparto democrático pero que, en su calidad de significado-flotente diseminado, ha de comprenderse como una “dimensión constante de la acción política”, sino que –dice el director del MNCARS- “esta –la razón populista- se caracteriza por el deseo de dirigir nuestra atención hacia lo que está exento de interés y presentarnos como novedad lo que hemos visto hasta la saciedad”. Es decir, y para decirlo en plata: Borja-Villel no le da ninguna posibilidad no ya solo de emancipación, sino de elevarse de forma mínimamente crítica sobre el campo democrático hiperconsensuado, a toda esa masa multiforme que desde hace ya cuatro meses acampa como hordas salvajes durante horas a las puertas de su museo. No, la vinculación vocacional de esa masa con tótems como Dalí no va en la dirección –como pudiera pensarse si continuamos con la comparativa con el discurso de Laclau- de entrar en el juego participativo y democrático del arte, de querer –ellos también- establecerse como actores activos en el proceso estético. Es decir, las largas colas para ver al maestro de Figueras no van en la dirección de ampliar de modo crítico el campo estético sino, más bien, de todo lo contrario.


En definitiva, el público apostado día y noche esperando pueda acceder al sacrosanto lugar del sacrificio nada tiene que ver con realidades populares ahítas de participación, no es una masa comprendida como principio estructural diseminado de lo social, no son identidades no integradas que adquirirán progresiva emancipación al entrar en el juego participativo del arte. Muy por el contrario, basándose en los textos de Canetti y Sloterdijk, cifra esa masa como de “amalgama no reflexiva, compuesta de subjetividades a medias, de personas sin perfil que se reúnen alrededor de un líder, héroe o ídolo, y se identifican con él”. Es decir, la razón populista que anima detrás de la masa no apunta hacia una renegociación emancipatoria de las fronteras ideológicas que separan las identidades excluidas de las incluidas (Laclau), sino que buscan únicamente una sumisión más efectiva, un decir ‘sí’ a la ideología que se arroga la competencia para construir sus subjetividades.

Y lo peor, hemos de decir, es que tiene razón. Porque esta ocupación de la plaza crítica por la masa no quiere decir que se esté en contra de una populización de la cultura, de una difusión y distribución por cauces alternativos al institucional. Quiere decir, única y justamente, aquello que dice: que la conquista del espacio estético se ha llevado a cabo gracias a una progresiva eliminación de los primados críticos sobre los que originalmente se elevaba.

Claro que decir esto y que se te malinterprete van casi de la mano: no se apunta a un esencialismo para el arte que se está disolviendo, ni siquiera a una verdad oculta y redentora que se ha de mantener a salvo de estas masas y revelarse solo de forma hermenéutica y cifrada. Se apunta al hecho, patente y obvio, de que la ideología estética ha devenido la instancia más poderosa que el capital tiene para atrincherarse como forma imaginaria de relación más eficiente. Es decir, la estética –a manos del capital- se ha convertido en el ideograma más poderoso para la tecnificación efectiva de amplios campos de lo social: desde el ‘yo’ como esfera de máximo disciplinamiento, hasta la propia esfera pública como mero constructo simulacionista. En definitiva, como apunta a modo de conclusión el propio Borja-Villel, “se ha asimilado la práctica artística a la cultura de consumo”.


Si Freud ya estableciera las conexiones entre la construcción del “yo” en sintonía con la identificación que la masa realiza grupalmente en torno a un líder, si Adorno denunciara las connivencias de la cultura devenida industria con la construcción de subjetividades acríticas y plegadas al poder cosificador de la razón ilustrada, ahora en el arte vienen a confluir una serie de vectores que dan como resultado una estetización de los mundos de vida cuyos momentos de máxima eclosión están representados por este peregrinar constante al lugar del rito, donde se nos da a ver aquello que ya hemos elegido de antemano: la fascinación de una mirada que ve lo mismo en todas partes y en comandita, ¿existe mejor placer para una dromótica el capital afianzado e interiorizado hasta la carcoma?

Es decir, existe un “todo vale” hiperconsensusado que hace que la industria cultural funcione en dos direcciones: por una parte se percibe como injerencia desagradable cualquier intromisión crítica –de ahí que el arte de hecho sea odiado y despreciado por esa misma masa que colapsa las taquillas (1) -, y, por otra parte, establece una equivalencia radical entre modos y maneras de modo que el campo artístico se concibe como una bastedad equalizada donde cada uno viene a buscar lo que más le interesa sin interferencias de ningún tipo. En definitiva, la cultura ha devenido espejo imaginario donde venir a contemplar la imagen de nosotros mismos que más placer nos causa: la de estar en sintonía con los demás, con la masa. Así el arte se comprende como catalizador disfuncional de reflexividad: es decir, como modo principal de devenir masa de la sociedad.

Aún con todo el editorial se ha quedado en poca cosa, en un acto de sinceridad, de explicitación de lo ya sabido, que solo adquiere relevancia por venir de quien viene. Y es que no hay que ser muy lince para darle la razón a Zizek cuando dice que, en el escenario socio-simbólico actual, “el mismo gesto puede ser un acto o una ridícula postura vacía”. Y es verdad: cuando el contexto es la ideología democrática liberal todo acontecer puede ser referido sin mancharnos mucho las manos a la pamema simulacionista que nos inunda, al sesgo cínico y perverso de la propia realidad. Es decir, ser héroe hoy en día, cuando la “locura de la decisión” de la que habla Derrida está ya previamente acartonada por unas estructuras espectrales y espectaculares, es casi imposible.

Cierto que Borja-Villel ensaya algún tipo de salida para toparse siempre –ya sea trabajando desde las instituciones o fuera de ellas- con el muro ideológico que realiza la equivalencia pertinente en términos de capital. Éste ha realizado una “vuelta de tuerca” y ya no se sabe a ciencia cierta contra qué se lucha, dónde está el “efecto de lo Real” que pueda desbaratar al sistema.

En este sentido, en un primer párrafo muy acertado Borja-Villel sienta las bases para preguntar una duda: ¿y si fuesen las instituciones quienes no estuvieran jugando limpio con el ciudadano? Dicha duda –de respuesta obvia, claro está- puede ser rescrita para el asunto artístico de la siguiente manera: ¿y si la institución arte no estuviese dando al ciudadano aquello que “ha” de darle? El quid de la cuestión está, cómo no, en saber qué “ha” de darle al ciudadano. ¿Aquello que pide, aquello de lo que recela?, ¿no darle nada y decirle a las claras que eso que trata de buscar no está ya allí? La pregunta puede coger mayor prestancia y tronío: ¿alguna vez el arte ha dado al ciudadano aquello que precisamente espera? Lo cierto es que no: en el mundo del arte se presentan, por regla general, lo “otro” del arte, el efecto de visibilidad que produce su cada vez más patente ocultación. No quisiéramos desvelar el final del texto de Borja-Villel, pero su remisión a la “urgencia de la autorreflexividad” como una de las soluciones bien puede no ser otra cosa que un cuestionamiento no ya de dónde estamos nosotros sino de dónde está el arte, en cuales de nuestras prácticas está el arte.


Y el problema, el gran problema, es que al arte ya no se le puede interrogar: si la ideología del capital funciona antecediendo los deseos libidinales del sujeto para que solo pueda contestar con un enorme “sí”, el haberse logrado insertar el capital como lo ha hecho en las redes artística solo puede significar una cosa: que la respuesta –afirmativa- está ya dada de antemano.

Este hecho patente desde hace poco de no darle al ciudadano nunca lo que éste ha venido a buscar al tiempo que, ideológicamente, se oculta esta brecha en una lógica de la mitomanía y del artista-mercancía, es ahora elevada a la enésima potencia en la exposición-masa: exposición totémica que funciona como reflejo de identificación ideológico a gran escala, como dispositivo de equivalencia y de eliminación de antagonismos antidemocráticos; exposición hecha para goce y disfrute de la masa, de las hordas de turistas que, famélicos, inundan las grandes urbes en busca de “experiencias de lo Real” que llevarse para sus casas. Si la democracia puede ser comprendida como el gran eliminador de antagonismos sociales, el arte sin duda es el constructo que de modo más perfecto lleva a cabo está limpieza antagónica en el campo social.

Y si constatamos como hemos dicho que el editorial se queda en poca cosa es porque, entre este “sí” de la ideología y este “no” del arte, solo cabe apelar a una cosa: a realizar un verdadero acto, un acto que desde luego un director como el del Reina Sofía no puede llevar a cabo. Pero no solo él: ¿quién está en condiciones –en una escena artística que se nos ha ido por completo de las manos- de operar un corte que ya no requiere de bisturí sino de sierra mecánica? No lo sabemos pero quizá no quede mucho tiempo para empezar a pensar en términos cómo el de “estado estético de excepción”…

(1) Quizá sea pertinente –para comprender mínimamente este odio estructural al arte- aludir a algunas indicaciones de Habermas: los neoconservadores desgajan lo cultural de lo social y luego culpan a las prácticas culturales de los males sociales.

miércoles, 14 de agosto de 2013

PEOPLE HAVE THE POWER: DE LA MANIFESTACIÓN COMO MOMENTO IDEOLÓGICO

PEOPLE HAVE THE POWER (INÉDITOS 2013): COMISARIA LUISA ESPINO
 LA CASA ENCENDIDA: 24/05/13-08/09/13
  A colación también de lo sucedido ayer en El Cairo


Si hay algún efecto ideológico por encima de todos ese es el que sostiene que la gente, así en general –la gente-, tiene el poder. Asentado sobre esta falacia oscurantista, el poder puede, ahora sí, campar a sus anchas. Y es que el trabajo sucio, como quien dice, está ya hecho. Sobre este axioma, falso de cabo a rabo, Luisa Espino elabora una exposición que tiene en ella misma su mejor coartada: aplaudirnos por lo bien que lo hacemos y por lo mucho que nos indignamos, por lo bien que hacemos en exigir un cambio y en poner todos nuestros relojes en hora para la llegada de la revolución. Imagínate que viene la revolución -¿o es mejor decir solamente el cambio?- y nos pilla con la hora cambiada… Contra esa tan utópica posibilidad se erige esta exposición.

La práctica política radical ha devenido una paradoja circense de sí misma, como un proceso infinito que puede desestabilizar la estructura del poder pero, eso sí, sin llegar a socavarla de un modo efectivo. Y es que, en esto como en todo, lo difícil está en asestar el golpe definitivo: el hacha o la guillotina. Eso que separa: la Ley; eso que debe ser transgredido pero que, en su propia inscripción, ha sabido plegarse sobre sí mismo para hacerlo inviable. Que Badiou haya tenido que echar mano a un concepto tan poco asible como el de Eternidad para dar cuenta del paso al acto del Acontecimiento da una precisa medida del problema al que nos enfrentamos.

Así las cosas la política remite a su propio cierre ontológico, a una dialéctica inclusión/exclusión que, a las claras, meandrea sin llegar a ningún puerto más que aquel hacia donde el poder quiere dirigirnos. Frente a posiciones como la de Adorno o Foucault que creen en la existencia de un cierre total del mundo administrado en el que todos somos reducidos a la condición de objetos de la biopolítica, está esa otra vertiente–por ejemplo la de Rancière, aunque con muchos matices- que comprenden el campo social como una extensión gradual y parcial del espacio democrático, un campo capaz de acoger al otro. Pero, a efectos prácticos –y por ende teóricos- lo mismo da lo uno que lo otro.

Ambas posiciones responden al envés fantasmático de la ideología que simula ser nosotros quienes elegimos una determinada posición sin hacernos cargo de que la propia subjetividad es la imagen de nuestra propia respuesta al reino de la Ley, el efecto de decir “sí” al poder que nos interroga y nos fundamenta. Así por tanto, saber la lógica de la ideología o no saberla no cambia nada: ha quedado demostrado desde Debord que el propio proceso de emancipación remite a las instancias disciplinarias donde se nos exige una respuesta bien concisa: decir “sí” a la fantasía ideológica.


Zizek ha dado cuenta de esta situación nuestra apoyándose en Matrix: creemos que definimos un ‘yo’ autónomo pero lo único que hacemos es procurar energía a Matrix, al Otro. Somos instrumentos de la jouissance del Otro y despertar, despertar de la ideología, es descubrirnos como mecanismo fetal conectado a la máquina Matrix. Este es el hecho fundacional: que por mucho que sean nuestras súplicas, por mucho que clamemos en el desierto de lo real por una dosis de Verdad, no deseamos atravesar la fantasía, no deseamos ser desconectados.

Es decir, y aquí queríamos llegar, la propia ideología nos brinda la ilusión de que somos nosotros quienes tomamos las decisiones, quienes en última instancia tenemos el poder –que hemos de estar preparados para la revolución-, cuando lo cierto es que esa es precisamente la fantasía regulativa sobre la que se eleva todo el imperio ideológico del capital: hacernos pensar que podemos despertar, que podemos disponer de nuestro ‘yo’, de nuestra cuota de poder.

Cuando aquel mayo del 68, Lacan fue de los pocos en ver lo que “realmente” querían los jóvenes: “a lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un amo. Lo tendrán...” Es decir: un acelerón en la mecánica libidinal de la ideología, una incrementación en la pertinencia del deseo. Es decir: deseaban alimentar con más goce al Otro, a la máquina Matrix. Quizá no se entienda sin comprender la ideología como ese límite de lo Real donde se precisa siempre una distancia modulativa del deseo: una distancia lo suficientemente cerca de lo Real como para poder dar respuesta –ser incluido e inscrito en la lógica libidinal-, pero también lo suficientemente lejos como para que tales deseos no sean nunca satisfechos del todo (en tal caso nos descubriríamos como injertos de Matrix, y eso es “precisamente” lo que nadie desea).

Es decir, una distancia donde el deseo no sea ni satisfecho del todo ni negado del todo: sólo así podrá uno seguir viviendo cómodamente en sus bien asentados privilegios. Una de las más celebres pintadas en aquel París del 68, la que reza “seamos realistas: pidamos lo imposible” no deja lugar a dudas: pedir a la máquina ideológica justo aquello que sabemos no puede darnos para poder seguir conectados a ella “sin saberlo”, o –mejor aún- “sin querer saberlo”. ¿No es esa la situación de esta proliferación espasmódica de manifestaciones llamadas a decir a la Ley cómo ha de gastarse el dinero, cómo ha de ser repartido lo Real de la ideología capitalista? Repartirlo de modo, siempre, que uno –el manifestante, erigido en autoridad por el simple intento de querer moralizar al capital- obtenga su parte: lo mismo da la de ser escuchado por la Ley (porque ello le hará creer más en ella) o no serlo (porque ello le hará creer más si cabe en ella).

Así las cosas el poder no es algo que se posea (Marx) ni tan siquiera que se ejerza (Foucault): el poder es una instancia nodular de máxima intensidad que la ideología ve pertinente para su mantenimiento, es un asidero para que la fantasía ideológica no sea atravesada. El poder es la postulación de una distancia respecto al Otro cuyo efecto es una determinada relación exclusión/inclusión, un intento de mediar entre su supervivencia o su eliminación. La democracia, como no, funciona a este respecto como principal fetiche político, como desactivador fundamental de antagonismo sociales.

La democracia funciona como la pantalla ideológica más perfecta de modo que, como dice Agamben, el espacio democrático funciona como máscara con la que ocultar el hecho de que, en último término, todos somos Homo Sacer, excluidos. Uniendo vías de desarrollo teórico, bien puede sostenerse que el poder es la inscripción imaginaria que la instancia ideológica marca en nosotros para, de alguna manera, concedérsenos derechos políticos y ciudadanos, para imaginarnos que “somos alguien”.

Por tanto, al hilo de todo lo dicho, creemos que el ejercicio de política radical que en los últimos años colapsa el entramado democrático no atiende sino a la lógica de la pasión por lo Real postmoderna: un intento de ir más allá del velo de las apariencias pero que, paradójicamente, termina en un acto teatral, en la escenificación de su propio sabotaje. Un “limpiar la democracia” pero dentro de la democracia. Nada desea más la ideología que lleguemos a desear una “democracia real”: eso solo puede significar que sí, que nos hemos creído el embolado y estamos dispuesto a “todo” con tal de perfeccionar el sistema de mediación fantasmática con la Cosa Real.

El problema que se revela de todo este galimatías es que solo podemos ir en busca de lo Real eliminándolo previamente, haciéndonos remitir a coartadas simulacionistas para que el encontronazo nunca sea traumático. Es en este sentido que la Cosa Real es un espectro fantasmagórico cuya presencia garantiza la consistencia de nuestro edificio simbólico-ideológico, permitiéndonos así evitar la confrontación con su inconsistencia constitutiva (antagonismo). La ideología pues establece las distancias inclusión/exclusión más favorecedoras para ella misma y que son captadas por nosotros únicamente en su vertiente imaginaria.

La pregunta que se debe lanzar, la pregunta que el arte debe de intentar ensayar una y otra, es aquella que tratase de concebir una manera de atravesar la fantasía, de traspasar el umbral de lo Real. Eso no supone en ningún caso agarrarnos más fuertemente si cabe a la realidad, a ese retorno con el que fantaseamos plegados a la pantalla. La fantasía exonera siempre un resto de ser inscrito, un exceso que se resiste a la inmersión en la realidad cotidiana; dicho resto, si de atravesar la fantasía se trata, no puede venir dado en forma de realidad. De hecho no viene; pero sí somos nosotros quienes lo cogemos como realidad última –de asidero último- cuando ciertamente no puede volver más que en forma de apariencia: no es real, es un exceso, imposible de integrarse y que, precisamente por ello, nos acerca y nos separa del núcleo ideológico de lo Real. Es más: si de atravesar la fantasía se trata, solo puede retornar en forma de apariencia límite, como imagen situada en el umbral de lo soportable.

La fantasía, precisamente, es seguir sosteniendo que de nosotros depende que la realidad sea fundamentada, negada, involucionada o revolucionada. De ahí a pensar cada retorno de lo real como la posibilidad última que nos brinda la historia de hacer algo grande va solo un paso: precisamente el que se demuestra en estos tiempos de revuelta social no nos cansamos de dar una y otra vez. Es en este sentido que la verdadera revolución, el hito histórico que siempre estamos recelosos de llevar a cabo, es precisamente no el de ver y desenmascarar la parte de realidad que es una ficción (el famoso “ver bajo las apariencias”) sino, al revés, reconocer la parte de ficción, de nuestra ficción ideológica, en la realidad real.

Dicho a las claras: ficción es la fantasmagoría con la que creemos establecer una distancia correcta (subjetiva y democrática) con lo otro de nuestro deseo; ficción democrática es la ideología actual, aquella que se comprende como regulación normativa con la inclusión/exclusión del otro; traspasar la fantasía que sostiene como real dicha ficción es integrarla –experimentarla- bajo la forma de una imagen-apariencia catastrófica, una imagen capaz de arrasar todas las pantallas donde nuestra ficción es retrasmitida. Esta imagen solo puede ser la del Otro irrumpiendo en nuestra realidad como desmedida brutal –es decir, haciendo patente que no es tanto una realidad como una ficción ideológica-: como aniquilación radical –el campo de concentración donde el otro-judío fue aniquilado- y como irrupción brutal –los atentados del 11/S.


Dicho todo esto, ¿qué imagen debemos esperar, con qué imagen debemos soñar, qué imagen imposible hemos de investir cómo probable? No lo sabemos, pero el no saberlo no es indicador de nada. La Alemania nazi no sabía que deseaba la aniquilación judía ni los Estados Unidos sabían que soñaban con la visión catastrófica de una pesadilla. Alguna imagen habrá, algo habrá que no seamos capaces de soportar…

Quizá -y sólo quizá pues inicio aquí un intento de reflexión que igual nos sale por peteneras- lo ocurrido ayer mismo en El Cairo sea ese Gran Otro nuestro que no somos capaces de insertar en nuestra lógica simbólica. Y es que la propia ideología democrática limpia el campo social para que nunca ocurra lo increíble: que alguien pueda morir por la Causa, ser asesinado inocentemente por la Causa. Eso quizá sea –en último extremo- el envés maquínico de la ideología del capitalismo: que toda imagen catastrófica que nos venga a molestar es destinada a dar por bueno que el horror es siempre eso que sucede allí. Así pues, una acción revolucionaria real consistiría en atravesar la fantasía, en hacer irrumpir nuestra realidad por una imagen tan potente que socave toda la organización libidinal del deseo sobre la que se fundamenta la ideología democrática.

En el catálogo de la exposición un texto de la propia Luisa Espina menciona incluso el ejemplo de Egipto: “nos había llegado desde Egipto la experiencia de que, para desafiar el estado de cosas, hay que tomar un lugar y hay que construir ahí un espacio para todos”, dice uno de los activistas del 15M. ¿Cómo debería ser recibido hoy en el Occidente civilizado y movilizado el hecho de que esta construcción comunal, después del correr de fuerzas de poder en el gobierno, haya acabado con la limpieza del lugar con el asesinato de cerca de 100 de estos manifestantes? Sí, esa sin duda sería la imagen de lo increíble en el seno de la ideología democrática occidental: el acontecimiento de lo increíble. La pregunta que tiembla entonces y rasga el aire solo puede ser una: ¿qué deberíamos de empezar a desear y soñar, qué es lo último que estaríamos dispuestos a ver, cómo de cerca queremos situarnos de lo Real, qué causa estamos dispuesto a defender hasta la muerte? Y es que la muerte, vista en el otro ideológico, en el terrorista suicida, en el kamikaze, pero también en los manifestantes que se quedan hasta ser asesinados aletea el cierre ideológico: ¿cómo es posible que haya gente que esté dispuesto a arriesgarlo todo por una idea?

Mientras no reflexionemos acerca de esta situación ideológica en la que nos encontramos, mientras no seamos al menos capaces de descubrirla aferrada a nuestra propia subjetividad, no seguiremos dando más que palos de ciego riéndole las gracias a un ejercicio político donde la acción política se contenta con hacerse visible en un campo escópico-ideológico para el cual siempre llega tarde: no podemos imaginar movimientos políticos que no sean siquiera simbólicamente inscritos de antemano en el código escópico dado por bueno por la ideología. Estar conectados –repetimos- a la máquina Real tiene estas cosas: que aquello que hagas visible (políticamente visible) no es más que un reagenciamiento libidinal con el que recargar a Matrix.

Si algo, para acabar, nos ha de enseñar lo sucedido ayer en El Cairo –algo que precisamente no enseña esta manía persecutoria occidental de ponerlo todo limpito y bien ordenado en un museo- es que debemos empezar por el lenguaje y por la palabra “aquí”. Es decir: “¿cómo es posible que esto suceda?” debe ser la pregunta a hacerse: sólo así puede empezarse a dar forma a la fantasía ideológica y atravesarla: no dejar el horror para lo que les pasa siempre a los otros, a los de allí, sino empezar a soñar y fantasear con que el horror termine por acampar aquí, entre nosotros.

viernes, 9 de agosto de 2013

ALFREDO JAAR: LA POLÍTICA DE LAS IMÁGENES




ALFREDO JAAR: LA POLITIQUE DES IMAGES
ÉGLISE DES FRÈRES-PRÊCHEURS, ARLES: 01/07/13-25/08/13

Como fin de traca de su exitosa andadura, la revista Estudios Visuales publicó hace ya un par de años un último número dedicado a reflexionar acerca de la posibilidad de eficiente resistencia estética. Allí García Canclini escribió una frase que sin duda ha de quedar grabada a fuego en la mente de todos los que de una u otra manera nos dedicamos a esto de la reflexión cultural: “la tarea del arte crítico es deconstruir la ilusión de que existen mecanismos fatales que transforman la realidad en imagen, en un cierto tipo de imagen expresiva de una única verdad”.



Realidad, imagen, verdad y mecanismo conjugadas en una misma sentencia donde, para más inri, se intenta definir las condiciones definitivas del arte crítico. No hace falta ser un lince para percatarse que la aparente simpleza de la frase no es más que un rasgo de excelencia simplificadora del propio autor pero que hay muchas cosas, quizá demasiadas, escritas entre líneas. Cosas que se dan por sabidas pero que –y aquí es donde la cosa se tuerce– todavía parece no nos hemos enterado.


La frase de García Canclini sienta las bases desde donde especificar la urgencia de este nuevo tiempo: no hay distancia realidad/apariencia, no hay mecanismo diabólico que convierta las unas en las otras, no hay –corolario primero y principal– ya ninguna verdad oculta bajo apariencia alguna. El sistema, simplemente, se ha perfeccionado. Es decir, se ha pasado de una noción de ideología como “falsa conciencia” a otra como producción fetichizadora de relaciones sociales donde, además, cualquier momento de falsedad en su proceso de objetivación ha quedado anulado. La pantalla-mundo es precisamente eso: una panavisión que hace coincidir espectralmente la mirada con el mirar: a cada acto de ver una imagen, unívocamente referenciada, una imagen que corta al plano escópico-social permitiendo una perforación topológica, un efecto superficial comprendido como juego de identidad. A cada cual, entonces, lo suyo, su propio mirar, su propia mirada. El régimen disciplinario de toda ideología puede cruzarse ya de brazos: no hay afuera para una mirada que lo ve todo, ser sujeto pasa únicamente por acoplarse a esta mirada global.





Sin embargo: lo perfectivo del sistema se torna maquínico al comprender una instancia con la que, en principio, no contábamos. Precisamente aquella por la cual el sistema nos empuja a creer que todavía estamos en la anterior etapa: es decir, que aún hay una posibilidad de escape, de ver bajo las apariencias, de llegar a discernir un momento de verdad no adulterado.



Pero esto no es más que el simulacro más perfecto: el propio proceso de superación objetiva de la fractura frente a la naturaleza no es más que un momento más en el proceso de separación el cual, por mor de esta regresión ad infinitum, puede repetirse una y otra vez, separando siempre a los que creen en el simulacro de las imágenes de aquellos otros que no creen. Rancière lo dice, creo, mucho mejor que yo: “la ciencia que prometía la libertad era también la ciencia del proceso global cuyo efecto es producir indefinidamente su propia ignorancia”. Es decir, encerrados en un proceso de crítica que solo desvelaba su propia ignorancia, la ciencia que prometía la libertad se afanaba en descifrar, infinita e inútilmente, imágenes engañosas y a desenmascarar formas ilusorias. Así pues, el mismo conocimiento de la ley del espectáculo es una etapa, la más perfecta si se quiere, del propio engaño: “conocer la ley del espectáculo equivale a conocer la manera en que éste reproduce indefinidamente la falsificación que es idéntica a su realidad”, diría Débord, el pope del espectáculo como forma última de control ideológico.


Total y resumiendo, que frente a lo que pudiéramos aún creer o saber, no hay nada que saber ni que creer: la ideología del espectáculo nos empuja a sostener una noción periclitada de ideología como ocultación, como falsa conciencia de la que somos de una u otra manera capaces de salir. Pero no es así en absoluto: no hay afuera a la ideología –eso ya lo sabía Althusser- y pensar que lo hay no es sino el mayor y más rápido triunfo de la ideología. La distancia se ha hecho cero, el sentido ha implosionado y el mecanismo de ocultación, de transformación de la realidad en imagen, se hace innecesario. Estamos colgados en un mundo-imagen construido como copia sin original, como mapa de un territorio ya volatizado. En este sentido, si hay algo que hay que tener claro es que ahora las imágenes no son ni verdaderas ni falsas: simplemente “son”. El secreto está a la vista de todos y, quizá por ello, somos incapaces de verlo. El secreto oculta el propio ejercicio de ocultación de la realidad bajo una espesa capa de apariencias. Nuestra imagen-mundo es una profusión de imágenes donde, a decir verdad, no hay nada que ver. ¿Lo sabemos?, ¿no lo sabemos? A la ideología del simulacro, sinceramente, le da lo mismo.



Así las cosas –y de ahí lo axiomático de la cita de Canclini– el arte no debe de afanarse ya más en echarle una ojeada a las imágenes en busca de un momento de sinceridad bajo las apariencias, ni –en el polo opuesto pero que hemos descubierto es el mismo ideológicamente- debe de tratar de hacernos ver cómo esa búsqueda de la excepcionalidad mediática –ahí donde las imágenes se nos revelaran verdaderas o falsas– es algo de por sí imposible. El arte debe de trabajar críticamente con lo que sabe es la seguridad de la ideología en la que nos movemos: que nuestras relaciones sociales, las relaciones entre los hombres y sus condiciones de productividad –ahí donde Althusser descubrió funcionaba la ideología- es algo ahora mediado imaginariamente por imágenes.



El arte crítico ha de trabajar rasgando el tejido simbólico e imaginario sobre el que hemos fundamentado nuestras relaciones, pero no para arribar a la verdad, no para dar por cerrado el proceso de emancipación. Estamos en las imágenes y no podemos salir de ellas. Nuestra identidad solo conoce una forma de construcción y es enfrentándose especularmente a este constructo imaginario.


Lo urgente por tanto, lo inminente, es salirse de una crítica que denuncia el momento de disolución de la realidad en imagen y proponer otro modelo donde lo que preocupe es desvelar los dispositivos por los cuales lo ideológico es todavía percibido como un momento de falsedad en el proceso global de recobrar la unidad perdida. Es decir, hay que entrar a saco a comprender los mecanismos mediáticos de distribución y producción de las imágenes, entrar a comprender cómo somos capaces de ver lo que vemos, cómo nuestras miradas coinciden unívocamente con lo que se espera ver. ¿Cómo es posible que nuestras expectativas como espectadores nunca sean defraudadas?, ¿cómo es posible que siempre veamos aquello que deseamos ver? Ya sea para disfrutar o para indignarnos, siempre vemos lo que esperamos ver.





Es en este sentido que el trabajo del artista chileno Alfredo Jaar se torna indispensable en el mundo hiperconsensuado de hoy en día. Y es por ello que, aunque no sea un fotógrafo al uso, la pertinencia de su presencia en un festival como los Rencontres de Arles se convierte en un acontecimiento fundamental, fundamental para entender los mecanismos políticos de las imágenes y, por ende, el estatuto epistemológico del mundo actual.



Alfredo Jaar ha fundamentado su trabajo sobre una única premisa: desconectar cada momento de la producción de imágenes de lo que puede pensarse es su lugar apropiado. Producción, distribución, recepción, contemplación,…: cada momento está dirigido, como hemos querido hacer comprender más arriba, a ocultar el proceso de eliminación de lo real. Para ello el artista, sabedor de que los polos antagónicos han devenido mero simulacro, interroga igualmente a la imagen como al espectador para forzar y hacer evidente el tinte simulacionista del constructo social y mediático.


Para decirlo brevemente, la ideología espectral que nos anima actualmente nos hace pensar que todavía cabe la posibilidad de una salida a la sociedad del espectáculo proponiendo una disyuntiva donde todo espectador, quiera o no quiera, ha de situarse: ¿hay pocas imágenes o hay más bien una saturación? Esa bien puede decirse que es la pregunta a la que nos invita la ideología y que Jaar recoge para retorcerla hasta que se nos revuelva como fantasmagoría de sí misma. Y es que en esa pregunta está prefigurado todo el proceso de distribución y producción de imágenes: quién las produce y distribuye, cómo nos la da a ver, cómo prefiere que sean contempladas, qué efectos persigue. En definitiva: quién ve qué en qué canal y con qué efecto.





Para ello, multitud de estrategias: repetición nauseabunda de una misma imagen, ocultación, reapropiación, dilatación de la expectativa, defraudar la mirada, violentarla, socavarla. Desvelar los mecanismos dromóticos de una mirada para que, en algún momento, no coincida consigo misma, para que surja la interrogación por el qué o por el cómo, por el efecto que perseguimos o por el que, incluso, como Kevin Carter, morimos.



En definitiva, la lógica que trata de desmontar Jaar es aquella, ennoblecida desde el mainstream, de que, ahora ya por fin, una vez arribados al mundo feliz de la tecnodemocracia, podemos verlo TODO cuando, más bien, sucede todo lo contrario. Aquello que podemos ver, que se nos da a ver, remite a unas relaciones imagen-capital/poder donde es solo una pequeña parte seleccionada lo que pasa los filtros mediáticos. Si la realidad siempre es un proceso en construcción, es ahora cuando la lógica cibercapitalista de la era digital tiene al toro cogido por los cuernos: ni siquiera ha de enseñarnos la mercancía, basta con hacerla intuir, con darnos a ver (no-ver) el reflejo dorado de la fantasmagoría en que queda asentada la tecnorealidad actual.


Quizá no podamos salir de la ideología, quizá no podamos dejar de ver imágenes hasta quedarnos ciegos, quizá incluso la perfección ideológico del simulacro hace inviable el hacer “como si”, pero, por lo menos, la pregunta ha de mantenerse. Quizá no sea más que la última carcajada de un mundo que se ha reído en nuestra cara: ¿cómo no pensar así si conquista y disolución del mundo han terminado por coincidir? Si como dijo Susan Sontag “los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad”, el trabajo de Jaar va dirigido a hacer de ese cinismo algo más que una sintomatología epocal: hay que revelar lo que sabemos, vomitarlo si hace falta. No con el fin de tratar de revelar el secreto ni para eliminarlo, sino con el propósito –y aquí enlazamos con la cita de García Canclini- de mantener el secreto, mantenerlo oculto, pero mantenerlo, hacer que la pregunta siga siendo preguntada: sabemos que no hay respuesta, que no hay salida a la ideología, pero –si cabe solo por eso- no podemos dejar de preguntarnos. Antes de la volatización del mundo, es lo único que nos resta por hacer.