lunes, 30 de diciembre de 2013

LAS DIEZ MEJORES EXPOSICIONES DEL 2013


                                             Slater Bradley, She was my La jetée

          No, no se puede decir que este haya sido un buen año para el galerismo madrileño. El arte está de capa caída y, por mucho que nos esforcemos, la cosa pinta chunga. Movimientos los ha habido. Y cosas muy destacables, también. Trazar siquiera un boceto de aproximación a lo que ha dado de sí este año 2013 es harto complejo; pero como uno de los pasatiempos preferidos de estos días es el elaborar listas de toda clase y condición, nosotros, para sumarnos al espíritu de celebración de estos días y no quedar de rancios, haremos lo que toca.
Pero antes, un somero repaso general al estado de la cuestión. ¿Qué cuestión? La del arte en las galerías madrileñas. ¿Qué estado? En la UVI: entre la situación generalizada de pánico por esto de la crisis y el desprecio supino del ciudadano medio, los expertos oficiales en el trinque (es decir, los políticos) no han convenido otra acción más dinamizadora que subir el IVA a la cosa cultural hasta límites obscenos.
Efecto concomitante de este estado de calamidad perpetuo ha sido el repliegue del sector galerístico en una calle: doctor Fourquet, al ladito del MNCARS, como buscando protección del fuerte de la clase. Como si todo fuese cuestión de gritar al unísono el no nos moverán, entre las que estaban, las que han abierto plaza, y las que han trasladado su sede, el DF se ha convertido en el escaparate galerístico de Madrid. Claro que, como todo tiene en su mismo reverso su propia perdición, el DF puede morir, precisamente, de éxito: el convertir la calle en algo parecido a un parque de atracciones artístico puede tener buenos réditos en un primer momento, pero puede no ser más que un parche del que no saber cómo salir. Pero en fin, por el momento, y como todo va de copar cuotas de visibilidad, la idea puede funcionar. 
Mismos intentos de presencia bruta en los medios son el Jugada a 3 bandas, el Apertura y –me da que lo principal– el aprovechar la semana de ARCO todo lo que se pueda. Los tres eventos, como años anteriores, muy bien traídos y pensados. Y poco más. La fusión de José Robles y Raquel Ponce lo más interesante y esperanzador del panorama. Ah, y según he leído por ahí la más que inminente reapertura de Oliva Arauna. ¡¡Esperemos sea cierto!!

                                              Laida Lertxundi, Ladscape Plus


A todo esto, curioso la proliferación de ferias. Curioso y, si cabe, inexplicable. Yo, por lo menos, no lo logro pillar del todo. Ya no solo ARCO (obvio) ni su hermano pequeña, JustMad. Ahora es que están también, y seguro me dejo alguna, Summa Fair, Casa//Arte, artMadrid y Room Art Fair. Si están es porque hay mercado, digo yo… ¡Ah! Que no se me olvide una estupenda exposición que surgió a colación de ARCO: Dúplex. Aquí les dejo la crítica por si se les escapó.  
Dicho lo cual: al lío. ¿Qué hemos podido ver en este año? Estando como estamos en época de vacas flacas grandes “locuras” no hemos visto, la verdad sea dicha. Quizá la exposición más comentada haya sido la de Sierra y Galindo en Helga de Alvear, “Los encargados”, pero cómo no nos convenció no la hemos incluido entre las diez mejore. Sierra también repitió en Ivory Press con una acción interesante: “El trabajo es la dictadura”.
Por lo demás, y empezando por la cosa patria, reseñemos por ejemplo una soberbia exposición de Juan del Junco en Magda Belloti; Maisterravalbuena facturó tres expos de primer nivel: Regina de Miguel, Antonio Ballester, Nestor Sanmiguel Diest; Enrique Radigales en The Goma; Louis 21 inauguró su sede madrileña con una jovencísima Bel Fullana; Moisés Pérez Albeniz tuvo a un mediocre –pero aún así interesante- Antoni Muntadas y a un muy buen escultor, Ángel Bados; Max Estrella a Aitor Ortiz  y Jorge Perianes; Travesia 4 cumplió con la de Juan de Sande a principios de año; Juana de Aizpuru tuvo a Montserrat Soto (no nos convenció del todo) y Helga de Alvear a Prudencio Irazabal.
También interesantes, Casado Santapau con los últimos trabajos de Alain Urrutia; Lucía Vallejo y Iñaki Gracenea en Distrito 4; García Galería con una muy inteligente propuesta de David Mutiloa; y en Fúcares la exposición de Lluís Hortalà. No olvidar la propuesta Emerge’12 en Rafael Pérez Hernando.

                                                Pablo Valbuena, Crono-grafía

Artistas extranjeros, y que me hayan podido interesar, no muchos, la verdad. Quizá el que más (exceptuando el top ten) haya sido la expo de Nicolás Guagnini en Marta Cervera y Marine Hugonnier en Nogueras Blanchard. Ésta galería también acertó con uno de los grandes: el argentino Leandro Erlich y su ‘jardín perdido’. Señalar también en Fúcares al fotógrafo Vincenzo Castella, en la remozada (premio al despropósito del año) La Fábrica a Nobuyoshi Araki, a Sandra Gamarra en Juana de Aizpuru, Dánica Phelps en Nieves Fernández y Luis Camnitzer en Parra & Romero.
También de justicia acordarnos de dos exposiciones comisariadas para el Jugada a 3 bandas: el proyecto Werker Sweatshop de Marc Roig Blesa y Rogier Delfos en García Galería, y las “Tecnologías de lo sublime” en Cámara Oscura.
Y ahora sí, lo que todos estabais esperando: las 10 mejores exposiciones de este año. Más o menos están d emejor a menos mejor…pero solo más  menos:


     1- SLATER BRADLEY (Helga de Alvear)  

     2- LAIDA LERTXUNDI (Marta Cervera)   

     3- PABLO VALBUENA (Max Estrella)   

      4- KARMELO BERMEJO (Maisterravalbuena) 
        http://www.blogearte.com/2013/03/karmelo-bermejo-dialectica-del-fracaso.html


      5- ANTONIO ROVALDI (The Goma) 

      6- ALEJANDRO CESARCO (Parra & Romero)  
 
      7- Soportes(s) de resistencia (Magda Belloti) comisariada por María Antonia De Castro          

      8 MAÍLLO (Ponce+Robles)
 
      9 SECUNDINO HERNÁNDEZ (Heinrich ehrhardt)

     10 ALICIA FRAMIS (Juana de Aizpuru) 
  


De regalo les dejo el top 10 de años pasados, para que vean y comparen.
Año 2009: http://blogeartemadrid.blogspot.com/search?updated-min=2009-01-01T00:00:00%2B01:00&updated-max=2010-01-01T00:00:00%2B01:00&max-results=50

Cinco añitos y parece que fue ayer.... 

sábado, 28 de diciembre de 2013

BRIAN ENO O LA BROMA INFINITA

  
BRIAN ENO: 77 MILLION PAINTINGS
SALA ALCALÁ 31: 18/12/13-30/03/14

Cuando en 1976, en la célebre entrevista post-mortem del “Der Spiegel”, Heidegger acaba su legado filosófico bajo el famoso epígrafe de que “solo un Dios puede salvarnos todavía”, no creo que siquiera intuyese lo negro que se iba a poner todo. Pero, claro está, una vueltecita por esta inmensa broma y, sin duda alguna, se le iban a caer los palos del sombrajo. Me le imagino sentado en unos de eso sillones y, creo sin duda, que el epitafio sería bien diferente: “esto ya no lo salva ni Dios”.  
Esa debe de ser la “experiencia única e irrepetible” que la publicidad promocional de la obra promete: el ser testigo de cómo el arte ha encallado en su propia nadería y no ofrece sino su negatividad más esencial. Y es que uno, nada más salir de contemplar esta manifiesta insustancialidad, solo puede pensar una cosa: que a peor, desde luego, no podemos ir. Es tanta la estupidez que se concentra en una única sala de exposiciones que, espectadores atónitos de una broma infinita, apenas atinamos a balbucear algo con un mínimo de sensatez.
Para quien no sepa de qué va la cosa aquí les dejo un resumen: hay 12 monitores de pantalla plana, hay un sonido ambiente (relajante, atmosférico), hay sillones a ambos lados de un pasillo central donde sentarse y “dejarse llevar”, hay –casi junto a las pantallas– un montoncito como de arena que funciona, pensamos, como burda metáfora del tiempo, y hay –en fin– un software generativo a base de algoritmos que va combinando aleatoriamente los –agárrense los machos– 300 elementos visuales y sonoros que el señor Eno ha ido creando en los últimos 25 años. Total y resumiendo: pónganse cómodos en sus butacones porque van a contemplar una obra que, para 7 millones de combinaciones, dura 400 años. Tal inmensidad hace que yo, que apenas aguanté cinco minutitos dentro, no pueda por menos que sentirme culpable.
El propio presidente de la Comunidad, el ínclito Ignacio Camacho, solo ha podido mascullar un inexpresivo "una exposición singular, (…), es algo que probablemente no hayamos tenido la oportunidad de ver anteriormente". Si lo hubiese dejado ahí, perfecto. Pero no, tuvo que apostillar que "la presencia de Brian Eno en Madrid representa un acontecimiento cultural de primer orden". Que Eno y sus secuaces hayan tomado el pelo a ciudades como México DF, Sidney, Venecia, Milán Abu Dhabi, Tokio, entre otras, no significa que aquí, que nos las vemos y deseamos para que el arte adquiera la significancia que merece, tengamos que también tragárnoslas como puños.


Pero, volviendo a una posible exégesis de esta obra imposible, he de decir, antes que nada, que nos merecemos lo que tenemos: nos merecemos aplaudir a quien aplaudimos. En un mundo donde la crítica es sin más arrojada a la papelera, somos caldo de cultivo para repetir poses ya aprendidas desde hace siglos y que ahora, enmarcadas desde el paradigma tecnológico que nos asola, saludamos como la quintaesencia de lo novedoso y a las que no dudamos ni un instante en catalogar como arte.
Dicho lo cual, solo nos cabe la seriedad de nuestros juicios y, si se me apura, su violencia. Lo que nos ofrece el bueno de Eno no es sino un refrito de aquel arte pretérito de las vidrieras góticas las cuales modificaban el haz lumínico según la luz que en ellas incidía, simulando así por analogía el entroncamiento humano con la divinidad. Y es que aunque mucho tiempo haya pasado desde entonces, la imagen sigue perteneciendo a esa misma ascendencia: la figurabilidad de la imagen es un misterio referido a una apertura en el campo de lo visible. El propio George Didi-Huberman lo dice mejor que yo: “figurar consiste no en reproducir o inventar figuras, sino en modificar unas figuras y, por lo tanto, en llevar el trabajo insistente de una desfiguración en lo visible”.
Lo que sí que ha cambiado es el sesgo de esa apertura que como indicio despierta y señala la imagen. Si antes estaba referida a servir de huellas de lo divino, ahora ha de estar llamada a operar –frente a la tiranía de lo visible siempre referido a un régimen escópico hegemónico– una interferencia, un desgarro en el propio tejido visible de lo que se nos ofrece. Es decir, la imagen ha de estar llamada a hacer operativo el síntoma: ahí donde lo simbolizado es puesto en crisis; el saber que, pese a la inmanencia actual de lo visible, existe siempre un point de capiton lacaniano que, aunque precario, evita el total desorden, la psicosis, el desanudamiento total de la realidad.


Así pues, toda imagen es un pensar el no-saber, es un discernimiento sobre la bisagra que modula las dos únicas posibilidades: o comprendemos y estamos en el mundo de lo visible, o no comprendemos y estamos en el mundo de lo invisible. Y si hoy en día la realidad no está sacramentada, sí que está construida según los dictados de una razón inhumana y dogmática: la imagen, su pensatividad, si bien ya no descansa en el matriz de relaciones renacentista, si que ha de ser referida a un mismo paradigma: la de correr el riesgo de lo impensable. Lo simbólico, aún en la inmanencia de la imagen-mercancía, todavía precede e inventa la realidad.
La obra de Brian Eno, por mucha estética generativa que nos trate de dorar la píldora, no es sino un ejercicio de anacronismo sin paliativo alguno. Es un tirar de tecnología para referirse a un mirar que no descubre nada nuevo sino que, más bien, se contenta ciñéndose a la lógica de la presentabilidad absoluta del hipercapital. Una imagen –siempre– es un acontecimiento, no un refrito computacional.
En la misma entrevista con la que hemos comenzado, Heidegger continúa: “todo funciona, esto es lo inquietante, que funcione y que el funcionamiento nos impele siempre a un mayor funcionamiento”. A esta misión de hiperfuncionamiento se suma, sin duda alguna, esta broma infinita de Eno: 400 años mirando justamente aquello que se nos da a la vista, un mirar desacramentado, despolitizado, acrítico, fungido con la praxis de esta aldea global, de esta panosfera donde todo se ve, donde todo funciona.
Tamaña sinvergonzonería no cabe.  

martes, 24 de diciembre de 2013

ARTE Y ABORTO: UNA (OTRA) POSIBILIDAD

               Paloma Checa ha escrito en a-Desk un muy interesante artículo donde, a colación de una “genial pieza” de Teresa Margolles, traza la pertinencia de que la mujer tenga derecho a interrumpir su embarazo cuando ella lo considere. Habiéndose producido mucho debate en torno a este tema, y al haber sido éste enfocado por la autora desde el arte, me he decidido a establecer, también desde el ámbito artístico, otra posibilidad. Sólo una posibilidad.
El artículo es, en sí mismo, perfecto; rezuma una lógica aplastante. Toda praxis no es sino una tirada de dados lanzada dentro de un marco legal cuyo fundamento no es otro que el que la propia sociedad se ha dispuesto como tal. De ahí que, muy pertinentemente dice la autora, toda mujer que a partir de unos meses desee abortar, no tendrá más que renegociar los límites fronterizos desde donde su praxis pueda ser considerada como lícita. Todo queda referido a una lucha por el marco, por el discurso capaz de enarbolar un específico ámbito de legalidad o de, en su defecto, ilegalidad.
El arte, como no, con ese cariz crítico-político con el que ha atravesado el final del siglo XX y lo que llevamos de XXI, se erige en dispositivo disensual respecto de ese status quo que, se mire por donde se mire, en cualquier época y lugar, no es sino una estructura de poder levantada sobre precisos valores de las clases hegemónicas. Arte y lucha van de la mano para reconfigurar, a su modo, el marco: para subvertir la legalidad desde el fundamento que supuestamente cada uno se arroga para sí.
Obviamente, para Paloma Checa –y para una inmensa mayoría, parece ser– es de lamentar que el juego legal, ahí donde los discursos se erigen por sí mismos en verdaderos, halla trazado una intersección con la esfera social –con la pluralidad de sensibilidades que conforman el procomún– de forma tal que se haya dejado fuera un buen número de casos que antes sí entraban dentro del subconjunto legalmente dispuesto para poder abortar.
Dicho lo cual, y bajo mi punto de vista, ¿cuánta teoría postestructuralista estamos dispuestos a tragarnos sin esfuerzo alguno? Lo digo más que nada porque tal paradigma se me antoja, en esta fase del capitalismo tardomoderno en que estamos, algo impotente e inane frente a la que se nos está cayendo encima. Es más: el comprender el espacio común como un entramado de juegos de lenguaje en busca de su efecto de poder correspondiente, el cifrar toda lucha en encuadrar el ámbito público dentro de un polvorín donde cada uno busca su mecha, no ha hecho sino dar sus frutos y ganancias…con cargo, eso sí, al propio capital.
Multiplicar los afectos, reproducir los efectos de reverberación de los discursos, desenmascarar cada valor como momento de máximo poder ideológico, no ha hecho –pienso yo, que puedo estar muy equivocado- sino realizarle el juego sucio a un capital que no sabía cómo entrar en ámbitos hasta entonces infranqueables. Me refiero, como espero pueda imaginarse fácilmente, a que una vez el capital moldeó a su antojo el mundo de la producción material de la existencia, tiró de lucha por el lenguaje, asumió la microfísica del poder para lanzarse a opinar también sobre la producción inmaterial de la existencia: el título igual no me ha quedado muy trasparente, pero aludo a ese ámbito privativo de la identidad, la intimidad cuartelaría de cada subjetividad.
Obviamente que dicha intimidad estaba anteriormente moldeada por unas ordenaciones morales que no dejaban resquicio alguno desde donde operar siquiera una mínima resistencia. Pero, siendo a mi juicio, insisto, más que clara la infiltración de las lógicas maquínicas del capital en la fracturación permisiva de lo social, no encuentro razón alguna por la cual esa posibilidad de trazar cada uno su jugada ganadora ha de ir parejo de una eficiente emancipación. Todavía estamos a la espera que la desublimación de un significante –sí, de esos patriarcales, eclesiales, etc- haya acarreado siquiera un mínimo efecto liberalizador.
Lo que quiero decir, y aunque quede muy mal decirlo: me parece que el efecto postestructural, de tanto que dura, se ha solapado definitivamente (de hecho siempre ha sido así, aunque al principio pudieran, eso sí, inferirse algunos desenmascaramientos más que interesantes) con un positivismo capitalista que tira por la calle del medio para sacarle todo el jugo necesario a esta refracción discursiva de disensos que poco, o más bien nada, tiene ya de disensual. 
“Los cuerpos de las mujeres –no solo las embarazadas– son en este caso ese campo de batalla”, dice de nuevo la autora. Totalmente de acuerdo. Todo cuerpo es un campo de lucha y de batalla, un recinto desde donde desplegar una praxis encaminada a hacer efectiva la libertad. Pero la pregunta creo debe ser (una vez aclarado que las ideas hegemónicas no son, ni directa ni aparentemente, las de la clase hegemónica; una vez que, a estas alturas del partido, tenemos más que serios indicios de que, después de toda praxis revolucionaria, resulta siempre que “el capital ya estaba allí”, dispuesto a ofrecernos la siguiente salida al mar): ¿de qué superación estamos hablando?
En la obra de Manuel Saiz que actualmente puede verse en el MNCARS (One True Art-16 respuestas a la pregunta qué es el arte), Renzo Martens a colación del libro “This is Not Art: Activism and other not-art” de Alana Jelineck, establece unas coordenadas muy concretas para el arte crítico, intentándose alejar del cliché de arte político. El ejemplo que pone es bien claro. Es bien sabido que petrolíferas como, por ejemplo, Shell, comete barbaridades en lugares cómo Nigeria; es también conocido que ese mismo petróleo es el que necesitamos no ya solo para nuestra vida diaria sino para acudir en vuelo a cualquier Bienal de las que colapsan el globo y donde, seguramente, existirá una obra “crítica” sobre el modelo de producción del petróleo. A poco que uno tome distancia, la burda broma sobre la que se cimienta el arte no hay por donde pillarla del putrefacto olor que expele.
¿Qué deberíamos hacer, dice Renzo Martens? Obviamente no dejar de ir a tal o cual Bienal, sino tener plena conciencia de donde ha de moverse la práctica artística y dejar de reflejar, repetir, las propias estructuras de dominación capitalista. En un régimen espectacular como el que vivimos, el capital goza como un enano de estas muestras “cariñosas” de denuncia que no hacen sino hacer de todo ámbito de crítica un modo de exhibición y de mercantilización.
Lo que expone Renzo Martens es que la práctica artística debe encaminarse no ha denunciar las formas deshumanizadas de producción, sino a evidenciar como cualquier forma de vida, sin ese petróleo Shell, está llamada al fracaso. Es decir, la práctica artística es la del fracaso: hacer evidente cómo, según los parámetros materiales y productivos desde los que nos movemos, no hay manera de escapar de nuestras vidas alienadas, que estamos de lleno circunscritas a las prácticas alienadoras que denunciamos y que, el simple hecho de denunciarlas, no nos saca de ningún atolladero sino que, más bien, nos remite a una mercantilización obscena de la protesta. Paradójicamente, es en esa experiencia del fracaso donde el arte se levanta un par de palmos de su inane capacidad disensual: no ya denunciando la praxis neoliberal sino haciendo visible nuestra oscura participación en todo el tinglado.
Dicho lo cual, de entre todas las interpretaciones a la pieza de Margolles, la única que a mi entender no replica las condiciones de violencia sobre las que se erige cualquier vida, sería la de que tal bloque de cemento evidencia no ya una violencia ideológica en concreto sino el hecho universal de que no podemos existir si no es en referencia a una –cual sea– forma de violencia, de la que nosotros, de una forma u otra, queramos o no queramos, participamos.
Solo así, sabiéndonos como participantes en el juego de la cosificación y alienación humanas, podemos tomar parte en la escena primigenia: no aquella que señala al culpable, sino que nos señala a nosotros mismos como lugar de la tragedia. Sólo así el otro se nos descubre no ya solo como un nódulo discursivo de poder sino como otro al que, simplemente, socorrer. El otro no es sobre quien ejercemos la denuncia de señalar la violencia que lo destina al silencio, sino que el otro es a quien dotar de palabra, de mi palabra, ya que el culpable siempre soy yo. Es decir, quiero decir, no hay márgenes para la inocencia. Desenmascarar un discurso como ideológico no conlleva en modo alguno emplazamiento para la emancipación. El arte es el dispositivo que hace aparecer mi subjetividad como participante en el juego de los intereses, que me descubre como isla a la deriva solo capaz de identidad desde un decir que, de una u otra manera, ningunea al otro, a quien sea en cada caso el otro.
Pero, y digo yo, ¿no ha sido el arte en la modernidad ese dispositivo desde el que dar la palabra a lo que no soy yo? Antes justo de matar a Dios, cuando ya gozaba de bastante mala salud, Kant realizó el bosquejo para una teoría del arte que, a mi modo de ver, todavía no ha sido superada. Destruida toda posible apelación a la trascendencia, el arte moderno seculariza la posibilidad íntima que alienta debajo de toda posibilidad de lenguaje: el ser capaces de referirnos a un mismo juicio de valor. El “sentido común” kantiano no es una figura retórica: es el eufemismo con el que llamar a la posibilidad de convenir una misma valoración, sean cuales sean los condicionantes. Es más: descubierto el sesgo ideológico con que Kant hacía referir esa posibilidad (el valorar era una capacidad del nuevo sujeto burgués), el arte muy pronto se vio en la necesidad no solo de establecer las condiciones para un mismo valorar intrasubjetivo, sino que también ese valorar había de ser despejado de cualquier incursión ideológica.
Si el arte existe, el arte tal y como lo conocemos aún, es porque de una u otra manera seguimos creyendo en la posibilidad de hallar un sustrato donde toda apelación al otro sea hecha sin interés alguno, sin mediación ideológica que lo cosifique. Thierry de Duve, en “Kant after Duchamp” lo dice bastante claramente: arte es la posibilidad de decirle a otro “esto es arte”.
Creo que seguir creyendo en el arte (cosa que, a las pruebas de nuestra realidad diaria, poca gente hace ya) es creer en la posibilidad de un decir previo incluso al sentido, un decir que nos señale a todos como seres humanos en nuestra insondable dignidad. Creo que esa es la única posibilidad de caer del otro lado del sentido y, por ende, superar la infranqueable frontera de las ideologías.
Así las cosas, creo también que el paradigma postestructuralista sobre el que descansa la casi totalidad de discursos emancipatorios no son otra cosa que una fractura impotente del procomún, llamada únicamente a establecer polos de discursividad con el suficiente poder de consenso para oponerse a una valoración hegemónica que, de tan diluida que está en la esfera común, hace ya imposible su efectiva confrontación.
La culpa es de Nietzsche, que nos dejo una labor a medio hacer y de la que no terminamos de ver la salida. Pensábamos que el superhombre ya estaba aquí, entre nosotros, que éramos nosotros mismos, y no nos descubrimos sino como decadentes ‘últimos hombres’ en busca de un sí afirmativo y dionisiaco a la vida imposible de realizar. Pensábamos que éramos sus más directos herederos y no vimos la trampa de que el nihilismo reactivo está aquí para quedarse. Pensábamos que con buscar dentro de nosotros la lógica afirmativa particular estaba todo hecho: mis intereses, con ser solo míos, remiten ad hoc a una esfera de emancipación de la que yo soy el único legislador y beneficiario. Pero el que no haya fundamentos ya sólidos no significa que no haya fundamentos: existe siempre un otro a quien la violencia ideológica impide afirmarse, impide crecer en voluntad de poder, impide decir sí. El drama está en que nosotros no somos nuestras propias fronteras. Formar parte del coro ditirámbico con el que celebrar dionisiacamente la vida no supone bailar según nuestro propio ritmo: nadie ha visto nunca un coro individual. El ‘amor fati’ no es sino salir a bailar nosotros y, sobre todo, sacar a bailar a otro: aquel que aún solo puede construir su identidad en relación a la máquina ideológica.
En definitiva, no terminamos de asentar el sentido en el sinsentido más que nada porque no encontramos salida ideológica alguna. La superación como disolución es una tarea que no se realiza solo con el martillo. No dejamos de estar enfermos de historia: todo discurso no hace sino reproducir hasta el infinito sus propias consignas.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

BIENAL DE LYON: VAMOS A CONTAR HISTORIAS

                                                  Crítico con gabardina visto por detrás.



 BIENAL DE LYON: ENTRE-TEMPS… BRUSQUEMENT, ET ENSUITE  (hasta 05/01/14)
 
 “¿Cómo podemos vivir juntos los que no podemos cantar ni contar juntos, los que no tenemos tierra ni mundo, ni pueblo ni raza, ni cultura de origen?”

                                                           José Luis Pardo

Entre-temps... Brusquement, Et ensuite”. O, lo que es lo mismo, entre tanto…, de repente y después. Un título para una bienal que hurga en los modos y maneras que tenemos de contar –de contarnos- historias; un título que, con esos puntos suspensivos entremedias, quieren remitirnos al tiempo como instancia privilegiada de estudio, a la heterogeneidad de temporalidades de la que actualmente hacemos emerger nuestras historias.
En esta Bienal de Lyon pueden verse la obra de 52 artistas que, con variedad de formatos  y técnicas, establecen las coordenadas de la narración ficcional en este tiempo epilogal nuestro. En ese vislumbrar lo invisible desde donde el arte se entiende a sí mismo sin dificultad, los recitados en busca de la primigenia conexión entre fragmentos gana por goleada: es decir, la obra como lectura parcial solo completada por un espectador que, más perdido que otra cosa, busca algo a lo que agarrarse. En definitiva, y como gesto político casi infinito, el arte como narración de lo fronterizo, de lo otro, lo diferente, lo olvidado: desde la mujer hasta lo colonial, desde la esclavitud hasta lo virtual como antesala de una realidad panóptica.
Como en el fondo sabemos que lo que mola es dar nombre, ahí van unos cuantos: Tavares Strachan (Bahamas, 1975) con un historia olvidada: la de la cosmonauta Sally Ride; Jonathas de Andrade (Brasil, 1982) y la historia de la producción de unos famosos bombones brasileños; Aleksandra Domanovic y una sutil y potente forma de narrar desde el mismísimo exterior; Peter Wächtler (Alemania, 1979) con una reactualización animada del esperando a Godot; Laure Provost (Francia, 1976) recontextualizando a Kafka y la metamorfosis; Gustavo Speridiao (Brasil, 1978) y su otra historia del arte; Ryan Tecartin y Lizzie Fitch (Estados unidos, 1981) en una fantástica instalación donde se proyecta la historia de su generación: imágenes captadas con teléfonos móviles, a medio camino entre la snuff-movie y la telerealidad, sitúan al espectador en un lugar conocido pero que, poco a poco, se vuelve cada vez más inusual, representando una realidad que conocemos como la nuestra pero que se nos hace extraña y siniestra. Ah, y, cómo no, la única representante española: Laide Lertxundi (Bilbao, 1981), de la que recientemente pudimos ver casi una integral en la Galería Marta Cervera, y de la cual nos reafirmamos en todo lo ya dicho.

                                El buho de Blade Runner contándonos su historia (Anna Lislegaard)

            En el debe de una Bienal que cabe calificar como de bien medida y comedida, la presencia de Jeff Koons y de Yoko Ono que, se mire por donde se mire, se me escapa por completo su pertinencia.
            Pero, como esto va de sacarle todo el jugo posible al arte (hasta dejarlo seco sequito), y como lo de listar nombres es una sandez como otra cualquiera, vayamos al lío:

No es ni mucho menos baladí que cuando estamos en la cuenta atrás para que la galaxia Gutemberg implosione dejándonos a los pies de otro momento estelar para la cultura, la institución-arte, desde este gran mirador que es la Bienal de Lyon, se interrogue acerca de los modos y maneras que tenemos –si es que nos queda alguno- de contarnos historias.
Y es que, como bien decimos, estamos en la lanzadera hacia otra era cultural: otro momento de esos en los que nuevos modos de producción y distribución revierten en nuevas construcciones sociales e identitarias. ¿O es al revés? Buena pregunta que no contestaremos de momento. Pero, para no divagar mucho, aquí viene otra: no ya el qué ni el cómo sino, ¿no será que nos estamos contando siempre la misma historia y no nos damos ni cuenta?
Premio para quien se haya dado cuenta que ambas preguntas son la misma: nuevas posibilidades técnicas, ¿crean nuevas narraciones?, ¿o es que, al contrario, nuevas necesidades de narración hacer pertinente el uso de nuevas técnicas? O, ¿no será una simple recodificación simbólica para encauzar la original narración en nuevas estructuras acordes a esa nueva técnica? Total y resumiendo: quien es antes, el huevo (la historia) o la gallina (la técnica que vehiculiza la narración).

                                 La Pantera Rosa en plena faena (Bjarne Melgaard)

Como decimos puede parecer una pregunta insustancial pero, bien al contrario, es la pregunta nuclear de todo el asunto del arte y su lugar en la cultura ciber-ultramoderna de la actualidad. O dicho de otra manera: acierto total de una Bienal de Lyon que, pasado ya con mucho el euforismo bienalista del siglo pasado (ahora estamos en la multiplicación endoplasmática de refritos feriales), se está convirtiendo en uno de los pocos acontecimientos internacionales dignos de tenerse en cuenta.
Este asunto de las ficciones del arte y su íntima relación con la técnica nos viene heredado de la ya periclitada época de la reproducibilidad técnica de la imagen, allí donde Adorno y Benjamin reflexionaron acerca de las nuevas coordenadas y funciones para un arte desauratizado y masificado. Pero existe una radical diferencia: si en aquel momento la reflexión podía postular una salida, ahora ya no existe en modo alguno esa tal salida. El aspecto positivo de la técnica en Benjamin y el negativo de Adorno juegan, por así decirlo, en la misma liga: pensar las condiciones para una emancipación de la humanidad de las ya por aquel entonces tiránicas condiciones del capital.
Pero ahora al menos manejamos un dato más: que no hay salida. Emplazados en una panosfera videográfica mediatizada, la ideología no remite ya a una “falsa conciencia” sino a un régimen especular de apariencias donde las imágenes no quedan referidas a un régimen de producción técnico sino cibernético. Cómo dijo Brea, “la imagen electrónica fulge con el brillo breve de la mercancía, en su captura fatal de los flujos de deseo”. Si para Debord el espectáculo es la relación social entre imágenes, nuestra pantalla-global no es sino la mundalización del espectáculo.

                  Si lo de antes no era 'peluchismo', esto ya es indescriptible (Hannah Weinberger)

Así las cosas, en este régimen cibercapitalista, donde las imágenes centellean en una nada espectral, donde las imágenes dejan tras de sí la huella de una instante inasible y evanescente, ¿qué historias contarnos, qué ficciones proponer? En definitiva: cuando los mismos mundos de vida son apariencias, cuando los propios productos del arte son indiscernibles de los productos del capital, ¿para qué vale el arte?
Porque, seamos claros: siendo la realidad una construcción política, un emplazamiento de decisiones urdidas ideológicamente, el arte, o dispone del potencial suficiente para establecer nuevos baremos, o es perfectamente inútil. Es decir: no vale en absoluto con seguir siendo capaces de contar historias, sino que la historia contada debe de desequilibrar a esa ficción privilegiada llamada realidad.
  Creemos que así, sin demasiado engolamiento, hemos dado respuesta a la primera pregunta: la novedad de una técnica, si no sirve a la posibilidad de un nuevo decir, no es sino la repetición depotenciada de un ya-dicho del cual no cabe esperar nada. Esto quiere decir que la prioridad siempre viene dada por la necesidad de nuevas urdimbres, de nuevas tramas que dispongan una reorganización novedosa en el espacio común; el protagonismo ha de ser siempre el de la posibilidad del arte de crear uno novedad disensual en la configuración de las sensibilidades del procomún. Dicho esto, no nos es desconocido que suelen ser las nuevas técnicas las más capaces de llevar esto a cabo, pero, claro está, sin olvidar su status de gregaria. En este sentido, la imagen no es nunca en primer lugar una manifestación de la propiedad de un cierto médium técnico, sino relaciones entre visibilidades, entre expectativas y potenciales. Es decir: la imagen es –ha de ser siempre– un dispositivo político de visibilidad.
          No hay Bienal que se precie sin el momento estúpido de dejar pintar en las paredes.

Así las cosas, la pregunta para esta Bienal es más que pertinente: ¿qué capacidad tiene el arte para promover imágenes que sirvan como nexo narratorológico para crear historias disensuales, historias emplazadas en un nuevo decir abierto a lo porvenir? Porque, bien pudiera ser que, en esta época de globalización en red, no cupiera narrar historia alguna que no fuesen ya las administradas por el régimen mediático. 
Es decir, si la realidad es ya devenida imagen, ¿puede el arte, las imágenes por él construidas, subvertir el régimen escópico de un capital para el que, instalado en la reproductibilidad cibernética, ya no hay zonas de invisibilidad? O dicho de otra manera, para un capital que siempre dice la primera y última palabra, ¿cabe la posibilidad de imágenes que digan lo otro?, ¿puede el arte crear imágenes desvinculantes pero, al mismo tiempo, comprendida como una operación de puesta en comunidad?
            Porque es otra: toda narración ha de estar urdida en la trama conectiva que fundamente, crea y sostiene a la comunidad. Es decir, toda ficción narrativa ha de ser política, ha de ser comprendida como una jugada disruptiva con el consensual emplazamiento de la comunidad, tratando de reconfigurar los límites de lo fáctico donde se asienta dicha comunidad. Pero hete aquí que el arte se inserta en esta dificultad mayúscula a la que se enfrenta: ¿cómo crear narraciones que remitan a una comunidad cuya mayor característica es, precisamente, no tener narración alguna?, ¿cómo anudar y entretejer ficciones referidas a una comunidad de la que ya no cabe decir nada con sentido?
Emplazados en la era del individuo frente a la antaño era de la comunidad, el arte no puede ya entretejerse con narraciones metahistóricas, sino con esa microfísica de los acontecimientos que remiten a un pathos social rizomático e hiperfragmentado. Ya no hay historia, sino una pluralidad de microhistorias incapaces de atesorar a su alrededor una ergonomía social lo suficientemente poderosa como para crear lazo social. Así entonces, ¿cómo decir propiamente la historia de la comunidad?

                                    Escultura al crepúsculo (Gabriela Fridriksdóttir) 

Y es que somos supervivientes de una cultura en clara recesión y nuestra drama es que ya no hay lenguaje común, ya no hay molde narrativo con el poder contar el tamaño de nuestra experiencia; somos verdaderos últimos hombres de una época que, por mucho que lo intenta, no logra ni de lejos superar un nihilismo reactivo que se nos ha infiltrado hasta los tuétanos. Somos, queramos o no, los nuevos bárbaros.
Es en este punto donde, por ejemplo, bien pueden establecerse unas coordenadas desde la que comprender el uso y disfrute de las nuevas tecnologías. Porque, como establecimos antes, la internet, las redes sociales, todo ese tinglado cibernético, es concelebrado por muchos como la posibilidad caída del cielo de labrarse un futuro en esto del arte asimilando una praxis que no es sino un hacer lo mismo pero con otras herramientas (a new skin for the old ceremony). Y no: las nuevas tecnologías, en su rizomático dinamismo, en el tiempo-cero que atesora la imagen en su interior, en ser ahora ella misma –la imagen- un fluir de diferencias, una fluídica diferencial e inmanente capaz de absorber la totalidad del tiempo-ahora en cada instante, es el exponente perfecto desde el que cifrar la posibilidad para construir una nueva historia para una sociedad, la nuestra, sin lazo social alguno, sin historia original que la fundamente. Son las nuevas tecnologías las que, por fin, pueden articular una historia para esta comunidad sin historia. Es responsabilidad nuestra dar a estas tecnologías, como suele decirse desde la beatería del discernimiento moraloide, un buen uso.
Lo mismo que José Luis Pardo comenta que “no es que la gente ya no sepa contar cuentos porque se haya habituado a leer novelas, (…), es que la gente empieza a leer novelas porque ya no puede contar cuentos, porque las transformaciones de la experiencia propias de la era dorada de la burguesía sólo pueden ser narradas en esta nueva forma”, nosotros, los últimos hombres de esa cultura, somos ya incapaces de leer no por las sandeces que dicen nuestros políticos y tertulianos, sino porque nos sabemso ya todas las historias que pueden ser escritas. Esas historias refieren a una sociedad donde, aún en la exclusividad burguesa del ‘buen gusto, gusto individual y ególara, es aún  posible establecer unas coordenadas para una comunidad: un mismo ritmo de tiempos, un mismo emplazamiento para los tiempos y las competencias.
                               De aquí sale una historia....(Dineo Seshee Bopape)

Pero aún así, la dificultad estética no se soluciona por arte de magia refiriéndolo a las utópicas posibilidades de las nuevas tecnologías. Se nos puede tachar de todo pero, inocentes, si que no somos. Por mucha capacidad que pueda tener la e-imagen para instalarse como dispositivo disruptivo, lo fundamental de esta época nuestra de supervivientes es que, se mire por donde se mire, nuestra experiencia no puede ser ya novelada (es decir, narrada, contada, representada, urdida, etc). Y, en esto como en todo, es el capital el que antes lo ha adivinado: la lógica capitalista está en prometernos una experiencia salvífica que nunca es tal, que, como fetiche, solo descansa en un quid pro quo ficcional y fantasmático. Así las cosas, nos mecemos en un océano de experiencias de entre las cuales ninguna es la que necesitamos. La cultura, después del alegato de la sospecha de Freud y Nietzsche, es eso: la entelequia por las que nuestras experiencias están teledirigidas hacia una nada evanescente, empujados hacia una casilla vacía desde la que poder lanzar nuestro siguiente –y eternamente frustrado- órdago.
Si hay experiencia postmoderna alguna es precisamente la de la angustia ante una infinidad de microexperiencias ninguna de las cuales es la que se nos ha dicho ser. De ahí esa pulsión por lo real tan de última hornada. Por muchos palos que le hayan dado Adorno tenía razón: no se puede escribir poesía después de Auschwitz pero no por cuestiones morales, sino porque con una Historia hecha girones, lo que es ya de modo alguno imposible es ofrecer ficciones capaces de articular nuevos sentidos. Es decir, ¿cómo desplazar el sentido, cómo deslizarlo, si propiamente no es ya, el sentido, sino una ficción en sí mismo?
La única posibilidad, vista ya hace tiempo, es postular un cortocircuito de temporalidades, una heterocronía de narraciones, y, al mismo tiempo, una desconexión en los fines, una disyunción entre los sentidos parciales. Es decir: atravesar la comunidad con una ficción siempre diferida, interrumpida en su desenlace, distorsionada en sus efectos más probables. De esta manera, el tiempo de la narración aparece no ya como una continuidad lineal de los apareceres, sino como una abrupta heterogeneidad, como el entre-temps, el brusquement y el ensuite que da título a la Bienal.

                          Por si alguien no se cree que Yoko Ono está en la bienal!!

El emplazamiento ficcional propuesto por el arte (o sea, dicho en cristiano, el narrar del arte) refiere no ya a una topología bien diseñada, ni a una utopía como apertura, sino a una heterotopía. Dicho topos es ahora y por definición paradójico: no es un decir consensuado en referencia al origen de un vínculo sino la pérdida precisamente de ese supuesto vínculo. Nosotros, los últimos hombres, los nuevos bárbaros, no tenemos ya vínculo alguno: el arte nos proporciona la mínima potencia que soportar para, aún en la diferencia de decires, apuntar a una nueva configuración disensual de nuestro procomún: ahí donde el libre juego de las afectividades puede apuntar a un sucedáneo de “sentido común” kantiano. Rancière lo dice muy bien en su fórmula “estar juntos estando separados”: somos referidos a un común como resultado de una dialéctica de la vibración entre un mismo-decir, un estar juntos como nosotros, y un decir unívoco y personal, un estar-separados de ese mismo sustrato social, ahí justo donde nos referimos al yo.
Así entonces, las historias redundan en un zigzag, en un zapping convulso de afectividades, de decires, de conexiones y desconexiones que en su desenvolvimiento construyen un sentido como sustracción, como disyunción, como envío desinteresado de efectos y contraefectos, de contradicciones en el tejido de lo sensible y de operaciones que abren nuevas coordenadas para lo visible y lo posible.
De esta manera, el número de historias que atraviesan una comunidad son casi infinitas: concretamente el resultante exponencial del conjunto total de nodos interelacionados. De entre todas ellas, solo pueden ser tenidas como arte aquellas que apunten a un afuera, aquellas que cifren su potencial en la posibilidad de salir de aquí. Claro que, y esto hay que tenerlo claro para –sobre todo- no engañarnos ni engañar al personal, salir de este aquí es imposible: no hay nada más ideológico que sopesar la posibilidad de una salida. Esto quiere decir que la práctica artística hay que realizarla desde el fracaso como estadio fundamental (de ahí la cada vez mayor profundidad de Bartleby como tótem de este arte de la fuga imposible) y que la tan cacareada influencia del arte en la vida real hay que ponerlo entre paréntesis: no es en absoluto claro que el éxito del arte radique en su capacidad de transformación de lo real (¿no será ese ‘afuera’ otra cosa que un espejismo ideológico?), sino, más bien, en mostrar ese afuera sin pretender nunca alcanzarlo. 

                    La habitación propia como lucha racial (Lili Reynaud-Dewar)
            Mostrar, señalar el afuera, pero siempre desde dentro, porque lo que está fuera, por definición, no puede ser dicho, no puede contarse, no puede ser más que experimentado. Wittgenstein tenía razón: si el mundo es todo lo que acontece, lo que no puede ser dicho es que no acontece, lo que es impensable. Pero, antes que él, Nietzsche: es el lenguaje el que determina nuestra visión de la realidad; si el modo de construcción lingüístico fuese otro, nosotros seríamos otros y otras nuestras historias.  
Y ahí estamos nosotros, últimos hombres de un tiempo que no termina por llegar, epílogos de un decir que no deja de decir como papagayos una misma nada, un decir que dice justo lo que calla: que no hay modo de salir. Entonces, volviendo al principio, la respuesta es sí: siempre estamos contándonos la misma historia, la única que podemos contarnos. Sólo que dicha narración es infinita: siempre cabe la posibilidad de un nuevo decir que diga lo mismo peor de modo diferente, que señale y que arroje luz a una nueva porción de afuera que, aunque inasible, es lo que, en el fondo nos sostiene. Eso es el arte: mostrar un decir que no puede ser dicho sino únicamente señalado; establecer una nueva narración para definir mejor los límites de nuestro decir.