lunes, 30 de septiembre de 2013

ALICIA FRAMIS: UTOPÍAS PARA EL RECUERDO


ALICIA FRAMIS: HABITACIONES PROHIBIDAS
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 14/07/13-31/10/13


Artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=433

Alicia Framis (Barcelona, 1967), una de las artistas españolas con mayor proyección internacional, realiza su primera individual en la galería Juana de Aizpuru presentando sus últimas obras. Con la posibilidad utópica como fondo, la artista en esta ocasión reflexiona acerca de la dicotomía ideológica olvido/recuerdo.

¿No es claramente sintomático de este mundo paranoico nuestro el que sea precisamente ahora, ahora que la palabra crisis no se nos cae de la boca, cuando más predicamento parece estar teniendo el palabro ‘utopía’? Quizá no sea más que una moda pasajera, un cansancio de los predicamentos postestructuralistas, un abotargamiento de las imágenes en la inmanencia plana de nuestras pantallas lo que ha terminado llevándonos a tomarle el pulso a algún tipo de resistencia más allá de la hipersabida pose cínica. Pero lo cierto es que estábamos tan plácidamente recostados viendo por televisión el after mundo, la agonía de lo real, que a decir verdad no hemos podido soportar tanta fantasmática adulteración.
 
¿Paradoja?….O no tanto. Porque, ¿no es ahora que la crisis ha hecho acto de presencia cuando se ha demostrado que el embeleso simulacionista no nos vale para comprender el mundo? Sí, creo que es ahora cuando la milongada after-11S parece –aunque mínimamente– haber sido descubierta. Quizá soñábamos con tener los bemoles de dar cabida al evento de Badiou o al estado de excepción de Agamben. Pero siendo esto ya palabras mayores, lo que sí que es cierto es que esta caída libre a los fangos de la depauperada realidad nuestra nos ha servido para al menos parpadear ante el zappeo convulsivo de la sobremesa eréctil.   
 
Para decirlo de otra forma: es ahora, cuando no vemos que haya salida –o, peor aún, cuando se nos dice que sólo cabe una forma de salida– cuando pensar lo ‘posible’ se ha vuelto una constante vital del ciudadano medio aunque solo sea para indignarse como mandan los cánones. Y pensar lo posible, más allá de esta críptica mediocridad que nos envuelve ideológicamente, es el impulso necesario para barruntar alguna lejana utopía.
 
Posibilidad y utopía, dos palabras muy pertinentes para dar cuenta del trabajo de Alicia Framis: “para mí, el arte es un laboratorio del pensamiento sobre la sociedad en la que vivimos. Intento crear nuevos prototipos para la sociedad: diseño vestidos, edificios, manifestaciones, lugares para compartir, siempre intento dar a la sociedad algo que no tiene”, comentó en una entrevista la propia artista. Nuevos prototipos, nuevos posibilidades: otros emplazamientos, otros recortes y formas de convivir, otras movilidades para los cuerpos, para las identidades. Alicia Framis trabaja desde la realidad –desde esos márgenes de invisibilidad donde, precisamente, se nos dice no cabe la posibilidad, no cabe otra posibilidad– para repensar el corpus ideológico en el que estamos inscritos: relaciones personales, jerárquicas y de poder, modos de producción, identidades invisibles o corporativas, vínculos afectivos entre personas, con lugares, con espacios, con tiempos…
 
En este sentido la obra entera de Alicia Framis parece ser un intento denodado –a la par que acertado– de enmendarle la plana al bueno de Frederic Jameson. Y es que este último, hablando de la ciencia ficción en su libro Arqueologías del futuro, comentaba que “lo que es decididamente auténtico en ella, como un modo de narrativa y una forma de conocimiento, no es su capacidad para mantener el futuro vivo, incluso en la imaginación.  Al contrario, su más profunda vocación es una y otra vez la de demostrar y dramatizar nuestra incapacidad para imaginar el futuro, (…) nuestra consustancial inhabilidad para imaginar la Utopía”. Y es que Framis se empeña en que el futuro sea no solo imaginado, sino anticipado: su trabajo asume el reto de pensar en su futuro y de encontrar nuevas formas para afrontar los problemas terrenales.
 
¿Para ello? Se la ha asociado con vertientes performativas vinculada a la famosa estética relacional pero, otra vez, su obra excede lo melifluo de un canon relacional que no hace sino representar el modus operandi del status quo imperante. “El arte no busca ya representar utopías, sino construir espacios concretos”, dice el propio Nicolas Bourriaud en su Estética relacional. Quizá, como hemos dicho al principio, ‘utopía’ sea una palabra demasiado densa para la mediocridad expositiva del francés, pero se torna problemático qué potencial atesora un arte preocupado, únicamente, por construir espacios. A este respecto, Alicia Framis sabe perfectamente que es justamente lo que acontezca en ese espacio lo que es interesante.





Su trabajo entonces va dirigido a inscribir nuevas mecánicas ahí donde los espacios nos adiestran sobre aquello que debe de suceder. Así entonces Framis construye espacios para que la distancia entre artista y espectador no solo sea revocada sin más, sino para que se opere un desajuste entre expectativas capaz de generar un impulso dialéctico con potencial suficiente para deslavazar la lógica causal inmanente al propio acontecimiento. No se trata de dar pábulo a mítines, juegos, reuniones o lazos de convivencia de todo tipo y color: se trata de consignar la otra mitad nunca presente de la realidad, aquella precisamente que nos ocultan de mil maneras; consignarla, imaginarla, pensarla, todo lo que conlleve un socavamiento en los muros doctrinales del hipersaturado presente.
 
Para esta ocasión, su primera exposición en la Galería Juana de Aizpuru, la artista catalana parece ir al centro del asunto, ahí donde la producción de realidad tardocapitalista es llevada a cabo. Y es que si a lo largo del texto ya hemos ido dejando claro que Framis se preocupa por reactivar ficcionalmente el rastro de realidad adulturada e invisibilizada por el poder del capital, en esta ocasión su obra parece insertarse ahí mismo donde la realidad-toda es reducida, condensada, adelgazada para que pueda ser deglutida por el ciudadano sin dolor alguna. Porque la clave de todo el tinglado es saber si nos duele, si sufrimos. Nos silencian, nos ocultan estratos de la realidad; pero, ¿sufrimos o preferimos olvidar?, ¿o hemos olvidado que sufrimos?, o, peor aún, ¿experimentar la realidad supone digerir dosis de olvido? El asunto bien puede ser zanjado como puerilidad pero, más bien al contrario, sienta las bases de nuestro potencial emancipatorio y utópico. 
 
De entre todas las habitaciones que forman la maqueta “Planta y Volumen de Habitaciones Prohibidas” (edificio imaginario donde existen habitaciones prohibidas para diferentes culturas del mundo) la artista nos ha seleccionado una en concreto: “The Room to Forget/ Habitación del Olvido”. Esta habitación está llena de una medicina llamada Metyrapone que tiene el efecto de hacer olvidar y que, dadas sus virtudes, ha sido utilizada para la curación de víctimas de conflictos como, por ejemplo, soldados bajo estrés post-traumático.
 
Por ejemplo soldados o… nosotros mismos, habitantes de esta cultura líquida obsesionada con fluir, con ir más rápido, con olvidar más, con olvidar mejor. En la licuación de la realidad perpetrada a manos del simulacro, sentimos melancolía por lo real: lo soñamos, lo imaginamos, pero semejante real, a la hora de la verdad, lo queremos bien lejitos: sabemos que hemos perdido mucho vigor, que no soportaremos ya ningún encontronazo con lo real y que, para tener que olvidar después, preferimos olvidar con antelación.
 
En “Le prix du progres”, uno de los últimos fragmentos de Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer aluden al fisiólogo francés del siglo XIX Pierre Flourens quien, en contra del uso del cloroformo como anestésico, sostiene que este medicamento es una mera ilusión y que, si bien actúa en la memoria, por el contrario no es capaz de erradicar el dolor. Es decir: no es que no tengamos razones para retorcernos de dolor en la mesa de operaciones: es simplemente que estamos dormidos y, al despertar, hemos olvidado todo el dolor.



No sabemos si la artista ha leído este fragmento pero parece escrito a la medida: el olvido no es una opción más, un algo a consumir. Es el mismo núcleo duro de la fantasmática ideológica: es la trampa que nos ponemos a nosotros mismos para poder seguir siendo masacrados. Un poquito de olvido más, una dosis de medicamento más, y la operación puede seguir. Quien dice en la mesa de operaciones dice en la narcolepsia circense del show- business global: o sea, conectados al fluir catódico de información infinita.  
 
Pero, y aquí aparece la posibilidad –utópica- del ‘despertar’, Framis ha dispuesto otra sala para quien decida no tomar Metyrapone: en este caso es “Screaming Room/La habitación del grito”, una enorme caja de transporte de arte de la que cuelga un micrófono que nos invita a gritar. Querer recordar es gritar, gritar en el desierto -¿en el desierto de lo real?- y trazar desde aquí un gesto cargado políticamente.
 
Por último, y al igual que hiciera en obras como “Bloodsushibank” (2000) donde una sala de espera y donación de sangre se tornaba reversible como barra para degustar sushi, aquí la susodicha habitación del grito guarda un último secreto: gracias a una impresora 3D el grito se transforma en una taza de té, que se hace en veinte minutos y que aparece detrás lista para que revolucionario se la lleva a casa para tomar su “relaxing café con leche”.
 
Sabemos que el logro de la performatividad así lograda apunta a asir entre nuestras manos un pedazo de futuro, a saborear un futuro que es siempre ya presente. Es decir, sabemos que el caudal de toda utopía tiene que intersecar con el tiempo presente de alguna manera. Pero, teniendo en cuenta que el texto frankfurtinao acaba con un “toda reificación es un olvido”, ¿no simboliza dicha cosificación en forma de taza una dialéctica más profunda y más problemática? Es decir, ¿es olvidar/recordar una elección cierta o es tan solo un efecto de disposición atesorada por la propia ideología? O lo que es lo mismo: ¿tenemos capacidad para recordar si dicho recordar puede no ser más que el reverso -la puerta de atrás, nunca mejor dicho en este caso- del propio mandato superyoico de la ideología a la que tan disciplinariamente servimos?
 
En todo caso preguntas que no sabemos si tiene en mente la propia artista pero que hacen su obra más sugerente. Como poco, y aunque premisa fundamental del hecho artístico es no adentrarse más que lo necesario en los terrenos resbaladizos de la política, lo que si se puede adelantar es que un grito no basta: hace falta un acto más radical, un corte más profundo, para superar la lógica ideológica en su estadio actual. 

martes, 24 de septiembre de 2013

SLATER BRADLEY: REGRESO A NINGÚN FUTURO


SLATER BRADLEY: SHE WAS MY LA JETÉE
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 19/09/13-02/1/13

Lo más difícil en esto de escribir críticas de arte es manejar un vocabulario acorde a los tiempos. Parece una memez pero es lo principal porque, por ejemplo en esta exposición, no se debe de hablar ya tanto de reinterpretación –ni mucho menos de remake- sino de constelación. Esto de la constelación es como Benjamin pasado por la termomix de la deconstrucción derridiana: es comprender cada obra como una traducción de otra anterior que encadena nexos alejados temporalmente pero que va dejando un rastro, una huella a partir de la cual se van produciendo recorridos a través de signos culturales. Es el artista como semionauta de Bourriaud o, en sentido más crítico, la idea de constelación de Susan Buck-Morss como “figura alegórica que trata de reunir las piezas de lo que la historia del pasado ha separado”. La idea que está debajo de toda esta teoría es que a ningún lugar mejor que regresando al pasado para hallar los restos capaces de articular un futuro digno de llamarse así. Contra lo inevitable del progreso, pues, esta querencia hacia el anacronismo que vertebra buena parte el arte actual.

Sin embargo, no creo que en el lenguaje usado por Slater Bradley haya nada parecido a esta remisión al pasado ni haya ningún intento de crear imágenes dialécticas al más puro estilo benjaminiano. Pero, hay que reconocerlo, en esta última pieza que ahora se expone en la galería Helga de Alvear le ha salido algo bastante parecido. Y nos explicaremos.

Bradley toma para sí las mecánicas subliminales de la publicidad de los mass media en su vertiente más popular –sobre todo los iconos del pop- para desvelar los efectos psicológicos de la idolatría, el mimetismo y el inconsciente colectivo en la formación de la identidad adolescente y, actualmente ya, todo hay que decirlo, no tan adolescente. Con este fin, el artista californiano ha hecho uso en numerosas ocasiones de la figura del Doppelgänger para así, en el juego de espejos que supone tomar distancia de nuestras propias experiencias visuales, ser capaz de articular una reflexión acerca de la memoria, los recuerdos y la nostalgia del tiempo pasado reinventado pero jamás desaparecido.

En esta ocasión la diferencia que supone ser siempre el otro, el que camina a mi lado pero no soy yo (esto es lo que significa literalmente la palabra Doppelgager) la ha hecho agrandar hasta el paroxismo de situarse dentro de un juego de ciencia ficción al que remite la película de Chris Marker “La Jetée" (1962). Resumiendo hasta menos de lo necesario, la película en cuestión narra los hechos de un viajero del tiempo que, regresando a la escena de un crimen que presenció siendo niño y donde un rostro de mujer se le quedó grabado para siempre, descubre que aquel a quien asesinaban era a él mismo.


No se trata ya por tanto de un simple desplazamiento del “yo mismo” al “otro” para operar un intersticio por donde observar la impronta ideológica de las imágenes consumistas de la actualidad, sino que se trata de una brecha espacio-temporal capaz de reabsorber la misma imposibilidad de ser uno mismo sin ser esclavo de un “ver” ideológicamente dirigido. Es decir, Bradley rearticula el sentido de la película de Marker desde la óptica del poder magnético de las imágenes en el estado actual de su producción y distribución. Si para Marker el sentido del film descansa en la imposibilidad de seguir siendo uno mismo y, al mismo tiempo, ir en busca de sus recuerdos, de aquellos recuerdos incluso que uno recuerda antes de ser un “yo mismo”, Bradley quizá apunta al hecho de que sea esa imposibilidad el mismo centro donde descansa la función subjetiva del poder.

La imagen entonces, en su incandescente inmanencia, revierte en un tiempo-ahora adelgazado hasta el límite de su infinita reproducibilidad: y ahí justo, en el medio de esta producción instantánea, se sitúa un “yo” como efecto superficial, incapaz no ya de ir a otra época pasada en busca de sus recuerdos sino incluso impotente para mantener los recuerdos del más simple de los ayeres. Así, el sujeto remite a una melancolía productiva, a una afásica economía libidinal de los deseos que no encuentra salida más que en ir para adelante: allí donde las imágenes terminan por hacer crack o, en el polo opuesto de una identidad perfecta, se descubrir todas las imágenes como evanescentes apariencias que han terminado por no significar nada.

El logro de esta pieza entonces es procurarnos un ejemplo de esta desconexión temporal sobre la que se asienta la imagen actual proponiéndonos una imagen dialéctica donde aún puede rastrearse otra forma de deseo, otra forma de sentir y de querer ser. Una imagen que sabemos inalcanzable –porque todos los deseos son en sí mismo inalcanzables- pero que funciona como apertura utópica.

Más de veinte años antes de la película de Marker, Bioy Casares nos dejaba otro relato alucinante –“La invención de Morel”- sobre la insondable profundidad de un deseo que tan pronto sucede el milagro de lograr perpetuarse, en este caso en forma de grabación fonográfica del ser querido, éste moría irremediablemente. La conclusión es bien obvia: no podemos vivir sin proyectar temporalmente, sin hacer de nuestro deseo no algo efímero sino más bien una huella eterna: la maldición que pesa sobre nuestra especie es que tan pronto materializamos ese recuerdo somos nosotros mismos los que nos condenamos. Es decir, la constelación formada por estas tres obras barruntan la posibilidad de que el apocalipsis seamos nosotros mismos.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

ADORNO: 110 AÑOS DE SU NACIMIENTO. RAZONES PARA UN DESACATO


Der Spiegel: Profesor Adorno, hace dos semanas el mundo parecía en orden...
Adorno: A mi no.

En el que fue el último número de la revista Archipiélago, allá por el 2008, se decidió hacer un pequeño especial sobre Adorno debido a que, según cuentan, había que recomponer un poco su figura después de que cinco años antes, con ocasión del centenario de su nacimiento, ésta hubiera quedado un tanto mancillada con epítetos tales cómo pesimista atroz, hermético oscurantista y, el que sin duda más nos gusta, elitista apocalíptico. Hoy, cinco años más tarde, en el 110 aniversario del nacimiento del filósofo, bien se puede decir que los esfuerzos de la revista no han surgido ningún efecto.

En ese mismo número, como no, se alentaba tener cuidado también de aquellos otros: de los exégetas del filósofo de Frankfurt, de los hermeneutas del profeta, de los aduladores de lo jeroglífico. Y sin duda que se nos tildará precisamente de esto último: de vocinglero que, no teniendo donde caerse muerto, proclama a los cuatro vientos las bondades de un pensamiento tan ambiguo como fanático. No nos importa, la verdad: sabemos dónde jugamos y, conociendo que lo que se lleva es la sensiblería e inocencia perroflaútica, nadar contra corriente es, sin duda, lo mejor para la salud.

Dicho sea con brevedad: hoy, confabulados en la cháchara tuitera, ahogados en la marabunta informativa, abotargados en espectros culturales, afanados en espolvorear lo que queda de realidad con nuestra inoperante indignación, no soportamos que nadie venga a cantarnos las cuarenta. Y es que, se mire por donde se mire, estamos encantados con lo que somos. Si bien se puede decir que el pensamiento de Adorno nace como respuesta al fracaso marxista, hoy, cuando los fracasos los contamos ya por decenas, hemos preferido construirnos nuestra esfera de cinismo ilustrado que sacar fuerzas de flaqueza e intentar quien sabe si un último fracaso.

Quizá no sea para tanto y nosotros no seamos más que el último resorte de una ideología que se las sabe todas. Si siempre se supo que el Estado del bienestar tenía gato encerrado, quizá no sea sino ahora que le caen palos de todas partes cuando más deseos tenemos todos de no perder lo que ya tenemos. Sí claro, desear deseamos todos –decimos- lo mismo: pero es el deseo de quien sabe nunca será (afortunadamente) satisfecho, es el deseo de quien obedece al mandato superyoico de la propia ideología. Y es que la ideología se ha metamorfoseado hasta el paroxismo de que las ideas hegemónicas no reflejan directamente las ideas de la clase hegemónica (Zizek) de modo que todo gira en una laxitud placentera gracias a la cual hemos hecho de la “vida dañada” nuestro hogar más querido.


La cuestión es: ¿seguimos deseando –léase, pidiéndole favores a “papá Estado”- porque hemos descubierto que somos homo sacer con lo cual no nos queda otra que pedir ser incluidos en el reparto, o bien seguimos deseando porque no queremos desvelar el velo de la ideología y descubrir que sí, que efectivamente somos los parias del sistema? La cosa tiene su miga pero como el efecto es el mismo (una recaída ideológica que hace que deseemos –que sigamos enchufando jouissance al Gran Otro- para que la ideología siga su funcionamiento) lo dejaremos ahí no sin antes delinear la conclusión: esto de ser antisistema, de ir en contra, de –incluso- llevar a cabo una crítica a la ideología, es más complicado de lo que nos imaginábamos (nosotros, que pensábamos que con indignarnos era suficiente).

Y es este punto, pensamos, donde la inactualidad –muy a nuestro pesar- de Adorno se hace evidente: porque su pensamiento arruina el buenismo flatulento con el que las sociedades dromóticas de la superabundancia apuran sus deseos testosterónicos de que acontezca la revolución. Eso, precisamente: lo mismo que se le echó en cara al propio Adorno, la presumible inmovibilidad de su teoría, el no pasar nunca a la acción.

¿Paradoja entonces?, ¿un pensamiento que se jacta de apurar hasta la última gota la teoría es despreciado por una sociedad que se aturulla en una praxis impotente que refleja únicamente los pocos deseos que se tienen de que la cosa cambie? Precisamente. Porque la profundidad del pensamiento de Adorno socaba y echa por tierra la profusión sensibloide esa con que nos desayunamos día sí y día también: change your mind, change your future. O, lo que es lo mismo, la sensación de tenerlo todo bajo control, incluso nuestra indignación.

Adorno, su pensamiento negativo, toma conciencia de que toda identidad es falsa, que descansa en una convención violenta que, asumida con el nombre de razón, se erigió en destinación última del espíritu. Pero, socavada la realidad por esa falsedad endémica, todo revienta por dentro; y si no revienta es porque hay fuerzas tectónicas que se esfuerzan en seguir sujetando el tinglado. Es ahí, en la referencia a esas fuerzas de la razón donde se asienta todo el pensamiento negativo: no forzar el pensamiento apoyándose o proporcionando unas reglas para la acción capaz de desanudar tales fuerzas sino, por el contrario, estudiarlas, pararse una y otra vez a mirarlas con detenimiento y comprobar cómo esas mismas fuerzas son paradójicas: llevan en su seno la apariencia de la contradicción desde la que se erigen.


Es decir: frente a los dinamiteros de lo real, frente a los chanchureros de las barricadas, Adorno asume un pensamiento dialéctico que ayuno de síntesis prefiere fijarse en los momentos de tesis y antítesis. Y es que en tales momentos no solo el sujeto es alienado y enajenado sino que la contradicción del capitalismo que provoca tal sujeción queda como resto de apariencia, como reflejo del momento ideológico del que da cuenta tal contradicción. De este modo es solo manteniendo dicho momento dialéctico, sin de inmediato auspiciar una superación que sabemos inversión ideológica, cómo puede la emancipación humana seguir teniendo encendida la vela de la posible imposibilidad. La dialéctica negativa, por tanto, va arrojando luz constantemente en el proceso de inmersión del mundo para que el proceso emancipatorio nunca se quede conformado ni con un ‘no’ ni con un ‘sí’: ni nunca ya del todo imposible, ni nunca todavía arribados a donde pertenecemos.

Y, pensamos, por eso precisamente Adorno es apartado del tablero de juego: porque hace evidente que la ideología ha llegado hasta tal nivel de mímesis que todas nuestras jugadas son poses de cara a la galería. Y es que realmente no hay quien nos tome en serio: como buenos hijos disciplinados del capitalismo lo queremos todo y, sobre todo, lo queremos ya… De inmediato, para que tengamos la certeza de que el Estado (el Otro) no nos lo podrá conceder y así podremos seguir cuidados y mimados por él, conectados a su máquina productora de realidad. Adorno supo ver, y ese es su mayor pecado, que la ideología nos hacía desear precisamente aquello que no decíamos: de que por mucha pintada en los muros que hagamos, es justo lo imposible lo que no tenemos ninguna gana de que suceda. O, dicho lacanianamente, estamos cómodamente sentados como Últimos Hombres nietzscheanos, nos creemos tan bien nuestro papel de cínicos embaucadores indignados, que romper el principio de placer-realidad con un Acto político radical nos suena a chino. Es decir, y aunque parezca mentira, Adorno prefigura el estado ideológico al que por ejemplo Zizek se enfrenta. Y es que el esloveno lo tiene más que claro: si la crítica ideológica clásica supone que las prácticas sociales son reales pero las creencias para justificarlas son falsas, Zizek invierte las posiciones desvelando que la falsedad está del lado de lo que ‘hacemos’ y no de lo que decimos. O lo que es lo mismo, es cierto que deseamos el Acto político radical –tal idea es real- pero nuestra práctica socio-cultural parece desmentirlo a todo momento.

El supuesto elitismo, esa renuncia a todo lo que huela a vanguardia (que, como decimos, es el cacareo que más nos pone) va parejo al desprecio que pudiera causar su figura en muchos. Sin embargo, pensamos, Adorno no es un caduco intelectual melancólico por el tiempo que fue, llorándose de la impronta maléfica de los nuevos medios de comunicación: precisamente es en el seno de la ideología capitalista donde la cultura, el arte, podría obtener los mayores réditos –en relación a cumplir su función- y donde ha de pensarse críticamente sin ceñirnos a un idealista tiempo pasado. A diferencia por ejemplo de lo que pudiera sostener Lukács, para quien la cultura es un conjunto de productos aislados que ya no tienen utilidad para el mantenimiento de la vida, Adorno sostiene que la ‘autonomía’ de las formas culturales es solamente posible bajo el capitalismo. Por ejemplo, y como prueba un botón, entre sus escritos hay una cita donde se afirma que “la industria de la cultura contiene dentro de í el antídoto a su propia mentira”.


El punto de fractura es que, mientras que para Lukács la cultura (como ideología capitalista) entra en contradicción improductiva al presentar un hombre como fin en sí mismo pero que, por el contrario, el propio sistema capitalista le sitúa simplemente como un medio para otro fin, para Adorno es justamente esa la situación la que posibilita el mantenimiento de la cultura. Y es que esta, la cultura, no debe ser pensada como el lugar de superación de las contradicciones, sino como el lugar, precisamente, que expresa esas mismas contradicciones. De este modo, y según él, “el análisis de la cultura de masas debe ir dirigido a mostrar la conexión existente entre el potencial estético del arte de masas en una sociedad libre y su carácter ideológico en la sociedad actual”. El problema surge cuando los productos de la pseudocultura colapsan todo rasgo de mímesis productiva, cuando amputan todo el aparato de contradicciones que conlleva el ser producido bajo el régimen capitalista.

Creo que, tampoco en este punto, podemos ser demasiado inocentes: entre las supuestas potencialidades que pudieran venir de una escucha distraída, como decía Benjamin, y el caudal de sufrimiento incomunicable sobre el que eleva Adorno su teoría estética, ya no hay punto medio que alcanzar porque la autonomía del arte ha sido vendida en el mercado negro por un puñado de dólares. Es decir, cuando las propias relaciones de producción sedimentadas en el fetiche mercancía son ahora remitidas a instancias inmateriales y virtualmente generadas, seguir el rastro de la cosificación y reificación de los mundos de vida se vuelve una tarea imposible. Es decir, es el propio aparecer de la obra lo que ha terminado por ser cosificado. De este modo la hiperpresentabilidad del signo, consumido en su propia inmediatez, hace inviable cualquier auspicio de potencial alegórico. El fetiche de la imagen-mercancía ya no remite a unas relaciones de producción ocultadas, sino a una evanescencia de las propias coordenadas de lo real. Es de nuevo la ideología quien lleva la voz cantante: no ya solo ocultar la realidad sino, más imponente aún, ocultar el hecho de que la ocultación de la realidad está siendo ocultada.

Para llevar a cabo este programa el sistema lo tiene claro: nos quiere y nos quiere a tiempo completo. Tanto en nuestras fases de implementación productiva como en nuestros remansos de ocio y divertimento, ya se hable de producción material como de pensamiento inmaterial: nos quiere a pleno rendimiento, enchufados a la máquina de goce todo el tiempo. Así las cosas el juego de apariencias ha devenido nuestra única topología libidinal y bien se puede decir que, senectantes ante el zappeo convulso, la única experiencia estética es la de saber que no hay salida.

Y por último. El Brujo, en la representación teatral de la Odisea que hasta hace unos días ha realizado en el Teatro Alcázar de Madrid, terminaba la obra cuando Ulises, por primera vez en todo el relato, no comprende lo que le dicen los dioses. Y es que, una vez regresado al hogar y una vez vencidos los pretendientes, Ulises se cubre de sangre matando a todos los familiares de los pretendientes que acudían a su casa escandalizados por la matanza que había tenido lugar. Es entonces, cuenta, cuando los dioses, asustados quizá por la sed de venganza del héroe, le paran los pies invitándole a acoger otra ley. Una ley que es puro escándalo para la razón: el mal para tu enemigo es también mal para ti, … ¡¡el mal para tu enemigo es también mal para ti!!


Es decir, se abre un nuevo tiempo no ya bajo la égida de la hospitalidad desmedida del otro, que no es más que otro a quien bien puedes amar o asesinar, lo mismo da, por otro tipo de acogida donde ha de mediar siempre una medida de no agresión. El engaño es haber pensado que dicha ley es, en contra de aquel otro mundo mítico, una ley racional, cuando no es más que el propio mito retorciéndose ante su propia angustia. Y es que esa nueva medida, la medida democrática, es violenta e impone el olvido como estrategia selectiva ante la que hacer avanzar la historia.

Dialéctica de la Ilustración, o del Iluminismo, el reconstruir nuestra propia historia para evidenciar los silencios operados. Esa nueva medida para con el otro no supone benevolencia alguna: es la perversa estrategia de una razón que sabe que es solo mito y que, como tal, solo puede hacerse más fuerte, marcar distancias para, desde ahí, irrumpir con la salvajada, con la mayor barbarie que uno pueda imaginar. Y es este tiempo en el que estamos, cuando la ideología democrática impide a todas luces la ejecución de un Acto radical, donde las apariencias, más que reflejar un estado contradictorio, hacen de espejo ante el que multiplicar los efectos placebo de una fantasmagoría por la que nos sentimos fascinados.

¿Despertar de la pesadilla? Quizá sea esa, para acabar, la incomodidad de un pensamiento como el de Adorno: que nos dice que no podemos salir de ella, de la pesadilla, pero que no por ello podemos caer en la pose contestataria simplona, no por ello podemos hacer del arte un tinglado para mayor gloria de las hordas turísticas, y no por ello podemos seguir subyugados por una razón que ha mostrado más que razones para renegar de ella. ¿Son acaso estas, y las que me dejo por el camino, pocas razones para no desfallecer?

En fin, quizá retomando el inicio de una entrevista para Der Spiegel poco antes de su muerte (las mismas que nso han servido para empezar este texto) de lo que se trata, la razón por la que el pensameinto adorniano es teriblemente potente en la actualidad, es de nunca tomar lo que sea la realidad como garante de un orden implícito, de ninguno, aunque eso signifique ir contra la corriente recalcitrante de quienes se lo saben ya todo.