miércoles, 31 de octubre de 2012

NARRACIONES DESCONECTADAS: NUEVAS MIRADAS EN EL PAISAJE DE LO GLOBAL


 
SALLY MANN: AT TWELVE; GALERÍA LA FÁBRICA: 13-09-2012 / 17-11-2012
PABLO AVENDAÑO: PLOT SERIES; GALERÍA ARANA POVEDA: 20/09/12-19/11/12

          Sin duda alguna que a veces el arte trata de sacar partido de sus propios fundamentos. Como si la parte fuese el todo, el arte entra en relación con sus líneas maestras de tal modo que el efecto conseguido remite a un extraño exceso de pose, de saberse muy bien la lección. Así, bien suele decirse, el fin de los grandes relatos. Suele también convenirse: no hay ya grandes historias que relatar. Y, funcionando como leitmotiv, el weltanschauung carcome toda la realidad hasta dejarla en pañales.

No hay ya historias porque la Modernidad necesitaba desdibujar las relaciones causales para dejar el campo de los acontecimientos también abierto a otras realidades: la de lo microhistórico, la de la nueva sociedad a punto de lograr autonomía plena allá cuando los primados de la Ilustración eran aún tomados por válidos. Vaciar la densidad de la necesidad, hacer hincapié más bien en la libertad, dejar abierto siempre las moralejas y las lecciones que las historias nos quieren dar. Contra Hegel, no tiene porqué haber vencedores ni vencidos.

La misma importancia tiene la última batalla de un gran general que una brizna de polvo colándose bajo la puerta; el mismo sustrato las pesquisas de un imperio que los desvelos de la adúltera Emma Bovary. Así, hasta que el “desierto de lo real” de Baudrillard ha terminado por cortocircuitar todo acontecimiento en una serie de nódulos rizomáticos que, asentados en la pantalla global en que la realidad ha devenido, no profundizan más que un instante, lo justo para operar una muesca en el campo multidialógico y reticular de lo social. Un infrafino, una inmanencia nómada apenas perceptible.

Y, en el límite, una operatividad máxima de lo incausado, una fluidez máxima entre imágenes, entre deseos catexizados ya antes de tiempo. En el límite, toda historia vale lo mismo que cualquier otra porque –y esta es la principal perversidad del sistema- el futuro está ya prefigurado: la libertad de la historia es máxima justo cuando la realidad escribe punto por punto lo que la necesidad –en este caso la del capital- le dicta. 
 
 

Y aquí estamos: en un presente sacado de quicio ante el total cumplimiento de las premisas anticipadas por un futuro capaz de consensuar toda una red de microhistorias según un eje disciplinario y escópico global.

En este sentido, el arte también rearticula el sentido de las historias, también opera en esa desconexión entre causa y efecto sobre la que se levanta el imperio de lo moderno. Pero si lo hace es para socavar esa paradoja dogmática más arriba descrita. Si lo hace es –o debería ser- para dejar constancia de que, aunque la apertura ante la novedad sea ahora máxima, es por otra parte mínima al estar teledirigida por miradas escolarizadas y esclerotizadas en la catexis de un deseo preoriginal.

Propiciar la sacudida de una mirada narcotizada, operar mecánicas que hagan de lo dado un bulto sospechoso ideológicamente configurado, dar cuenta de una dramaturgia de las narraciones que, si bien parecen inocentes estructuras, no son más que reclamos libidinales para redirigir las miradas. Porque, una de las estrategias más radicales de la mirada-dogmática, es travestir de resistencia procesos escópicos almibarados por el tufo del buen rollo generalizado.

En definitiva, el arte sabe cuál es la mecánica, cómo el régimen de ficcionalidad capaz de reasignar amplios campos de lo dado ha de postular una desconexión causal, una indeterminación entre los nexos que articulan toda narración. Pero, a lo que nos referimos y queremos aquí destacar, es que muy a menudo hace la vista gorda con lo que deberían ser sus consignas políticas –hacer emerger como efecto de esa desconexión causal una mirada novedosa- y se contenta con una pose, una mueca que le permite al artista una toma de posición pero nunca de decisión.

Porque la lógica de la indeterminación -elevada sobre una estética hermenéutica que toma al espectador como rehén de la obra en el sentido de que solo él la completará con su interpretación- no consigue muchas veces sobrepasar el nivel de mera escenografía, de simple estrategia para que lo producido tenga algo que ver con la “estética”.

Es lo que sucede, pensamos, en estas dos exposiciones, las cuales, sin ser una pamema sí que toman para sí el proceso de indiferenciación y desconexión causal que funciona en esta Modernidad nuestra como “régimen de ficción general”, pero sin ningún tipo de intención de promover novedad alguna ni de socavar las miradas disciplinadas que gastamos.



Sally Mann toma como punto de partida –y de final si se me apura- jóvenes adolescentes vecinas de la zona rural de su Virginia natal donde aún vive. La presencia de las jovencitas se impone, su corporalidad. Pero ninguna narración parece iniciarse. Imagen y texto se cortocircuitan en una mudez donde nada se dice. Lo desconocemos todo, la melancolía que destilan las imágenes no dan ninguna pista. La indeterminación que supone siempre la figura del preadolescente se acentúa con un leve extrañamiento, ahí donde no se sabe bien si es un reportaje social o una farsa, si son pequeñas mujeres llenas de sensualidad o atisbos de madurez aún en cuerpos infantiles.

Viendo estas fotografías no podemos por menos que acordarnos del trabajo de Rineke Dijkstra, fotógrafa que también trabaja con la desconexión y con la indeterminación que supone el extrañamiento de una imagen que se nos impone pero de la que no conocemos nada.

En el mismo sentido puede hablarse de las pinturas que forman la segunda muestra de Pablo Avendaño en la Galería Arana Poveda. A base de tomas fijas, Avendaño despliega una serie de fotogramas donde la narración es congelada, enmudecida a un mero instante de indeterminación. La problemática que subyace en esta serie de obras es el estatuto de la pintura ahora cuando la representación ha implosionado en sus coordenadas más clásicas.


Como ya hemos dicho al inicio del texto, cuando la ficción se establece no como régimen de historias sino más bien todo lo contrario, como difuminación de los primados narratológicos, de la relación que siempre ha vinculado una representación con los nexos causales bien definidos que establecía, la pintura se ve atrapada en una práctica para la que pocos caminos le quedan libres. Cansados de la fría abstracción y de posturas poperas, con la prohibición de alegar a simples reglajes representativos, a la pintura solo le cabe la posibilidad de servir de estudio “fotográfico”. Es decir, de insertarse como buenamente puede dentro de la pasividad del ojo-cámara para extraer un único fotograma, una única muestra que permita establecer relaciones entre lo visto y lo no-visto, entre la narración y lo elíptico. Si bien es cierto que todo puede ya suceder y que todo es ya digno de ser narrado, la pintura parece querer comprender está operatividad del ojo maquínico y los reglajes escópicos que propone para que la narración, pese a cortocircuitarse a cada instante, avance hacia algún sitio.

En definitiva, el arte trata de insertarse en las lógicas actuales del acontecimiento para comprender como se vinculan palabra y texto, como se aceleran y desaceleran, como abren el campo de lo visible a nuevas realidades, a nuevas categorías para lo posible y lo pensable. Porque ahora, cuando todo adquiere el valor de un todo, cuando lo visible converge con lo visual, la pasividad de la máquina no es otra cosa que un régimen disciplinario casi perfecto donde toda narración no es otra cosa que una huella en esta densidad saturada de imágenes que compone nuestra videosfera.

sábado, 20 de octubre de 2012

GAULTIER “EL ARTISTA”: EL ARTE Y SU DOBLE NEGACIÓN


JEAN PAUL GAULTIER: UNIVERSO DE LA MODA. DE LA CALLE A LAS ESTRELLAS
FUNDACIÓN MAPFRE: 06/10/12-06/01/12



En el último número de la que fuera –y sigue siendo- importantísima revista Estudios Visuales, Nestor García Canclini, con el propósito de establecer las líneas de fuerza desde donde combatir y resistir a la espectacularización de todas las formas de vida, disecciona con precisión cuál es la problemática más acuciante en el mundo de hoy en día: “queda pendiente como pensar las acciones ‘políticas’ (…) cuando quienes las hacen no son los reconocidos como artistas sino los arquitectos que modernizan ciudades, los creativos publicitarios o de la moda, los diseñadores de propaganda política más que los políticos”.



Y es que la teoría está muy bien, pero la realidad es que cuando son las mismas lógicas del mercado las que logran crear más disensiones en el campo de lo social que cualquier otra forma de arte o política, la cuestión estética ha de replantearse hasta en sus mismas bases.



El problema, claro está, es que seguimos presa de una comprensión decimonónica del arte, exigiéndole lo imposible al tiempo que le negamos la más mínima capacidad de respiración. Porque, además de muchas otras cosas, ninguna forma artística, por disensual que pudiera ser, es capaz de subsumir bajo su mismo manto protector tendencias globales capaces de contener e interpretar la diversidad de lo dado a escala global. No hay mediación –porque además de no haberla es que es imposible- entre la ruptura en los regímenes de percepción y visibilidad y la tan anhelada y ansiada utopía social. Ejemplos los hay a miles, pero quizá la experiencia de las vanguardias resuma de golpe y porrazo lo que queremos decir.




Renqueante en su propia supervivencia, teniendo que pedir permiso para todo, el arte es el hermano pobre, permitiéndosele únicamente su existencia -su existencia destartalada y travestida claro está- al precio de quedar aniquilado incluso para trazar mínimos desgarros en el tejido de lo social. Su grandilocuencia es únicamente para aplauso de las ideologías del consumo y del espectáculo, su verborrea sólo vale para establecer una escenificación de la pseudocultura como peregrinación de turistas a las nuevas iglesias-museos. Así las cosas, el arte solo encuentra aliento participando de dinámicas económicas o mediáticas: la moda, el pop, el diseño, etc.



Es por querer cargarle con todas las culpas del mundo, por lo que el arte, sus imágenes, quedan ya vacías de cualquier significado especialmente relevante, prefiriendo, como no, la inmediatez de lo caduco, las imaginerías de lo infantiloide y la conquista paulatina de lo memo y lo hiperbanal. Y es que, en la engañifa en la que ha caído el arte, las formas de disciplinamiento masivo han conseguido ganarle por la mano: las formas de consumo se han erigido como los verdaderos patrones desde los que otorgar valores como innovación, creación o, incluso, resistencia. Es el consumo el primer indicador de rebeldía, el primer paso en una primera desidentificación con la generalidad de la masa.



La solución, pensamos entonces, pasa por una negación casi metodológica de los intereses en que pudiera quedar mezclado el arte, en, como diría Brea, una cierta (in)creencia respecto a sus primados teóricos y prácticos. Solo desde ahí entonces, comprendiendo que el arte es siempre y en cada caso ‘otra cosa’, que el arte no es ni mucho menos aquello que nos enseñan los museos, que no es de lo que hablan de cuando en tanto los periódicos, que no es esa nueva religión que nos hace ir de peregrinación en peregrinación por los más fabulosos contenedores del mundo, estaremos en condiciones de que ocurra el milagro y el arte, por fin, se nos revele.




Porque es solo esencializando la práctica artística, sosteniendo aquella tesis metafísica que dictaminaba en cada época la propia muerte del arte, cómo la misión del “arte” queda bien cumplida en estos tiempos merced a haber devenido, en su estetización, pura forma tecnológica. Así ahora entonces, cuando realmente al arte ya no le quedaría ni siquiera esa última apelación a ser cosa del pasado, en la era de la culminación de la forma tecnológica, cuando ya por fin toda forma artística quedaría disuelta completamente en la estetización de los mundos de vida.



La pregunta entonces, la pregunta que perpetraciones de exposiciones como ésta hace que se nos venga a la cabeza, es qué posibilidades hay de escapar de la estetización, de la tecnificación de los mundos de vida. Porque, si como dice Brea, “si en efecto la forma general de la experiencia se hubiera estetizado por completo, qué sentido o qué función en las sociedades contemporáneas podría quedarle a lo artístico, a la propia experiencia estética”.



La cuestión es entonces cómo escapar al pliegue que la técnica y la estetización forman entre ellos; cómo escapar al sentido siempre trivializado de las formas de consenso amparadas por la tecnificación de lo estético. Es solo, repetimos, negando que el arte exista, dando pleno cumplimiento a la negatividad que desde su origen lleva dentro, cómo puede conseguirse que la pregunta irrumpa con verdadera potencia, no circunscrita a los pormenores de lo trivial y al lelo rasgarse las vestiduras del personal.



Lo triste es que exposiciones como ésta, atrincheradas y vehiculizadas por la palabra “arte” –en esa sacralización de la estética- sirvan más bien para lo contrario: para que la experiencia estética, la experiencia que debe enfrentarnos con el límite de lo visible y lo pensable, que debe apelarnos a un ejercicio de verdadera ruptura con el canon imperante, quede tergiversada en el oropel del diseño exclusivo, en la idioticia de la publicidad tecnoexistencial, o en la fantasiosa megalomanía de las tetas cónicas de Madonna o en la tortilla deconstruida del Adriá de turno. Porque la exposición, claro está, será un éxito; se llenará de domingueros beatíficos en busca de su chute de realidad, de it girls genuflexas ante la excitación de ver al ídolo de cerca, de muchachitos desfigurados buscando la conexión con la maquinaria celestial.




Pero al tiempo, como no, esa ignominia en la que el arte cae cada día un poquito más, hace que la experiencia estética se acerque y casi raye ya en la más absoluta de las nadas. ¿Nos valdrá esa nada como trampolín para empezar a pensar de nuevo la estética, para comprender que todo ha sido una terrible confusión de nombres? No sabemos. Pero lo que sí está claro es que, frente a mamonadas como esta, solo caben dos posiciones: o uno se entusiasma con los maniquíes de Gaultier –y el “arte” lo es todo y el arte no existe-, o uno se encabrona –y ni el “arte” ni el arte existen.



En definitiva, es solo esta doble negación la que nos da pie a plantearnos al pregunta decisiva en cada caso con respecto a lo que pudiera ser el arte, la misma pregunta que un periodista le hizo una vez a Rancière (citada también en el texto de Nestor García Canclini):



-¿Así que estás diciendo que los agentes revolucionarios son los publicistas?



-No. Estoy tratando de pensar qué es lo político, desde dónde se producen los cambios culturales y sociales. Trato de entender qué significa que la agencia social y política esté más repartida que lo que acostumbra reconocer



miércoles, 17 de octubre de 2012

LUIS ÚRCULO: ENSAYO SOBRE LA RUINA


LUIS ÚRCULO: ENSAYO SOBRE LA RUINA
GALERÍA EVA RUÍZ: 20/09/12-14/11/12

         Si hay algo en lo que creo podemos convenir es que, la ruina, definitivamente, no es lo que era. Porque antes sí, antes, allá cuando el romanticismo creaba mundos, la ruina remitía al poder subyugante de ese “sido” donde se pensaba aún podía aletear virgen la creación y la ensoñación, la sublimación de los mundos de la muerte, el sueño y el deseo.

Pero hoy, cuando la inmanencia centrífuga de la videosfera ha calado tan hondo que ya nadie cree en otra cosa que no sea la inmediatez maquínica de lo visual, el adelgazamiento extremo de la imagen encallada en su hinc et nunc absoluto hace que la ruina sea considerada un excedente solo capaz de reabsorberse en el flujo global mediante la canalización que otorga la nueva religión mundial: el turismo. Porque el turismo, esa peregrinación aborregada, no tiene otra misión que la de, poco a poco, reducir el mundo –el espacio y el tiempo- a una gran y única imagen del mundo en la cual pasado, presente y futuro se confundan en una lacónica mueca de cansina ociosidad: en la melancolía de poder, ya por fin “verlo todo” –y, cómo no, fotografiarlo todo..

El turismo es el último estadio de la técnica: permite acelerar el proceso de la modernidad –el devenir imagen del mundo- implicando para ello a todos los ciudadanitos, a todos los trabajadores que cargan con sus familias –familias como aquella de Rimbaud que todo se lo deben a la Declaración de los Derechos del Hombre”- para darse su merecido festín de espectáculo y ocio.

Perdón por esta introducción tan fuera de onda, pero es que hay un movimiento más profundo que merece la pena destacar para, ya por fin, ponerlo en relación con la obra de Luis Úrculo. Y es que, en esta infestación de miradas que nada ven, en la pulsión maquinal que supone el verlo todo detrás de un objetivo tele-fotográfico, el poder ejerce la más perversa de sus maquinaciones: la de convenir la descompresión de todo ejercicio semántico y la nivelación de cualquier imagen para impregnar en el sujeto una melancolía despótica por las formas de poder ya concluidas, una especie de fascismo de baja intensidad pero merced al cual –y con la descomposición y colapso de todo ideal- historia, poder y sujeto devienen un mismo ente abstracto capaz de movilizar –y adiestrar- las pocas energías de resistencia que aún pudieran condensarse en el ciudadano medio.
 
 

Así entonces la ruina fascina no ya como lo innombrable de un pasado remoto, sino como la seducción de un espectáculo hiperbarroquizado y listo para consumir, como una capacidad desbordante para concitar en un mismo juego de miradas la satisfacción del “yo estuve ahí” con la precisión de una mirada panóptica que todo-lo-ve. Lo sublime no remite ya a una ética (Moritz), ni a un más allá de la representación (Kant): remite a la capacidad de la mirada para adiestrase con el poder y confraternizar en una mirada despótica y violenta que fagocita cualquier insurgencia, cualquier intento de oposición.    

Una vez dicho esto, ahora sí: los ensayos de Úrculo irrumpen para desgarrar esta mirada nuestra acobardada y adiestrada en saber siempre lo que ve –y lo que hay que ver-, para socavar esta identidad antes referida entre poder, mirada y sujeto, para confesar que nuestra mirada goza con la tragedia porque ve en ella la seguridad de que el poder –el poder al que por supuesto uno está bien agarrado- es realmente un lugar seguro.

Sus pequeñas construcciones y la ruina en que casi de inmediato se convierten hacen que nuestra mirada se tope con esa sintomatología nuestra que creíamos una simple contemplación de la belleza de la ruina y que, ahora, se descubre como iracunda y desenfrenada ante el festín caníbal de ver todo destrozado. La repetición pulsional, una vez más, funciona como dispositivo desde donde lo invisible y silenciado sorprende con su presencia.

La celebración de la ruina comprendida aquí como hecho estético concita entonces la pregunta de por qué ya la ruina no nos afecta, qué posición ideológica hemos tomado dentro del plano de inmanencia llamado Vida para que los vectores del pasado no tensen ninguna topografía ni conciten reverberación alguna, sino un babear entre dientes la grandeza del espectáculo de saber que, efectivamente, siempre ganan los vencedores.

            Al final, creemos, surgen preguntas que pensamos pueden formar parte del ideario del artista: ¿qué es la arquitectura?, ¿a qué intereses sirve?, ¿puede lo indefinido y lo efímero plantar cara a la mega-arquitectura?, ¿qué hacer en un mundo donde la ruina ya solo apunta a la sintomatología del derrumbe escenografiado en que encalla toda cultura? Lo aquí visto sirve para concretar cuál es la línea argumental de Úrculo: trabajar en la intersección de espacios, en sus límites y en la periferia, hacer de la traducción y la manipulación, del transvase de escalas y ritmos, la estrategia perfecta para preguntarse por nuevas relaciones entre la mirada y el espacio, entre el poder y la historia.

domingo, 14 de octubre de 2012

ALAIN URRUTIA: LA PINTURA Y EL PRINCIPIO ESPERANZA


ALAIN URRUTIA: NAUFRAGIO/ESPERANZA
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 10/9/2012 - 27/10/2012

Lejos de haber muerto como presagian los popes de la cosa estética cada x tiempo, la pintura resplandece como si quitarse el polvo de encima fuera un tic adherido a su cuerpo y no supiese muy bien como quietárselo de encima. Poco a poco, vamos reconociendo que la linealidad temporal, la narración convencional en esto del arte tiene pocos atisbos de adecuarse a la realidad. Gozando de nuestra posición de antihegelianos, hay que convenir ya por fin que el arte nunca es cosa del pasado sino que, como mucho, es una cierta relación con ese pasado, una relación que da forma a cada uno de los presentes desde los que se da incite y construye lo real.

Frente a la instantaneidad infinita de la imagen en los tiempos de la reproducción cibernética, la imagen, lejos de quedar arrinconada en una práctica fútil e innecesaria, se está tornando en un eficiente dispositivo de reflexión acerca de qué es realmente una imagen y a qué nos estamos enfrentando con la paulatina y cada vez mayor descompresión de su calado memorístico y social. En otras palabras, la pintura alude de manera casi inquisitoria acerca de qué es una imagen en estos tiempos de frenesí videográfico.

El proceder de Alain Urrutia (Bilbao, 1981) es referir la imagen –otrora eminente representación de objetos y acontecimientos sagrados- al borrado de la impronta metafísica y teleológica que la reproducción infinita ha ido llevando poco a poco. Porque, si bien es cierto que la técnica ha terminado por centrifugar la imagen hasta hacer de la realidad una videosfera global, no por ello es menos cierto que la imagen per se queda, de tanto fotocopiarse y de tanto quedar referida a la banalidad de lo cotidiano, desgastada y enmugrecida, vaporosa y como difuminada.


 
Si la crítica lo sitúa en la estela de Luc Tuymans, quizá también sea conveniente referirlo como la antípoda más cercana a Robert Longo: si éste hace suyas las estrategias apropiacionistas para ofrecernos imágenes listas para consumir en un mundo postmoderno hiperbarroquizado, Urrutia se sitúa más bien en la otra cara de la moneda: ahí donde las imágenes, de tanto consumirse, han quedado presas de una atmósfera grisácea, sumida en una extraña neblina que hace que el ver se convierta en no-ver.

De esta manera, el recurso que hace suyo más de una vez y que consiste en partir de imágenes fotográficas, no cosiste en un simple traslado, ni siquiera en una traducción. Más bien se trata de una interpretación, un cambio de sentido para unas posibilidades que solo emergen –a contrapelo- en el ir y venir ente prácticas. Porque es precisamente esta transferencia de materiales lo que le permite articular una nueva esencialidad –difusa, y en desplazamiento constante- para la pintura: aquella que precisamente no redunda en la plausibilidad o no de una representación, sino en la amalgama en una misma superficie de bloques de luz y de sombras, en el difuminado de aquello que se ofrece a la vista.

La estrategia entonces es clara: la densidad semiótica y mnemótica de la imagen-film queda imantada con un nuevo aúrea: aquel que lejos de apelar a la presencia de una lejanía, casi requiere lo contrario, la vacuidad de un presente tan denso y homogenizador, que hace que toda imagen no sea más que un usar y tirar continuo. Todo vale lo que vale el instante, al tiempo, que, ahítos como estamos de sacralidad, de cuanto en cuanto nos hacemos fuertes en una imagen determinada para elevarla a tótem de nuestra cultura de plexiglás.



En esta exposición en la Galería Casado Santapau, Urrutia ha preferido mostrar obras de menor calado “televisivo” para centrarse en las potencialidades de suspensión de la mirada posibles únicamente a través de la pintura. Ha dejado a un lado las escenas fragmentadas, los primeros planos, la referencia a los imaginarios de los mass-medias, incluso la densidad memorística de las acciones-performances más conocidas de los años setenta, para centrarse en lo fundamental: en como la mirada, si por una parte y debido a su infinita serialidad vacía a la imagen de toda profundidad, por otra parte también es capaz de completar y dar cuerpo a los esquemas pictóricos ofrecidos por el artista.

Y es que en todas y cada una de las pinturas que aquí pueden verse, es más importante lo que no se ve que lo que se ve. Lo suspensivo de unos trazos invitan al espectador a completar la trama, a dar por válido un esquema de sentido. Está el blanco y el negro y la gama casi infinita de grises intermedios, también están las veladuras y esa atmósfera a irrealidad maquinal ofrecida en sus pinturas. Pero, en vez de la figura, el volumen, en vez de la visión mareada una vez más en lo archiconocido, enloquecida en el encuadre que se sabe de memoria, en el fotograma nauseabundo, aquí opera lo desconocido, lo incompleto y lo suspensivo.

Lo que nos ofrece aquí por tanto Urrutia es la otra mitad de las imágenes y en la que ya nadie repara: en ser dispositivo de visibilidad, comprendida ésta no como un dato omnicomprensivo de la realidad total, sino una determinada aleación de lo visto y lo oculto, de lo visible y lo invisible. Que los regímenes mediáticos y disciplinarios se hayan encumbrado como únicos dispositivo de mediación, no significa que llenen por completo el ámbito de lo visible: muy por el contrario, si el arte tiene hoy en día todavía alguna misión es precisamente la de socavar la ideología mediática que nos hace cómplices de una mirada sin puntos de fuga, donde mirada y verdad se superponen en una aleación tan cínica como irónica. Y eso, precisamente, es lo que hace de modo magistral Alain Urrutia: acelerar los procesos de falsificación de la imagen mediante estrategias velado, o desconectarla de la lógica de la representación según técnicas de vaciado e invisibilización. Es decir, entre el naufragio y la esperanza…

viernes, 5 de octubre de 2012

JACOBO CASTELLANO: JUGUETES PARA UNA MEMORIA EN FUGA


JACOBO CASTELLANO: DOS DE PINO
GALERÍA FÚCARES: 13/09/12-08/11/12

        Antes que nada, una alusión al pasado: de todo lo que hemos podido ver en las galerías madrileñas en los últimos años, sin duda que la última exposición de Castellano en la Galería Fúcares ocupa un lugar privilegiado. Y, entre las obras de aquella cita, el “ring” de la sala del fondo fue sin duda una de las obras más potentes vistas por aquí. Sentido, ritmo, abismo, ausencia, fracaso, todo junto y bien hormado para proponer un ejercicio de maestría difícil de igualar.

Y es que sin lugar a dudas el nombre de Jacobo Castellano se sitúa ya por derecho propio dentro de las jóvenes promesas llamadas a destilar, en un futuro no tan lejano, lo mejor del arte patrio. Situándose en relación directa con la tradición artística española, Castellano dialoga con aquello que nos ha ido dando carta de identidad en los últimos decenios: lo extremo, lo grotesco de una violencia sin par, la materialidad más rugosa, síntoma de unas relaciones traumáticas con nuestro propio medio y nuestra propia historia vertebrada a través de lo pedregoso de un pasado siempre construido a golpe de martillo.

Desde ese contexto, y con fines más humildes, Castellano se las ve con las vivencias propias de su niñez. Echándole arrestos, trabajando con el estómago más que con conceptos, logra rearmar un pasado a base de sondas explorativas, de vectores que trazan nuevas configuraciones de un ya-sido que irrumpe de nuevo -o quizá por primera vez. Sus obras, tomando también como maestro a los hallazgos del arte povera, consiguen rearticular el entramado de conexiones temporales que confluyen en un determinado objeto para reabrir el sentido del paso del tiempo, la experiencia epifenomenológica de la vista como órgano de trascendencia. Así, como bien que dice Juan Francisco Rueda en la hoja de sala, la estrategia preferida del jienense cabe comprenderla como tramas de sentido olvidado, como máquinas de rememoración, como máquinas simbólicas.



Hasta esta muestra que nos ocupa, era la casa abandonada de su familia en el pueblo la cantera de donde obtener estos dispositivos de memoración. Desde allí, volviendo al pasado condensado, Castellano reabre la viscosidad del tiempo adherido a los objetos allí olvidados. No se trata de dar salida al trauma, de una regresión psicoanalítica la infancia. Su obra es mera búsqueda poética, articulación de sentidos sedimentados en la aspereza de lo cotidiano.

Para esta tercera exposición en Fúcares la casa ha dejado de ser el único aporte de materiales y, como el propio artista comenta, todo se ha vuelto menos grave y menos serio. Si él lo dice, no vamos aquí a polemizar con el mismo artista. Quizá uno, viéndolo desde fuera y no con la pulsión aún latente de lo vivido en las propias carnes, no acierta uno muy bien a comprender qué ha cambiado de forma tan substancial. Sigue estando esa fuerza iracunda de las ausencia, alguna con pistas para completar (como esa gran pieza que es “Ya son ganas”) o imposibles de hacerlo como por ejemplo esos zapatos tan imposibles de calzar (“S/T”). Sigue estando la infancia como lugar donde el sortilegio del desgarro y la violencia tienen razón –casi epistémica- de ser (“Dos de pino”), y también la idea de viaje, de pasaje, de la concepción de la vivencia como lugar efímero por donde transitar (“Malos tiempos”).



Como novedoso la alusión a la figura humana y, por tanto, un calado más social si se quiere. Pero siempre, como decimos con ese trasfondo a lo indecible de lo ya-sido como parangón desde donde escudriñar no ya el futuro sino el presente mismo.    

Y como colofón a este pequeño texto una interpretación: no debe de ser casualidad la múltiple referencia al vaso de agua o de leche. Tampoco el hecho de que varias obras se titulen de modo genérico “Bebedor”. ¿Serán los vasos el contenedor de un tiempo que mientras estamos en camino, en el tránsito de la infancia hacia la madurez, es un vaso de leche fresca –cómo aquel situado en la “maqueta-hogar” que es “Malos Tiempos”- y que más tarde se evapora y se vacía?

Quizá, pensamos, el crecer no sea más que eso: dar la vuelta al vaso ya vacío (“Bebedor 4”) o, más sutil aún, alejarlo, situarlo encima de unos zancos (“Bebedor 2”) en referencia a una tradición que no hace más que moldear nuestros olvidos, nuestros fracasos y nuestras existencias más pueriles. No sabemos. Pero lo que sí que está claro es que la arqueología doméstica que practica Jacobo Castellano bien puede ser el espejo donde vislumbrar nuestra propia ignominia. Incluso lo grotesco y lo cómico de sus propuestas no sea más que la imagen que nosotros mismos proyectamos en el espejo de nuestras vidas. De nuevo, aquí, la tradición patria de lo esperpéntico. Etcétera.

miércoles, 3 de octubre de 2012

UNA EXPOSICIÓN COMO UN ICEBERG: EN DERIVA


ICEBERG. EL CONTEXTO COMO PUNTO DE PARTIDA
MATADERO MADRID: 14/09/12-09/12/12

           A mayor gloria de un contexto tan local como el ámbito del arte joven madrileño, esta exposición pretende dar buena cuenta de cuál es la situación del panorama artístico en la ciudad de Madrid. Para ello se han elegido a 17 artistas como representantes de dicho panorama. Más tarde, como no, y como todo buen comisariado ha de postular al menos en sus líneas más generales –esas que por otra parte nunca se llevan a cabo-, la exposición pretende ser un espaldarazo para dialogar sobre los logros y defectos, sobre el porqué y el para cuando.

No se trata de una exposición generacional, ni tampoco la cosa va de en encumbrar a la gloria a una serie de elegidos. Se trata de trazar unas coordenadas determinadas que, como la punta del iceberg, vendrían a, por lo menos, situarnos en relación al arte de la capital.

A partir de tal esquema, la cosa no es sino la oportunidad manifiesta de hacer del defecto virtud y plantear una exposición sobre lo imposible de su propio planteamiento. ¿17 artistas para el contexto de una capital?, ¿establecer diálogo cuando cada uno utiliza estrategias que nada tienen que ver con las del compañero?, ¿servir de espolón para un panorama mortecino y decadente? Los propios comisarios se curan en salud: tan imposible de cartografiar un iceberg, es hacerlo con el mundillo artístico de Madrid. Siempre a la deriva, derritiéndose cada verano un poco más, condenando a la invisibilidad a la mayor parte, el arte capitalino sufre de un mal endémico generalizado al país entero: un desprecio mayúsculo por parte del ciudadano medio, unas estructuras al servicio del poder más casposo, etc, etc.
 

Lo cierto es que, yendo a ver la exposición y pensando ya en escribir algo, la cosa era de una facilidad pasmosa. Porque, de ser buena bien podía uno decir que “se necesitarían recursos necesarios para que la deriva en que siempre queda amparado la práctica artística tuviera al menos más visibilidad que no la de la simple punta de lanza que generan exposiciones como esta”; y de ser mala, uno bien podía resumir que “si esto es lo que nos enseñan, ni imaginar queremos todo lo que se queda oculto bajo el mar”.

Y la cosa es que se queda, como buen iceberg por otra parte, en medio de ninguna parte. Sí, está bien. Correcta. Da una idea. Pero uno intuye que tanta heterología en los presupuestos estéticos, tanto querer abarcar cuando el fracaso es su destino preciso –y como decimos no es ocultado por los comisarios- da un aspecto de cierta melancolía, de una atmosfera a determinada

Curiosamente, y soy totalmente sincero, los tres que más me han gustado son los tres que por otra aprte ya conocía: Françoise Vanneraud, Julio Adán y Almudena Lobera. La primera, fiel a su arte de contar historias, ha dispuesto de forma superpuesta diferentes narraciones escritas por los protagonistas en un cuadernillo y puestas en dibujo por la artista de manera que yuxtapuestas, mezcladas e interconectadas, dan como resultado esa novedad de lo nunca-acontecido que garantiza el arte. El segundo, atento a los procesos que reflexionan acerca de la dualidad autor/espectador o proceso /resultado, propone un dispositivo luminosos que se enciende de modo violento con la presencia del espectador. Sorpresa, desconcierto, duda, etc: el espectador queda condenado a ser uno de esos procesos excesivos y aparentemente innecesarios que son siempre necesarios para que la mínima acción se lleve a cabo.

Por último, Lobera se inserta en los mecanismos de visión propuestos por el cine –en concreto en tres películas- para desmontar e incidir en las estrategias de invisibilización utilizadas por dicha práctica. Que el cine es una panavisión, una comunidad de iguales donde todo se ve, es una falacia tan ideológicamente sostenida como políticamente inaceptable. Tres ejercicios “inocentes” donde la genialidad del director se manifiesta como necesaria para hacer funcionar la película, pero que referida a otras cuestiones más mediáticas nos pueden dar una idea de que nuestra situación frente a lo visible no es, ni mucho menos, la de la máquina que todo lo ve. ¿Qué tenía en la cajita el chino que va a visitar a Catherine Deneuve en “Belle de jour”?, ¿qué vio Mia Farrow en los ojos del “diablo”? Dispositivos de visión que ocultan para dar por válido un saber que hace funcionar al película, peor que referido  a otras cuestiones no hacen sino insistir en el régimen disciplinario de la mirada en el que nos encontramos.


Además de esto, también interesante resulta la pieza de Ignacio Chávarri –una “pedrada” de color-, y la de Cristina Llanos que va un poco más allá en eso de meter objetos de la vida cotidiana dentro de la institución-arte introduciendo un mobiliario urbano como huella de vida, como un dispositivo para pensar acerca de ese objeto justo cuando, ahí en el museo, no es más que un resto inerte e inútil. Los cajones de Ignacio Bautista o las no-imágenes de Irene de Andrés también son destacables.

   Y poco más, una exposición que da por válido su misma inviabilidad, y que se supone generará buenamente algún tipo de interactuación entre agentes. Quizá sería bueno que, continuando con la metáfora, el arte-iceberg se dejase de tanto deslizarse y estar en deriva y se diese de bruces contra algo o alguien, quizá así el famoso contexto no sería ya más que el panorama de un desastre “útil”.