miércoles, 23 de noviembre de 2016

EFECTO BAUDRILLARD: LEVANTANDO SOSPECHAS. SIMULACIÓN DE UN ATENTADO



            La realidad, sin duda, es algo muy serio. No se puede ir por ahí gastando bromas acerca de su –ya poca– consistencia. Convengamos en que la realidad no es sino una ficción y que, como tal, es maleable y moldeable a según qué tensiones. Pero en tanto que es precisamente la suma vertiginosa de  todos esos nódulos de poder lo que la dotan de cierta voluble estabilidad, la realidad es un preciado bien que no puede ser agitado por cualquiera. Handle with care: debe ser tratada con sumo cuidado.
Pero, ¿es eso o, quién sabe, todo lo contrario? ¿No será que, a la inversa, es la capacidad de cualquiera de infringir un desajuste en la matriz reticular de la realidad lo que hace que, a ciencia cierta, no nos equivoquemos en adjetivar como realidad a esa determinada ficción? 
Pero no hay nada que temer: no pretendemos ensayar aquí ninguna solución. A decir verdad no sabemos si la realidad es algo muy serio o si por el contrario solo cabe tomársela a chufla. Simplemente pretendíamos, antes de entrar a mayores, poner sobre el tapete la difícil relación de muchos conceptos que vienen a converger en esa ficción llamada realidad pero cuya relación se nos antoja conflictiva: particularidad y totalidad, individuo y sociedad, ¿se estrategizan o entran en relación dialéctica? Y si es esto último: ¿hay síntesis o es su negación y falta de reconciliación lo que modula el espectro de lo posible, lo pensable y lo visible?
Decimos todo esto con ocasión de la mayúscula performance que Santiago Sánchez Ramírez ha ido realizando en los últimos años y de la que nos enteramos en estos días pasados al ser juzgado en la Audiencia Nacional: simular que atentaba contra el Rey –Juan Carlos I y después Felipe VI– y, quién sabe si aún más grave, contra Cristiano Ronaldo. Simuló, decimos, porque de hecho no quería hacerlo: sólo quería denunciar los fallos de seguridad: "Las armas las llevaba en una maleta [hasta los hoteles desde donde grababa]. Eran completamente reales. Y pasé con ellas por todos los controles policiales, solo tuve que enseñar mi DNI y decir que iba al hotel. Ya está. Nadie me dijo nada. Estuve allí toda la noche y todo el día. Y nadie me dijo nada", ha declarado.
En su denuncia, colgó videos en youtube en estado de oculto, de modo que solo podían verlos aquellos a quienes se lo enviaba, como por ejemplo miembros del CNI, e hizo, según he podido leer en algún sitio, un blog donde parece que relataba, cual Chacal en la novela de Frederick Forsyth, todos los pasos que había dado para, sin despeinarse, tener al rey en el punto de mira. Después de ser encausado por delitos de terrorismo y contra la Corona, la cosa parece que ha quedado en menos ya que ahora “solo” se enfrenta a una petición de pena de 9 años de cárcel por tenencia y depósito de armas.


¿Cómo, me pregunto, tanto ensañamiento contra alguien que solo quería hacer un servicio a la patria?, ¿cómo tanto castigo para alguien que si algo ha demostrado es su absoluta falta de maldad? El problema está en que, como hemos dicho arriba, la realidad es un artefacto que debe ser manejado con mucha precaución, y donde, antes que nada y sobre todo, los propios procesos de licuado y disolución de la realidad SOLO pueden ser llevados a cabo por ella misma, por la realidad, sin injerencias de ningún tipo o, como mucho, por quienes ella misma decida.
El arte, y esto es lo que nos interesa, tiene sobradas razones para apoyarme en esto que digo: tantas han sido las bofetadas que se ha dado desde que con las vanguardias urdiera su plan para disolver arte y vida, que con el correr de los años descubrió que su único medio de supervivencia era simulando, a través de una precisa ideología estética, semejante ecualización entre arte y vida. El resultado lo sabemos todos: la implacable e imparable estetización difusa de nuestros mundos de vida. Una estetización a través de la cual se consolida la adulteración y endulzamiento de los fundamentos desde los que poder alentar otra vida que no sea esta vida intolerable y enajenada en la que subsistimos. La estetización difusa de los mundos de vida nos ofrece como conseguida la aspiración moderna en cuanto a disolución del arte en la vida cuando lo cierto es que no es sino un efecto del devenir imaginario de la realidad, del simulacro mediático en el que queda suspendida.
Sabedor de esta modulación ideológica, el arte en las últimas décadas ha apostado por una versión renovada del programa de las vanguardias: no ya promover un diluido del arte en la vida (y viceversa) sino, al contrario, constatar la falta de inocencia de ese entramado llamado vida, cómo ésta no es una pradera donde retozar a nuestras anchas sino un terreno bien parcelado donde nada ni nadie puede saltarse el propio roturado que la vida impone. Es por ello que las estrategias estéticas más capaces son las que apuestan por una infiltración en los mundos de la vida para, a través de tal intento y su ulterior fracaso, mostrar las huellas de nuestra servidumbre, los rescoldos de un poder ideológico del que, por muchos que queramos, no podemos salir porque, más que nada, es ese mismo deseo lo que es ideológico, lo que se ha ideologizado a través de una tecnificación libidinal de nuestras subjetividades. Que no hay más allá de la ideología, que no hay afuera del texto: esa es la plasmación de las estrategias actualmente más capaces…
…pero que son igual de ineficaces que las anteriores y vanguardistas intentonas de acercar arte y vida hasta la indiscernibilidad de ambas. Y es que, en el límite, el arte siempre tiene que poner sobre aviso de su especificidad, siempre tiene que señalar su propio ámbito de actuación, siempre tiene que tener un pie en su autonomía: siempre tiene que imponer una distancia estética que anula la capacidad del arte de desvelar los insondables misterios ideológicos de la realidad.   


A este respecto es conocida la observación de Rancière al trabajo de los Yes Man, colectivo que en sus perfomances se inserta bajo falsas identidades en las ciudadelas de la dominación. Además de que obviamente queda por saber si sus exitosas perfomances de engaño masivo a los medios son capaces de provocar forma de movilización contra los poderes internacionales del capital, el problema radica en que el triunfo total interseca totalmente con el fracaso total: los propios Yes Man han reconocido que a pesar de que el triunfo puede catalogarse de total al haber conseguido engañar a sus adversarios adoptando sus razones y sus maneras, de igual forma se puede sostener que el fracaso ha sido total ya que su acción había permanecido perfectamente indiscernible –siendo solo discernible si se la señalaba desde fuera de la situación en la que se inscribía y se la exponía en otro lugar como performance propia de artistas. Es decir: si en algún momento del proceso se la contempla como obra de arte, si en algún momento alguien viene a contemplar sus efectos en relación con la que era su finalidad.
 Es aquí donde encontramos las razones por las que Santiago Sánchez Ramírez ha sido juzgado con semejante flema y donde su gesto de servicio a la patria ha sido trocado en un acto de flagrante irresponsabilidad: si ni siquiera el arte –con todo un arsenal de estrategias sesudamente cinceladas– puede hacer nada frente a la ficción llamada realidad, ¿cómo se va a permitir que un cualquiera haga fracasar a la realidad y su gran programa? Porque, recordemos, la ficción que dota de contenido a la realidad solo tiene una misión: diluir cualquier poso de sustancialidad ontológica que pudiera quedar aún pegado a los bordes de una realidad ya deglutida en su mayor parte. Cualquier quantum de pseudo-realidad que venga a suponer el licuado de su parcela de realidad es sin duda bien recibido. Pero, claro está, a su debido tiempo; siguiendo un detallado plan de actuación que supone acomodar el despliegue del simulacro a una velocidad determinada.
El problema de Sánchez Ramírez es que minusvaloró el poder de la simulación y eso le hizo pasarse de frenada: creyendo que la realidad depende únicamente de aquello que pudiera ser tildado de real, de aquello que pudiera retener cierta sustancialidad metafísica, creyó que la simulación era simplemente el hermano pobre, ahí donde se ensayan las pruebas de laboratorio que, solo después, pueden o no ser llevadas a la práctica. Sánchez Ramírez no entendió que la realidad entera es un simulacro donde las dosis de creencia y sospecha son repartidas por el corpus social con precisión de cirujano.
¡¡Si hubiese leído a Baudrillard!! En uno de sus más famosos ensayos, La precesión de los simulacros, el sociólogo francés se hacía una pregunta fundamental que desvela por sí sola cual es la lógica ideológica del simulacro y hasta qué grado de abstracción ha llegado. Hablando de robos, y teniendo al real como un simulacro y al simulado como una simulación, ¿ante cuál de ellos reaccionaria la represión policial más violentamente? Baudrillard, como no, lo tiene claro: “la transgresión, la violencia, son menos graves, pues no cuestionan más que el reparto de lo real. La simulación es infinitamente más poderosa ya que permite siempre suponer, más allá de su objeto, que el orden y la ley mismos podrían muy bien no ser otra cosa que simulación”. Es decir, la simulación hace más daño al mundo-imagen ya que hace patente la coincidencia entre ambos “engaños”, el que es calificado consensualmente como “real” y el que es desvelado como parodia o simulación.
Teniendo esto en cuenta, es fácil concluir que la simulación de Sánchez Ramírez ha de ser castigada ya que puede dar a entender a la ciudadanía que la realidad es un simulacro más; es decir, puede incrementar la sospecha en zonas que la ideología tiene administradas con precisión. Pero, al mismo tiempo, no se puede castigar al simulador con semejante lógica pues eso sí que, de inmediato, haría saltar todas las alarmas en cuanto que a dosis de sospecha se trata: de ahí que las autoridades se saquen de la manga la tenencia ilícita de armas para alguien que, según parece, tenía permiso de armas justo hasta el año anterior a la puesta en escena de sus simulacros.
Pero, después de todo lo dicho, no nos llevemos a engaño: en esta sintomatología de la sospecha en que se ha convertido la simulación espectral de nuestro mundo-imagen, a quienes primero hay que proteger de esta simulación no permitida no es al grueso de la población que puede a empezar a descubrir el tufo a podrido de una realidad que hace aguas por todas partes sino a los más interesados: a Felipe VI y a Cristiano Ronaldo. Y es que si Lacan decía que un cualquiera que se crea Napoleón no está ni de lejos igual de loco que Napoleón si se cree realmente Napoleón, este ejercicio de simulación de Sánchez Ramírez hay que cortarlo de raíz no llegue a despertar sospechas en ellos, en el rey y el ídolo del fútbol, y descubran que se trata de un simulacro, de una escena donde ellos simplemente ejecutan unos papeles. Para el sistema-mundo –y para nosotros– es preciso y urgente que el rey se crea el rey, que el ídolo se crea el ídolo. Cualquier otra cosa, haría despertar sospechas. Y no conviene.

lunes, 21 de noviembre de 2016

B. WURTZ: MONUMENTOS A LA VIDA, CELEBRACIÓN DE LO COTIDIANO


B. WURTZ: OBRAS ESCOGIDAS, 1970-2016
LA CASA ENCENDIDA: 14/10/16-08/01/17
(texto original en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/BWurtz.html)

La Casa Encendida presenta hasta principios de años la primera exposición retrospectiva de B. Wurtz (Pasadena, California, 1948), artista del que ya pudimos tener un adelanto hace un par de años en la galería madrileña Maisterravalbuena, pero que ahora se descubre en toda la amplitud de su trabajo. 

Hay que celebrar como se merece esta exposición de B. Wurtz en La Casa Encendida y, antes que nada, aplaudir como es debido la importancia de esta propuesta. Y lo hago, en esta ocasión, a título personal, sintiéndome culpable por no haber sabido discernir con toda claridad el interés de este artista cuando pudimos verlo en la galería Maisterravalbeuna de Madrid hace tan solo dos años. Y es que, a simple vista, esa “vista” que no vale para el arte –no por necesitar de mayor profundidad sino por quedar referida a un conjunto de indiscernibilidades difíciles de desanudar–, la obra de Wurtz puede pasar desapercibida. Para mi descarga bien podría decir que ese pasar desapercibido ha sido algo común al mundo global del arte, pues no fue hasta hace pocos años que su obra ha empezado a tenerse en cuenta. Pero, como suele decirse, mal de muchos consuelo de tontos.
Viendo ahora de modo más amplio su trabajo bien puede decirse que lo más interesante de su propuesta –y de donde emana toda la amplitud y capacidad de su obra– es que se sitúa en ese emplazamiento ya bastante abnegado donde arte y vida luchan por una fusión que bien a las claras ha resultado decepcionante para ambos. Si tal motivación sirvió a las vanguardias como punta de lanza desde donde asestar el golpe de gracia a lo canónico de un arte mimético, hoy en día semejante fuerza disruptiva ha quedado reducida a cero por la absoluta estetización difusa de los mundos de vida. Una estetización que, como decimos, solo puede ser calificada de decepcionante ya que no ha traído el cumplimiento de ninguna de las promesas con que el arte presumiblemente cargaba: ni se ha transformado el mundo de vida de manera que propicie el aumento del grado global de emancipación de la humanidad, ni se ha asegurado una intensificación real de las formas de vida, ni se ha producido la pretendida reapropiación por el sujeto de la totalidad de su experiencia.
En este estado de decepción panconsensuada que despierta el arte, si subrayamos que lo más interesante de su trabajo es ese posicionarse en referencia a una tensión dialéctica y programática ya devenida absoluto simulacro espectral, es porque la estrategia de Wurtz casi cabe comprenderse como la contraria a todos los intentos de fusión arte/vida que han jalonado, y siguen haciéndolo, la historia reciente del arte. Si actualmente la mayor parte de las veces –la mayor parte de las estrategias estéticas dadas por válidas– no hacen sino simular cínicamente aún una separación entre arte y vida para, subrepticiamente, simular una superación que solo puede ser ideológica, Wurtz por el contrario, inserta leves desplazamientos en la cotidianeidad de la vida no con el fin de conquistar campos a la estetización sino para descubrir un latir visceralmente estético en todo ámbito vital. No hay distancia imaginaria que superar sino un sacar a la luz unos síntomas que reclamen para sí una distancia verdaderamente estética: no se trata de encauzar la vida hacia el arte o viceversa, sino vislumbrar momentos de callada estetización en esa reiterativa cotidianeidad a la que llamamos vida.
Situarse en ese entremedias circunspecto y arquimediano es lo difícil del arte pero, al mismo tiempo, la única vía de alentar una protesta contra esta forma alienada y mediocre que se nos ofrece como vida. Sin duda que ha habido otras maneras de elevar la pancarta del arte y lo necesario de hacer presente su promesa, de igual forma que ya se han abierto demasiados caminos que nos prometían una playa paradisiaca del otro lado. Pero el que todas esas formas hayan acabado en sangrientos totalitarismos y en genocidas políticas del arte da cuenta de lo importante y convincente de esta posición que, desde el arte y desde la vida, alega por mantener una tensión irresuelta entre ambas al tiempo que un punto de contacto: es decir, una distancia estética, nula pero infinita, irreal pero insuperable.
Quizá lo desapercibido de su obra, el que se le haya tildado muchas veces como un refrito de Duchamp –su nombre de B. Wurtz ayuda a ello con su semejanza con R. Mutt– se deba a que, como decimos, no estemos muy acostumbrados a estas formas de artesanía de la cotidianeidad, de hilar una vida estética sin simular un calarse hasta los huesos que es mera pose. Cuando la grandilocuencia es lo único a destacar en un mundo hipermedial, estos monumentos leves, inestables y frágiles que este artista realiza tienden a pasar sin pena ni gloria, quedándonos en una mirada simplificadora que se granjea el poder adherirles la pegatina de lo ya visto.
Pero, insistimos, nada que ver tienen sus propuestas con el sempiterno recurso al readymade duchampiano: sus obras se sitúan en la estela de la reflexión vanguardista pero para redirigir el tiro. No se trata ya de tratar de superar la brecha, de abrir boquetes en la esfera autónoma del arte ni en señalar el potencial disruptivo que anida silente en cualquier formación llamada vida. Se trata, creemos, de mostrar esos puntos de contactos que situándose en el punto del infinito se rozan en la levedad de una vibración. Para ello la estrategia tiene que mutar: de una melancolía que ya, desde Baudelaire, trataba de cifrar la pulsión estética de una vida secuestrada por las formas del fetichismo de la mercancía, se pasa a hacer del humor vía de escape donde, paradójicamente, los polos se tocan.
Otras interpretaciones menos dialécticas de su obra la hacen remitir a la reutilización, al ensamblaje, al formalismo del objeto cotidiano, a la resignificación de valores de uso sacando a la luz potencialidades estéticas. Todas ellas, sin duda, tienen su razón de ser. Pero si de tomarse en serio a un artista se trata lo cierto es que la genialidad de Wurtz estriba en monumentalizar esas mínimas vibraciones que laten en la cotidianeidad de nuestras vidas, esa cadencia y ritmo monocorde de nuestros gestos que acogen sin embargo la posibilidad taimada de lo diferente, ese chispazo ciego de ser otra cosa que todo objeto atesora en su interior. Pero, eso sí, sin melancolía ninguna, sin la flema de quien trata de guiarnos hacia otros derroteros donde acampa una vida de verdad, sin tampoco el cinismo epocal tan nuestro de sabernos de antemano a qué carta quedarnos.
Solo la sutileza de un humor mínimo capaz de guiñarnos un ojo: tú y yo sabemos que todo esto llamado vida podría ser de otra manera. Y quizá lo sea, quizá lo que ocurra es que no sabemos tomarnos las cosas tan en serio como para poder reírnos con fuerzas. Y es que después de haber colocado bien alto la felicidad utópica de nuestras vidas y la promesa emancipatoria del arte, descubrir como arte y vida se rozan apenas en ese parpadeo humorístico es para, ahora de verdad, partirnos de risa.

sábado, 12 de noviembre de 2016

DEL ARTE COMO OFICINA DE APOSTASÍAS

Foto El País


OFICINA DE APOSTASÍAS 
LA JUAN GALLERY: 10/11/16-13/11/16

En ese ensayo central que es Minima Moralia –subtitulado, recordemos, como Reflexiones desde la vida dañada– se puede leer en su primera página: “la visión de la vida ha devenido en la ideología que crea la ilusión de que ya no hay vida”. Esto alude a que el ejercicio crítico más persistente estriba en situarse en esa ausencia de vida y simular, pues es mera ilusión, que se supera la fractura, que se reconcilian los polos, que se entra, de una vez por todas, en el territorio en el que poder decir bien alto que esta vida que vivimos es nuestra y solo nuestra.
De este modo, y en cuanto que modo privilegiado de realizar dicha crítica, la práctica artística se ha dejado llevar por esta ecuación ideológica con el propósito de desenmascarar como liberticidas muchas, si no todas, de las instancias que conforman como totalidad la sociedad. Y es que tal desenmascaramiento vendría a suponer el momento anterior y necesario para una ulterior reterritorialización de dichos mundos de vida, ganándolos para la causa de poder algún día calificar nuestra vida como verdadera.   
Ejemplo de esto que decimos es la performance que desde el pasado día 10 de noviembre y hasta el domingo día 13 se estará llevando a cabo en La Juan Gallery. Los artistas, CASALONTANA y Víctor G. Carreño, proponen una oficina de apostasías. Así, durante estos días y en horario de 17 a 21 horas, quien quiera puede pasarse por allí para mostrar su disconformidad, su rechazo o, incluso, su renuncia a ser incluido dentro de una militancia, feligresía, afición, club de fans, etc. La oficina les ofrecerá apoyo y asesoría, prometiendo iniciar, si fuese el caso, los trámites administrativos y legales para que, como suele decirse, conste en acta. Desde luego que a primera vista la perfomance se antoja de lo más exitosa. A la vista del desmadre generalizado en el que parece estar sumido el mundo, las hordas de desencantados y melancólicos seguro atestarán la galería.
Y es que lo que está claro es que ese individuo que se inmiscuía con precisión en la construcción de una Totalidad de sentido hace ya tiempo que ha fenecido. Quizá, como decía Foucault, en la orilla de alguna playa. Ni lo universal es ya realizado a través del juego conjunto de los individuos ni, parece ser por el cabreo consensuado en el que vivimos, la sociedad es ya sustancia del individuo. Vivimos más bien en una monadología inmanente donde cada mónada se recrea a discreción sin otra pulsión que la de atisbar alguna otra orilla: ahí donde la libertad pueda agarrarse firmemente. Ya no hay categoría histórica que llevarnos a la boca más que un licuado de toda estabilidad, una fluídica de todo atisbo de fijar conceptos. Solo una pulsión libertaria nos mantiene en rumbo hacia alguna verdad, ya acampe ésta bajo las apariencias, los adoquines o, en cualquier otro caso, no siendo más que un espejismo, un mise en abyme espectral.
Pero sin duda que las preguntas que aquí nos podemos hacer superan con mucho el cortoplacismo tanto de la supuesta originalidad en la idea como del presumible eco y éxito que puede llegar a tener la propuesta estética. Protestar, decir “no”, desaparecer, sumirse en un glacial silencio o dar la callada por respuesta, son todas ellas estrategias con capacidad disruptiva. Lo que nos preguntamos es si ese énfasis a entrar de lleno en las estructuras de la realidad, a cartografiar una realidad desencantada y suministrar a cada uno que por allí se acerque la dosis de renuncia con la que poder seguir disfrutando de esta tómbola, no remite a un nihilismo estético, a un encomio mayor por estetizar nuestras vidas, a un intento de recreación estética de nuestra subjetividad. Y, habida cuenta que no queda ya mundo de la vida que no haya sido colonizado por una estetización, ¿no recae esta obra en mero gesto estetizante?
La obra es en sí misma eminentemente nietzscheana: el arte vehicula esa capacidad pragmática y performativa del lenguaje en relación a un mundo donde la única capacidad del lenguaje que se valora es la informativa. Es precisamente esa nueva capacidad lo que recrea en cada instante una subjetividad no ya circunscrita al imperio del sentido, la significación precisa y un yo estable, sino en tanto que efecto del discurso en su circulación pública, convirtiéndose así en una máscara constituida como epifenómeno del despliegue de la voluntad de poder.
En este sentido, el gesto íntimo, personal y responsable de cada individualidad de decir “no” resulta insustancial –incluso en la imposibilidad de alguno de ellos– en el caso de quedarse en este lado de la vida; pero en el caso de subsumirlo dentro de una lógica estética lo que se consigue es subrayar la impronta pragmática del lenguaje, haciendo de la producción de subjetividad un desplazamiento de significantes en relación a una voluntad de poder que se despliega, quedando así remitida toda identidad yoica a un acto estético. En definitiva, el arte queda comprendido como ejemplo de una radical retoricidad del lenguaje, donde se despliega la economía de la voluntad de poder como comunicación y ritual de la circulación colectiva de las intensidades.
              Y en cuanto que ejemplo en la retoricidad del lenguaje, en cuanto que desplazamiento de significantes, la obra remite a una alegorización, precisamente la de ese gesto íntimo y personal de negación y ruptura. En este sentido, si el arte es aún potencial disruptivo de algo lo es en tanto que ofrece un caudal alegorizador respecto a una lógica inmanente de los afectos que, de otra manera, quedaría invisibilizado por una economía de representación del signo-mercancía que es aún hegemónica. Es decir, el gesto de ruptura con lo que han sido nuestras vinculaciones solo es capaz de modular un desplazamiento en la construcción de nuestras subjetividades si se media una alegorización estética.
Pero en este punto la pregunta que emerge no sería muy diferente a la antes planteada: si esa alegorización estética aporta algún impulso disruptivo más allá del propio alegorizar un gesto de ruptura que se quedaría -¿y no es eso ya suficiente?- en el plano de lo político. Nuestra posición es que no logramos salir así tampoco del nihilismo estético. Si decía Benjamin que “las alegorías son en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el reino de las cosas”, la conclusión no puede ser más devastadora: en tanto ruinas y fragmentos que somos, nuestro modo de autorepresentarnos solo puede ser alegórico. Pero, ¿bajo qué forma, con qué contenido? Como señalaba Lukács al descubrir las implicaciones que para la contemporaneidad tenía la teoría de la alegoría de Benjamin “la Nada es el objeto de la alegoría contemporánea”. Una nada que solo puede ir en paralelo con, en el decir de Adorno, “ese dominio de la individualidad que, a consecuencia de aquella libertad, se ha deshecho en una nada administrada”.
Total y resumiendo: somos una nada a alegorizar, una ruina camaleónica. En este sentido, esta performance remite a tensionar, hasta quien sabe si la ruptura, esa alegorización nihilista en la que nos construimos gozando de la sintomatología más acorde con nuestra fragmentación interna y externa.
Para acabar una cita, también de Adorno, que bien puede resultar el eje de este proyecto: “quien no es miembro de nada, se hace sospechoso: en la naturalización se pide expresamente que se mencionen las asociaciones a las que se pertenece”. Ser, literalmente, un bulto sospechoso: ¿cabe mayor y más efectiva escapatoria? El problema que vemos es que estamos atados de pies y manos para poder alumbrar esa sospecha sin estetizarla: vehicular esta sospecha de manera no estética es inviable pues, como hemos señalado, solo dentro del arte el gesto performativo tendrá la capacidad de crear un desplazamiento en la construcción disensual de nuestras subjetividades. Pero, de modo parejo, el arte ya no puede cargar con semejante responsabilidad pues apenas inicia el vuelo recae en ideología. Es decir, ¿es capaz de superar lo performativo del gesto la estetización absoluta en la que acampan nuestras vidas?, ¿no se le está pidiendo demasiado a un arte que tiene ya muy poca capacidad de recreación estética frente a los mundos de la mercancía y el fetichismo? Más aún: si ese gesto de borrarse del individuo es verdadero, ¿necesita del arte? Y si no es verdadero, ¿qué logra así el arte sino implementar un grado su poder de estetización?
La confusión estriba en última instancia en un exceso de idealismo, en cómo hemos señalado al principio simular una separación entre arte y vida que ya no es tal debido al proceso imparable de la estetización de los mundos de vida y a partir de ahí simular que se remonta la fractura.
La premisa aquella de Eagleton según la cual, y respecto a las alegorías, “nadie es ya engañado”, adquiere una relevancia capital. En un mudo falso toda inversión dialéctica es también falsa. Aunque la culpa no sea del todo nuestra, aunque hayamos sido engañados, por nuestro tío que nos hizo socio del Betis, por nuestros padres que nos bautizaron, por ese político de turno que parecía modular una idea antihegemónica que no tardó en desvelar su lado oscuro, no hay manera de pedir cuentas en el mundo de las apariencias administradas en el que estamos sumidos. Todo se mantiene, de una u otra forma, en un licuado estetizante para el que, por el momento, no existe fármaco.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

TONY OURSLER: ROSTROS EN LA ARENA



TONY OURSLER: A*gR_3
GALERÍA MOISÉS PÉREZ DE ALBÉNIZ: 13/09/16-12/11/16

Sí, yo también tuve esa sensación un tanto lúgubre al ver la nueva exposición de Tony Oursler en la galería Moisés Pérez de Albéniz. Confieso que, visto lo visto, no sabía dónde meterme y lo único que se me ocurrió fue huir a la carrera. Más aún: visitándola el día de la inauguración, logre escabullirme sin dar mucho que hablar. Sin embargo, en esto como en todo, un esfuerzo discursivo, un pararse a pensar eludiendo los lugares comunes –y la constatación, una vez más, de que el arte opera vía inusitado despotismo de despedir con cajas destempladas a todo visitante–, logra que la exposición remonte siquiera mínimamente el rumbo.
A parte de otros pormenores, lo cierto es que el cambio operado en la obra del artista –esa siniestralidad “oursleriana” reconocible a distancia en cualquier exposición, bienal o evento artístico de índole global– resulta tan desconcertante como, bien pensado, necesario. Y es que la teoría aquella que cifraba al sujeto como proyección en la pantalla ideológica trasmutado en espectáculo ya no vale. Unas palabras de Boris Groys, –tan recientes como que pertenecen a la entrevista realizada por Laura Revuelta publica en el último ABC cultural–, dan buena cuenta de esta inversión: “hoy en día, todo el mundo está en el escenario (o al menos quiere subirse al escenario), y no hay nadie entre el público. De modo que el espectáculo a lo mejor tiene lugar, pero se mantiene invisible”. Así las cosas, la conclusión es que, aunque sepamos que no hay modo de escapar de una ideología que, insistimos, es todo lo que hay, son necesarias nuevas estrategias que refieran al menos a lógicas de adiestramiento con mayor capacidad de mostrarnos nuestras fracturas, nuestras zonas de encolado libidinal.
Es decir: referir al sujeto como imagen-espe(c)tacular es ya inservible para mostrar las tectónicas ideológicas que nos asolan porque, ni más ni menos, todo es espectáculo. Mostrarlo, tratar al menos de hacerlo, no es sino hacer de la propia estrategia estética un dispositivo ideológico de primera categoría. El “yo” ya no es –o al menos no solo ni en primer lugar– una imagen fantasmática, un síntoma proyectado en el escenario de un espectáculo al que tenemos acceso. Éste, el espectáculo, es ya indiscernible de nuestra propia realidad, por lo que tratar de ver la verdad de nuestro emplazamiento es ya y desde el principio puro espectáculo.  


El “yo”, ahora más que nunca, es una tecnología, una producción de un pensamiento hipertecnificado que no hace sino samplear modularmente registros recurrentes, modulaciones de hábitos y gestos, implementaciones de algoritmos con vistas a reconducir todo el montante libidinal en un par de ecuaciones conocidas por las grandes empresas y a las que nosotros, pobres víctimas que nos creemos el cuento, no dejamos de suministrar datos. Y esto –este “yo”– es lo que pensamos trata Oursler de mostrarnos enfatizando el hecho de que el “yo” actual es una recomposición aleatoria de fragmentos, una alegoría de su propia subjetividad y, en cuanto tal, una mera ruina.
De ahí que los rostros que nos muestra, unos rostros que levinasianamente son campo simbólico donde tropezarnos con un “tú”, no remiten a ninguna totalidad de sentido ni siquiera a una proyección que nos muestre –vía abyección, vía troquelado de los síntomas y neuras que nos asolan– quienes “realmente” somos, sino que sean un palimpsesto de recortes, una colección de fragmentos recosidos a una estructura a la que, solo de modo derivado, cabe cifrar de humana.
¿Posthumanismo entonces? Más bien todo lo contrario –y siento, felizmente, llevar la contraria a todos lo que caen una y otra vez en una utopía que nos dice que la orilla de la emancipación será alcanzada justo cuando el sujeto (aquel vetusto y ya desangelado sujeto decimonónico e ilustrado) se disuelva. Lo contrario, decimos, porque lo que nos muestran estas máscaras es que ese territorio feliz de orden cuasi huxleyano, donde la construcción artificial del yo a través de las modernas ingenierías del self producen una subjetividad satisfecha y amparada en una eficiente totalidad, no existe. Cada empalme, cada zona de intersección entre órganos, más que dar cuenta de lo eficiente de su encolado, muestra los estigmas del síntoma epocal: cada órgano no es ya un reflejo pauvloviano, ni siquiera una pauta cultural bien adquirida, sino la implementación más perfecta para canalizar satisfactoriamente el mayor quantum de goce posible. No hay más que ojos-máquinas implementados coercitivamente para simular verlo todo; no hay más que bocas troqueladas como nódulos libidinales listas para tragarse toda entelequia simulacionista. 


Estamos, ciertamente, en vías de ser otra cosa, una capacidad que viene dada por la sustitución de un régimen representacional de la imagen por otro más bien alegórico, donde la identidad de sentido quede constantemente suspendida, alterada en un desplazamiento disyuntivo y donde el propio significado de “ser” remita a una tensión irresoluble. Ahora bien: para conseguirlo no basta con desearlo. Hay que armarse de un valor que, a las pruebas me remito, no tenemos. De ahí que tonteemos continuamente con la idea de que la felicidad está en el siguiente like, en la inminente catástrofe que se nos promete desde el otro lado de la pantalla.
Quizá la hipertecnologización de nuestra subjetividad sea un paso para, como concluye Foucault Las palabras y las cosas, poder “apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena”. En este sentido, estos rostros de Oursler dan buena cuenta de que tal apuesta es un destino que no queremos asumir. En Así hablaba Zarastustra, Nietzsche profetiza nuestros síntomas más postmodernos; “jugaban cerca del mar, vino la ola y se llevó sus juguetes hasta el fondo. Helos aquí que se echan a llorar. Pero la misma ola debe traerles nuevos juguetes y esparcirá ante ellos nuevas conchas multicolores”. Estos rostros de Oursler nos dicen que nos encontramos en la orilla, llorando sin consuelo por un rostro que empieza a ser difuminado: nos hace falta el valor de lanzarnos al mar. Porque mientras sigamos así, felicitándonos por la elevación canónica de nuestras subjetividades como remiendos fragmentarios de una totalidad que ya ni siquiera somos capaces de imaginar, no haremos más que constatar nuestra querencia hacia este orden despótico en el que somos producidos en serie.
Concluyendo, haríamos bien en reconocernos en estas máscaras tecnológicas, fragmentadas y ruinosas que nos ofrece esta exposición e intuir que ese malestar ante la contemplación no es sino reflejo de esa carcoma que nos correo por dentro y que surge de una cobardía ante la llegada de una ola que, definitivamente, borre nuestros rostros en la arena.