lunes, 8 de agosto de 2016

POÉTICA DE LA LIBERTAD: MENOS POÉTICA Y MÁS DIALÉCTICA


POÉTICA DE LA LIBERTAD
CATEDRAL DE CUENCA: 26/07/16-06/11/16

I
La libertad y el arte tienen un idilio particular que por muy trillado que esté sigue teniendo su séquito de rendidos admiradores. Son aquellos romanticones empedernidos, aquellos gustosos de tragarse las milongadas del malditismos y demás síntomas adheridos a la ligérsica figura del artista enfermizo y tuberculoso, aquellos –en suma que tienen en la "oreja de van Gogh" a su más alta reliquia estética. Porque, ¿qué es el artista sino ese ser divino y demoníaco al mismo tiempo que tiene las agallas de cargar pesadamente con su libertad hasta el límite de lo soportable?
Es innegable que este retrato pintoresco y a la carrera que hemos hecho es el que el sistema-arte prefiere para mantener su zona de poder limpio de polvo y pajas: una Historia del Arte sostenida sobre la locuaz pandemia del tufillo libertino de finales del XIX y principios del XX es garantía inestimable para que los museos-transatlánticos diseñen un programa de exposiciones con el que sacar tajada. Hacer una enumeración sería algo tan largo como inútil pues todos ustedes, creo, saben de lo que hablo.
            Pero esto –las estrategias del marketing y demás es solo la mitad de la historia. La otra es que sí que es cierto: libertad y arte van de la mano. Tanto que no se pueden hacer intentonas con las que definir al arte que no se las vean, antes o después, con el concepto de libertad. Pero, claro está, no esta simplona libertad romántica y soñadora, no esta libertad idealista del yo autocreador, no este concepto de libertad vinculado únicamente al genio como aquel que se da a sí mismo las reglas.
Y si decimos que “no” no es solo por llevar la contraria: es que en el instante siguiente en que todas esas características de creación y genialidad se ponen encima de la mesa, se crea como por efecto rebote un contexto autónomo del arte, una esfera de producción propia, un ámbito de elucidación no ya de la libertad personal del artista sino de toda una comunidad de sentido que valora –desde la libertad en ese mismo adquirida tal o cual propuesta como arte.
Y ese es, ciertamente, el problema –problema político por antonomasia– al que debe dar respuesta el arte y para lo que adquirió el engolado nombre de Estética. Es entre sus cuatro paredes, como recinto autónomo y separado de producción capitalista, donde la libertad como adjetivación esencial –y esencialista– del recién inventado sujeto burgués es debatido y puesto en liza.


El arte, en definitiva, nada tiene que ver –o al menos no principalmente– con esa libertad en positivo comprendida como capacidad del individuo para llevar a cabo tal o cual plan. El arte, por el contrario, es el ámbito de elucidación de semejante libertad teniendo en cuenta que por definición una libertad meramente individual que no sea colectiva no es sino un remiendo liberticida. Si tiene un cometido el arte hoy en día es el poner en cuarentena esa libertad individual que ha de disfrutar el sujeto para ser comprendido –en las modernas sociedades capitalistas– como ciudadano. Enfrentarse, en suma, con la antinomia de la libertad –como conjugar la individualidad con la colectividad es tarea original del arte y por lo que, en cuanto ciencia del recorte de las sensibilidades en la esfera pública, adquirió el nombre de Estética.
Kant, como no podía ser menos, sobrevuela estas consideraciones nada intempestivas. Es con él con quién la Estética emerge como disciplina autónoma. Y es que es él el primero en darse cuenta que el juicio desinteresado es el único capaz de fijar una libertad –la de decir “esto es bello” que permanecía como nóumeno en la razón teórica y como simple postulado en la razón práctica.
Dicho juicio es el que tras el giro duchampiano Thierry de Duve reconvirtió en “esto es arte” y el mismo que, según nuestra interpretación, es de todo punto desmantelado por Boris Groys subrayando así la reconcentración institucional de un sistema-arte que se basta a sí mismo para reconducir al arte por una senda ayuna de contradicciones, paradojas y tensión dialéctica. Y es que para Groys la cuestión de la libertad no se resuelve ya entre artista y espectador sino entre artista y curador: “el artista y el curador encarnan muy conspicuamente, estos dos tipos de libertad: la libertad de producción estética, soberana, incondicional y sin responsabilidad pública; y la libertad de la curaduría, institucional, condicionada y públicamente responsable”. Es ahora el curador quien filtra los devaneos autobiográficos del artista, el que enarbola un discurso estético que llega al espectador con el sello indeleble de “arte”.
En esta tesitura ya no hay escapatoria posible: la maquinaria bien engrasada del sistema-arte ofrece un refrito pseudo-consensuado de la libertad del ciudadano que, simulando tomar parte en el asunto de decidir si es arte o no, tal cuestión le llega demasiado tarde: cuando es indubitable que es arte, cuando está ya en el museo o galería, cuando artista y curador han creado un pacto confabulador entre ellos para cerrar el arte sobre sí mismo. Dicha pregunta, abierta por Duchamp, hace tiempo que se ha cerrado, quedándose entre nosotros simulacros con los que la prensa se frota las manos: unas gafas olvidadas, un vaso medio lleno, una escoba, etc.

II
Pero la cosa es bastante más seria. No puede quedar toda la dialéctica del arte en una treta entre agentes internos con el que camelar al pueblo y vivir de las rentas. Cierto que sucede, que el desarrollo histórico del concepto de arte ha llegado a tales niveles de negatividad crítica. Pero, efecto dialéctico de esa misma negatividad, es que dicha libertad –epicentro, recordemos, de un arte llamado a crear una falla en el recorte de sensibilidades auspiciado por el capital– se fuga constantemente del corralito en el que el sistema-arte trata de reducirla dando la cambiada por respuesta.


¿Qué significa esto? Que la atrofia que en cuanto a aparecer sensible de la libertad carga el arte en la actualidad, que la imposibilidad del espectador de proferir una máxima semejante a “esto es arte”, “esto es bello”, es precisamente la constatación más precisa del hurto que el capitalismo a perpetrado en relación directa con aquello que definía nuestras vidas como proyectos en libertad.  
En este sentido, el arte –vía negatividad de sus pilares idealistas– cumple fielmente la misión no ya de recortar el espacio donde poder ejercer como ciudadanos nuestra libertad sino que, reducida esta a mero simulacro, debería clamar y poner en limpio la atrofia de todo ejercicio de libertad para la que el capital es cebo perfecto con el que dinamitarla.
Así pues, si alguna misión política tiene el arte no es ya tanto crear un vibrar en las identidades, una falla en la lógica de implementación de las consciencias y las subjetividades sino, más radical e importante aún, mostrar cómo el concepto rector de libertad para un capitalismo que la identifica con un impulso vital propio, con una capacidad del juicio sustentada en la falacia de una identidad yoica que siempre guarda una distancia higiénica y aséptica con el mundo del capital –siempre los confundidos son los demás, quienes no ven la verdad bajo las apariencias son los otros, los demás, la gente…–, es un  camelo ideológico, la martingala que el capital necesita para crecer compulsivamente. Porque, y esto es lo que la ideología calla, una libertad semejante, sin límite ninguno más que el que el propio yo se ponga, es la senda preferida y más rápida para la implementación global del capital como sistema rector.  
En conclusión, el arte no explicita ya las condiciones desde las que el ciudadano profiere un juicio que lo hace merecedor del calificativo de “sujeto” o “ciudadano”, sino que el arte ha de mostrar los estigmas de un sistema global que crea la fachada con la que todo juicio entra en un mise en abyme donde la libertad es aquello que centellea en cada pantalla sin poder ser nunca apresado. Que todos nuestros intentos de libertad chocan con una pantalla que los filtra ofreciéndonos su sesgo espectacular, que todos nuestros intentos de libertad –individual o colectiva– son reconvertidos de inmediato en mercancía-fetiches listas para ser consumidas, en imágenes listas para distribuir.  

III
Es en este contexto que aparece el mayor dislate en el ámbito cultural de Castilla la Mancha en años: la exposición de Ai Weiwei en la Catedral de Cuenca con el sonrojante título de Poéticas de la libertad. La exposición forma parte del Cuarto Centenario de la publicación de la segunda parte de ‘El Quijote’ y, según información, el gobierno autonómico ha invertido 1.120.000 euros y el Consorcio de la Ciudad de Cuenca 380.000.
Que el turismo –y con ello el arte– es punta de lanza a la hora de generar beneficios es algo que no se le escapa a nadie; que la ideología de la efemerología tiene estas cosas y pasamos de celebrar el aniversario de cualquier genio durante quince días para devolverle al baúl del olvido durante otros cincuenta años es algo que también a nadie puede escandalizar; y que, en suma, la industria cultural es el epicentro desde el capitalismo ha logrado implementar su velocidad de adiestramiento y coacción social es igualmente un deja vu muy poco gracioso. Pero no por ello se pueden dejar de detectar tres desfachateces que en la época del capitalismo cultural en la que nos hayamos podrían ser comprendidas si no fuese por el dolor que llegan a producir.


Realizar la exposición más cara de la temporada –más aún que la de El Bosco– con un presupuesto descomunal, dentro de una región tan necesitada de verdadera infraestructura cultural como es Castilla la Mancha es ya –y sin querer entrar en demagogias, pues, en economía regional un millón y medio es, con claridad, algo más que calderilla–  todo un “desafío”. Incluso, que el precio sea de 13 euros es ya querer sacar tajada de forma muy poco decorosa
Pero, sobre todo, y en lo que a nosotros respecta, la obra de Weiwei, deudora de esa libertad plegada sobre sí misma merced a la labor del propio sistema-arte que la ofrece lista para degustar, es una obra carente de todo valor en las condiciones del propio desarrollo del arte que más arriba hemos puesto sobre la mesa. La libertad de Weiwei es la heredera directa de esa otrora libertad del genio megalomaníaco solo que tamizada –según mandan los cánones del camelo circense Occidental– con toda una parafernalia de Derechos Humanos que uno –el europeo medio– corre a denunciar mientras la propia Europa tiene una crisis de identidad respecto a qué hacer  con tantos otros exiliados a los que “no podemos acoger”.
Con todo, visto desde esta perspectiva, es tan sabio el arte, tan paradójicamente negativo, que incluso en piezas tan de abecedario como las que nos enseña aquí Weiwei, el arte trama la dialéctica necesaria para que se muestren los síntomas de una Europa que, guardiana sacrosanta de la libertad como garante de ciudadanía, va dando tumbos esclavizada por esa misma libertad que no logra dominar. En este sentido, la obra de Weiwei puede ser vista como la paradoja de un Occidente que eleva a los altares del arte a aquel que sufre la tiranía opresora de un régimen dictatorial pero que duda en hacer lo mismo como millones de exiliados que huyen de ese mismo poder despótico.


Así, no es tanto la obra de Weiwei en sí misma sino el efecto de su adecuación al mainstream sostenido por el sistema-arte lo que hace que la obra recoja para sí el juego paradójico de una libertad que no puede ser comprendida sino como antinomia fundacional –de Europa, de la democracia, del arte, etc– pero que los dispositivos ideológicos –entre ellos, el más potente, el arte– tratan de hacer pasar como concepto preclaro, conciso y, sobre todo, juez supremo del bienpensar –de eso que llaman “políticamente correcto”. Europa: ese lugar donde la fantasía es que la libertad es eje vertebrador cuando no es sino un vacío nouménico, un ideal regulativo de la propia razón: una praxis que acontece en la indeterminación radical del sujeto que actúa, y no –nunca– un ejercicio de mi propia facultad de elección. Ideología llamamos a semejante ocultación.
Dicho todo esto, nuestra opinión es que ese cautiverio de Cervantes en Argel –al fin y a la postre detonante de la exposición–, ¿no se parece más que a la falta de libertad de Weiwei a la falta de libertad de una Europa que no sabe qué rumbo tomar, una Europa donde unos atentados provocan una confusión acerca de qué banderita colocar en el perfil de Facebook? Una exposición de arte con alguna capacidad crítica incidiría en esta fantasmagoría ideológica que esclaviza a Europa: simulamos que somos ciudadanos libres que escribimos nuestros libros cuando no hacemos sino vegetar dormilones y atemorizados de que nuestra panacea ideológica se resquebraje.  
Si para algo vale el arte es para elucidar las aporías de una libertad que se ha convertido –vía espectacularización mediática– en simple fachada para tapar nuestras carencias. Somos libres, diríase, para todo menos para ejercer nuestra libertad.  

5 comentarios:

  1. quizás podría funcionar en otro contexto, como el Reina Sofía, en cuyas galerías se expondría la catedral de Cuenca que a su vez contiene la obra.

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  2. Honestamente es un precio acertado, el problema es no ver a Cuenca como ciudad para esta exposición. Amen de que en el articulo no se habla de la financiación privada que ha tenido la exposición, que supera con mucho lo invertido por Junta y Consorcio. Aparte de toda la disertación sobre el arte y la libertad, de la cual no voy a opinar, es muy injusto maltratar el enclave escogido, entre otras cosas, por el propio autor. Si la exposición hubiera sido en Madrid o Barcelona, más snob y cosmopolita, nadie se plantearía el sentido de la misma.

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  3. ¿Poética de la libertad?. En este caso, poética de Liber-BANK. El banco mecenas que despidió miles de trabajadorxs y, en compensación, pagó el evento en la ciudad donde hubo más despidos. Sobre el enclave, en la fachada de la catedral se exhiben símbolos alegóricos del genocidio franquista.

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  4. Simplemente decir que mi intención era solo escribir esa "disertación sobre el arte y la libertad" que parece pasa de puntillas. He utilizado la exposición de Weiwei porque es perfecta para hablar de ello: ¿qué puede hacer el arte contemporáneo a la hora de plantearse mostrar la libertad? De rondón, obviamente, he opinado sobre el evento en sí: no me parece muy buena idea viendo el páramo cultural que es Castilla la Mancha. Por lo menos Ciudad Real, donde resido, es un solar. Pero ni mucho menos me rasgo las vestiduras: puede, no lo sé, que el precio esté ajustado y sea una buenísima idea para poner a Cuenca en el mapa. Si la expo fuese en Madrid o Barcelona opinaríamos lo mismo. Y es que, a parte del montante económico, la elevación a los altares por parte de Occidente de Weiwei me parece un síntoma de la contemporaneidad.

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  5. Me pregunto si el trío artista-curador-inversor no serán sino una ficción complaciente y cerrada, a la que el resto sólo accede pagando un relativamente módico precio y recorriendo las exposiciones siguiendo las flechitas del suelo, sin capacidad crítica, sin formación, sin reflexión densa, de tal modo que no queda sino un poso selfie de haber pasado por la exposición y una discusión modesta y tópica sobre política cultural local. Me temo que las sutilezas de la libertad topen aquí con un muro que va más allá de la cuestión del capitalismo, pues somos nosotros, con nuestras limitaciones, nuestros pequeños intereses -y también nuestras dignidades, por qué no-, los que sostenemos estos tinglados sin ayuda exterior. (Un cordial saludo).

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