martes, 27 de marzo de 2012

PALOMA POLO: POSICIÓN APARENTE



PALOMA POLO: POSICIÓN APARENTE
MNCARS: 26/01/12-23/04/12
(publicado originalmnete en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=410)

Dentro del programa ‘Fisuras’ del MNCARS, Paloma Polo presenta su último trabajo, Posición Aparente, con el cual reflexiona acerca de las relaciones entre los proyectos imperialistas y el conocimiento científico para dar cuenta de ciertas trabazones ideológicas e históricas para hacer remitir una posición ‘aparentes’ a un carácter esencial de verdad y, como no, de poder.

La fisura que plantea en este caso Polo es aquella que discurre en el propio núcleo del discurso, de las razones que nos damos –y nos dan- para constatar un hecho como histórico, un acontecimiento con verdadero o un teoría como universal. Lo que hace Paloma Polo es insertar una ruptura en la lógica de los hechos para reactualizar la memoria y desenmascarar los procesos endógenos de una historia como verdad meramente aparente.

¿Qué es un monumento? Un monumento no es otra cosa que un ‘decir’ lanzado desde el presente al futuro consignado en una sociedad siempre por-venir. Un monumento se dice siempre por primera vez, articulando así la sociedad en la que tiene lugar y lanzando ese mismo ‘decir’ a lo insondable del tiempo. Un monumento no dice lo presente, no está en lugar del acontecimiento, no representa el evento, sino que es siempre puro devenir, un evento histórico que no se remonta hacia el pasado sino que, más bien, es hacia el futuro hacia donde se lanza siempre por primera vez en cada caso.

Y es que la historia no se comprende desde el presente, sino más bien desde una específica relación entre pasado y futuro que abre siempre el tiempo a la propia comprensión, interpretación y construcción de la historia. No es por otra razón que decimos que somos sujetos históricos: porque quedamos lanzados por el tiempo hacia una historia siempre por-venir.

Bajo estas hipótesis, el trabajo que presente Paloma Polo en el MNCARS cabe comprenderse como una rearticulación de la Historia en relación con esa dialéctica temporal que, desde el acontecimiento-monumento, transita la triple temporalidad para construir así un sustrato histórico sobre el que elevar una sociedad y una determinada comprensión de la realidad.


Polo parte de un hecho histórico, la expedición del astrónomo Arthur Eddington en 1919 a la isla de Príncipe, situada en el golfo de Guinea, con el propósito de verificar la teoría de la relatividad de Einstein. Habiendo resultado poco o nada fiable las pruebas obtenidas, no existiendo documento gráfico del evento, Polo reflexiona acerca de los mecanismos sobre los que se sustenta el entramado ideológico-conceptual -eminentemente occidental- desde lo que se construye la realidad y la historia: los regímenes de verdad y de explicación, las relaciones colonialistas entre el occidental y el nativo, y el poder de la información como vertebradora de la realidad.

El campo de acción de Polo es por tanto ese lugar interdisciplinar donde la realidad es construida. A medio camino entre las ciencias sociales y la ciencia física, el hombre occidental ha ido creando una serie de asociaciones para legitimar una praxis vinculada de forma originaria al poder.

Lo que propone Polo es un ejercicio tan eficiente como simple de rearticulación del sentido de la historia, de enfrentarse directamente con el caudal de sentido –ahí donde verdad y falsedad se aúnan en un ejercicio de interpretación- para promover una adición más, justo esa que remite a un desenmascaramiento de las redes legitimadoras en que se basa todo acontecimiento histórico. Si la realidad es ideológica, el traer a la presencia el caudal semántico y significativo del acontecimiento nos permitirá desvelar los intereses que se sumaron para articular el sentido de tal evento. Y eso, justamente, es lo que hace de forma magistral Paloma Polo.

El gesto es simple, inocentemente simple si se quiere. Investigando sobe el evento, descubrió que el emplazamiento del monumento, de la placa conmemorativa, difería 700 metros del que debiera haber sido el lugar verdadero. Lo que propuso Polo a las autoridades de la isla es trasladarlo a su ‘original’ emplazamiento.

No supone en ningún caso una representación del hecho original, ni tan siquiera una corrección a la historia. Más bien de lo que se trata es de abrir el caudal temporal de la propia historia y poner otra vez en valor ese carácter de aparente, de falsedad velada, sobre el que todo acontecimiento, de una forma u otra, recala.

Pero si el quehacer artístico se encuadra en la reasignación de sentido –social y político- de lo que ha sido y es la Historia, hacia donde apunta el trabajo de Polo es a un lugar vacío, a una ausencia, en el nexo causal de los acontecimientos históricos. La ausencia del propio experimento –pues sus resultados fueron muy escuetos y ni siquiera existen documentos- remite a una posición determinada -¡y enmascarada!- del hombre y de la ciencia, de la sociedad y del conocimiento que podía generar, de las relaciones de poder que se establecían sobre la comunidad nativa.


Hacía donde apunta Polo es a dejar constancia que todo acontecimiento histórico es un ejercicio violento que dispone las ‘posiciones aparentes’ como verdaderas, apoyando tal enmascaramiento en una construcción de la realidad velada por efectos de poder e ideología -efectos tales que circulan alrededor de un lugar vacío, de una ausencia estructural que prescribe la distancia precisa a mantener con la ‘verdadera’ posición a fin de no quemarse en el intento. Y es que, la ideología funciona así: situando un ‘lugar aparente’ a la distancia precisa para, por una parte, acercarse lo máximo a lo nouménico de la realidad pero, por otra, no caerse en ella y quedar cegado. Porque, de hundirnos en lo nouménico-real, de traspasar la pantalla-tamiz conceptualizada por Lacan, ¿cuánta ‘verdad’ seríamos capaces de soportar?, ¿y cuanta Historia?, ¿y cuánta libertad? Presumiblemente muy poca.

Pero la ausencia con la que trabaja Polo –en esa ficción sobre la que debe quedar amprada toda práctica artística- es con la del propio acontecimiento del año 1919. Y es que todo en la obra de Polo apunta a ese lugar vacío donde el acontecimiento queda silenciado y es necesario la reconstrucción del propio espectador para dejar claro que toda historia es un hecho subjetivo y, como no, aparente. Y es que todo en esta pieza apunta a las posiciones aparentes: la del sol y las estrellas, la de la propia ciencia como lugar de conocimiento siempre ‘aparente’, la de las propias relaciones imperialistas de occidente con las llamadas colonias, la de la propia isla de Príncipe en relación con su pertenencia hasta 1975 a Portugal, la del propio espectador en relación al acontecimiento-experimento y con la propia reconstrucción que debe hacer.

En definitiva, lo acertado en la obra de Polo es establecer una serie de posiciones en relación con sus puntos de gravedad –esa distancia precisa a la construcción ideológica de la realidad- para hacernos ver eso que permanece siempre no-visto y silenciado: lo discursivo de una razón violenta que trata de camuflar lo aparente de toda posición con una cartografía precisa de lo que debe comprenderse que es el ‘mundo’ –y la ‘verdad’ y la ‘historia’.

jueves, 22 de marzo de 2012

NARRACIONES EN LA SUPERFICIE: DEL ARTE COMO CONFUSIÓN





ANA CARDOSO: PICASSO
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: hasta 31/03/12

La historia del arte bien puede comprenderse como una aventura en la superficie. Y es que el lienzo no es únicamente la materialidad física del soporte pictórico, sino que es el plano de significancia donde imagen y texto, significado y significante, símbolo y signo, han venido a converger en la articulación de un determinado sentido.

Pero si ese sentido quedaba amparado por la distancia estética precisa que relacionase ambas series en un quehacer artístico comprendido precisamente como la ejemplificación precisa de esa medida, las vanguardias fueron las primeras en vérselas con un lienzo, con una superficie, donde la mediación que comúnmente se daba entre los pares de conceptos quedaba cifrada precisamente en la anulación de tal medida. No se buscaba ya la mediación ética ni representacional, sino que es la dejación de toda finalidad, la anulación de toda vinculación, lo que quedaba articulado en la superficie.

Si nos ponemos estupendos y hacemos una historiografía básica, bien puede decirse que han sido tres, desde la Ilustración, los momentos esenciales en que se han venido en dar esa relación entre arte y superficie. Primero, durante el siglo XIX, hubo un progresiva desvinculación de las ficciones del arte de esa finalidad representacional y mimética en que parecía quedar amparado el arte, lo que redundó en nuevos temas y en una desjerarquización de escenas y asuntos. Una vez por tanto que en la superficie convergiese una multiplicidad de relaciones ya no medidas por una distancia siempre la misma (la que relaciona texto e imagen según la lógica de la representación), la superficie queda comprendida como un operador relacional donde los diferentes elementos se pueden conjugar en la superficie de modo diverso. Pero la ‘gracia’ está en que ese emerger en la superficie quedo remitido a un ‘querer ver’ debajo de las apariencias. A modo de ejemplo, el collague tan querido por la vanguardia no significaba otra cosa que una articulación diferente de esa pantalla-lienzo (burguesa y elitista) con la que poder traspasar los convencionalismos y arribar a la tan deseada emancipación. Ese quedar vinculado toda vanguardia a un proceder político, a la destinación común de una utopía, no tenía tras de sí otra ideología que no fuese ésta del querer desenmascara los procesos de separación en que pareciera quedar presa las subjetividades proletarias y alienadas: Malévich y el suprematismo, la teosofía de Mondrian, el futurismo revolucionario de la máquina y la velocidad, el surrealismo y ese primar las corrientes interiores de la consciencia en detrimento de esas otras lógicas bien articuladas de la razón. Represión, separación, alienación, etc: las vanguardias remiten a un querer operar en la superficie un juego perverso entre elementos que redundase en una combinación diferente.

El tercer momento vino de la mano de las postvanguardias: sabedores ya del fracaso vanguardista, de la creciente institucionalización del arte, el arte se comprende ahora como formalización precisa, como ejercicio de resistencia frente al capitalismo cultural que se afanaba en proceder combinaciones en la superficie mucho más atentas al flujo libidinal del ciudadano medio. Es decir: una vez se descubrió que nada había que alentar al otro lado de la pantalla, que todo era un señuelo lanzado por la propia maquinación capitalista, la lucha se jugaba –por primera vez en la historia del arte- en la propia superficie. Crear disrupciones en la lógica de las combinaciones, crear yuxtaposiciones, remitirse a la fragmentación, al apropiacionismo, hacer del simulacro y la copia el lugar fantasmagórico donde, como doble de la superficie-capital, diese pie a ‘malinterpretaciones’, a disfuncionalidades, etc.


La ley del espectáculo, posibilitada y acelerada por el poder maquínico del signo mercancía, iguala todo en una pantalla única donde la medida es la propia desmedida, donde la distancia es la eliminación de toda distancia. Que el arte posibilite en la pantalla-global una jugada que disloque la lógica del capital, esa es la misión para un arte que sabe que es en la pantalla donde todo queda referido, donde no hay más allá ni más acá, sino una pantalla-superficie donde toda combinación entre efecto y sentido, entre símbolo y signo, entre texto e imagen, es posible de ser jugada.

La artista portuguesa presenta en la Galería Maisterravalbuena su primera individual en nuestro país que, bajo el ambiguo nombre de Picasso, está formada por una reinterpretación –una más- de ese quehacer en la superficie en que, como hemos dicho más arriba, la práctica artística queda referida en sus aspectos más fundamentales.

Los ejes sobre los que se levanta el trabajo de Cardoso, y hacia donde dirige su trabajo de reinterpretación, queda cifrado en una yuxtaposición de materiales y texturas, en una dinámica de la matriz geométrica donde los diferentes elementos –‘encontrados’- se esconden bajo finas capas de pintura acrílica. Así entonces, Cardoso apela a una dialéctica de los materiales y a una restructuración de los elementos que conforman el espacio superficial-reticular para así, suponemos, dar una vuelta de tuerca más a –como dice la hojita de sala- recrear las preocupaciones estéticas del modernismo.

Y la verdad es que, después de todo esto, el ejercicio estético se queda en una ilación de conceptos y territorios bien trillados donde la apropiación, la reinterpretación, las apelaciones incluso al objet-trouvé, el titulo grandilocuente apelando al genio parisino, el querer remitirse a una historiografía de la modernidad en términos tan lineales y conservadores como pudiera ser el despliegue cubista de los elementos en la retícula-malla poco ponen en claro en relación a una intención clara de la artista que vaya un poco más lejos de lo ya consabido de lo artesanal de un proceso y la relectura de un momento fundamental en la historia del arte.

En definitiva, un proceder que da cuenta de una narración obtusa, lineal y nada polémica de lo que ha supuesto una relación entre arte y modernidad, confundiendo desde casi el principio la emancipación estética con una relación texto/imagen, signo/símbolo, condenada a una exploración de los límites materiales y físicos de cada práctica artística.

Que la confusión siga, que la narración no medie un ápice en rearticular el sentido de lo dado a ver, que, en pocas palabras, el arte siga jugándose en el terreno que más le conviene para no mojarse y seguir a sus anchas y bien seguro de su (trivial) actividad.

Si el arte no ha aprendido aún que nada hay detrás de las apariencias, que todo se juega en lo diáfano de la superficie, que no debe de existir nunca mediación consensuada entre elementos, lo cierto es que no hemos avanzado mucho en querer proponer al arte, de una vez por todas, como producción de sentido capaz de rearticular las distancias entere lo visto y lo no-visto, entre lo posible y lo imposible, entre el arte y el no-arte.

viernes, 16 de marzo de 2012

SUPERVIVENCIAS (IMPOSIBLES) DE LA PINTURA



CARLOS CORREIA: SUPERVIVENCIA
GALERÍA FÚCARES: 08-03-12/21/04/12

Entrar, una vez más, a dejar claro las relaciones que median entre arte y pintura puede ser algo tan trillado y aburrido que apenas a uno le quedan ganas de ponerse a ello. Sin embargo, es esa confusión originaria en la que descansa el arte contemporáneo –la de basar su quehacer en una mala comprensión de la idea de autonomía como experimentación que cada práctica hace de su medio específico- la que le otorga a la pintura esa posición de excepción dentro del panorama general de la Estética y por la cual no nos cansamos, una y otra vez, de tratar de aclarar.

Ejemplificación precisa de las antinomias que la comprensión del concepto de arte como proceso dialéctico entre autonomía y caída en los mundos de la vida –de la fetichización y mercantilización-, la pintura encalla una y otra vez en ese ‘ser cosa del pasado’ con el que Hegel dio carta de ciudadanía a su tesis –tan celebrada como confusa- de la ‘muerte del arte’.

Silenciando el hecho de que todo arte lo es, en primer lugar, por la relación que hace mediar con aquello que no es arte, las narratologías del ‘fin del arte’ hacen gala de un historización del arte totalmente rígida, donde la frontera arte/no-arte, en lugar de quedar reconfigurada y desplazada a cada instante, da cuenta de una temporalización siempre a paso cambiado que no acierta a comprender que eso de dictaminar algo como acabado por no convenir con un concepto –este del arte- que se desplaza más rápido que lo hace la teorización no es un modo alguno una buena práctica.

En este sentido, las narrativas del ‘fin del arte’ son solo interpretaciones que, privilegiando un momento histórico, dan cuenta de una reconfiguración de aquello que cae dentro del campo de acción del arte para concluir que, habida cuenta de que dicho campo cambia notablemente, debido a que sus coordenadas suelen quedar desplazadas gradualmente, concluyen, un tanto dogmáticamente, que el arte ya no es lo que era, que su función ha cambiado y que, por ende, aquello llamado arte es más bien ahora otra cosa y que más vale dar por cierto su final y acabamiento.

En consecuencia, la pintura es y será la diana perfecta donde atizar a unas relaciones, la del arte con su propio tiempo, que, por el propio carácter del concepto de ate, se articulan siempre a posteriori.

Además, si la frontera que separa el arte y el no-arte queda reconfigurada a cada paso, si lo que vendría a ser una práctica artística crítica y capaz todavía de rearticular el sentido del arte en relación con su propio tiempom pasa por la reconfiguración de dicha frontera, la pintura tiene pocas oportunidades de ganarse el título de ‘capaz’ dado que la reconfiguración a la que pudiera remitir pareciera haber ya sido hace tiempo superadas por prácticas más capaces de vérselas con las políticas –por la disposición de espacios y tiempos, de competencias e incompetencias- auspiciadas por el ‘estado de la cuestión’ actual –hay donde la hiperfluídica de flujos convergen con los juegos de las hipertransacciones mercantilistas en tiempo real.

Así la pintura está destinada a un pozo sin fondo, a un callejón sin salida, donde su propia práctica remite a lo más capcioso del discurso estético: ahí donde autoreferencialidad y muerte del arte cierran toda discursividad a teorías más capaces de generar reflexiones más capaces de pensar el hecho artístico. ¿Cómo abrirse a crear nuevos disposiciones de lo sensible y lo político si sus efectos parecen a años luz de prácticas como la fotografía y el video?


 
Si Gerhard Richter tachó el lienzo, si Antonio López claudica en pintar un ‘simple membrillo’, es obvio que, si la relación imagen/representación está siempre mediada por el tiempo interno en la imagen, la pintura poco puede decir para un tiempo, el representacional, que ha implosionado en el corazón mismo de la imagen. Y si, de igual modo, esa estrategia de comprender la práctica artística como la experimentación de los propios límites, materiales y técnicos, de la propia práctica artística no puede calificarse de otra cosa que no sea una mala estrategia –heredera de los malentendidos de una autonomía mala comprendida-, la pintura, como decimos, está condenada a repetirse en sus preceptos, a dar vueltas sobre sí misma para, cada cierto tiempo, renacer o volver a morir.

Pero del mismo modo que pareciera condenada a su propio destino, la pintura, un ejercicio reflexivo de la misma, puede bien claramente resarcirse de ese pasado que se le autoimpone, renegar de su ostracismo displicente, olvidarse de esa destinación simplona que lo encierra como reliquia del pasado, olvidarse de juguetear más con estéticas pop y de lo kitsch. En cómo hacerlo radica, obviamente, el quid del hecho artístico: provocar una ruptura en el régimen de lo visible, lograr ver ese no-visto sobre el que queda amparado todo reparto político y sensible que define una comunidad de sentido, desconectar la mirada de los proceso de construcción de la subjetividad privilegiados por un mirar ideológicamente dirigido.

Carlos Correia ha titulado su exposición, la segunda en la Galería Fúcares, Supervivencia, en alusión directa a todas estas rémoras metadiscursivas que han ido construyendo un mejunje artístico que tan pronto aplaude sus posibilidades siempre nuevas como susurra el silencio de sus imposibilidad. No sabemos muy bien hacia donde se dirige su pintura porque, presumiblemente, no hay ningún sitio adonde ir –al menos en sus propuestas pictóricas. Si por una parte sabe –pues así lo comenta- la incapacidad de la pintura para representar el día a día, por otra parte lo sigue intentando en cada una de sus piezas, para concluir entonces en un quiero y no puedo, en una comprensión de la pintura como eso que hemos dicho que no debe de ser: un ejercicio de exploración de sus propias condiciones de posibilidad, un ejercicio narcisista de autodefinición y autoreferencialidad.

Y es que además, si la pintura ya no es capaz de representar el mundo global de hoy, es porque la práctica artística hace ya tiempo se desancló de quedar referido a su capacidad de representación. Nadie quiere, y para nada vale, un arte como representación de lo que hay ahí fuera: el arte ha de intervenir, provocar rupturas, modificar las fronteras entre lo visible y lo invisible.

Parece que Correia dicta que es en la rapidez con que las imágenes ahora se multiplican donde radica la condena que más radicalmente pesa sobre la pintura. Así, lo mismo que hizo Manet con el ‘Fusilamiento de Maximiliano’ realizándolo en caliente, Correia se fija en los eventos del las protestas globales (15-M y demás) para mostrar las (im)posibilidades del medio a través del propio mismo. Llama a una reinterpretación de la historia de la propia pintura, pero mucho nos tememos que dicho ejercicio, aunque no dudamso de sus buenas propuestas, no redundaría sino en una copia parodiada de una historia llena de confusiones, historias tergiversadas y narraciones enmascaradas. En pocas palabras, no hay ‘supervivencia’ posible para una práctica que sigue enredada en sus complejos históricos.

martes, 13 de marzo de 2012

EIJA-LIISA AHTILA: UNA PEQUEÑA LECTURA FENOMENOLÓGICA


EIJA-LIISA AHTILA: THE HOUR OF PRAYING
GALERÍA LA FÁBRICA: 25/01/12-31/03/12

Quizá solo sea un dato frívolo como pocos, pero los ‘hordas’ que llenamos las galerías madrileñas hemos tenido la ocasión única de ver en apenas doscientos metros (los que separan La Fábrica de Helga de Alvear) a dos de los más reconocidos -¡y mejores!- videoartistas del momento. Si ya en su día hicimos eco de la exposición de Doug Aitken en Helga, ahora le toca el turno a la artista finlandesa, de nombre tan sonoro como imposible, Eija-Liisa Ahtila haciendo su presentación española -¡y ya era hora!- en una galería española.

Y es que, vale, no será primicia mundial ni de lejos, pero no está nada mal que caigan por aquí exposiciones y artistas como estos dos para sabernos un poquito más cerca del ombligo del mundo, ese que tan lejos nos queda.

En la exposición se puede ver la videoinstalación de 2005 The hour of praying así como nueve fotografías de la serie Scenographer's Mind en las que, como en el resto de su obra, son las investigaciones de hechos reales o ficticios, eso que ella misma llama “dramas humanos” lo que está en el núcleo de su trabajo.

El límite entre el yo y el otro, la influencia de la percepción en la construcción de la realidad o el poder de las emociones para subrayar relaciones humanas, así como una maestría a la hora de poner las cualidades del video y las técnicas del rodaje del cine al servicio de sus propósitos, vertebran las estrategias de un trabajo que se pregunta por el modo en que las imágenes son construidas, la manera en que la narración se pliega sobre sí misma y el espacio físico en el cual queda cifrado la propia narración.

La labor de Athila consiste en desmembrar la ilación espacio-temporal de todo proceso para remarcar las estructuras biográficas, existenciales que existen en toda toma de posición, en todo acontecimiento. La fragmentación, el discurso interrumpido, la yuxtaposición de elementos discordantes, son procedimientos usados por la finlandesa para acentuar una percepción, la nuestra, que en absoluto parece seguir la secuencia lógica acordada por el tiempo y el espacio.

En este caso The Hour of Prayer, en palabras de la propia artista, es una historia acerca de los lazos y la muerte, una narración que, utilizando como nexo común la muerte de un perro, quiere acercarse a la historia del proceso de duelo pero, claro está, poniendo al descubierto los matices biográficos y perceptivos más que al secuencia lineal y lógica.

Y es que, también en palabras de Athila, la pieza está basada en cosas que le sucedieron durante el año 2004, no tanto en relación a la muerte del perro como a la sensación de extrañeza y asombro que todo humano tiene a la hora de echar la vista atrás: ¿cómo hemos llegado aquí?, ¿somos actores de nuestras decisiones, o más bien es lo inexorable de una lógica desconocida e inmanente lo que ha ido poniéndonos en la senda día tras día?


 
Una cronología exacta donde la gravedad cesa, donde las cosas pierden su significado usual para fijar nuevas coordenadas. A poco que uno se autoconfiese, siempre parece haber una mano mágica, un determinismo nada determinado pero que acaba hilando acontecimiento tras acontecimiento para redundar en una identidad, la nuestra propia, que es más de cualquier otro que propiamente nuestra.

Mostrada en cuatro proyecciones simultáneas, la intención de la artista es explorar las posibilidades de la disrupción lógica de causalidades en referencia a un hecho tan original y autobiográfcio como pueda ser el del duelo. Si la primera parte del video sigue una secuencia lógica, donde imagen y texto remiten la una a la otra, poco a poco se va revelando que el presunto narrador está situado en un plató, en una extraña extensión de arena, para terminar la proyección con el propio narrador saltando de ‘escenario’ en ‘escenario’.

El narrador/espectador queda atrapado, en un impasse de tiempo que media entre un ya-sido irredimible y un será profético. Pero Athila es lista y bien sabe que todo discurso acerca de lo indescifrable de nuestra historia, de la pluralidad infinita de historias que van tejiendo lo indiscernible de la humanidad, no descansa en otra cosa –en otro abismo, podríamos decir- que no sea el del duelo. Desde Heidegger, la historia de toda subjetividad remite al tema de la autenticidad, al vínculo entre el cuidado de sí, el ser-para-la-muerte, la libertad y la responsabilidad.

Pero el error de Heidegger es contar únicamente con la muerte de cada uno, de cada Dasein como individualidad plena, como posibilidad última y vocada, cuando es más bien siempre la muerte del otro lo que nos interpela desde ese páramo que es hacia donde apuntaría el trabajo de Athila. No hay responsabilidad que no sea la de la culpabilidad, no hay culpabilidad que no tome la forma del duelo. No hay existencia que no esté lanzada en pos de un duelo interminable, aquel que nos remite a saber que no moriré nunca en el lugar del otro. Es sobre todo porque el otro es mortal, por lo que mi responsabilidad es singular e intransferible: “el esse humano no es conatus sino desinterés y adiós” dirá Levinas.


 
Solo el vestigio del otro en nosotros, la huella que es siempre huella del otro, la finitud de la memoria: como dice Derrida, “si hay una finitud de la memoria, es porque hay algo del otro, y de la memoria como memoria del otro, que viene desde el otro y retorna al otro”.

Cómo y qué narrar, preocupaciones éstas que están en el trabajo de Athila pero que tiene detrás toda una historia de la más grande filosofía, remite a la única posibilidad para no implosionar en nuestra mismidad: la posibilidad del duelo, de ser nosotros en la ilación perpetua de un nosotros siempre por-venir. Si la memoria es sólo nuestra no hay posibilidad de metáfora, no hay posibilidad de narración. Solo la memoria del otro, el duelo por la muerte del otro hace plausible el decir y el narrar aunque, claro está, también sepamos que nadie nunca responderá: en el decir de Derrida, “en el momento de la muerte el nombre propio permanece; a través de él podemos nombrar, llamar, invocar, designar, pero sabemos, podemos pensar que Paul de Man mismo, el portador de ese nombre y único polo de estos actos, estas referencias, nunca volverá a responder de él, nunca responderá él mismo, nunca más, excepto a través de lo que misteriosamente llamamos nuestra memoria”.

“La hora de la oración” entonces bien podría ser la oración por una promesa del no-olvido, de la imposibilidad de olvidar lo que nunca ocurrirá: una respuesta, una interrupción a nuestra espera, un ‘sí’ tan rotundo que haga legible la alegoría propia de la inteligibilidad.

Escribir para narrar nuestra propia muerte, filmar –como hace Athila- para exortizarnos contra nuestro propio olvido, para recordarnos que, en definitiva, la promesa es imposible pero inevitable.

martes, 6 de marzo de 2012

DE LA HISTORIA COMO EXCESO (Y LOS EXCESOS DE LA HISTORIA)



FERNANDO SÁNCHEZ CASTILLO: SÍNDROME DE GUERNICA
MATADERO: ABIERTO POR OBRAS: 20/01/12-08/04/12

Si algo caracteriza bien a las claras a la historia es ese reguero de excesos que va dejando a su paso. Con ello, obviamente, no nos estamos refiriendo a cualquier historia, sino a esa que nace con la sustitución del tiempo cíclico y griego por el tiempo lineal e irrepetible de la era cristiana. Y es que es nuestra civilización –vista de forma tan extensa como se quiera- la única capaz de hacer de cada instante una era irremplazable, la única capaz de matar al padre, de abrir el tiempo a la espera de la redención, la única capaz de llenarlo con la lenta letanía de la necesidad y el determinismo, de la huella del por-venir y el despojo de tienta de la barbarie en que queda cifrada toda historia.

Así, elevados sobre el promontorio que todo tiempo parece querer significar, sobre la gloria de la historia que todo tiempo inaugura y clausura a su paso, vamos nosotros dispendiando epopeyas y triunfos, derrotas y parabienes, para crearnos el espectro más preciso a un ya-sido que no es más que la escena vacía de un tiempo que nunca llega a ser testigo de sí mismo.

Y es que la Historia, y porque no sabemos salir de ahí, es eminentemente dialéctica. Quizá no en sentido radicalmente hegeliano, pero sí que –quizá en nuestra inoperancia- no sepamos pensarla de otra manera que no sea como el sustrato, el fondo de contraste sobre el que, algún día, se alumbrará una nueva humanidad, donde se llevará a cabo las destinación precisa de nuestra salvación, ya coincida ésta con la escatología cristiana o con la reapropiación de nuestra esencia perdida y alienada.

A tales efectos, y habida cuenta de que en la era cibernética en que nos encontramos sumidos -y viendo como el tiempo eclosiona en una red de transacciones llevadas al paroxismo del tiempo-límite- nada sucede nunca del todo, nos encontramos más perdidos que un pulpo en un garaje y no nos cansamos, en nuestro histriónico cinismo postmoderno, de repetirnos las célebres sentencias que Marx supo ver calificarían a una era entera: “todo lo sólido se disuelve en el aire”, y “la historia se repite primero como tragedia y después como parodia”.

Así, si bien Marx inaugura una ideología que se derrumba bajo sus propios pies, por lo que debería de ser glosado más meritoriamente es, pensamos, por ese saber que no habrá ya historia capaz de contenernos, que nos faltará el Acontecimiento que nos de aire y fundamento, y que nada vendrá ya nunca a salvarnos.

Así la Historia es ahora el despojo de tienta, la retahíla de excesos sincopados con el que querer silenciar olvido tras olvido, crimen tras crimen. La historia se juega ya en la dialéctica del nunca-pasa-nada, de la obscenidad del no haber nada bajo las apariencias, nada baja la pantalla plana de nuestra videoesfera.


Fernando Sánchez Castillo sabe de esta impostura, de este llegar tarde de la historia a su propia cita, y lleva un tiempo tratando de extraer petróleo de la impropiedad en que la penúltima historia de España ha quedado circunscrita. Perdida en sus propios recobecos, tratando de cogerle el aire a una memoria silenciada de forma tan consciente como inconsciente, la Historia de la Dictadura queda atrapada en un miedo glacial, en un silencio impoluto y ciertamente aborregado que, usurpado día sí y día también por manos que tratan de ejercitarse en la hermenéutica post mortem, se las ve y se las desea para ser algo más que un arma arrojadiza.

Con esas estamos, y con eso juega Sánchez Castillo, con el exceso de una tragedia no absorbida por completo por una Historia que nunca se basta a sí misma para comprenderse. La sabiduría de este artista es saber que tal exceso es propiamente el material predilecto –y perfecto- para un arte que ha de comprenderse como una grieta en la relación dada por válida según un juego política/estética determinado.

Así, si el arte redunda en un ejercicio disensual, en una provocación en la superficie misma de las hechos y los acontecimientos, en una falla en la lógica de lo dado a ver, decir y pensar, que mejor que la manufactura del exceso ciclotómico con el que toda Historia ha de cargar en su propio olvido para hallar la senda de la ficción perfecta, para violentar los esquivos silencios de una historia sordomuda a sus propios requerimientos.

Así si la Historia, en ese ser comparsa de la megalomanía política en la que suele caer, queda siempre a expensas de un juego ideológico que le haga enfrentarse a sus excesos no digeridos para dejarlos olvidados en algún hangar, en algún oscuro cajón, el arte a menudo –y este es el caso- tensa las cuerdas para hacer saltar por los aires tanto silencio enclaustrado, tanto miedo enfangado.

No estamos hablando del monumento, de la cita de un tiempo presente con el futuro de un por venir; no es la lógica del choque entre dos políticas que se abren la una a la otra a lo por venir. No estamos hablando tampoco de las estrategias genealógicas y arqueológicas de descubrir la historia sedimentada bajo toneladas de oprobio y olvido. Estamos –casi en las antípodas- ante la deglución imposible de unos acontecimientos para los que el sentido es imposible. Y es que eso es la Historia, el régimen de la violencia de lo increíble: símbolos que medien entre los excesos, y excesos como lógica inmanente a la atrocidad que supone toda historia. Porque la historia es la violencia de la escritura, la impropiedad de un tiempo y un lugar que siempre se escribe con la palabra increíble y para la que nunca quedan supervivientes suficientes como para narrar lo imposible.


Así el gesto de Sánchez Castillo consiste en gritar el silencio, en mostrar los vestigios de una dominación –porque toda historia se dice y se escribe desde la dominación-, en mostrar los excesos que no ha habido manera de hacerlos digerir y ejecutar el gesto maestro, la pirueta mágica de reconvertirlos en obra de arte.

Muchos habrá, seguro, que no entiendan la proeza sino como una más de las provocaciones a que nos tiene ‘acostumbrado’ el arte, como un ganarle por la mano a la actualidad y sacar pecho lo justo para hacerse la foto -un par de titulares- y punto. Pero la contundencia de lo ejecutado por Sánchez Castillo debería cortarnos casi la respiración: cuando pareciera que el arte no es más que la sirviente fraudulenta de una realidad apolítica que acude justo al arte para hallar el germen de lo político que logre prender, el arte le devuelve la bofetada pero por partida doble: la realidad, la historia, como lo queramos llamar, no basta, nunca basta, siempre es demasiado poco, o insuficientemente demasiada, pero nunca se contenta con su lugar dentro del Acontecimiento.

Y para eso ha de valer el arte: para mostrar, para señalar el oprobio de los propios excesos de una historia que luego no sabe donde meterse. Para eso vale el arte: para señalar lo increíble de toda historia, de toda violencia, para hacer oír la necesidad que ella misma tiene de silencio, para hacer hablar al silencio, al olvido. Para, en definitiva, sellar la puerta al pasado que se va y decir: ha sido siempre lo por venir. Para abrirnos al futuro de la espera y no dejarnos secar en la ignominia de un pasado acojonado él mismo de plantar cara.



OTRAS EXPOSICIONES DE SÁNCHEZ CASTILLO EN 'BLOGEARTE':
http://blogeartemadrid.blogspot.com/2010/07/tactica-y-poder-el-silencio-como.html

http://blogeartemadrid.blogspot.com/2009/02/el-poder-que-baila.html