jueves, 27 de enero de 2011

EL DISPOSITIVO EXPOSICIÓN COMO ESTRATEGIA DE ESCAPISMO


VIP ART FAIR: hasta el 30/01/11

RMS, EL ESPACIO: ‘THE IMPOSSIBLE SHOW’: hasta el 4/02/11


I
El arte no es, contra lo que a veces pudiera ser un análisis sesudo, el lugar de resolución de las contradicciones herederas ya de la Ilustración. Tampoco es, dicho sea de paso, una instancia educativa ni mucho menos ornamental con la que digerir mejor el drama nuestro de cada día. El arte tiene una lógica tan especial que, aun siendo en parte todo lo dicho, no lo completa ni de lejos. Su lógica dialéctica es aquella que no se reúne en síntesis alguna, pero sin tampoco por ello quedar del todo cifrada en su no-concepto. Situada siempre en el entre que queda entre la intensión y la extensión en queda cifrada la epocalidad de su concepto, el arte avanza a golpe de extraña dialéctica.
Las tan cacareadas muertes del arte no son más que momentos límites en el desarrollo del propio concepto de arte: si en un primer momento se apunta una normatividad de lo que vendría a ser la práctica artística eficiente, en un segundo momento, en una vuelta de tuerca, el analista de turno resuelve que ni de lejos las obras del momento dan buena cuenta de lo que el propio concepto exige y, por ende, se postula un acabamiento de la instancia arte. No de otra manera ha de entenderse la célebre frase de Hegel por la cual “el arte es y permanece para nosotros, por el lado de su determinación suprema, como un pasado”. Y de ahí, también, que estrategias como la recodificación, resemantización, la rememoración, o la alegoría como modo de conectar lo pasado y lo nuevo, nunca dejen de estar desactualizadas para un arte que progresa a base de escaparse de sí mismo.
Generalmente, estas epocalidades límites coinciden con un desarrollo límite de la autonomía suscrita al arte. Así por ejemplo, para Danto, si la autonomía del arte es su carácter de abierto, el hecho de que la existencia del arte haya terminado (en la encarnación de las cajas Brillo de Warhol) por involucrar a su propio concepto, el hecho de que a partir de ese momento todo pueda ser arte supone una radicalidad de su autonomía de tal grado que lo que ocurre es que se ha de dar por finiquitada una cierta narrativa para comenzar otra, la de la posthistoria del propio concepto de arte. Así tendríamos, más que una serie de muertes del arte, una concatenación de distintas narrativas con la que delinear la historia del concepto de arte.
Adorno, más trágico siempre, cifra la muerte del arte en una traición que el propio arte, en el momento de las vanguardias, comete contra sí mismo. Renunciando a la autonomía, las vanguardias pretenden fusionar arte y vida cayendo así en un modelo totalitario de pensamiento identitario. Apelando a un misterioso ‘il faut continuer’, Adorno sostiene que, pese a la traición del arte contra sí mismo, pese a haber caído este en las redes de la industria de masas, no queda más remedio que hacer ‘como si’ cupiese alguna redención: “a la vista de la amenaza de la barbarie siempre será preferible que el arte enmudezca antes de que se pase al enemigo”.
Le enumeración de pensadores puede ser en este punto todo lo densa que se quiera, pero con estos dos ejemplos ya podemos apuntar dos síntomas recurrentes a la hora de reflexionar acerca de la historia del arte: una, que la normatividad exigida al arte es de todo punto circunstancial -¿Por qué la cajas Brillo y no, por ejemplo, el urinario de Duchamp? ¿por qué Adorno no vio en las vanguardias el lugar histórico de rupturas a partir del cual poder pensarse las contradicciones del arte de la sociedad burguesa?-, y, dos, que pese a ser el progreso de esos puntos de ruptura bastante aleatorios y problemáticos, sí que es cierto que dejan tras de sí una progresiva ampliación del campo artístico donde cada vez es mayor el círculo concéntrico de aquello que puede ser llamado ‘arte’.
Adorno, otra vez, supo ver bien este extraño juego dialéctico que marca el desarrollo del arte y llamo desartización a las estrategias que el propio arte movilizaba para su desarrollo. Entre el momento negativo de dicho movimiento, aquel que apelaría a no renunciar a la promesa de su autonomía, y el momento positivo, aquel que, por el contrario, no tendría reparos en dejarse inundar por la vida, la historia del concepto de arte responde así a una serie de movimientos que se van negando para ir, extrañamente, superándose. El propio Adorno concluye que “el arte se desartiza” porque “se presenta como parte de esa adaptación a lo que su propio principio contradice”.

Es, como decíamos, en ese ‘entre’ por donde el arte va destilándose en contra de su propio concepto. Y es que, tomados con carácter de absoluto, ambos momentos son falsos: ni que decir tiene que la pretendida autonomía del arte como esfera separada es una ilusión heredada del momento constitutivo que fue la Ilustración –ejemplo perfecto es la inanidad crítica en que caen todo movimiento aferrado a un l’art pour l’art insípido-, al igual que toda reclamación de la vida se da, más que con el ánimo de salvaguardar al arte, con la pretensión de ir cosificando ‘mundos de vida’ hasta entonces abiertos.
A este respecto, Rancière, quizá el último en sumarse a la reflexión estética desde los primados teóricos de este constante movimiento de ida y vuelta, tiene muy claro que, si bien la mercancía quiere ser arte y tras su estetización está la disolución del propio arte, no por ello es menso cierto que “cuando el arte no es más que arte, desaparece”.
Sin ánimo de ser exhaustivo, sí que son bastante bien conocidas las estrategias que tanto de una parte como de la otra ejercen su dominio: frente al fetichismo de la mercancía, la desmaterialización del objeto artístico; frente a la espectacularización, la introspección y autoreferencialidad máxima; frente al glamour del malditismo del artista, la muerte del autor; frente a las industrias culturales, la autogestión como adalid de la autonomía artística; frente a la profusión de lo hipervisible, el ocultarse escópico; frente a la hiperestetización d elo visible, una ausencia radical del objeto-arte; frente a la lógica del hipercapitalismo cifrada en el entertainment, cierta repetición maquínica que, como representación no-presente de lo siniestro, desemboca en aburrimiento y tedio.
En general, si las primeras se postulan como mercantilización del objeto artístico, las segundas se comprenden como políticas de la resistencia
El núcleo de esta dialéctica de la desartización que opera en el interior del arte, es una paradoja consustancial cifrada en la imposibilidad irresoluble de que el desarrollo del concepto arte se incline par aun lado o para otro. A este respecto, lo que decíamos al principio de que el arte no es lugar para solucionar contradicciones ha de ser tomado como un axioma fundacional. Como mucho diríamos, en una adjetivación imposible que fusiona a Deleuze y Adorno, que el arte se estrategiza escapándose de si mismo: en el caso de que se resuelva la aporía, el arte, está vez sí, quedaría disuelto desapareciendo de inmediato.
Esta imposibilidad de resolución es comprendida, lacanianamente, como la imposibilidad de adentrarnos en la Cosa, en lo Real, de modo que cuando el arte se acerca demasiado, el propio arte se desartiza –o lo mismo que decir que cuando el sujeto se acerca mucho al mirar el propio sujeto se de-sujeta. A este respecto Miguel A. Hernández-Navarro ha enfatizado la conectividad plausible, a raíz del Seminario X de Lacan, que hay entre el sentimiento de angustia que se produce en el sujeto ante la contemplación de lo siniestro con la dimensión de lo Real. Así, lo siniestro, categoría está casi capital para gran parte de las estrategias contemporáneas, vendría a ser la vía de escape, la señal, de que el sujeto está demasiado cerca de lo Real.
Así, retóricas de la resistencia, efecto ceguera en el arte contemporáneo, y una siniestralización y perturbación de la mirada, son las tres momentos negativos de esa extraña dialéctica con la que opera el arte.
II
Llegados hasta aquí bien pudiera pensarse y preguntarse: ¿y ahora qué?, ¿ahora donde estamos? Cierto que el momento parece, como poco, importante: odiado por unos, incomprendido por muchos, aciago para otros, el arte transita por la senda de su historia a golpes que le vienen de todos los frentes. Porque, si es bien consabido el desprecio que el arte despierta en, digámoslo así, el ciudadano medio, para la inmensa mayoría de los que forman parte del entramado artístico la situación no es menos lamentable.
A modo de simples ejemplos, Perniola no duda en calificar la situación actual como la de “la homologación de los productos culturales, la difusión de un clima de consenso plebiscitario en torno a las stars, la desaparición de la capacidad de crítica, el venir a menos de las condiciones para una aparición de las obras originales, el desmoronamiento de la excelencia”, y Fernando Castro Flórez no duda en apuntar certeramente que esta estética de la desaparición tiene su contraréplica en una transbanalidad de lo obsceno que, viendo campo abonado en lo cercano de lo siniestro con lo abyecto, “lanza su último cartucho en una dilatada ‘desaparición’ en la que pretende recuperar el poder de lo fascinante y lo que ocurre es que los gestos quedan presos de la comedia de la obscenidad y la pornografía”. Es decir, si el clima no es demasiado boyante, la imposibilidad casi irresoluble del arte para escapar a sus propios sinsentidos parece dejar el campo libre para la mercadotecnia y la espectacularización.
Sin embargo, lo emocionante del arte es ver al microscopio estas fluctuaciones para percatarse de que, si es cierto que la carrera hacia la industrialización de la cultura ya denunciada por Adorno ha acelerado su ritmo en los últimos años de forma casi vertiginosa, no es menos cierto que las formas de resistencia empiezan ya de manera unánime a comprender el legado de las vanguardias como un modelo simplista de comprensión de la ideología para, por una parte y ya en franco descreimiento, hacer como apuntaba Foster de la resignificación y recodificación estrategias privilegiadas a la hora de llevar a cabo una práctica artística de resistencia, y, por otra parte, tensionar, como sostiene Rancière, estas estéticas de la resistencia para comprenderlas como prácticas eminentemente políticas en relación a la necesidad de “pensar un nuevo desorden” cuestionando el actual reparto –político- de lo sensible.
Así pues, podríamos decir que, actualmente, toda práctica artística con vocación de resistencia ha de ser comprendida como una reacción política que cuestiona el status de los sensitivo y que, principalmente, cuestione lo ‘dado a ver’, lo tolerable a la mirada, y que opte por hundir su autorelexión en propio modo en que se nos presenta lo dado, lo visible. Reflexión sobe el arte, reflexión sobre lo político y reflexión sobre el régimen visual confluyen aquí de manera precisa.
III
En este ver al microscópico los vaivenes del arte, la reflexión acerca de la exposición, del evento expositivo, ha articulado en los últimos años un discurso propio que ha traído para sí un exacerbado protagonismo. Según lo hasta aquí dicho, no podría ser de otra manera: si las estéticas de la resistencia tienen en el actual régimen de lo visual su diana perfecta, normal entonces que sea entonces el propio dispositivo de visibilidad del arte, la exposición, ahí hacia donde con carácter de urgencia ha de ir encaminada toda reflexión.
El papel cada vez más importante del comisario, la articulación lograda de exposiciones, las reflexiones sobre el “cubo blanco” –rayando ésta en casi ideología a favor de la total autonomía de la obra-, su deriva hacia el “cubo negro”, chocan (o se suman, quién sabe en qué proporción) con el bienalismo como enfermedad patológica del sistema-arte, con la querencia de muchos centros de arte a programar todo tipo de “ismos” que garantice venta de entradas, o con el insano placer que haya el político en gestionar la cultura.
En estos días, casi diríase que en una confabulación propia de estas estrategias de escapismo con que el arte nos sorprende, han coincidido dos eventos que dan fe de que esta tensión indecible entre el arte y el no-arte, esta dialéctica de la desartización, lejos de comprenderse como grandes singularidades en el proceso histórico del concepto de arte, se dan en un efectivo ‘aquí y ahora’ que garantiza que, lejos de estar encallado, el arte sigue, en el presente más radical, destinándose en el sinsentido de su futuro.
Si el arte ha devenido -en este juego especular en el que venimos insistiendo- de una parte gran negocio, por otra se ha transformado en teoría del arte, y esto, en lo tocando al dispositivo exposición tiene unos efectos tan brutales como contrarios: si en el RMS, El Espacio, se está reflexionando durante estos días en el hecho expositivo, al mismo tiempo, en un lugar tan cercano como pueda ser la virtualidad dela red, se está llevando a cabo la primera feria cibernética de arte, la VIP ART FAIR.
Entre un “casi” nada que ver y un casi “nada” que ver que separa ambas muestras, media el gran abismo de la práctica artística, de todo el ‘mundo del arte’. Ambas son necesarias, fundamentales, porque, aún con un tono algo hegeliano, ambas destinan al arte a aquello que le está guardado, ambas suponen un punto de contradicción que, a la espera imposible de reunirse en nueva síntesis, ampliarán el campo del arte.
Pensar el papel del comisariado, explorar los formatos explicativos que habitualmente acompañan a la exposición, hacer del arte un lugar eminentemente dialógico, centrado en sí mismo y cuya mayor garantía es que la obra de arte termina –y quizá también empiece- por explicarse a sí misma, son primados teóricos que chocan de lleno con la pandemia del ferialismo llevado al límite de su histrionismo: todo, con pijama y desde la cama, al alcance de un click.
Sin embargo, el hecho de que no escape a nadie que el arte es –y debe ser- un mercado es obvio, que la recesión, crisis y como lo queramos llamar está haciendo un gran daño al arte es también claro y meridiano, y que, más filosóficamente hablando, estos eventos, como sostenemos, son fundamentales para dar coartada al escapismo del arte, hacen que solo bajo ciertos presupuestos pueda ser criticada una muestra –exclusiva para coleccionistas, recordemos- como ésta.
Nuestra misión con este texto no es criticar esta iniciativa, todo lo contrario. Solo señalar que, a estas alturas de la partida, las cosas quedan tan desfiguradas en las dos querencias dialécticas entre las que se juega el juego del arte, que enfatizarlas haciendo pie en dos eventos como los referidos hace saltar de inmediato cualquier discurso aferrado a la resistencia inocente o al maniqueísmo teórico de corto recorrido.
Quizá, para ser breve, como ha dicho Carlos Urroz en el último número de ABCCultural, pese a que toda iniciativa que dinamice el mercado es buena, hay tres lagunas que resultan casi insalvables: anular la experiencia de la obra, hacer del arte algo parecido a un club secreto y acabar con el encuentro en los pasillos, el mirar y ser vistos.
Pero lo aquí resulta fundamental, y sin ceñirnos demasiado al evento expositivo, es que si toda estética ocupada en dignificar al arte acercándolo tanto como sea posible a su pretendida autonomía, no sin por ello abnegarla en lo insípido de lo acrítico, debe ser comprendida como una estética de la resistencia política, ¿qué cabe hacer cuando lo otro que se nos ofrece es la comodidad del batín, el glamour de lo selecto y el fetichismo insaciable de la transacción on-line?, ¿qué estrategia tomará el arte para maniobrar otro ejercicio de escapismo?

viernes, 21 de enero de 2011

MEMORIA-FETICHE: ANULACIONES DEL ARTE POLÍTICO


DANIEL SILVO: ‘NOSTALGIAS AJENAS’GALERÍA MARTA CERVERA: 11/01/11-12/02/11
Si de algo puede decirse que estamos saturados es de historia. Ya no solo por esa pulsión esquizoide hacia el archivo con la que querer sortear el sortilegio de la fugacidad del instante alabado ya desde Baudelaire, sino porque el abuso de historia a la que nos tiene acostumbrado el arte contemporáneo produce un hartazgo, una hipertrofia de la memoria histórica que no redunda, las más de las veces, más que en una fetichización o estetización de la propia historia sin ninguna otra gracia que el servirnos calentito el plato de la mirada melancólica y nostálgica. Así, lista para consumir, la historia se nos presenta engalanada de hedonismo y buenas intenciones, sin saber que, como sostenía Adorno, “toda hedoné es falsa en un mundo falso”.
Si para los frankfurtianos la estética entera estaba construida sobre una filosofía de la historia cuyo tema central era la función del arte en el proceso histórico, hoy en día, cuando esa funcionalidad artística se ha resuelto en ‘función política’, la historia se ha convertido en la cosa que traerse entre manos para, desde ella y contra ella, dar por válido todo tipo de discurso. Así, asentado en la idioticia de la recurrencia a un discurso político hecho desde la instancia-arte, la historia es el sustrato con el que cometer todo tipo de desafueros.
Pero es que, en el actual estado de la cuestión, cuando todo gesto de resistencia es adelantado por el arte en su infinita sabiduría, los efectos son tan inocentes, tan candorosas las leyes que imperan de la causa/efecto, que todo tiene el gusto amargo de lo archiconocido. Si Benjamin decía que “una forma artística nunca puede ser determinada con función de los efectos que produce”, con la actual recurrencia a la memoria histórica, el arte queda tan mal parado que, generalmente, son los típicos efectos de indignación o culpabilidad a lo más que llega.
En este sentido, Rancière apunta que el problema del arte calificado de político –aunque para él todo arte es de por sí político- “reside más bien en el planteamiento mismo, en el presupuesto de un continuum sensible entre la producción de las imágenes, gestos o palabras y la percepción de una situación que involucra los pensamientos, sentimientos y acciones de los espectadores”. Es decir, entre lo que cabría esperar y lo producido no hay ya distancia: los efectos son los que deben ser, porque… ¡para algo es arte político!
Pero quizá no toda la culpa es del arte: siendo como es la postmodernidad una época de crisis para la noción de progreso, normal entonces que no adivinemos otra manera de pensar el mundo que no sea desde la nostalgia.
El problema, pensamos, es que esa rememoración se queda en el juego de superficies de la ‘mirada atrás’ sin operar ningún juego dialéctico entre las diferentes temporalidades. La imagen artística, dialéctica en sí misma al entenderse, con Benjamin, “como lo nuevo en el contexto de lo que siempre estuvo ahí”, queda amputada de todas sus temporalidades resolviéndose en expresa mercantilización de la memoria y la historia.
Daniel Silvo no es en absoluto ajeno a esta problemática. Tanto es así que no duda en decir que de lo que consta la exposición que hasta el próximo día 12 de febrero puede verse en la Galería Marta Cervera es de “una serie de obras que convierten en fetiche la memoria socialista y revolucionaria, mirando hacia el pasado de manera acrítica y estetizada”.



Partir de tales presupuestos, de ahí justo de donde la mayoría de las obras regresan con la vitola de fracaso sobre sus cabezas, es un gesto, en el filo, que lo mismo que denota una preocupación profunda del artista por la necesidad de enfrentarse a estos problemas desde otra óptica, deja poco margen de maniobra para que surja otra experiencia de lo político, una experiencia que abra, como él dice, “un espacio para la política dentro de la estética”.
Tan poco margen deja, pensamos, que no por querer ser esa su intención logra llevarla a cabo. Y es que estetizar la política merced a una mirada melancólica y estetizada hacia el pasado, reificar las utópicas potencialidades asumidas por determinadas ideologías, no supone en absoluto crear una disociación en el entramado política-arte que posibilite algún tipo de disenso entre ambas, es decir, que rompa con el continuum al que antes nos referíamos.
Tampoco, y ahí si estamos con él, lo logra un arte que opte por un “efecto político inmediato a través del arte”. Porque el efecto no puede ser, o al menos no debería ser, una trasmisión calculable entre conmoción artística sensible, toma de conciencia intelectual y movilización política: el poder de la mercancía, de la memoria cosificada y fetichizada, se vuelve contra sí misma y juega con al indecibilidad misma de sus dispositivo.
Pero dejar las cosas en puntos suspensivos, retrotraerse al pasado con una mirada acrítica y cosificadora, tampoco supone crear las condiciones óptimas para que surja ninguna experiencia de ruptura y disenso que reorganice la distancia entre arte y política. Y si la experiencia estética entra de lleno en lo político es, como bien dice Rancière, “porque ella también se define como experiencia de disenso, opuesta a la adaptación mimética o ética de las producciones artísticas con fines sociales”, que logre “redefinir lo que es visible, lo que se puede decir de ello y qué sujetos son capaces de hacerlo”
Por tanto, pensamos, pese a estar bien trazado el intento de Daniel Silvo de crear una desconexión en los efectos recurrentes perseguidos por el continuum del ya aburrido arte político, su arte debe operar una desconexión más profunda que no se contente con la suspensión vía estetización de la historia, sino que se atreva con una verdadera desconexión.

jueves, 20 de enero de 2011

LA TAREA DEL CONSTRUIR


ISIDRO BLASCO
GALERÍA FÚCARES: 11/12/10-22/01/11
(artículo original en 'Revista Claves de Arte':
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20917/Isidro-Blasco-en-la-Galeria-Fucares)

Quien se acerque a ver esta exposición en la Galería Fúcares pensando que va a encontrarse con el mismo artista que apenas hace un año expuso en la Sala Alcalá 21 con notable éxito, no va a tardar ni un minuto en darse cuenta de su error. Porque, sí, el artista, Isidro Blasco (Madrid, 1962), es el mismo, pero las coordenadas en las que se mueve son bien diferentes.
Si en la exposición del año pasado realidad y arquitectura se conjugaban en un proceso constructivo, poco crítico por otra parte con los procesos perceptivos con los que nos enfrentamos a la realidad, ahora el discurso ha tornado más intimista y, en resumidas cuentas, más potente. Ahora es el espacio, la construcción del espacio y el lugar, lo que está en el punto de mira de Blasco.
Eliminando cualquier referencia escenográfica, borrando cualquier rastro de vida, sustrayéndose a la idea de que el hogar es aquel lugar seguro que media entre el afuera y el adentro, ahora el artista ha optado con quedarse con lo sustancial, con el esqueleto armado a partir del cual toda construcción es levantada para mostrarnos lo equivocados que estamos.
Ahora, cuando todo queda zanjado en lo hiper –hipervisibilidad, hipervigilancia, hiperbunkerización-, Blasco acierta al plantear las cuestiones referidas al espacio y al habitar de un modo menos efectista pero, sin lugar a dudas, más efectivo. Pequeñas maquetas de escayola y madera nos demuestran que, lejos de la seguridad del cemento y la viga, todo descansa en una fragilidad tal, que el equilibrio del no venirse abajo parece difícil de guardar.
Partiendo de la limitación de un espacio, se van añadiendo otros hasta que la totalidad de lo habitable parece alcanzarse. Aparentemente es un espacio para habitar; existe comunicación entre unos y otros, pero la sensación de orfandad y desproteguimiento es total. ¿De dónde nos viene esa incomodidad al ver la desnudez arqueológica en que descansa nuestro habitar y nuestras seguridades?
Vattimo cifró el tiempo actual como el del paso de las utopías a las heterotopías, siendo éstas la continua alteración del espacio causada por la introducción de lo aberrante en el seno de lo real. Y, obviamente, lo aberrante es lo dado, la presencia ineludible de lo que está siempre presente, un excedente cosificado, al alcance de nuestro uso, pero ahora más que nunca convertido en la teleinmediatez del simulacro. Es decir, aquello precisamente que nos cierra el paso al habitar en lo abierto de toda utopía. Si Heidegger asoció el concepto de habitar con la técnica, es ahora cuando nuestra noción de arquitectura, de habitar y construir quedan al abrigo de, como decíamos antes, la hiperbunkerización y la hipervigilancia, pero también de la seguridad postmoderna de lo espectacular. Ahora es cuando, como sostenía el alemán, el mundo ha devenido imagen –aberrante eso sí- del mundo.
Por el contrario, Blasco nos hace retornar al problema de la imposibilidad de situar un origen para todo construir: si la cuestión de la arquitectura es de hecho el problema del lugar, de tener lugar en el espacio, obviamente acierta Derrida, y el artista con él, al sostener que “el establecimiento de un lugar habitable es un acontecimiento”.




Así, las pequeñas maquetas de Blasco nos remiten a aquello ya olvidado: que el establecimiento de un lugar nos enfrenta con la nada de la que se parte y con el futuro del acontecimiento que un día tendrá lugar ahí. Es decir, que el habitar no es sino un estar en camino y que construir remite más a lo abierto de ese estar-en-camino que al cierre en la seguridad de lo dado.
Y esto, lo decimos con certeza, Blasco lo sabe. Y lo sabe porque la obra expuesta en la última sala no apunta sino a eso mismo, a ese carácter de abierto del que ha de surgir todo intento de construir y habitar. Sobre la proyección en video de una casa en ruinas, sobre los tablones a medio ensamblar que dan fe de ese carácter inacabado de todo lugar, el proyector se va moviendo haciendo coincidir lo proyectado –imágenes de una casa, quizá la del artista- con algún elemento arquitectónico de la instalación. Si la versión desnuda de esta obra que se pudo ver en la Sala Alcalá 21 remitía a una espera sin fin enfatizando el carácter finito de nuestro estar-en-camino, ahora la reconstrucción de lo ruinoso alienta nuestra esperanza.
La obra de Blasco apunta a saber que, como dejó dicho Derrida, “hay un lugar para la promesa, aunque luego no surja en su forma visible”. ¿Podemos habitar un mundo que no siga soñando con la construcción de esos lugares?

viernes, 14 de enero de 2011

LA HISTORIA ABRIÉNDOSE A LOS PIES: BALKA EN EL MNCARS


MIROSLAW BALKA: ‘CTRL’
MONASTERIO DE SILOS: hasta 25/04/11 / MNCARS: hasta 20/02/11
(artículo original en 'arte10.com':

Desanclada de sus potencialidades utópicas, la historia ha encallado ante su propia reificación. Cosificándose en la presencia del siempre-ahora, la post-historia se muestra ante nosotros como el solar donde ni siquiera queda en pie ruina alguna. Más que de la ruina, nostalgia del romántico, es de su ausencia de lo que habría que preocuparse.
En este solar descoyuntado donde todo fluye sin telos normativo alguno, la existencia se teatraliza y la razón se vuelva barroca. Si lo neo-barroco apunta a tratar con los excesos propios de la demolición de la historia, la alegoría remite a ese exceso propio con el que juega la función representativa, dándose como espectáculo el exceso del suplemento al que apunta la propia alegoría.
El espectáculo entonces se da como una pasión desmedida por lo Real, siendo la historia el dominio en el cual lo Real ejerce su violencia. Comentarios tales como el de Zizek suponiendo que el triunfo de los terroristas del 11/S fue no tanto el daño material como los efectos espectaculares que causaron o, más aún, los de Stockhausen calificando el atentado contra las Torres Gemelas como la obra de arte total, son buena prueba del poder maquínico de un signo convertido en espectáculo gracias a la radical novedad –hiperpresente retransmitido en tiempo global- que instaura.




En este estado de cosas, el arte, más que como sentencia célebremente Adorno, cargar con toda la culpa del mundo, se ve en la urgencia de pactar con la propia historia para, aún a riego de operar un cortocircuito en su función monumental y mnemótica, seguir viviendo en el régimen libidinal de la hipernovedad con excelente salud. Lo que propone, el arte, para no ser tachado de irresponsable con lo que pudiera ser su propia destinación, es una saturación de la propia memoria que redunda en una banalidad casi sin límites donde, con la oportunidad que brinda una genealogía postmoderna comprendida más como acumulación de sedimentos que como instantes que operen diferentes aperturas fenomenológicas, las estrategias artísticas juegan abusivamente con la historia.
En este sentido, Gerard Vilar cifra en tres las estrategias postmodernas que más claramente abusan de la historia: apropiacionismo y simulacionismo sin límites, obsesión traumática por el archivo, y espectacularización e ironización de la historia. Todas ellas apuntan a una imposibilidad de pensar la historia que no sea en términos nostálgicos y melancólicos. Y es que el neo-barroco es eso: el cierre epistémico, representacional en primer término, que imposibilita pensar la historia más que como catástrofe. Porque, como dice Christine Buci-Gluksmann, “¿No es el neobarroco la alegoría de nuestro mundo, un mundo después de la catástrofe en el que el fragmento, las ruinas y el carácter óptico de todo lo real, serían los índices de una historia saturniana?”
La obra de Miroslaw Balka cabe entonces entenderla como un intento, magistral por otra parte, de pensar nuestra relación con la historia de otra manera que no suponga una cosificación ni una banalización de la propia historia. Porque, a fin de cuentas, ¿cuánta memoria podemos soportar? Memoria e historia vienen a quedar cifrados en el trauma esquizoide de nuestro tiempo: la pulsión de archivo. Cargar con todo, tenerlo todo a mano, no desechar nada. El terror habita detrás de cada gesto, de cada nimiedad, y lo siniestro, el Unheimlichkeit freudiano, se ha convertido en nuestra relación existencial fundamental.



En esta ocasión Balka propone dos escenarios, uno en el Monasterio de Silos y otro en la Sala de Bóvedas del MNCARS. En el primero de ellos, Balka ha retomado una temprana obra suya para recontextualizarla. Un papa negro y una oveja negra es lo único que hay dentro de una estancia a la cual se pasa empujando un tirador. El dramatismo de estas dos efigies se enfatiza cuando el espectador, al querer alcanzar la salida, se confronta con su propia imagen que incide en los espejos situados detrás de la puerta que da acceso a la sala. La memoria entonces se fagocita, la historia, la nuestra, queda subsumida dentro de lo melancólico y tétrico de una simbología, la del papa y la oveja, que nos perturban. La narración en que queda cifrada toda historia se desvanece en un instante de profunda
Para el MNCARS, la instalación sigue las mismas pautas. Una primera galería, con tres grandes jaulas rellenas de espuma foam custodian las tres salidas. Detrás de una de ellas, un sonido nos invita a acercarnos y pasar a la otra estancia. Aventurándose en la espesa oscuridad, el fuerte sonido se transforma e corrientes de aires dándonos de lleno en el rostro. La oscuridad y el aire nos envuelve hasta que alcanzamos la pared del fondo y, lentamente, nos damos la vuelta. La luz de la entrada tamiza la estancia señalando el camino recorrido. El instante lo subvierte todo, la memoria de una historia queda en contrapicado al enfrentarse a los delirios agonizantes de una mazmorra. Siendo como es el Edifico Sabatini un antiguo hospital, no nos cuesta encontrar ahí dentro alusiones a la locura, a lo excluido, a lo demente: todo aquello que componía y sigue componiendo lo irracional-perturbador de un psique, la nuestra, que ha descubierto que son los excesos de lo racional lo que más daño produce.
Balka introduce lo siniestro, lo trágico, lo oscuro de unas existencias pasadas, y las pone en relación directa con un presente que ya no puede ser experimentado como inmediato tiempo-ahora, sino que queda descoyuntado de la idealidad de su temporalidad para asumir la carga de un pasado transido de potencialidades que no hallaron actualización alguna. Condensar el pasado, el fracaso siempre del pasado, y reactualizarlo en relación directa con nuestro presente para, desde ese insondable abismo, negociar un futuro abierto a lo diferente.
La dialéctica de la imagen, de la apariencia, de la que Balka se vale, es la que asume para sí la necesidad de transigir con las diferencias, de suspender el juicio reflexionante y dejarse zaherir por lo inconcluso de un tiempo que se abre a nuestros pies. La filosofía de la Historia de Benjamin encuentra aquí a su mejor valedor, porque, para el alemán, “sin duda que no es que lo pasado venga a volcar su luz en lo presente, o lo presente sobre lo pasado, sino que la imagen es aquello en la cual lo sido se une como un relámpago al ahora para formar una constelación. Dicho en otras palabras: imagen es la dialéctica en suspenso”.



Igual que en su memorable How it is? para los Unilever Series en la Tate Modern, el instante en el que las imágenes de Balka nos subyugan, es al darnos la vuelta, al mirar la tamizada luz que envuelve lo que hasta entonces era negritud. Benjamin, a colación del célebre cuadro de Paul Klee Angeles Novo, comenta: “en ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, tiene la boca abierta y las alas desplegadas. Pues este aspecto deberá tener el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies”.
Esos, precisamente, somos nosotros cuando nos damos la vuelta: ángeles que ven la catástrofe de un mundo derruido por el vendaval del progreso. Sólo que, en esa luz tamizada, en esa apertura lumínica, en ese tirador, Balka propone una interpretación otra, diferente, una interpretación para al cual el presente quede recargado con utópicas potencialidades. Y es que, si de veras queremos que nuestra relación con la Historia sea otra diferente de aquella que la cosifica en un pesado fardo con el cargar, si queremos escapar a la profusión de imágenes donde ya no hay nada que ver (Baudrillard) o esto ya lo he visto antes (Virilio), si queremos curarnos de el insano fetichismo del documento, hemos de dejar de lastrarnos con la nostalgia por las ruinas ausentes y apostar por novedad que instaura la esperanzadora temporalidad de lo diferente.

miércoles, 12 de enero de 2011

AUTONOMÍA DEL ARTE O EL FRACASO COMO ÚNICA POSIBILIDAD


HANS-PETER FELDMANN: ‘UNA EXPOSICIÓN DE ARTE’
MNCARS: hasta 28/02/11

La culpa de todo la tiene el portabotellas. Así a bote pronto, parece el lema de una pegatina del todo a cien. Pero la realidad, como siempre, es muy diferente.
Empezando por el principio, el arte se mueve por impulsos dialécticos entre los polos extremos que son, por una parte, la anhelada autonomía de la esfera artística y, por otro, su caída en el imperio de la vida. De esta manera, en cada paso, en cada momento histórico, la autonomía es alcanzada a la vez que destruida.
Así, la historia del arte avanza a golpe de fracaso. Porque, sí por una parte, eliminar la vertiente idealista de su autonomía redunda en una eliminación de la capacidad crítica del arte –la finalidad sin fin de Kant no significa ni mucho menos una evanescencia de sus implicaciones político-sociales, sino más bien el mantenimiento de su independencia para producirse únicamente según la historia de su concepto-, por otra parte, la recurrencia salvífica a identificar mundo y arte, más que salvaguardar al arte, lo que pretende es salvaguardar la vida de la imperante cosificación entendiendo así al arte como momento de apertura de ese rodillo que va avanzando y conquistando cada vez más parcelas de ‘mundo de vida’ para la capitalización.
Aún con todo, el pretendido movimiento dialéctico no actúa linealmente, sino que se efectúa a golpe de temporalidades diferidas. No pensamos, por ejemplo, que tenga razón Bürger al proponer un historicismo para explicar las neovanguardias sino más bien Danto o Foster al proponer, el primero, una reinterpretación constante que de lugar a diferentes narrativas, o, el segundo, una acción diferida que atienda más a temporalidades psíquicas.
En todo caso, las conclusiones son harto parecidas. Volviendo al portabotellas, si es cierto que con ese gesto el arte contemporáneo adquirió el autoconocimiento suficiente como para autocuestionarse con cierta solvencia, también es cierto que, no habiéndose el mundo del arte convertido en una institución-arte, la capacidad del ready-made para revelar la ideología que da sustento a la idea del arte como institución quedaba profundamente mermada.
Duchamp desveló que, en resumidas cuentas, la pretendida autonomía del arte no es tal ya que todo se cifra en una cuestión, ideológica, de decisión. Así, su pregunta sería “¿es esto arte?”. Pero dicha pregunta no interroga a fondo ni es capaz de evidenciar una nuevo movimiento cíclico en la historia de arte ya que, aún todavía en los años 20, no existía, digámoslo así, contra quien tirar la piedra.
Sea, por tanto, que el movimiento cicloide del arte se de por linealidad historicista (Bürger), que se de cómo reinterpretación de las estrategias que llegaron siempre demasiado pronto y que solo cuando el arte amplía su campo de experimentación caen dentro del arte y así son susceptibles de reflexión (Danto), o sea que lo que suceda sea una diferenciación en la temporalidad propia del arte (Foster), lo cierto es que el arte necesita ese movimiento de pseudópodo para recargar sus potencialidades y que la total capacidad de autocuestionamiento del arte no pierda ni un ápice de su valor.
Manteniendo el problema de su temporalidad a un lado, lo cierto es que el arte avanza a golpe de negación, a pasos de gigante ampliando el campo de su praxis artística para, justo después, mediante procesos de desartización, autocuestionarse nuevos límites que lo trasciendan. Así, evidentemente, como sostiene Adorno, el arte parece escaparse de su mismo destino siendo la historia de su concepto la de su propia negación. ¿Paradójico? La solución la tenemos a nuestro alcance: el “il faut continuer” adorniano es aquí fundamental porque el enemigo del arte, es el propio arte.
. La obra de Hans-Peter Feldman apunta a este sobrepasar límites en la época de las neovanguardias. Sus estrategias son reactualizar el ready-made, dinamitar la pulsión de archivo desde dentro, y proceder a una eclosión de las identidades alta/baja cultura. Todo, a primera vista, muy popero, pero con una importante carga filosófica.
Si la autonomía del arte es un eterno desafío del arte contra sí mismo, si ya ha alcanzado, el propio arte, la autoconciencia suficiente para saber que todo claudicará en fracaso, la sabiduría de Feldman es saber que el campo está abonado para dar por buena cualquier práctica. Porque, si con Danto, el fin del arte que se da con las cajas Brillo de Warhol apunta a un final debido al hecho de que la existencia del arte involucra su propio concepto, este final obviamente apunta a un final de las narrativas, a una apertura tan radical en el seno del concepto de arte que, dicho de una vez, redunda en un extensión de la autonomía del arte casi sin límites.
Causa de esta situación podría ser el que Feldmann, muy acertadamente, titule todas sus exposiciones con el lema ‘Una exposición de arte’. Y es que, cuando la autonomía llena por completo el solar del arte, todo cae de lleno en él –y todo, obviamente, en esa carrera contra sí mismo, va contra él. Es decir, para el arte, el tiempo está cumplido.
Así Feldmann es el anti-artista por excelencia, el travieso que mete el dedo en la yaga de la autonomía del arte para cebarse en su soliviantez. Nada saca de sus casillas al arte porque el arte mismo es ese mismo salirse de sus casillas. El arte de Feldmann celebra lo paradójico, hace mofa de cuantas estrategias últimas se han devanado los sesos para disparar al centro de la diana sin errar el tiro.

Su aparente levedad, su escenificación un tanto burlesca, remite a que la hora del tiempo de las narraciones ha llegado a su fin. Feldmann procede por acumulación y derribo, por enfatizar la querencia por lo fragmentario y la cita. Como decía Benjamin, “nada que decir, solo mostrar”. La repetición se disloca en el sinsentido de hacer redundante la pulsión memorística por el archivo. En la profusión por el coleccionismo que supone mostrar las portadas de periódicos de todo el mundo el día siguiente al 11/S, la atrofia semiótica de la repetición redunda en el aburrimiento más banal; la acumulación se desvela como táctica masoquista donde, evidentemente, nada hay ya que esperar ni que decir. Así, Feldmann se desvela como un efectivo deconstructivista: su arte es aquel que permite hablar justo cuando, a fin de cuentas, nada hay que decir.
Por último, la caza de Feldmann tiene en el tiempo expandido a una de sus mejores víctimas: carretes de 36 disparadas en una misma secuencia, personas de entre 0 y 100 años retratados en una serie de otras tantas 100 fotografías. El juego de las diferencias termina cuando el tiempo de la representación queda aniquilado, y, como sostiene Omar Calabrese, “para representar el paso del tiempo (tiempo representado) es necesario bloquear el tiempo de la representación”. Es decir, lo uno o lo otro, pero no hay mediación posible.
Que el arte sea tratar de conjugar algún tipo de mediación entre ambos es algo bastante plausible; pero que el hacer de Feldmann remita a dinamitar esa querencia y que, precisamente por ello, sea calificado de arte, es algo que no ha de sorprendernos. El tiempo, el de la representación y el de lo representado, se agota, y la labor del artista es hacer efectivo lo único que nos queda por ver: que no cualquier narración nos vale para remontarnos hacia un nuevo fracaso.

martes, 4 de enero de 2011

LA SOSPECHA RADICAL COMO LA NADA DEL ARTE

KATE GILMORE: 'POT, KETTLE, BLACK'
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: 25/11/10-22/03/11

Recuerdo un chiste de Mingote en el cual uno en un bar le dice a otro que tiene ganas de escribir un libro donde dar rienda suelta a toda su portentosa imaginación, donde volcar toda su genialidad pero que, lamentablemente, no se le ocurre nada. Esta anécdota, digamos de impronta costumbrista, puede valernos para dinamitar los presupuestos que aún parecen quedar en el arte contemporáneo en cuanto a nociones como las de autoría o genialidad. Contradiciendo a Picasso, ni siquiera es que tengas que estar trabajando para que cuando te visiten las musas te pillen con las manos ocupadas, sino que más bien poco tiene que ver ya el arte con las soflamas del dar cauce al sentimiento o a la expresividad, ni mucho menos de ser uno, el artista, medio para la encarnación del ideal ni cosas por el estilo. Y es que, me atrevería a decir –aunque no es nada nuevo-, nada en el arte actual tiene que ver ya con la categoría de autoría. Expliquémonos.
Un arte para el cual el fin ha acaecido de la forma más perversa posible, aquella que le lanza provocativamente a vociferar a los cuatro vientos que todo vale, experimenta en sus propias carnes la radicalidad de los presupuestos con los que se lanzó a perseguir su tan añorada autonomía: autoreflexividad,
Así las cosas, justo cuando, como dice Danto, “al alcanzar el punto en el que cualquier cosa puede ser arte, éste ha agotado su misión conceptual”, cuando por tanto todo vale, es cuando la profundidad maquínica con la que opera el signo es de una desproporción tal que, efectivamente, nada queda al arte sino vérselas con su imagen invertida: la de, por una parte, su cada vez mayor desartización –mercantilización, fetichismo, cosificación, industrias del entretenimiento-, y, por otra, la de aquellas corriente que como singularidades precisas de la historia reciente del arte, han dinamitado el proceso dialéctico del concepto arte postulándose como en contra de esas otras corrientes que lo desertizan –postconceptual donde situarse la mayor parte de las estrategias que tiene en la desmaterialización del objeto artista a su leitmotiv.
Entre medias, entre los dos polos en los que se mueve el arte, el sujeto ha ido dejando paso al signo para que opere en la topología simbólica a su libre antojo. Para decirlo con Heidegger, si el Ser lanza al Dasein, si el lenguaje –la imagen-texto- se convierte en lugar de acaecimiento de un ámbito para la comunicación entre ambos donde el acontecimiento se de cómo Erleibis, como vivencia, el imponerse de la técnica, su Ge-stell, ha dado lugar a que el peligro se encarne en el poder de un signo que, como mercancía, se ha hecho con todas las atribuciones del Ser.
Ni siquiera quedan utopías por desvelar, potencialidades que desplegar: el poder maquínico del signo opera en la superficie topológica posibilitando la velocidad entrópica necesaria para fluir más rápido, siempre más rápido, consiguiendo que todo acontecimiento redunde en un aquí y ahora que, como live global, acaezca en todas partes al mismo tiempo.
En un mundo que opera con valores de cambio, la repetición de la diferencia es muy otra que aquella diagnosticada por Nietzsche y seguida por los popes del postestructuralismo. Es más bien apuntalando signo tras signo, jugando con ellos, como las diferencias se entrecruzan creando una realidad totalmente sobredimensionada en las diferencias que las mercancías establecen entre sí. El síntoma como enfermiza aversión a la repetición, que por contra no puede dejar de volver en su hipervisibilidad, denota que el sujeto ha sido desposeído del poder de hacer retornar: ahora es la mercancía, en su autoproducirse a velocidad límite, la que diagnostica la esquizofrenia como síntoma postmoderno.
El arte entonces, en su destinación postilustrada, no puede dejar de jugar las mismas cartas: el descentramiento que ha supuesto el giro lingüístico ha provocado que significado y significante giren sin fin, que, como supo ver Barthes, si índice tiene origen, el signo no lo tiene, y que esto provoque un concepto postestructuralista de signo sellado sobre el orden simbólico del capitalismo.
Así entonces, las estrategias del ate han de hacer efectivo esta nihilidad operacional del sujeto para dejarse llevar por los derroteros del poder del signo y, una vez dentro, hacer saltarlo por los aires, desenmascararlo, o ponerlo contra las cuerdas en gestos más bien humorísticos o cínicos. El artista, su misión por tanto, es dejarse mecerse por el sueño todopoderoso del signo-mercancía, de las operaciones puestas en juego para sus efectivas repeticiones, para, desde ahí, propiciar el trauma, el encentro fallido entra las promesas guardadas en el seno de la mercancía con la realidad siempre excesiva que supera el plus de jouissance de la mercancía. Como dijo Barthes, “lo que el arte quiere es desimbolizar el objeto”: realizar un último tour de force y facilitarle al signo-mercancía las cosas: establecerse como eslabón en el juego de las repeticiones, escenificar una ulterior diferencia, ser, como sostenía Warhol, una máquina. El artista pertenece a la superficie del simulacro porque él también es un agente al servicio de la economía hipercalitalsita del signo-mercancía; sólo que, en su contraefectuación, el simulacro ha de resultar escenificado bajo las premisas de un Accidente, de un trauma que posibilite un centrifugado epistémico más allá de una simple jugada del lenguaje.



Kate Gilmore parece saber que esta es la estrategia más apropiada para un arte posthistórico. En sus performances juega a desbaratar las inocentes categorías con las que aún funciona el tinglado del arte proponiendo un arte tragicómico, donde el final esté sujeto no ya a vaivenes eventuales, sino a un fracaso rotundo y tan absurdo como su contrapartida triunfal.
Esta vez, en la obra que presenta en la Galería Maisterravalbuena titulada “Pot, kettle, black”, la Gilmore se enfrenta al reto de colocar varios jarrones con pintura negra en una inmaculada estantería blanca. Vestida con traje de fiesta y tacones, la artista va colocando uno por uno todos los recipientes en una acción que enfatiza en su proceso lo absurdo y caricaturesco de todo proceso productivo. Otras interpretaciones son también plausibles: metáfora de los conflictos que ha de padecer el ser humano, la violencia despótica ejercida contra la mujer, la vulnerabilidad de una vida entendida como sucesión de ritos que tiene más de cómicos que de epocales. Pero pensamos que es a la hora de apuntar hacia lo rocanbolesco de pensar aún en términos de genialidad expresiva hacia donde mejor atina esta propuesta.
No ya solo el que éxito y fracaso apunten hacia un mismo fin –el de entender la obra de arte como el contenedor de cualquier cosa- reactualizando así una de las premisas de Dylan más célebres –“no hay éxito como el fracaso, y el fracaso no es un éxito del todo”- o el pesimismo existencial de Beckett –“lo importante de un artista es saberse fracasado”-, sino que en su endomingamiento y acicalado festivo, en sus gestos que denotan más la terquedad del trauma psicótico que la pulcritud del trabajo bien hecho, en la negritud viscosa con que va llenando la estantería-lienzo, parece erigir, poco a poco y como sin intención, la imagen invertida al célebre Pollock, quintaesencia del modernismo hecho genio.
Su arte es, como venimos diciendo, un arte del simulacro, de la escenificación bajo las premisas del espectáculo que ofrece el signo-mercancía. Pero no por ello deja de ser reversible: lejos de, como creía ver Baudrillard en la banalidad del arte contemporáneo, proponer un arte que no pueda imaginar ya lo real puesto que ella misma es lo real, lo que nos ofrece es la imagen del sinsentido de todo acto, un dar al traste con las expectativas fácticas y reales de una producción –en este caso la del arte.



Si el arte surge de la creación, de la explosión de creatividad, el arte de la posthistoria, el arte que ha alcanzado la esencia de su concepto debido al hecho de que, ya por fin, ‘todo vale’, se lanza a una carrera salvaje que en su autoconocimiento lucha con su ‘gran otro’ –el arte desartizado, el arte hecho divertimento de masas- para autopensarse y autocuestionarse hasta niveles de destrucción que tienen en lo procesual, en lo efímero y en la desmaterialización a sus tres grandes estrategias.
El truco de todo está en que, en la epocalidad del fin del arte, cuando al arte no le queda más que hacer lo que quiera ya que siempre caerá bajo la esencia de su concepto, la sospecha que éste levanta es mayúscula. En su haber alcanzado su plena autonomía en un ejercicio que parece más una autopsia de la que no queda ya nada que investigar –si todo arte es cuestionamiento del arte, nada saldrá, es cierto, fuera de sus fronteras, pero perderá quizá la profundidad prometida una vez alcanzada su autonomía- tiene el arte el garante de su supervivencia y de su, más que evidente, necesidad. Tomando aquí a Boris Groys como guía, el arte se ha convertido en el medio de los medios porque es la sospecha, la sospecha de qué hay detrás del soporte, de lo que trata el arte.
Que el espacio mediático y submediático no coinciden, que detrás de lo Real acampa lo Simbólico, que la economía de lo nuevo como economía precisa del hipercapital guarda en su seno el secreto de las razones por las cuales algo entra en el archivo, son todas ellas descubrimientos que el arte ha ido encarnando en imágenes a través de sus historia.
En el límite, en el límite de un arte que tan pronto se desartiza como que halla acomodo en un autocuestionarse que parece desfundamentarlo y aniquilarlo, en el límite de un arte para el que todo vale, en el límite de un arte que manipula con los signos en la superficie mediática según estrategias de todo tipo, el arte intenta lanzar una mirada al interior del espacio submediático pero se topa con una sospecha mediático-ontológica cada vez mayor.
El arte procesual de Gilmore, el enseñarnos antes la estantería-lienzo (la estantería-soporte), el dotar a su ejecución del carácter excepcional de obra de arte sea cual fuere el resultado, el documentarla para que sea digna de entrar en el archivo, ¿no nos pone en camino hacia la mayor de las sospechas: será cierto que detrás de la superficie no hay nada?, ¿será ya por fin que los signos no apuntan más que a ellos mismos, que detrás de ellos no hay nada?, ¿quizá el artista como analista de medios ha terminado por descorrer la cortina y enseñarnos las bambalinas? Imposible: la verdad desoculta se convierte ipso facto en otro signo, en el signo de una sospecha mayor.