viernes, 30 de septiembre de 2016

CRÍTICA DE ARTE COMO CRÍTICA A LA CRÍTICA IDEOLÓGICA


Las ideas aquí expuestas pueden entenderse como un resumen amplio de lo desarrollado en mi libro “Escenografías del secreto: ideología y estética en la escena contemporánea” (ed. Manuscritos, Madrid).

UNO
Actualmente frente a la crítica de arte existen dos posiciones compatibles la una con la otra: o la crítica no existe o, en todo caso, la hacen los comisarios. Centrándonos en la primera proposición –maximizada aún por el hecho de que quien eso opina (la inexistencia de la crítica) lo que realmente está queriendo decir es que es de todo punto inútil– creemos poder dar carpetazo a ambas posiciones pues, obviamente, la práctica crítica por la que abogamos no es la que presumiblemente hace un comisario.
Antes que nada, dos cuestiones han de quedar bien claras. Una: posicionarse y afirmar la necesidad de la crítica no consiste en reducir la cuestión a una moralina paternalista, a hacer de ella un esqueje dentro del montante total que es el supuesto mundo del arte para, condescendientemente y bajo el melancólico eslogan de que ya no es lo que era, dar permiso para su existencia. Dos: efectivamente, la crítica comprendida como valoración de obras de arte ha terminado y si lo ha hecho es porque nunca ha existido plenamente –toda crítica de arte, dígase por ejemplo la del propio Baudelaire personificada en la figura decadente del dandi, lleva implícita un germen de negatividad: el disfrute extremo de la belleza compulsiva lleva al vacío y a una extrema melancolía. Crítica de arte ha sido saber captar este momento de disolución de los propios primados de la Modernidad y no cantar las bondades de algunas selectas obras.
Desde este óptica y ampliando lo que acabamos de decir, crítica de arte solo es –solo ha sido– la elucubración escrita del desfondamiento que sufre paulatinamente el arte desde que entró, principios y mediados del siglo XIX, en la época del régimen estético –usando terminología de Rancière–, ahí donde cada obra disputa en su propio proponerse un espacio de significación propia, un espacio que solo se comprende como desplazamiento crítico de las fronteras en las que queda construida la sociedad. Crítica de arte solo ha sido la puesta en claro de las fuerzas tectónicas que empujan a la obra de arte en una dirección –la de una excesiva disolución en las formas del mundo de la vida– o en otra –en un ejercicio rigorista y mortecino de autonomía estética– y que en un sentido u otro dan al traste con la pretendida emancipación con que carga cada jugada artística. Crítica de arte, dicho de una vez, solo ha sido la delimitación crítica del propio emplazamiento crítico donde la obra de arte ha de situarse para poder llevar a cabo su juego estético y, como tal, político.
Siendo esto así, la aparente inutilidad de la crítica, o incluso su inexistencia, viene dada –a nuestro juicio– por la cada vez mayor dificultad en lo que acabamos de decir es su labor principal que, insistimos, nada tiene que ver con servir de juego valorativo de obras puntuales de arte. Esta dificultad está en relación directa con el nivel de adiestramiento de la ideología capitalista, ideología que sirve de sustrato y base a la propia producción artística dentro del régimen estético del arte, y donde éste puede y debe ser comprendido.
Así, si en un primer momento –capitalismo de producción– la ideología trataba de velar una verdad bajo las apariencias y su correspondiente crítica se esforzaba por descubrir los mecanismos por los que se imponían las ideas hegemónicas referidas a una clase hegemónica, y si en un segundo momento –capitalismo de consumo– empezó a comprobarse que nada había bajo las apariencias y que todo quedaba reducido a una reproducción postfordista de bienes de consumo, la tercera fase del capitalismo –ahí donde nos hayamos, capitalismo inmaterial– ha conseguido reducir ambos reclamos –el haber o no haber algo bajo las apariencias– a una decisión del sujeto que puede, al mismo tiempo, pensar que nada hay ya bajo un mundo que ha devenido Gran Imagen Global o, al contrario, que no solo hay otro sino un otro del otro, una conspiración mundial vigilando bajo cada imagen.
Es en esta última fase de la ideología donde toda remisión a estrategias de desvelación y crítica heredadas de fases anteriores hace aguas por todas partes. No solo ya el impulso negativo y melancólico de Baudelaire sino la más radical y necesaria de las contestaciones son de inmediato reingresadas en el sistema ideológico sin menoscabo alguno para su poder. Y, justo por ello, es en esta fase de la ideología donde el conseguir implementar un poso de resistencia en la obra de arte frente a lo que se espera de ella –en cuanto que mercancía, en cuanto que imagen en un mundo ya saturado de ellas–, es decir, el conseguir que la obra supere el status quo que el propio sistema-arte le tiene reservado es cada vez más difícil: más difícil, por tanto, el ejercicio de una crítica de arte que incapaz de sortear un poder ideológico ya absoluto en cuanto que inmaterial e inmanente no viene a ser sino un mantra recosido a la obra de arte sin capacidad ninguna, una cacofonía que solo vale para que un arte hiperinstitucionalizado se cierre más sobre sí mismo señalando incluso lo generoso que es que permite supuestas injerencias como la de ese agente del pleistoceno llamado “crítico de arte”.
Esta situación que hemos tratado de trazar con rapidez –de la ideología y del sistema-arte por un lado y de la crítica por otro– sitúan a la crítica no ante su acabamiento y final sino ante el reto mayúsculo de tomarse sus fines más en serio. Si da la impresión –y más que una impresión, parece ser un hecho palmario– que la crítica es inexistente es porque en la mayor parte de los casos no se atreve a llevar a cabo la reconversión que necesita para continuar su labor: la de saber que su única estrategia con capacidad es la de ser una crítica a la crítica de la ideología.
Ahora bien, ¿cómo llevar a cabo esta doble crítica si según lo que hemos dicho la ideología ha incrementado su poder de forma bidireccional? Dicha crítica ha de basarse en el axioma fundamental de que ya no hay momento de sinceridad, ni en la dirección de que la pantalla se abra y deje ver la verdad bajo las apariencias ni tampoco en la seguridad firme de que no hay más que imágenes reproduciéndose a velocidad límite. Y no la hay porque lo que se descubre es que es el propio proceso de conocimiento lo que está viciado ideológicamente: todo saber es ya de por sí ideológico, toda verdad auscultada bajo la realidad de un mundo reprogramado en imagen-total es un efecto ideológico. Tanto se sepa cómo no se sepa, tanto se crea cómo no se crea, lo único cierto –como a continuación explicaremos mejor– es que el proceso que nos ha llevado hasta ahí es sumamente ideológico.
Así las cosas, una crítica a la crítica ideológica ha de esforzarse no en dar otra contestación a las típicas preguntas de desvelación ideológica –¿qué ideas dominantes son las de la clase dominante?, ¿qué proceso de enajenación, alienación y rarificación concitan?– sino apostar por otra pregunta: una pregunta que para salirse del circulo vicioso de la ideología ha de quedar suspendida, atrapada en una disyunción e indeterminación infinita. 


DOS
Ahora bien –y antes de continuar describiendo lo que pensamos es esta crítica a la crítica de la ideología– es necesario aclarar un punto. ¿Cómo en esta época en que se nos repite machaconamente el fin de las ideologías tenemos nosotros aún las agallas de referirnos a tal concepto y encima por partida doble? Sin duda esto tiene que ver con esa implementación en su poder que antes hemos señalado ya que lo consigue, precisamente, simulando su propio acabamiento. Es decir: la última fase de la ideología acontece precisamente desde que, a raíz de la Caída del Muro de Berlín, se dictaminó ya por consenso el fin de las ideologías.
El tan aclamado “fin de las ideologías” no es sino el retorno traumático de la propia ideología que vuelve invertida y, por lo tanto, sacando a la luz sus antaño mecanismos de adiestramiento coercitivo. Efecto preciso de este proceso es que las ideas dominantes ya no son verdaderamente las ideas de la clase dominante. El secreto de la ideología está a la vista y quien más o quien menos sabe a qué atenerse: por fin podemos decir que no somos engañados, que la verdad del sistema está delante de nuestros ojos.
La ideología, acercándose peligrosamente a su núcleo Real –ahí donde el poder hegemónico tendría que haber implementado su nivel coercitivo hasta lo máximo tolerable– decide sacrificarse a sí misma y desdoblarse en su propia imagen: una imagen que simula un retorno traumático de la propia ideología y que en cuanto que apariencia y simulacro se nos aparece bajo la forma de la disolución absoluta de la ideología. Dicho de otra manera: la ideología realiza un retorno de sí misma como escenificación del propio trauma, de su propio choque con lo Real. Simulando que su caída en lo Real ha sido cierta –que hemos llegado a su final y que solo restan rescoldos de su propia abrasión– la ideología logra, paradójicamente, implementar su poder de adiestramiento: porque ahora la esfera de lo posible queda abnegada, tanto si “sí” como si “no” todo queda circunscrito a esta reduplicación de una ideología que consigue ser ella misma y su contrario, ella misma y su imagen invertida y traumática. Es decir, ese esperanzador no somos engañados es indiscernible de su opuesto: el hecho de que todos somos engañados.
Qué cómo ha conseguido la ideología esta perfección maquínica es muy simple: gracias a la imagen. En el ascenso de la producción y reproducción capitalista las relaciones sociales están fetichizadas no ya a través de mercancías sino a través de imágenes. Más aún, y siguiendo a Althusser, el mismo sistema ideológico de representaciones se ha convertido también en un conjunto de imágenes que se reproducen de modo que –y esto es fundamental– nuestra situación en el espectro de lo social no es que esté tamizada por la pantalla ideológico construida por las ideas hegemónicas sino que está ya definitivamente reconvertida en imagen. No sabemos las condiciones de producción sino de reproducción, no sabemos nuestra situación real sino imaginaria. Es decir: la propia ideología es ahora una imagen no situada delante nuestro sino en la que estamos dentro. Es la capacidad de la imagen de convertirse en condensador imaginario de máxima transaccionalidad lo que hace que no seamos ya espectadores viendo un espectáculo sino que estemos ya dentro de la imagen, dentro del espectáculo. 
Somos, por lo tanto, muescas en una esfera imaginaria, imágenes que pululan por una pantalla-mundo, proyecciones fantasmáticas en una realidad ya diluida completamente en el espectáculo y el simulacro. Somos, como tal, agentes de máxima visualidad llamados a desear todo, a verlo todo. Porque ahora no hay más deseo que no colinde con el ver.
Es ahí donde, en definitiva, estamos: dentro de una imagen-mundo esperando verlo todo y, sobre todo –pues la sujeción ideológica trabaja para ello– esperando ver lo increíble, el Acontecimiento Total: algo de por sí imposible en cuanto que dentro de esta ideología fantasmática e invertida todo acontecimiento se nos aparece en cuanto que imagen y, por tanto, sin la marca indeleble de su núcleo Real. Todo acontecimiento es copia sin origen, imagen sin referente, diferir de una diferencia.  
Concluyendo, el poder ideológico, travestido en cuanto que imagen simulacionista de su propio acabamiento, nos concita a todos dentro de una imagen-mundo donde toda voluntad de poder es ahora voluntad de verlo todo: sobre todo, y como limite libidinal, ese acontecimiento que nos despertará del nublado atontamiento de nuestras pantallas. Esperando este sublime imposible, nuestra vida discurre pegados a cuantas más pantallas mejor no sea que llegue el Acontecimiento y nos pille despistados. Un poco más, una imagen más, un chute de telerealidad más y despertaremos.
Y lo desconcertante, lo difícil de captar en este nivel de la ideología, es que lo sabemos: el secreto está a la vista. Sabemos que nada acontecerá, que nuestra realidad se disuelve en simulacros espectrales. Pero, y esta es nuestra tragedia, nada podemos hacer: porque este saber que se desarrolla en el sesgo de lo real no tiene contacto con el ámbito imaginario donde nos movemos, en la imagen que habitamos. Es ahora cuando la fractura en el yo es más absoluta: el yo práctico está separado totalmente por el yo teórico. Todo intento de ir de uno a otro –todo proceso de conocimiento, todo saber– es un efecto de la propia ideología. No hay afuera de la ideología, no hay afuera de la imagen, no hay saber que no sea un saber ideológico.

Porque aunque todos sabemos que arte lo hace cualquiera...


TRES
Dicho todo esto, y pareciendo que incluso las posibilidades del arte han de quedar en suspenso, ¿qué garantías para que exista una crítica de arte? A poco que se piense pocas: todo momento de crítica, en cuanto que pertenece al mundo invertido de la imagen, es por sí mismo un momento ideológico. Pero, no obstante y a pesar de esta aparente inviabilidad, lo que está claro es que es frente a esta cerrazón epistémica –en cuanto a estar subsumido por entero todo saber dentro de la ideología– frente a lo que se ha de situar todo intento de crítica. Es decir: en cualquiera de los casos, plantear la inviabilidad de la crítica de arte solo puede hacerse si previamente se ha tomado en serio la destinación que frente a esta ideología absoluta tiene el arte. Sí de ahí, de ese enfrentamiento, resulta calamitosamente derrotada, estaremos en condiciones, ahora sí, de anunciar el fin de la crítica.   
Es en este sentido que la única posibilidad de victoria para la crítica –la única posibilidad de adentrarse en el reino invertido y simulacionista de la realidad sin salir reducida a mera soflama contestaría– es la de convertirse en crítica a la crítica ideológica. 
Y es aquí donde retomamos la pregunta que cerró el primer apartado: ¿ante qué pregunta situarnos?, ¿qué respuesta dar para que subvirtamos el poder ideológico? Nuestra situación –recordémoslo puesto ya forma parte del propósito de tomarse en serio– es más bien decepcionante: no hay imágenes verdaderas e imágenes falsas; no hay mecanismos fatales que reconviertan la realidad en imagen; no hay momento de verdad ni de sinceridad debajo de ninguna de ellas; estando dentro de una proyección imaginaria a la que nos lanza la ideología, no hay proceso crítico a nivel real que de por sí desmantele el entramado; no hay saber ninguno que podamos conjugar para destapar lo falso de un momento ya de por sí falso.  
La solución, ahí donde debe de ejercitarse la crítica a la crítica ideológica, no consiste en proponer un saber alternativo sino desanclarlo de sus posicionamientos fundamentales y crear una disyunción en su propio seno mediante el cual toda pregunta quede referida a otra pregunta. No contestar, por tanto, a toda provocación epistémica que nos lance la ideología, a todo intento de descubrir el secreto, sino dejar la pregunta que nos suscita todo intento de saber en una suspensión capaz de acoger otra pregunta. Se trata de dejar toda pregunta por el saber, por el secreto de la ideología, en envío, manteniéndose en la indecibilidad disyuntiva de ni decir “no” ni decir “sí”.
En definitiva, será abriendo todo preguntar que antaño se arrogaba la capacidad de saber a otro preguntar en deriva, un preguntar llamado a fracasar pues siempre se topará con una respuesta ideológica en su camino, la manera como se podrán ir sentando las bases para llevar a cabo una efectiva crítica a la crítica ideológica, una crítica renuente a asentarse en ningún saber, en ningún decir, y que solo puede ser comprendida como el situarse en la misma disyunción donde pregunta y respuesta ensayan y fracasan una y otra vez la imposible posibilidad de intentar desvelar el secreto: el secreto de la ideología, del arte, del capital.
Porque, y aunque como hemos dicho el secreto está a la vista, la inversión traumática de la ideología, la construcción de nuestra subjetividad como adiestramiento en una ideología que todo lo convierte en imagen, hace imposible que veamos el secreto. Sabemos el secreto pero en tanto que ese saber –como cualquier otro– es ideológico, un momento más en la mecánica de adiestramiento, no podemos utilizarlo para propósito emancipatorio alguno.

 
...la fascinación que des`pierta el crítico es supina!!

CUATRO
Y todo esto, en relación al arte y al régimen estético en el que se encuentra, ¿qué supone? Es decir: esta praxis un tanto deconstructiva en relación al preguntar/responder, ¿puede ser aplicado a las actuales condiciones del arte? Nuestra tesis es que más que a ningún otro ámbito, esta crítica a la crítica de la ideología tiene en el arte su campo de acción privilegiado. O, dicho de otra manera, es solo desde el arte desde donde puede llevarse a cabo una crítica a la crítica ideológica con alguna –poca en todo caso– posibilidad disensual, siendo cómo no esta crítica lo comúnmente llamado “crítica de arte”.
Pero si pareciera que nos movemos en círculos –arte, ideología, crítica– y teniendo en cuenta todo lo dicho, empecemos a desanudar el nudo: ¿porqué, decimos, el arte es el lugar privilegiado para la práctica de la labor crítica? Porque dentro del régimen estético en el que nos hallamos, el lugar de la obra es o debe de ser un emplazamiento crítico pero que solo puede ser descubierto a través de un desarbolado de los lugares comunes para los que la obra de arte ha sido creada: entrar dentro del circuito del arte, de su sistema en cuanto que institucionalización, convertirse en imagen lista para ser expuesta y consumida.
Dicho de otra manera, solo la labor crítica tiene la capacidad de subvertir el sentido propio de la obra de arte –una finalidad, tarea o significado del que se apropia de inmediato las tectónicas del sistema-arte– y referir la propia obra dentro del sesgo imaginario en que la ideología lo proyecta: es decir, solo la crítica es capaz de atender a la obra de arte en cuanto dispositivo ideológico; y solo una crítica a la crítica ideológica es capaz de superar por elevación los discursos impotentes del mirar bajo las apariencias –pertenecientes al nivel clásico de la ideología– para centrarse en la red de relaciones que la propia obra teje a su alrededor, en el desplazamiento entre fronteras que va provocando. Atender, en definitiva, más al significante que al significado.  
Ningún otro ámbito de producción es capaz de situarse en ese emplazamiento crítico que permite un desplazamiento en horizontal, entre cadenas de significantes, entre imágenes proyectadas en lo imaginario. Porque, convengamos según todo lo dicho, si toda capacidad de afectación en lo real no tiene relación con su vertiente imaginaria, lo que nos toca no es ya intentar a la desesperada un punto de anclaje sino mantenernos en el nivel imaginario, buscando y mostrando así los efectos de una itinerancia en continuo movimiento, capaz como poco de hacer vislumbrar esa distancia insalvable que hay entre el sesgo real y el imaginario. Mostrar, por tanto, no cómo superar la distancia sino hacer evidente lo imposible de semejante intento.
En este sentido, toda obra de arte ha de ser capaz de mostrar la propia impotencia de lo que se nos dice es su propósito principal: afectar realmente al entramado real. Para ello solo necesita dejar atrás la estructura de la antigua práctica crítica: aquella que con alta dosis de inocencia pretendía hacer pasar al espectador de la visión de un espectáculo a una comprensión del mundo y, de ahí, a la decisión de ponerse en acción gracias a las injusticas que ha podido ver bajo las apariencias. Prueba ineludible de lo periclitado que está este procedimiento es que esta mecánica ya solo consigue réditos tomando para sí las mismas formas que critica: la del espectáculo y la mercancía. Es decir, insertados como estamos dentro de una ideología invertida que simula traumáticamente su acabamiento, los ejercicios clásicos de resistencia solo pueden hacerse visibles –y por lo tanto con alguna vis disruptiva– si previamente son filtrados como mecanismo de espectacularización, si –como venimos sosteniendo– son previamente transformados en imagen.
Pero si decimos “crítica de la crítica”, una doble crítica, es porque ahora debe de superar dos momentos ideológicos: superar el malestar que provoca la clásica crítica ideológica de denunciar a la mitad de la ciudadana que estúpidamente no ve que hay siempre algo bajo las apariencias; pero, al mismo tiempo, también debe de vadear el efecto contrario que provoca el nivel actual de la ideología, el que haya también otra mitad que no crea que hay algo bajo las apariencias. Ambas posiciones no son sino métodos de conocimiento que desconocen la verdadera capacidad de la ideología: que toda capacidad disruptiva les viene dada en cuanto que imagen en la pantalla-mundo –y por lo tanto inmediatamente anulada–, que toda aparente anulación de la distancia ideológica –distancia entre lo real y lo imaginario– es solo una muesca en la superficie-imagen en que se ha convertido el mundo.
En suma, para que la obra de arte realice lo que pensamos es su destino en el momento histórico actual –mostrar no cómo superar la distancia ideológica sino hacer evidente lo imposible de semejante intento– ha de dejarse auscultar por formas de crítica que no hagan pie en esta doble necesidad sino capaces de interrogar a la obra en su emplazamiento crítico, ayudándola a provocar un desplazamiento no en el sentido de buscar una emancipación o reconciliación –que no será sino un momento en el mecanismo del propio engaño ideológico ya que, como diría Debord, el conocimiento mismo de la inversión pertenece al mundo invertido– sino como capacidad de sostener la pregunta en el aire, diseminada y a la espera.
Para tal misión, y como requisito ineludible, desconectar todo saber, crear la disyuntiva en su interior, producir la intermitencia en un saber que, sea el que sea, ha de reconocerse como ideológico, alentar una suspensión de toda relación directa entre la producción de las formas del arte y la producción de un efecto determinado sobre un público definido.
Ello creará al menos el parpadeo en la imagen que tenemos asignada dentro de la ideología, una arritmia en la panosfera en la que somos, nosotros y nuestro saber, producidos. Y, sobre todo, entre la suma de todos los emplazamientos críticos, será creada la senda dejada de unas huellas, el rastro de unos desplazamientos que nos alerten a cada paso que pisamos terreno minado, que nos recuerden a cada instante quienes somos: supervivientes, últimos hombres, conejos de laboratorio.
En conclusión, la labor de la crítica de arte en cuanto que crítica a la crítica ideológica consiste en dejar la pregunta por la emancipación en envío. Para ello debe utilizarse un potente método crítico, capaz de contrarrestar la querencia indómita de la propia obra de arte a ser reducida a simple mercancía, a simple imagen, a simple arte; para ello debe de manejarse en las lindes de la crítica negativa, desfondándose en la red de paradojas y antinomias que una ideología invertida y traumática le pone a cada paso.
Si hemos tratado de eludir la circularidad, podemos decir que hemos fracasado. Pero no podía ser de otro modo: el arte es el lugar de la crítica a la crítica de la ideología porque solo el arte es capaz –en su emplazamiento crítico donde se sitúa– acoger la pregunta por lo imposible, guardar el secreto, crear un impasse en la respuesta, una desconexión en las prerrogativas, una desconexión en el mundo-imagen, desasirse de toda toma de decisión entre un saber y un no-saber. Es decir: solo el arte puede alentar la tarea de una crítica ideológica con capacidad disensual en el actual estado de desarrollo de la ideología. Además, en tanto que esta capacidad del arte no es accesoria sino que alude a su destinación última, esta crítica –crítica a la crítica ideológica– solo puede ser entendida como crítica de arte.
Arte, crítica de arte y crítica a la crítica ideológica señalan en una misma dirección: enviar recurrentemente un mensaje de socorro. Si el arte dota al mensaje de contenido, la crítica se encarga de enviarlo en esa dirección correcta. Es decir, más allá de las líneas enemigas.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

DE LA DIFICIL TAREA PARA EL ARTE CONTEMPORÁNEO DE SER CONTEMPORÁNEO

 

ELENA BAJO: THROWING CAR PARTS FROM A CLIFF BEFORE SUNRISE
          GARCÍA GALERÍA: 15/09/16-12/11/16

Sin duda, es en el calificativo de contemporáneo donde el arte se juega el todo por el todo. Y en parte pudiéramos decir que es redundante: para un arte como el actual, que queda definido en cada caso por el desplazamiento fronterizo que cada obra de arte provoca, la referencia al tiempo actual en el que la obra imprime su sello es algo que va de suyo. Pero al mismo tiempo, sometido bajo dos frentes –el de su inminente ingreso pleno en la institucionalización y el de la narración de su acabamiento– el adjetivo de contemporáneo es lo que le empuja a salir de sí mismo y rebelarse ante estas dos tectónicas que amenazan con su disolución.
Contemporáneo sería entonces el arte que se sabe hijo del tiempo presente, que lucha frente a estos dos destinos que hemos señalado y que le asignan ya una máscara funeraria, pero que al mismo tiempo –y como efecto de tal lucha– supera por elevación las condiciones temporales de su propia producción. Contemporáneo sería el arte que nace en el seno de la paradoja temporal, aquella que si por una parte lo esclaviza al tiempo-ahora, por otra señala a un tiempo otro, un tiempo diferente. 
Agamben, en su texto ¿Qué es lo contemporáneo? da todas las pistas. Tirando del hilo de las Consideraciones intempestivas, donde Nietzsche señala que “lo contemporáneo es lo intempestivo”, el filósofo italiano concluye que “pertenece verdaderamente a su tiempo, es verdaderamente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se adecua a sus pretensiones y es por ello, en este sentido, inactual; pero, justamente por esta razón, a través de este desvío y este anacronismo, él es capaz, más que el resto, de percibir y aferrar su tiempo”. Una vez dicho esto es fácil entender que la función primordial de la crítica de arte no es ya valorar tal o cual obra de arte desde los parámetros del gusto sino el entablar un diálogo con la obra capaz de sacar a la luz sus diacronías, su capacidad para conjugar temporalidad diferentes y que consigan arrojar luz sobre el tiempo presente.
Así las cosas, y en conclusión, no es contemporáneo el arte por el hecho de ser producido en la actualidad, sino por mediar con su propio tiempo una relación paradójica, disyuntiva y, por ende, disensual. Y, también en conclusión, muy poco arte que goza del adjetivo de contemporáneo es real y verdaderamente contemporáneo. A lo sumo es contemporáneo en la acepción primera y un tanto descolorida de ser producido en el tiempo actual, pero no en tanto que capacidad de relación de desconexión y desfase con el presente.
Para asegurarse el merecimiento de ser saludado como contemporáneo, el arte actual enfatiza dos estrategias: una, reflexionar sobre la propia técnica, tradición e historia de alguna disciplina artística, de modo que problematice su propio ejercicio actual; y dos, entretejer con retazos de tiempos diferentes –y con Benjamin como maestro de ceremonias– una historia hasta ahora invisible o inexistente que muestre como nuestro tiempo presente no es más que el ejercicio dogmático de la barbarie. No obstante, en la infinidad de productos artísticos que se perpetran en la actualidad con el fin de dar carnaza a una industria que los devora a buen ritmo, entre estas dos estrategias que se saben ganadoras a priori pululan una infinidad de ejercicios estéticos para los que la etiqueta de contemporáneo no es sino un apellido con el que engalanar orlas.


Esta reflexión, original solo hasta cierto punto, me surge una vez hemos paseado por la actual Apertura de las galerías madrileñas, donde hemos tenido ejemplos claros de lucha por la contemporaneidad y otros donde por el contrario se percibe lo sintomático de una falta de contemporaneidad en el arte. En parte es normal, pues arte capaz de cargar con el sambenito de contemporáneo sin caer en el sonrojo es difícil y solo a la altura de unos pocos. Pero por otra parte es fácil adivinar en el arte en general una cada vez más difícil capacidad para imprimir al calificativo de contemporáneo un impulso disruptivo con el panorama actual y que no se quede en solo buenas intenciones.
Dicho todo esto, y centrando la mirada dentro del evento que concita mayor atención dentro del arte contemporáneo madrileño, quisiéramos detenernos en la exposición que más nos hizo pensar en estas cosas, la de Elena Bajo en la García Galería, para plantear algunas cosas. Ella parte de la más radical contemporaneidad: el hecho de que según algunos científicos estamos incluso en otra era glacial debido a la impronta que está teniendo el plástico en el medio ambiente –impronta que como señalan los geólogos hace que no sea descabellado pensar en que queden fósiles plásticos como señal durante muchos millones de años en el futuro. Es decir, Bajo se planta en el aquí y ahora de nuestro tiempo y nos ofrece una obra con –supuestamente– capacidad reflexiva y crítica con nuestro propio tiempo.
 Pero, por otra lado, ¿qué impronta intempestiva puede hallarse en estos cubos?, ¿qué tensión temporal anima el efecto estético perseguido?, ¿qué dinámica inactual –inmemorial incluso– ofrecen para denominarse contemporáneo? Y podría haberla: en ningún caso se trata de preguntas retóricas. Un cubo o un lienzo, con la historia y tradición que cargan dentro del arte, implosionado y hecho estallar –desfigurado, en suma, en relación al que fuera su origen–, ¿no es ya una arqueología inversa?, ¿no es ya una radiografía de lo arcaico desviado de su origen?, ¿no es un monumento a lo más cercano que en el futuro estaremos de la forma primordial? Pero por otro lado: ¿qué capacidad de acceso a un presente otro tienen estos cubos, qué alteridad pronostican sino la que emana de una estetización en la denuncia impotente de lo ya sabido –el hecho de que nos estemos cargando el planeta?
Lo que queremos poner sobre la mesa en esta ocasión es que si la crítica de corte decimonónico, una crítica valorativa y que haga pie en categorías como el genio, el gusto, la belleza, y una retahíla bastante amplia de lugares comunes, ha de superarse es porque lo fundamental del arte contemporáneo no está en que es arte sino en que es contemporáneo: contemporáneo no en tanto que actual sino, todo lo contrario, como mediación intempestiva con lo impensado de su propio presente, como relación diacrónica con otras temporalidades.
En este sentido, si lo fundamental del arte, lo que le hace merecedor del calificativo de buen arte, es su capacidad para ser contemporáneo –capacidad que por otra parte está perdiendo debido a lo poco crítico de su emplazamiento, su preponderancia a ser más catalogado como arte que como contemporáneo–, de esta exposición de Elena Bajo podremos concluir que son obras de arte contemporáneo… muy poco contemporáneas.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

HIROSHI SUGIMOTO: CON SUS LUCES Y SUS SOMBRAS


HIROSHI SUGIMOTO: BLACK BOX
FUNDACIÓN MAPFRE (MADRID): hasta 25/09/16
(texto original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=476

Es en la archirecurrente obra de Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica donde por primera vez se calibra con precisión la importancia de la fotografía. Esta, su importancia, no viene medida por el valor cultual de las imágenes que ofrece –ya se sabe, el retrato como refugio último del recuerdo de los seres amados, los muertos, etc– sino por su valor de exposición; justo ahí donde el ser humano desaparece y solo queda el rastro de un proceso histórico, la indeterminación de un camino que el espectador debe tratar de encontrar. Pionero de este arte de la exposición fotográfica fue, para Benjamin, Atget y sus famosas fotografías de vacías calles de París: “se ha dicho de él, con mucha razón, que las tomó como si se tratara del lugar de un crimen”.
Pero, sin duda, también podría haberse referido a Daguerre y su famosa fotografía Boulevard du Temple de 1838, la cual parece que es la primera fotografía que representa a un ser humano: un limpiabotas y su cliente que, debido a la quietud con la que aquel desempaña su trabajo, son los únicos en “aguantar” los quince minutos de exposición que se requieren. Parecería, con mayor razón, que esos son los criminales que andan sueltos.
Podría, decimos, haberse referido a esta fotografía pero no lo hizo. Y con razón. Y es que el desarrollo de la técnica está implícito en los agenciamientos de sensibilidades que rigen la comunidad. Es decir: la técnica está para promover y modular las nuevas formas de colectivización del sensorium común –y no, como es lo más cómodo y usual, al contrario. Y en este sentido, lo que Daguerre hizo por razones del desarrollo de la técnica (en este caso incapacidad), Atget lo conceptualizó y le dio forma: la forma precisamente que destilaban ya las grandes urbes como París donde todo transeúnte parece ser un criminal que huye del lugar del crimen. Y donde, sobre todo, las modernas técnicas de reproducción hacían de la imagen algo ya efímero, desubicado, inmanente ya a una economía distributiva del capital.
Es continuando esta serie donde cabe situar el trabajo de Hiroshi Sugimoto (Tokio, 1948) y sobre todo su serie Theaters. Iniciada en 1976, el artista japonés coloca la cámara en grandes cines y autocines dejando abierto el obturador el tiempo que dura la proyección completa de un largometraje. El resultado, no ya por poco sorprendente, es bastante interesante desde un punto de vista conceptual: la pantalla donde ha sido proyectada la película es ahora una superficie blanca, de pura luz, que destaca aun más por la oscuridad de la sala.  
Dicho resultado puede comprenderse como la constatación palmaria de la actual relación que hay entre valor cultual y valor expositivo: “en la fotografía –dice Benjamin en ese mismo ensayo–, el valor de exposición comienza a hacer retroceder en toda la línea el valor cultual”. Es decir, aquello que comenzó a principios del siglo XX es llevado al paroxismo a finales del mismo siglo y principios del XXI por Sugimoto: si la fotografía fue considerada desde algún momento arte fue solo por esta inversión en lo que parecían los motivos representativos de la fotografía, inversión que se fundamenta en que la imagen fotográfica, lejos simplemente de representar aquello que se ve, deja ver algo que no se ve: una huella, una traza, un algo que se ve que no veo.


En este sentido, si los “escenarios del crimen” de Atget remitían no ya a una representación parisina convencional sino al estatus novedoso de una imagen que valía en cuanto pura exposición, en cuanto susceptible de transacción en una mundo que comenzaba a ser pura imagen, Sugimoto no hace sino elevar esta capacidad estética de la fotografía al límite en el que cabe ser pensada en el mundo actual: hoy habitamos una imagen-mundo donde, a decir verdad, no podemos ver nada. Cegados por un exceso de visión, la fotografía es elevada al rango de arte no en función de sus simples requerimientos técnicos y capacidad representativa sino en cuanto capaz de constatar el hecho de nuestra ceguera. Las imágenes, hoy en día, valen todas lo mismo; la ecualización del mundo-capital ha hecho su trabajo a la perfección y la desjerarquización es absoluta. Ver que no vemos nada: he ahí el nuevo régimen escópico al que nos eleva la fotografía.    
Por lo tanto, el interés de esta serie es que toca el núcleo esencial de la fotografía y el sentido en el que puede ser considerado arte. Porque misión del arte en este nuevo estatus dominado por la reproducibilidad técnica es mostrar como en las imágenes que nos bombardean desde todos los frentes, siempre hay algo que no sabemos que vemos: un inconsciente óptico, un algo más que ver. “Algo que conocemos en lo vemos que no sabemos que conocemos”, diría Brea: algo que la cámara fotográfica ve y que a nosotros se nos escapa.
Si ese “algo más” es ahora un pantalla donde no hay nada que ver es porque el valor de exposición siempre ha sido el inverso al valor cultual y, siendo éste ahora máximo –las redes sobrepotencian la fugacidad de un tiempo y de una memoria para el que cada subjetividad debe de estar en continuo reinicio, volcando imágenes ante las que poder construirse– al valor de exposición no le queda otra que reducirse a cero: no ya, como Atget, una calle vacía; más bien una imagen vacía


El resto de series aquí presentadas (Seascapes, Portraits, Dioramas, Lightning Fields) son todas ellas muchos menos interesantes aunque, sin duda, más emotivos y con mayor capacidad para –simplemente– gustar.  Se basan, de una u otra manera, en reconectar el pasado, ya sea a través de lo fotografiado o de la máquina usada; se basan, también, en la creencia –nuevamente aquí Benjamin– de que los objetos y las imágenes tienen memoria, en esa idea de que lo obsoleto, lo pasado de moda –cuando el objeto ha dejado de ser moderno– es capaz de revelar las distintas capas de significado hasta entonces ocultas.
Dioramas (tableau-vivant realizados con animales embalsamados y disecados que remiten al espectador a un umbral entre lo animado y lo animado); Seaescapes (búsqueda del origen del sentido del tiempo a través de consubstanciarse con lo sublime contemporáneo) o Portraits (fotografías hiperrealistas de personajes históricos hechos en cera) son, todos ellos, ejercicios fotográficos sumamente naif y que simulan apuntar a un ya-sido para, ahora sí, recoger todo ese tiempo perdido.
Pero se confunde Sugimoto: si, cómo él dice, la fotografía es una máquina del tiempo no es por su capacidad de retrotraernos al pasado sino más bien de lanzarnos al futuro. De ahí que Theaters sea sin duda lo más interesante: habitaremos en esa pantalla donde se proyecta en un tiempo suspendido y suspensivo una imagen-tiempo que es mera duración; habitaremos un mundo-imagen donde de tanto ver no conseguiremos ver nada, donde no habrá más que un tiempo en expansión agotado en imágenes que se autoproducen a velocidad límite y donde el instante es cualquier instante.
Queda por ver si eso será nuestra condena o nuestra salvación. Pero, por el momento, la tarea de la fotografía es mostrarlo. 

martes, 6 de septiembre de 2016

ARTE Y RÉGIMEN EXPOSITIVO: UNA HISTORIA A TROMPICONES


COLECCIÓN XIII. HACIA UN NUEVO MUSEO DE ARTE CONTEMPORÁNEO.
CA2M: hasta 25/09/16

I
Situados en nuestra parcela de realidad administrada, pareciera que el arte existe desde siempre cuando, más bien todo lo contrario, es un invento de anteayer. Existe, más o menos, desde que el valor cultual de la obra fue perdiendo enteros a favor del valor de exposición. La idea, sintiéndolo mucho, no es mía: Benjamin reflexiona teniendo en cuenta que “la recepción de obras de arte sucede bajo diversos acentos, entre los cuales se destacan dos contrapuestos. Uno de esos acentos reside en el valor cultual, el otro en el valor de exposición de la obra de arte”.
Si el valor cultual de una obra –de arte, se dirá a posteriori– remite al umbral de lo sagrado, al culto a los muertos, al aura –si mantenemos un lenguaje benjaminiano–, el valor de exposición nos sitúa, de una u otra manera, en la idea de que el valor que adquiere la obra está en relación con el régimen de exposición en el que se inserta, y que si éste es el régimen llamado “arte” entonces se trata, a modo de perversa tautología, de una obra de “arte”. En este sentido, faltaba poco más de un siglo desde el que fuera el nacimiento del arte para que el valor de exposición –cimentado en un ámbito del arte convertido ya en institución– eliminase todo oponente y reformulase la propia definición de arte: arte es lo que la institución dice que es arte, arte es lo que los artistas dicen que es arte, etc.
Pero antes de que eso ocurriese, fue dentro de este régimen de exposición que el arte mutó sus presupuestos y pasó a ser dispositivo dentro del cual el nuevo sujeto moderno, la nueva burguesía ilustrada, encontró su emplazamiento más apropiado. El gusto, palabra desconocido hasta entonces dentro de las artes, pasó a ser núcleo referencial para un arte llamado ahora a servir de sustrato ideológico a las nuevas sociedades en el capitalismo de primera hornada.
Es en esta situación –si se me permite otra digresión antes de entrar en pormenores– que la figura del crítico de arte emerge con fuerza: el crítico está (estaba) llamado a dirigir a la burguesía hacía un gusto educado; el burgués era el nuevo espectador para un nuevo arte basado en una nueva belleza. Era, decía Baudelaire alentando a la burguesía, “necesario que seáis capaces de sentir la belleza”. Tanto es así que sus textos para el Salón de 1845 y 1846 están dedicados –no sin cierta ironía al burgués: “vosotros sois los amigos naturales de las artes, porque sois ricos unos, sabios otros”.
El crítico tuvo su lugar hasta que, como hemos señalado, dentro de la antinomia entre valor cultual/valor expositivo el peso de lo expositivo ganó por KO técnico. El arte, convertido en esfera propia, en institución que ya anticipaba la industria en la que se ha transfigurado, no necesita ya de avezados críticos que medien entre la esfera del arte y el público. Ahora ya no hay gusto que guiar porque el arte ha elevado su estatus ideológico y ya funciona como dispositivo de máxima coerción social. No hay nada que revelar del arte porque el arte es –simple y autoreflexivamente– el lugar donde el arte se cree sus propias mentiras.


La figura que pasó a ser decisiva fue la del comisario. Éste no es ya quien media entre público y arte (como ámbito más o menos institucionalizado) sino quien hace viable la relación antinómica entre la libertad del artista y la libertad del propio arte. Esto tampoco es idea mía sino de Groys: el artista y el curador encarnan, dice, dos tipos de libertad, “la libertad de producción estética, soberana, incondicional y sin responsabilidad pública; y la libertad de la curaduría, institucional, condicionada y públicamente responsable”. Es decir, el comisario ayuda al arte en su intento de aumentar el valor de exposición contra el valor cultual. Es en este sentido que el propio Groys comprende la otra acepción de comisario: curador. “La curaduría, sostiene el filósofo alemán, cura la incapacidad de la imagen, su incapacidad para exhibirse a sí misma”. Es decir, la curaduría hace visible a la imagen, le da acta de visibilidad, la otorga capacidad para ser exhibida.

II
Estas breves notas –acerca del arte, su capacidad de exhibición, la labor del arte y del comisario– para hacer más interesante la ya de por sí sumamente interesante exposición Colección XIII. Hacia un nuevo museo de arte contemporáneo que hasta el día 25 de septiembre puede verse en el CA2M. Y es que la exposición rastrea algunos de los diferentes modos en que el arte ha ido mutando su sesgo exhibitorio para llegar a ser lo que hoy en día es.
Según lo que hemos ido diciendo, la labor propia del arte como dispositivo ideológico consiste en ir perfeccionando sus modos de exhibición para hacer del arte un ámbito privilegiado donde el valor principal sea el valor propiamente de exhibición. Desde este punto de vista, esta exposición bien podría comprenderse como una genealogía de los modos y maneras en que ha ido perfeccionando el arte su modo de exhibición, desde su propia acta de nacimiento halla en la bisagra que va de finales del XVIII a principios del XIX hasta 1959, fecha en la que coincide la exposición Toward the New Museum of Modern Art (Hacia el Nuevo Museo de Arte Moderno) en el MoMA de Nueva York y que sirve de referente y el último de los casos presentados, el del Museo de Arte Contemporáneo creado en ese mismo año.
Según el dossier de prensa, “no se trata tanto de reconstruirlos, como de probar cómo funcionarían hoy esas formas de montar, intentando evidenciar cómo la percepción y el significado de las obras de arte quedan condicionados por el modo y el contexto en el que se exhiben. Estos dispositivos traducían la idea que se tenía de arte, exposición y espectador en las épocas en las que se desarrollaron, e incluso pueden vincularse a la representación del poder, asociándose al concepto de autoridad, y a la construcción de identidades. Se convirtieron en un elemento que mediaba y modificaba la interpretación de las obras”.
Con estas premisas, Sergio Rubira –comisario de la exposición– ha seleccionado cuatro momentos cúlmenes en el ideario expositivo español para delinear, a partir de la colección del CA2M y de la Fundación ARCO, una metaexposición, una exposición sobre los regímenes de exposición. Estos momentos son los siguientes: 1819 y la fundación del Museo del Prado; el Museo de Arte Moderno, inaugurado en 1898, a petición de los propios artistas de la época que demandaban un espacio propio; el proyecto no realizado que el arquitecto Fernando García Mercadal hizo durante la II República; y por último, la inauguración en 1959 del Museo de Arte Contemporáneo en Madrid y los dispositivos creados para este museo por su primer director, el arquitecto José Luis Fernández del Amo, como la denominada Sala Negra.


A cada fecha, de manera sucinta, se le puede etiquetar con una determinada nomenclatura expositiva. El Prado remite al gabinete de antigüedades y a lo abigarrado de las obras expuestas para dejar caer la idea de abundancia y, sobre todo, subrayar los criterios enciclopedistas que habían marcado el nacimiento de estas instituciones a finales del siglo XVIII. El Museo de Arte Moderno apostaba, por el contrario, por una visión academicista del desarrollo del arte español del siglo XIX, hasta que en 1931 fue nombrado director Gutiérrez Abascal que, subrayando el concepto de progreso, primó el orden cronológico intentando así construir una historia propia del arte en España. Por su parte, la Sala Negra, vinculada al Museo de Arte Contemporáneo creado en 1959, suponía una impronta dramática ya que los cuadros se exponían atentos al juego de luces y sombras que la iluminación generaba.
El efecto logrado y, sobre todo, la reflexión a la que da pie esta exposición es sobresaliente. Que el modo de exponer no es en absoluto algo inocente ya lo sabíamos; pero tener al alcance de la mano la historiografía básica de ese “devenir exposición” del propio arte es un lujo que nos brinda el CA2M y que sin duda hay que situar donde se merece.
Como conclusión –o al menos una de las conclusiones–  la idea de que el diseño expositivo funciona como pharmakon de la propia obra de arte y, por elevación, del propio arte. Es decir: el régimen expositivo por una parte, como hemos dicho antes, da visibilidad a la imagen otorgándole el estatus de “arte”, pero por otra parte, en ese mismo movimiento, anula la propia “contemporaneidad” del arte, esa capacidad del arte para mostrar lo impensado de cada “actualidad”, el anhelo de resistencia del arte a, incluso, ser expuesto.
En este sentido, si el arte es siempre la idea del arte que se tiene en cada época –la cual viene destilada sobre todo por el régimen de exhibición en el que se inserta–, esta idea “exhibida” del arte es solo la mitad, quedando silente la otra mitad, la olvidada, la perdida. Ambas “historias” no se dan en tanto que oposición sino como relación dialéctica. Así, en el “devenir exposición” del arte, devenir acelerado por las propias técnicas de reproducción, la función del arte cambia pasando de la propiamente artística a la política.
Así, más si cabe –y nos adentramos por meandros desconocidos– el arte claudica de su actual destinación política al requerir, cómo no ahora también, un régimen expositivo desde el que mostrarse, una institución desde la que postularse. Porque, ¿qué conocimiento va a generar si este viene suplantado por una agencia cognitiva cuya labor es precisamente purgar al propio arte de su impulso disruptivo? A este respecto, la tan consabida pulsión de archivo o documentación –estrategias que nos lanzan más allá de ese 1959–, ¿suponen modos de escapar a la espectacularización del escaparate museístico o no es sino, como aquí sostenía Brea, “una herramienta falaz de legitimación del museo o la exposición o la Bienal (…) que por debajo esconde una inversa operación de completa ‘desactivación’ o neutralización del archivo”?
         En cualquier caso, esta exposición nos lanza a hacernos estas preguntas, a preguntarnos por la institución-arte en relación con el arte, a cuestionar los logros, a mediar en todo lo que queda irresuelto. Y, cómo no también, a plantearnos desde que parámetros debe de llevar a cabo su tarea el comisario y, si me apuran y aunque barra para casa, el crítico.