viernes, 30 de enero de 2009

LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL JUEGO

DAVID LEVINTHAL: ‘SPACE’
GALERÍA JAVIER LÓPEZ (30/10/08-4/12/08)

Si, aún corrigiendo a Calderón, sabemos ya desde hace tiempo que la vida es juego, el hecho de que el arte haya terminado incoado incluso en la ludopatía, se viene intuyendo al menos desde que Warhol profetizó nuestros pequeños quince minutos de gloria a modo de jugada maestra. Y es que solo haciendo partícipes a todos de la glamurosidad del proyecto lúdico-artístico en el que ha devenido la racionalidad ilustrada, se puede seguir legitimando su existencia.


Que la autonomía del arte descansa en la absurda democracia de fingir que todos somos bienvenidos en el juego es algo ya tan sabido que hace hasta a veces insoportable seguir emulando la emoción de otra jugada. La impositiva autorrepresentación con el que el arte actual dota a sus jugadas nos hace preguntarnos si el decir de Gadamer de que “algo siempre está en juego” como metáfora del arte no es en sí misma una imagen tan manida como vacía.
Sin embargo, a David Levinthal la tirada de dados en su particular jugada le ha salido redonda: le ha bastado abrir la caja de sus juguetes infantiles para seguir jugando a otro juego que, pese a lo que se nos intenta hacer ver, parece diferir poco de aquel de su niñez.
Con todo, la exquisita genialidad de David Levinthal no consiste en no haber tenido que cambiar de “juguetes” (ni siquiera parece que de vida, pues el sigue a la suyo: jugando como si tal cosa), sino de haber sabido introducir ahí mismo, en la radical semejanza y clara identidad con aquello que todos conocemos desde nuestra primera infancia, lo inestable y lo extraño, lo ajeno y lo próximo al mismo tiempo. Es en la pomposa artificialidad estética con que dota a todas sus fotografías donde encontramos a la vez lo cálido de volver al lugar de nuestra infancia y lo terrible de vernos sacudidos, cuando nos creímos ya libres, por un juego tan inocente.
Así, sus fotos rechazan cualquier dialéctica entre distintos valores de verdad y se instala por pleno derecho en la radical estética de lo falsario. Si en el mundo cibernético actual está claro que real y virtual no son dos “realidades” contrapuestas, sino que son incluso complementarias, las imágenes de David Levinthal se desplazan a la jugada que parece ser eliminada precisamente en este “arte como juego” de principios del siglo XXI: lo falso y mentiroso. Como si se temiera que el truco fuese desvelado, el arte detesta ser tildado de falso: real, virtual o hiperreal, pero nunca, por favor, la mentira. ¡Qué mayor ilusión que un juego, el juego del arte, con marchamo de teoría de conocimiento entre sus reglas!
Pero David Levinthal logra con este doble y simple desplazamiento a lo artificial y al recuerdo de una infancia donde el juego era jugado en libertad devolvernos allí donde ya no pertenecemos: a la representación. Y lo curioso es que la jugada de regreso que nos propone no nos sale gratis sino que a duras penas somos capaces de mantener el tipo: con su serie de muñecas barbies, aparte de consideraciones de cosificación de género, nos vemos asaltados por la inocencia de un juego que dudamos ahora tildar como tal; con la artificiosa y sensual sugerencia de sus ‘pin-ups’ vemos nuestro deseo danzando por aquello que no solo creíamos sobrepasado, sino incluso inexistente; con sus series bélicas nos enfrentamos a lo salvaje de saber que la terrible asunción de un mundo desquiciado estaba ya presente en nuestros juegos.
Y así, una a una, podíamos enumerar todas sus series y demostrar que mas nos vale seguir jugando al juego del arte que intentar un camino de vuelta tan tortuoso como temible. Más nos vale entonces afianzarnos en la sobreabundancia informativa del simulacro que querer trazar las reglas del juego que pensábamos conocer.

Dan ganas, por un instante, de regresar de inmediato a casa y ponernos a jugar otra vez. Quizá, ahora sí, recuperemos de una vez todo lo que entonces desconocíamos. Pero es solo el tiempo justo de percatarnos de que quizá el juego, como el arte, haya terminado. A veces lo falso desvela mas que la verdad.
¡Complazcámonos de que así al menos se nos tiene reservada una jugada maestra! Solo hace falta que sea grabada, emitida y digitalizada.

JUEGO DE ESPEJOS

DOUGLAS KOLK: GALERÍA PILAR PARRA & ROMERO (29/10/08-13/12/08)
ANISH KAPOOR: 'ISLAMIC MIRROR', MUSEO DE SANTA CLARA (25/11/08-10/01/09)

Que el arte ha entrado en un progresivo ensimismamiento es algo patente casi desde su mismo origen. No podía ser tampoco de otra forma ya que en su definición lleva inscrita el velado solipsismo que lo caracteriza: tomar conciencia es, al mismo tiempo que tomar partido, problematizar lo anteriormente dado como válido.
De otra manera, que al arte se le atribuya acta de nacimiento en forma de teorización estética al tiempo que el sujeto conseguía su emancipación es, al mismo tiempo, el garante de su libertad y la pesada carga que debe llevar en su seno.
Y si ese es su origen (siempre en toda narración, origen factible pero no el único), el tiempo ni cicatriza ni nos vuelve sabios. El tiempo solo es el espectro que a modo de historia general recorre toda construcción artística, a veces incluso devolviéndonos el reflejo invertido de nuestras ‘afianzadas’ seguridades. A este respecto, 200 años de historia no son nada.
Son solo el contenedor cronológico del conjunto de representaciones que, queriendo partir del sujeto productivo, han intentado salir de su yugo y alcanzar los horizontes prometidos por el mismo arte. Pero, al tiempo que la misma historia sigue su “apacible” rumbo, si algo está claro a estas alturas, es que ni paraísos ni horizontes de grandeza nos esperan a la vuelta de la esquina.
El arte nace bajo la promesa de su idealidad representativa pero apenas empieza a respirar se resuelve como la más específica de las negatividades.
¿Qué hacer entonces? Se podrían buscar respuestas alternativas, pero apenas se ensayan, la respuesta se vuelve única: multiplicar los efectos, enfatizar los procesos de desvelamiento e inversión, dinamitar territorios parciales, zanjar la quiebra pero, de inmediato, volver a abrirla y operar allí mismo, en la superficie de su específica negatividad. Es decir, seguir; seguir como sea, pero seguir. No nos cabe otra.
Y seguir no significa otra cosa que sentir la necesidad, específicamente humana, de darnos de bruces, una y otra vez, con nuestro habitar siempre dislocado y con nuestro alterado significar. El arte, en su humanidad, duele. Pero en su negatividad, cicatriza.
Así, sabedor de que renunciar a la dialéctica es renunciar a su propia historia como origen, el arte prosigue su tortuoso camino a empujones volviendo también, en este ir y venir atropellado, a intentar de nuevo lo ya acontecido. De este modo, lo postmoderno, como hijo irresuelto de la modernidad, se fascina con los mismos procesos que ésta creía poder resolver. Pero, sabedor también de que su vuelta será igualmente infructuosa, si se fascina es porque lo traumático hipnotiza y atrae, porque el peligro de lo que yace ya demolido consterna a la vez que ejerce su poder magnético. Y porque, en conclusión, lo traumático solo se explica merced a la repetición.
Así las cosas, lo mas originario en este constante retorno, en la medida en que representar es ya autobiografiar, no es sino el “yo”: el “yo” productivo y genial del origen de la historia del que ahora no queda sino teorías psicologizantes que tratan de dar cuenta de su cosificación en la inmediatez del consumo y en los procesos desiderativos de identidad. Y con ello, cosido a él como el envés que lo hace posible, lo ‘otro’.
Uno y otro, remitiéndose constantemente, entretejen el camino de los intentos postmodernos de dotar al arte de su característica mas propia: la de poder constituirse como crítica de aquellos procesos que lo producen. Porque el camino que parte del ‘yo’ y va hacia lo ‘otro’ es quizá el camino de producción de sentido y objetivación mas radical y en el que los intentos postmodernos pueden encontrar su razón de ser.
La sorpresa del ‘yo’ no existe sin el escándalo del ‘tu’, y ambos factores, entrecosidos, recapitulan todo el proceder productivo de los discursos generadores postmodernos. Por tanto, la revisión y vuelta a temas de identidad son recorridos por el arte actual a modo de claustrofóbica letanía. En este sentido las obras de Douglas Kolk y de Anish Kapoor son dos ejemplos que nos pueden permitir rastrear los intereses actuales en la identidad y en sus procesos constitutivos.
Ambas obras, a pesar de lo diferente de su técnica y de sus presupuestos, están pensadas desde una misma teoría. Ambas surgen desde la identidad pero también se resuelven, o deberían idealmente resolverse, en la identidad. Sin embargo, este ir desde el surgir de la obra hasta su resolución, no es un camino unívoco y preciso, sino que requiere procesos de contemplación y acercamiento que producen interferencias y multiplicidades.
Se puede considerar como rasgo principal de estas dos obras el que hecho de que requieran para su contemplación de un ‘ir al encuentro’ por parte del espectador, y que sea precisamente en este ir al encuentro de la obra donde puedan surgir yuxtaposiciones de discursos que evitan lo patente de la identidad de la que parten y a la que se llega.
Ambas obras, por tanto, se resuelven en procesos de dotación de identidad que, a pesar de parecer patentes, no lo son tanto. De esta manera, el ir al encuentro del que hemos hablado se torna un ir al encuentro existencial que conlleva en su proceso de contemplación toda una infinidad de microprocesos adyacentes como, por ejemplo, el de colocarse previamente en la espera de que surja aquello otro que se desvela en la obra y que presupone el estado de dado del que contempla. Es decir, las obras se resuelven en la actualización plena de los existenciarios del espectador.





El espejo de Anish Kapoor, previo a ninguna contemplación, refleja la imagen invertida de aquello que incide en él. Es decir, el espacio ya es metamorfoseado con anterioridad a la actividad del espectador. Pero una vez que éste se aproxima, una vez que va al encuentro de aquello que desconoce y se le ofrece, lo que encuentra es una multiplicidad casi infinita de ‘yoes’. Su multiplicidad le lleva al desconocimiento y al extrañamiento, a la pregunta por aquel al que reconoce en el espejo pero al que le cuesta recomponer en su totalidad. Es decir, en los breves instantes en los que se pasa de la seguridad plena del ‘yo’ al desconocimiento mas terrible, media solo unos pequeños pasos y un ir al encuentro que ya intuíamos como peligroso.
Sin embargo, basta detenernos y actualizar nuestros sentidos, vernos como fragmentados, como extrañamente lejanos dentro de una cercanía que apenas rozamos con los dedos para descubrir ese ‘otro’ que está detrás de la configuración geométrica de la multiplicidad de ‘yoes’ y que habita con nosotros y en nuestros propios límites perceptivos.



La contemplación estética, ese detenerse y actualizar, toma entonces forma de duración bergsoniana. Y en ella, en el ‘entre’ de su desplegarse como duración que contempla, además de un espacio ya invertido, es ahora el tiempo el que se descompone en dos y el que nos permite completar, de regreso, la síntesis total y efectiva: en aquel ‘otro’ sintético y recompuesto reconozco a ese yo mismo que contempla debido a que ambos compartimos una misma memoria1 y, por tanto, una misma historia.
La obra de Kolk procede a la inversa. El espectador se sitúa frente a la obra en la contemplación de unos ‘otros’ a los que trata de dar forma en su multiplicidad. Intenta el reconocimiento que medie ante la síntesis, pero es expulsado, enajenado frente a lo fragmentario y a un constante remitir de unos rostros a otros que funcionan a la manera de un eterno bucle de significatividad errante. Lo intenta de nuevo, pero pronto se percata de que es solo esa radical otredad la que el artista ha tratado de plasmar.
Y en principio no debería ser así del todo: al menos colocándonos en el papel del artista, y percatándonos de que la obra tiene la forma del perímetro de los Estados Unidos, su país natal, se puede inferir que lo allí representado podría haber tomado otro cariz bien diferente: nada de rostros amorfos ni de violencia neoexpresionista, nada de máscaras ni de anonimato, sino lo plácido de lo conocido y lo tranquilo de aquello a lo que se pertenece.

Es decir, el artista, y nosotros con él, no hace otra cosa que reflejarse a sí mismo como el garante de aquel magma fragmentario de identidades desconocidas en las que su sociedad, como podía haber sido la nuestra, puede ser representada. Por tanto, el tema de la obra, el punto de fuga en el que todos los fragmentos vienen a parar, es el mismo artista, o el mismo espectador, debido a un doble movimiento por el cual, a la vez que se constituye la obra como expresión propia del ‘yo’ del artista (o como expresión de nuestra contemplación), ese conjunto de otredades fragmentarias le necesitan como referente con el qué poder hacer referencia a su otredad.
En ambas obras, por tanto, se produce un efecto de ida y vuelta que termina en lo contrario de lo contemplado. Si el espejo nos devuelve nuestra imagen multiplicada hasta el infinito y es solo recomponiéndola en la necesidad de otro, que soy yo mismo, que dé sentido a lo contemplado, la obra de Kolk nos coloca en el polo opuesto: es ahora la necesidad de un sujeto lo que dotará a la obra de un sentido y de un significado, que aunque no sea unívoco, si pueda al menos dar cuenta de la obra.
Después de este recorrido lo que nos acecha es la pregunta por la posibilidad de un arte actual que tome todavía como premisas la constitución de una identidad. Porque si al principio nos hemos referido al ensimismamiento solipsista del arte, pretender a estas alturas una salida triunfal es tan absurdo como imposible.
Pero no nos frustremos: así es porque así debe ser. El arte moderno, al ser un producto ilustrado, bebe de la fuente de la falsedad que supone la promesa de salida del solipismo que la consideración de una razón universal e ilustrada cree suponer. Lo único, y a lo que debemos aferrarnos en ese ‘seguir’ al que antes hemos apelado, es que en su incapacidad desvela precisamente esas miserias ilustradas: no solo es imposible toparnos con otro al que reconocer, sino que tan pronto salgamos de nuestro solipismo, la extrañeza de nuestro propio “yo” nos hará desear la seguridad de mantenernos en el desconocimiento de nuestras reales y efectivas fronteras.
Y esa es la cuestión, o no. Porque, además de no haber respuesta, es que tampoco importa mucho2.



1- “Nuestro sentimiento de la duración, quiero decir, la coincidencia de nuestro yo consigo mismo, admite grados. Pero cuanto más profundo es el sentimiento, y mas completa la coincidencia tanto mas absorbe la intelectualidad la vida en que nos sitúan superándola.” Bergson, H., Memoria y vida, Alianza Editorial, Madrid, pág 60

2- “¿No es ésa la cuestión? No, pero llega un momento en el que lo que está a punto de ser revelado se oculta de hecho al arrojar la máscara de su identidad, en el que la identidad misma se revela como otra máscara, una máscara menor, previa a la que habíamos llegado a conocer y aceptar. (…) Pero el día está ahí para asegurarte que las cosas no pueden ser de otro modo.” Ashbery, J., Tres poemas, DVD, Barcelona, pág. 82.

martes, 27 de enero de 2009

LAS HEREJÍAS DE PEDRO MEYER

PEDRO MEYER: 'HEREJÍAS'
GALERÍA FERNANDO PRADILLA: Noviembre 2008

La palabra herejía nos hace remitir a tiempos pretéritos y a violentos momentos de poder dogmático. Pero si atendemos al significado plausible de la palabra herejía, y nos percatamos de que el poder ha dejado de ser cualquier cosa menos dogmático, no nos costará inferir que las herejías están a la orden del día.
Y es que la herejía no es sino la estructuración mediadora entre dos realidades de una manera diferente a lo estipulado de ordinario. Así, la más común de las herejías, la religiosa, no es otra cosa que la teorización de una relación entre la realidad humana y la trascendental que no cumple los requisitos institucionalizados.
A partir de esta definición y considerando la asunción de multitud de realidades que han tenido lugar en los últimos tiempos, no es de extrañar que la estructuración entre todas ellas haya sido lugar común de teóricos venidos de diferentes ámbitos. Con todo, es el arte, con su poder como creador de imágenes y de representaciones, el lugar donde esta mediación ha encontrado el acomodo perfecto. De ahí también que el arte, en cierto sentido, no sea otra cosa que herejías en continúo movimiento.
Porque, tan pronto como una imagen crea la síntesis mediadora entre realidad e idealidad requerida, el arte mismo, su necesidad, se trasciende a si mismo en busca de otras maneras de adecuación. Quizá la historia del arte no sea otra cosa que el intento desesperado de crear la imagen que cada sociedad está dispuesta a representar como herejía de su tiempo.
Digo esto porque, incluso retrotrayéndonos a Altamira, el proceder es siempre el mismo: el poder del arte crea la imagen nunca antes aparecida que consigue vincular dos realidades esenciales para el hombre. En este caso, los dibujos de mamuts, no son solo mamuts: son el objeto en el que el hombre primitivo ponía toda su vida, ya que él era su sustento, y, representándolo, le otorgaba otra realidad, una realidad sagrada y totémica, debido a ese carácter de mediador entre la vida y la muerte que el mamut tenía.
En su carácter de representación y mediador de realidades la imagen se convierte en arte. En su carácter de novedad, la imagen se torna sacrílega y herética.
Pero si a lo largo de los siglos las realidades, a pesar de devenir en complejidad, no han sido, en resumidas cuentas, mas que dos (la física y natural, y la trascendente), en los últimos tiempos, como ya hemos indicado, las realidades se han ido sucediendo una detrás de otra.
Esta proliferación se debe principalmente a dos causas: el sujeto ilustrado y autónomo, y el protagonismo que ha tomado la tecnología. La génesis de cada una de ellas nos llevaría por un recorrido por las herencias ilustradas y modernas que han devenido en los últimos lustros en una teorización del momento histórico como postmoderno.
Lo real, transgredido por un acopio incesante de imágenes tecnológicas, devino en lo digital y de allí, con la ampliación de las relaciones humanas en la nueva estructura del ciberespacio, pasó a la realidad virtual. Por otro lado, esa misma realidad física, pero ahora bombardeada por un flujo incesante de información acerca de cualquier dato, se convirtió, merced a los mass media, en una hiperrealidad tan incesante con inestable: cualquier acontecimiento real está mediado, e incluso debe su existencia, a la repercusión informativa que pueda llegar a tener, de ahí que la información sea la que mediatice lo real y que, de esta manera, cualquier acontecimiento devenga su propio simulacro merced a estas relaciones de sobre saturación informativa.
La complejidad del mundo actual se debe a las relaciones que se producen entre ámbitos diferentes de estas realidades, entendidas de una manera complementaria, las unas de las otras, más que opuestas.
Por tanto, si las relaciones se han convertido en un entramado por el que resulta difícil moverse, el arte, sin perder un ápice su poder representativo y mediador de realidades, se ha visto sobresaltado por una infinidad de nuevos registros con los que poder operar. Así, las herejías, las funcionalidades operativas entre ámbitos distintos de realidad, se han visto multiplicadas exponencialmente: reproductibilidad de la imagen, apropiacionismo de imágenes, digitalización, manufacturación, virtualidad de la imagen. Y con todo ello, no solo el ‘fin’ sino también el ‘medio’ se ha visto sobrepasado de tal manera que incluso a veces el arte se queda en la teorización del medio sin encontrar, a modo de lenguaje artístico propio, una salida: fotografía, cine, video, internet, etc.
Como se ve, las combinaciones entre realidades, medios y fines son casi infinitas, consiguiendo que cada imagen sea una radical herejía. Pero, como era de esperar, no es todo tan fácil. La misión mediadora del arte se torna con todo este andamiaje conceptual más compleja y difusa. Hoy en día, hay pocos artistas que sepan colocarse en el espacio abierto de dos realidades y disponerse a representar una relación y un diálogo
Pedro Meyer, sin duda, es uno de ellos. Sabedor de todas estas nuevas referencias con las que el arte opera en la actualidad, no ha dudado en titular al proyecto expositivo que le ha llevado a recorrer diferentes países como ‘Herejías’. Porque, ¿qué otras cosas son sus imágenes sino puras herejías?, ¿qué consiguen sino poner entre paréntesis la seguridad ‘real’ de un dato para recomponerlo, deconstruirlo o virtualizarlo?
Un dólar será siempre un dólar, pero la efigie del Ché en él nos hace distorsionar una realidad y modularla según otros parámetros. Un coche antiguo y desvencijado, puede no ser otra cosa que eso, pero en la imagen recompositiva de la fotografía se nos muestra en todo su esplendor de belleza desgastada. Un enano rodeado de putas nos hace situarnos, en esa mezcla de patetismo humorístico, en un mundo diferente, quizá mas humano, quizá mas sensible, quizá también mas árido, pero, sea como fuere, radicalmente otro.
Y, brotando de ese espacio ‘ontológico’ de realidades que dialogan, un fino humor lo cubre todo. Un humor a veces mordaz, otras irónico, pero que en todas y cada una de sus imágenes permite el diálogo prometido entre realidades ajenas. Que la herejía surja del humor puede ser paradójico, pero es la manera de no tensionar y que todo salga por los aires.
Historia, tiempo pasado y presente; todo se mezcla abriendo espacios de libertad y obligándonos a hacer preguntas. Sus imágenes cuestionan de manera consistente, pero también permiten la relación, los límites entre la verdad, la ficción y la realidad. Pero es que no es solo eso; es que afirmando que toda fotografía, manipulada digitalmente o no, refleja veracidad y ficción en idénticas dosis, desplazó la relación realidad/ficción hasta entonces sostenida por muchos fotógrafos no tardando, como era d esperar en ser calificado, y con toda razón, como hereje.
Y este desplazamiento de la veracidad, supone más de lo que se cree: porque si esto es así, la credibilidad necesita también de un nuevo ámbito. Ya no puede venir de la imagen misma, por supuesto. Ahora depende del mismo fotógrafo, de la fiabilidad de su obra, del medio de difusión, de las estructuras de la información. Esto Meyer también lo supo anticipar: "En la era de la fotografía digital, la credibilidad ya no radicará en la fotografía misma, sino en el autor de la foto y en el medio de difusión."
Así pues, sus imágenes permiten el diálogo de igual a igual con realidades diferentes donde juicios como veracidad o falsedad deben de ser pospuestos, incluso quizá eliminados, en virtud de una actualización de las posibilidades, en forma de herejías, del arte actual. Conseguirlo y no quedarse en la candidez de imágenes emotivas, reales, o incluso bellas, es el radical logro de la ingente obra de Pedro Meyer.

domingo, 25 de enero de 2009

A MODO DE COMIENZO: BAUDELAIRE Y LA VIDA MODERNA

UNA NUEVA CRÍTICA

Si los escritos de Baudelaire como crítico de arte tienen gran valor es, a pesar de su relativa brevedad, por aunar los principales problemas a los que el arte, y más en particular la pintura, se estaba ya enfrentando a mediados del siglo XIX. A parte del valor literario en sí mismo, el genio de Baudelaire despunta en estas páginas al comprobar como, de manera clarividente, es capaz de delinear, diseccionar y conectar entre sí todas las novedades que estaban sacudiendo a la sociedad de aquella época.
Paradigma de esta fractura que Baudelaire ya siente como propia en relación al mundo decimonónico, su crítica inicia una nueva forma de relación con la experiencia artística. Si hasta entonces la crítica, heredera del espíritu ilustrado, se había puesto la misión de mostrar y de adjetivar, de hacer comprender o de vanagloriar sus méritos, con Baudelaire la crítica no hace sino completar a la obra artística. A este respecto Baudelaire dice que “para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica ha de ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde el punto de vista que abra el máximo de horizontes”1.
No queremos decir que Baudelaire, con esta apelación a la apertura de horizontes, inaugure una hermenéutica del sentido en la obra de arte, pero si que es bien significativo que su crítica, dirigida hacia una nueva belleza necesitada, como veremos, de una nueva manera de sentir, le sea también inexcusable reflejar un nuevo modo de acercamiento y reflexión.





Fiel reflejo de esta apuesta por lo nuevo que Baudelaire personifica a modo de bisagra entre don concepciones, está el hecho de que insista por dos veces, en los Salones de 1845 y 1846, en dedicar sus escritos a los burgueses. Baudelaire, sabedor de la nueva modernidad, enfatiza aún mas la ruptura con el pasado mediante este gesto, tan irónico como necesario, de apelar al burgués como espectador y de declarar como “necesario que seáis capaces de sentir la belleza”2.
Baudelaire juega con la necesidad que siempre ha tenido el arte de verse representado por las altas instancias de la nobleza, la burguesía y el clero, hasta el punto de ser entendido como un producto dirigido eminentemente hacia ellos, y les invita a desempeñar, ahora también en la modernidad, su papel, y a declararse los destinatarios de ese nuevo arte moderno. Pero, al tiempo que Baudelaire declara tal necesidad, sabe que es imposible, que el interés del burgués ya no tiene nada que ver con esta nueva estética modernista.
“Vosotros sois los amigos naturales de las artes, porque sois ricos unos, sabios otros”3. Bonita sentencia para unos tiempos en los que, como bien sabía Baudelaire, la estética ya había dejado de ser mediación entre el sabio y el industrial.
Sin embargo, lejos de democratizar el arte, Baudelaire no claudica del todo de la posición elitista que la contemplación del arte siempre ha llevado consigo. Lo que hace es remitir a la necesidad del surgimiento de un nuevo burgués, un nuevo espíritu sensible a la nueva sensibilidad que él proclama: el dandi.
Pero lo radicalmente valioso de Baudelaire es el intento y el ejercicio de reflexión que destila toda su obra crítica por dar identidad a la pintura. En una época de mezcla de poderes de cada arte, Baudelaire se esfuerza por no caer en lo decadente y descubrir cuales deben ser los nuevos temas para la pintura y cual debe ser su nueva belleza.
De ahí su odio por la escultura, a la que veía como todavía presa del yugo neoclásico y de la que había que independizarse cuanto antes, y por la fotografía. A este respecto Baudelaire comenta que “si se permite que la fotografía supla al arte en algunas de sus funciones pronto, gracias a la alianza natural que encontrará en la necesidad de la multitud, lo habrá suplantado o totalmente corrompido”, y añade que “es necesario, por tanto, que cumpla con su verdadero deber, que es el de ser la sirvienta de las ciencias y las artes”4. De ahí también su apuesta por el color en detrimento de la línea: mientras el primero tenía un marcada cariz escultórico, solo el segundo era capaz de captar el movimiento y la atmósfera que la modernidad reclamaba para sí.
Por tanto, sin la pasión que Baudelaire tuvo por la pintura, posiblemente no hubiese nunca llegado a inferir las claves que este arte necesitaba para erigirse en toda su grandeza en las décadas siguientes. Como suele ocurrir entre los grandes, su pensamiento solo adquiere su verdadero estatus si se sigue de una fe y una pasión desbordante.


MODERNIDAD Y ROMANTICISMO EN BAUDELAIRE

A pesar de todo lo dicho hasta aquí a modo de introducción y de que es cierto que en algunos aspectos sí que puede ser considerado como el hombre que prefigura la crítica moderna, su figura trasciende la mera labor de crítica y le lleva a ser considerado el padre de la modernidad.
Obviamente que la modernidad puede ser reconstruida siguiendo sendas bien diferentes y que, por tanto, atestiguarle una paternidad es tan inconsistente como banal. Pero, a pesar de todo, Baudelaire se erige como una de las figuras claves y fundamentales para entender el paso a la modernidad. Quizá su importancia radique en que no solo desde la teoría, sino que también desde su praxis vital sea desde donde intente sentar las bases de una nueva manera de sentir y de mirar.
Y para engarzar consistentemente teoría y praxis, Baudelaire se ve necesitado de desdeñar todo aparato conceptual y metafísico desde donde siempre antes, al menos desde el Romanticismo, se había intentado acceder al arte. Con él se da carpetazo, al menos momentáneamente, a la autoconciencia artística filosófica. Baudelaire es bien claro a este respecto: querer enclaustrar al arte en un sistema racionalmente impecable es querer matarlo: “Cuanto mas quiera el arte ser filosófico claro, más se degradará y se remontará hacia el jeroglífico infantil: por el contrario, cuanto mas se separe el arte de la enseñanza, mas se elevará hacia la belleza pura y desinteresada”5.
Siguiendo sus deseos de no conceptualizar sus escritos, Baudelaire desdeñará la forma tradicional de sistema, único y cerrado, desde donde expresarse. De esta forma sigue la senda iniciada por H. Heine en Alemania en su ataque a todo sistema cerrado: “he intentado más de una vez, lo mismo que todos mis amigos, encerrarme en un sistema para predicar a mis anchas. Pero un sistema es una especia de condenación que nos empuja a una perpetua abjuración; siempre hay que inventar otro, y ese es un cruel castigo”6.
Este olvido de cuestiones metafísicas no es para Baudelaire un olvido condenatorio de una forma antigua y anquilosada de entender el arte que es necesario olvidar, sino que es a partir de una nueva problematización de esos mismos conceptos desde donde su figura emerge. Tanto es así que es precisamente desde el concepto de ‘instante’, tan teorizado en el Romanticismo, desde nuestro crítico empieza a reflexionar.
El instante en el mundo romántico remitía al momento en el que, merced a la contemplación del espectador, sujeto y objeto se fusionaban. Así, el instante remitía a una eternidad ya para siempre imposible de desgajar donde la fractura existente entre el objeto y el sujeto, entre lo humano y la naturaleza, entre lo necesario y la libertad, quedaban redimidas merced a ese instante estético de contemplación que solo el arte era capaz de aportar. De ahí la supeditación que existía en Schiller, por ejemplo, de la filosofía al arte.
Las consecuencias de esta metafísica del arte, aunque escapen a este breve ensayo, si pueden ser mostradas para ver más claramente el rompimiento que en el arte tuvo la reflexión de Baudelaire.
Por ejemplo, el artista, al ser capaz de saltar sobre la brecha que el pensamiento suponía entre objeto y sujeto, era tratado como genio. Él, y solo él, era el que siendo capaz de ejercer su libertad plenamente lograba representar mediante su arte la adecuación y unidad entre todas las oposiciones. Esa promesa de unidad que se consideraba que el arte llevaba dentro de sí, era incluso visto como un algo mas allá al conocimiento humano; algo que deleitaba, pero que también asombraba y a la que se le temía. Kant fue el que conceptualizó esta manera de sentir mediante el recurso a lo sublime, entendiéndose como aquella experiencia a la que no se le podía mediar ningún concepto.
Fue Schiller el que, intentando domesticar este sentido de lo sublime, dio la vuelta a la relación arte/filosofía e hizo de la intelección intelectual el eje de su pensamiento, del arte y de la filosofía en general. Esta intelección, que remitía a una contemplación estética, fue considerada como la verdadera forma de conocimiento, como una forma de aprehensión de una realidad y como un retorno de las formas objetuadas a la conciencia de un yo creador.
Por tanto, la teoría romántica del arte concluye en una nueva forma de conocimiento basada en la contemplación, el gusto y, como no, el instante como momento en el que sujeto y objeto se funden en un conocimiento/contemplación.
A partir de aquí, y no solo en contra de estas teorías idealistas, sino también en fructífero diálogo, el recorrido que nos puede llevar a una compresión más originaria del pensamiento de Baudelaire, se puede hacer más claro y diáfano.
Para empezar, y como ya hemos apuntado mas arriba, el recurso al instante en Baudelaire está totalmente incardinado dentro de una nueva praxis vital que solo puede ser entendida desde las nuevas prefiguraciones postrománticas de la ciudad, el sujeto y su historia.
El arte, como todo fenómeno humano, apela a una historicidad desde donde se explica y se comprende a sí mismo. Es decir, es imposible por ejemplo acercarse a una obra griega sin remitirse a la historia propia de esa civilización e intentar dar cuenta de ella en una mera contemplación. Pues bien, lo que lleva a cabo Baudelaire es diluir precisamente ese sentido histórico que la obra de arte lleva dentro de sí y hacerla remitir a la praxis concreta y vital del individuo.
Esto tampoco es casual. Después de la tesis hegeliana del fin del arte entendida como conclusión y cumplimiento de unas metas, la experiencia estética ya no podía descansar sobre los mimos pilares; o se dejaba de hablar de arte o se delineaban otras maneras, mas modernas, de vivir y de sentir. Si el ‘error’ de Hegel, en la lucha entre la Historia y el instante, fue apoyar a la Historia, y la ‘trampa’ romántica fue subsumir el instante dentro de una Historia lineal, la brillantez extrema de Baudelaire fue deslindar de una vez y para siempre al instante de la dictadura del Tiempo y de la Historia.
Pero el querer escapar de la tiranía del concepto y de la angustia metafísica de la contemplación, trae consigo una relajación en los márgenes, un disolverse de la Estética como categoría histórica en la praxis vital no ya tanto del artista, sino del que contempla. Ahora el eje por el que discurre el arte no es la obra ni es el artista; ahora el centro es el sujeto que con su contemplación genera una nueva redefinición de todos los conceptos de la estética romántica.
El aristócrata y burgués ilustrado era el que gozaba con lo pintoresco, el que disfrutaba y experimentaba la naturaleza, el que educaba su gusto. El romántico era el que se extasiaba ante lo sublime de la Naturaleza, el que se dolía ante el desgarro que esa misma Naturaleza producía en lo Humano. Pero ahora, ya en la primera etapa industrial, surge un nuevo ciudadano: el dandi.
Este hombre es entendido como un ciudadano que vive y siente la ciudad, que pasea, que se sabe de su época y de su mundo, que goza de los instantes pasajeros que un simple paseo pueda darle, que es capaz de disfrutar de los momentos que fugazmente se muestran ante él. El dandi es por tanto el que sabe que la única manera de salvación es hacer de toda su vida arte.
Quizá esta estetización de la vida sea el paso ineludible que se debía de dar después del logro ilustrado de la teoría del gusto. En dicha teoría se hacía por primera vez remitir a una autonomía y a una autoconciencia que apelaba al individuo como aquel que llevaba a cabo un juicio reflexionante en relación a un objeto sin mediar relaciones de finalidad. Ahora en Baudelaire, desligando el juicio reflexionante del gusto de cualquier instancia histórica más que la que la fugaz modernidad pueda dar, la vida, como sucesión de momentos de contemplación estética, se disuelve en el arte.




BELLEZA Y PINTURA

Así pues, unidos a esta nueva etapa de modernidad que Baudelaire descubre en todos los órdenes de la vida, dos son los problemas claves a los que se enfrenta en la teoría que despliega: la belleza propia de la modernidad, y dar identidad a la pintura dentro de ese nuevo concepto de belleza.
Ambos van de la mano ya que, al cambiar el concepto de belleza, la pintura debe de cambiar sus propósitos si quiere seguir siendo considerada el arte capital.
Comenzando por la belleza, Baudelaire hace un esfuerzo titánico por demostrar que, también su época, como todas las anteriores, tiene su clase de belleza. Lo que hay que hacer por tanto no es enclaustrarse dentro de unos tópicos y unas formas ya caducas de belleza pasada, sino lograr descubrir cual es esta belleza moderna y, después, plasmarla en el lienzo. B hace un alegato del irremediable presente en el que la belleza y las artes, y en especial la pintura, deben de descubrirse de nuevo. Así dice: “el placer que obtenemos de la representación del presente se debe no solamente a la belleza de la que puede estar revestido, sino también a su cualidad esencial de presente”7. Por tanto, un primer factor a tener en cuanta es la importancia del presente.
Lo novedoso en Baudelaire es asignarle una parte de fugacidad al concepto tan inamovible hasta entonces de belleza. “Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por alternativa o simultáneamente, la época, la moda, la moral, la pasión”8. Esta idea ya la muestra de manera radical en su Salón de 1846: “la belleza absoluta y eterna no existe”9.
Esta nueva forma de caracterizar la belleza no es algo secundario en su pensamiento, sino que es lo más radical y sobre lo que descansa sus intentos de dar un nuevo sentido a la modernidad y, por ende, a la pintura. Tanto es así que caracteriza a la modernidad con los mismos atributos con los que ha tratado de definir la belleza: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”10. Modernidad y belleza remiten el uno al otro de tal forma que es imposible pensarlos de manera independiente. La belleza ahora solo surge de la pasión moderna.
Una vez sentadas estas premisas el problema es el siguiente. Si la belleza ha cambiado, si la modernidad le ha obligado a redefinirse, es obvio entonces que la pintura no puede seguir siendo la esclava de las premisas del neoclasicismo. Pero, ¿cómo debe ser esta nueva pintura?, ¿qué rasgos debe poseer para calificarla como clara muestra del “heroísmo moderno”?
En primer lugar, la oposición no puede ser más obvia: si hasta entonces el arte se entendía como la mímesis de la Naturaleza, a partir de ahora en lo que se debe de hacer hincapié es en la fugacidad del presente en el que se asienta toda la modernidad. Contra la copia perfecta e infragmentable de la Naturaleza, Baudelaire apuesta por la facultad de la memoria y del recuerdo.
Para él la Naturaleza ya no es un absoluto: “La naturaleza no produce nada absoluto, ni siquiera completo, no veo más que individuos”11. Como se puede apreciar, y como hemos intentado indicar mas arriba, a pesar de estar dentro de la tradición romántica, su romanticismo tiene grandes puntos de ruptura con toda la idea de la liberación del sujeto subsumido en una identidad perfecta con la Naturaleza. Baudelaire es un gran decadente: no hay ya posibilidad de salvación; lo único que hay son individuos jugando dentro de un presente tan fugaz como irremplazable.
Ahora, por tanto, el ideal es el individuo, y la pintura, si quiere ser calificada como arte, tiene el deber de reconstruirle mediante el pincel. ¿En qué se basa esta reconstrucción? No se trata ya de dotar al personaje de una mímesis perfecta, sino que se trata de plasmar su carácter, de reconstruir su armonía original. La ejecución perfecta es ahora inconsciente, natural; la pintura debe volver a su infancia, a su origen.
Todo esto conlleva una nueva memoria: “la fantasmagoría se ha extraído de la naturaleza. Todos los materiales de los que se ha atestado la memoria se clasifican, se alinean, se armonizan y experimentan esa idealización forzada que es el resultado de una percepción infantil, es decir de una percepción aguda, ¡mágica a fuerza de ingenuidad!”12.
El pintor ha de captar el carácter del personaje, lograr su síntesis en el lienzo. Ha de dejar que todo salga del temperamento y la pasión. Se juega con “el miedo a no ir lo bastante rápido, a dejar escapar el fantasma antes de que la síntesis de haya extraído y captado”13. La lucha es “entre la voluntad de verlo todo, de no olvidar nada, y la facultad de la memoria, que ha adquirido el hábito de absorber vivamente el color general y la silueta, el arabesco del contorno”14.
Para él entones “el gran artista será pues el que una a la condición de la ingenuidad, el mayor romanticismo posible”15. Esas, y no otras, son las características de la belleza moderna.

EL COLOR

Esta noción moderna de belleza que acabamos de caracterizar, Baudelaire la une al protagonismo que para él debe de tener el color en la nueva pintura. El color debe de ser capaz ahora de mostrar la fugacidad del instante, y para ello debe de ser capaz de vibrar y de encontrar un sentido y una melodía nueva. Para plasmar la belleza siente que la línea ya no puede llevar todo el peso en la composición, sino que debe de ser el color.
Veámoslo con un ejemplo del mismo Baudelaire. A la hora de pintar por ejemplo el mar, ya no se puede (al margen de si el mar era en sí mismo un tema apropiado para la pintura del pasado) querer imitar a la perfección la naturaleza del mar, ni tampoco se puede hacer, al modo del famoso cuadro de C. D. Friedrich ‘El monje a la orilla del mar’, acentuar el carácter temible y sublime de la naturaleza.
Lo que Baudelaire propone siguiendo la senda de moderna belleza del instante, es captar precisamente ese vibrar en la percepción, esa fugacidad de lo que se contempla: “Supongamos un bello espacio natural donde todo verdea, rojea, polvorea y tornasolea en plena libertad, donde todas las cosas, diversamente coloreadas según su constitución molecular, transformadas de segundo en segundo por el desplazamiento de la sombra y de la luz, y agitadas por el trabajo interior del calórico, se encuentran en perpetua vibración, que hace temblar las líneas y contempla la ley del movimiento eterno y universal. –Una inmensidad azul, a veces, y verde, a menudo, se extiende hasta los confines del cielo: es el mar”16.
Además de la genialidad de verbalizar los colores, se pueden comprobar otras dimensiones de gran importancia en su referencia al color. Entre ellas, la importancia otorgada a las teorías científicas del momento sobre el color y a la dependencia de éste de la constitución molecular de la naturaleza.
Con todo ello queda patente como Baudelaire apunta hacia una nueva teoría del color que, además de ser capaz de mostrar la belleza moderna, se atenga lo más exactamente posible al funcionamiento de la percepción humana. Esta nueva manera de considerar el color puede ser considerado el germen de lo que pocos años mas tarde plasmarán magistralmente los impresionistas en los lienzos. Del hecho de que para la naturaleza forma y color sean uno, y que nuestra percepción dependa tanto de las cambios atmosféricos y de la constitución orgánica de la naturaleza, se sentarán las premisas de lo que en no más de quince años emergerá como uno de los movimientos claves en toda la historia de la pintura: el impresionismo.
Para Baudelaire, en espera aún de la llegada de Monet y compañía, el artista que mejor plasmaba esta nueva concepción de la belleza y del color en su tiempo era Delacroix. Tanto es así que en sus páginas sobre pintura se pueden encontrar reseñas enteras dedicadas a su talento.
Para él Delacroix era simplemente verdad en movimiento: “Delacroix es hoy el único cuya originalidad no ha sido invadida por el sistema de las líneas rectas; sus personajes son siempre agitados, y sus ropajes ondeantes. Desde el punto de vista de Delacroix, la línea no existe”17.
La pintura de Delacroix es para Baudelaire la pintura más moderna en el doble sentido de seguir todos los nuevos ‘cánones’ del color y, como consecuencia inmediata, de lograr la independencia total de la pintura de la escultura. Baudelaire alaba el cuadro que, como los de Delacroix, “no expresa la fuerza por el grosor de los músculos, sino por la tensión de los nervios”18.
De esta manera modernidad, belleza y color se unen en el nuevo arte de la pintura caracterizado por Baudelaire en Delacroix.


HACIA UNA NUEVA ÉTICA

Esta nueva época que Baudelaire saluda con entusiasmo marcada por la modernidad de una nueva forma de sentir y de belleza, está caracterizada desde el principio por una nueva forma de ética.
Este giro se produce en un doble movimiento. En un primer momento, una vez logra despojar la reflexión estética de toda terminología idealista, el acento ya no se pone en el artista entendido como genio productivo capaz de una síntesis liberalizadora, sino que bascula hacia el que contempla, hacia el espectador.
El segundo momento es aquel en el que, una vez entendido este deslizarse del extremo del productor al extremo del espectador, se hace necesaria la aparición de un nuevo sujeto capaz de disfrutar de esta nueva idea de belleza. Es decir, las antiguas relaciones obra/sujeto marcadas por una contemplación deleitativa y por una teoría del gusto ya no valen para la nueva idea de belleza moderna que Baudelaire intuye.
El sujeto de esta belleza, aquel que es capaz de deleitarse en la modernidad del instante ya no es el burgués, sino el dandi. El dandi es el genio romántico reconvertido: “Es un yo insaciable del no yo, que, a cada instante, lo restituye y lo expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugitiva”19. Es decir, en él remite la figura del sujeto productor a la más pura manera fichteana, pero sabedor de que, en el mundo en el que vive, no hay ya nada que construir. Sus imágenes no valen ya más que un instante tan salvador como fugaz.
Pero a pesar de esa negatividad original con respecto al “yo” romántico, Baudelaire no caracteriza al dandi como un hombre ensimismado en su fracaso, en su alienación, sino que lo dota de todas las virtudes morales que una época como la suya puede tener. El dandi de Baudelaire es eminentemente ético: “pues la palabra dandi implica una quintaesencia de carácter y una inteligencia sutil de todo el mecanicismo moral de este mundo”20. El dandi es la personificación del heroísmo que Baudelaire atribuye a la vida moderna; de tal manera que su ética será la que destile su propio mundo.
El dandi desea “cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar”21. Lo que ocurre es que su mundo ya no es el de la Antigüedad ni el de la Ilustración. Ahora su mundo es tan nuevo que hasta la idea de belleza debe ser rehecha. Así pues, los modos de aproximarse a la obra de arte han de ser totalmente modificados.
Para ello el dandi juega con dos variables. Por una parte, adora la masa y la multitud; tanto es así que Baudelaire dice que “la multitud es su pasión”, que lo propio es “estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas partes”, que “su pasión y su profesión es adherirse a la multitud”22.
Pero por otra parte se sabe único en su especie y le repele la democratización que la vida moderna intenta hacer del sentimiento y de la belleza. El dandi, como todos, busca la felicidad, pero no cree que la forma de encontrarla sea adhiriéndose a la multitud. Su doctrina es “ante todo, la necesidad ardiente de hacerse una originalidad, contenida en los límites exteriores de las conveniencias”22. Para ello trata de combatir y destruir la trivialidad mediante una actitud altanera, provocadora y fría. Baudelaire lo caracteriza de forma clara: “el dandismo limita con el espiritualismo y el estoicismo”23.
No está del todo claro hasta que punto lo lleva, pero Baudelaire ya intuye que el gusto por el instante que marca el comienzo estético de la modernidad empieza a ser ya tensionado al hacer entrar a la contemplación dentro de una incipiente dialéctica arte/mercancía. El dandi, conocedor de los peligros de la democratización del arte, solo le queda plegarse a los dictados de ensoñaciones nostálgicas de un arte que ya nunca volverá a ser el mismo.
Baudelaire no llega siquiera a plantearlo mas que en unos pocos párrafos dedicados al progreso, pero la estetización de la vida por el arte que el esteta lleva a cabo puede ser entendida como una cortina que no tardará en desvelar las contradicciones a las que el arte en la época moderna está a punto de enfrentarse. Por ello, la fascinación que la época produce en Baudelaire es el reverso de su desprecio por el progreso caracterizándolo como una “gigantesca absurdez, una grotesquería que roza lo espantoso”24.
Con la apertura del mercado a todos los ciudadanos y toda la ciudad, a la vez que permite el surgimiento de ese burgués como esteta, el objeto de arte se convierte en una mercancía más; y con ello se inserta en la cadena cuyos eslabones son la rentabilidad, la eficacia y lo eficiente. Así, el dandi, quizá sin saberlo, ironiza con dos momentos que se encuentran entrelazados en un pasado y un futuro: con el arte-ideal del romántico, y con el arte-mercancía del burgués industrial.
En palabras de Adorno “la poesía de Baudelaire fue la primera en codificar que, en medio de la sociedad de las mercancías completamente desarrollada, el arte sólo puede impotentemente ignorar la tendencia de la sociedad”25. Al arte, tanto para Baudelaire como para Adorno, no le cabe otra posibilidad que jugar contra, pero también con, su contrario: su alienación en el mundo de las mercancías. Eso lo sabe tan bien Baudelaire que al dandi no le deja otra salida que la melancolía, el aburrimiento y el fracaso de una vida tan estetizada que acabará en su propia alienación.
El nuevo espectador de arte que Baudelaire teorizó en su concepción del dandi no es capaz, porque ni siquiera lo desea, de realizar ninguna síntesis productiva; ni con la naturaleza, ni con lo social ni mucho menos consigo mismo. También aquí Adorno lo ve claro: el carácter abstracto de la modernidad “va unido al carácter de mercancía del arte. De ahí que la modernidad tenga de inmediato donde se articula por primera vez, en Baudelaire, el tono de la desgracia. Lo nuevo es hermano de la muerte”26.
En este punto, el dandismo que Baudelaire propone ironiza sobre la melancolía y el aburrimiento luchando contra ello mediante una estetización de su vida. El dandi finge aburrirse dentro de una multitud a la que detesta pero a la que necesita para liberarse a si mismo de la tiranía de su vida. “El dandi está hastiado o finge estarlo, de política y razón de casta”27.
Félix de Azúa, en su ensayo sobre Baudelaire, lo resume a la perfección: “ese nuevo paseante es el flaneur, el desocupado que se deja llevar por la masa y se embriaga de anonimato para llegar hasta el significado del instante innecesario, fugitivo, en el que aparecerá una de las formas posibles de vacío”28. Es decir, el llenarse de multitud del dandi no tiene ninguna misión de confraternización, sino que es el medio ideal para plasmar el fracaso de una producción de sentido social que el arte ya no lleva en sí mismo.
El camino ético seguido por esta teoría del arte inmersa en los escritos críticos de Baudelaire terminará en su propia poética “satánica” de “Las flores del mal” y, años mas tarde, en un diluirse del arte en la misma vida llegando al lema de “el arte por el arte”, creyendo que así, delimitando el arte a sí mismo, se evitaba de forma total la confrontación con la obra cosificada y, mas tarde, tecnificada. También en palabras de Adorno, “lo que en Baudelaire se da aires de satanismo es la identificación con la negatividad real de la situación social, que se refleja a sí misma como negativa”29. Es decir, si no hay salida mas que diluirnos en un aburrimiento estético sin sentido, hagámoslo a las claras recogiendo toda la negatividad que ello puede encerrar en sí mismo.
El Absolutismo estético nietzscheano que Baudelaire apenas prefigura va en este mismo sentido: haciendo que la primacía recaiga en el arte y no en la vida se logra, además de la consideración de la propia vida ya como obra de arte y una legitimación meramente estética de la existencia, un poder saltarse el momento cosificador que la moderna contemplación estética lleva en sí. El satanismo y el esteticismo se tocan, por lo tanto, en el momento negativo de no querer cosificarse
Aunque será en Oscar Wilde donde este disolverse de la vida en el arte alcanzará las consecuencias más radicales, podemos muy bien seguir a Azúa cuando sostiene que “buena parte de las actividades surrealistas, dadá, conceptuales, situacionistas, etc, son evoluciones mas o menos desesperadas del dandy”30.
Y no le falta razón. No parece difícil encontrarnos la figura del dandi en personajes como Duchamp o Beuys.




OTRA FORMA DE DANDISMO: LA ESTÉTICA EN KIERKEGAARD

Kierkegaard es el pensador que encarna mas radicalmente las consecuencias del “después del arte” anunciado por Hegel. Para él, la ilusión estética queda atrapada en la sospecha de que no puede ser nunca satisfecha por completo quedando siempre abierta al deseo de más. De esta manera, lo estético ya no es lo histórico y eterno, sino que es lo discontinuo, lo fragmentario y lo fugitivo.
El ser humano, en un primer estadio, se entrega a lo estético en busca de lo eterno intentando curar esa añoranza de beatitud propia del hombre. A este respecto Kierkegaard dice: “La ética es siempre, y en igual medida, algo aburrido, tanto en la ciencia como en la vida. ¡Qué contraste! Bajo el cielo de la estética todo es hermoso, alado, lleno de gracia; donde entra la ética. El mundo se torna yermo, feo e indeciblemente aburrido”31.
Pero, a pesar de estas primeras alabanzas a la estética, al verse encarnado este primer desarrollo por lo fugitivo y fragmentario, el hombre acaba en la desesperación y, mas tarde, en la necesidad de elevarse a un nuevo plano, el ético.
A partir de estas premisas de valoración de lo estético (aunque sea en su negatividad) que Kierkegaard propone, se pueden delimitar puntos de contactos mas que obvios entre él y Baudelaire.
Pese a ello, una radical diferencia traspasa toda reflexión: mientras Baudelaire piensa desde el arte, Kierkegaard piensa desde la ética. Si en Baudelaire el arte queda ya para siempre enlazado con la praxis vital llegándose al extremismo del Esteticismo de fin de siglo, en Kierkegaard lo estético no es mas que un estadio, necesario pero siempre previo, en la existencia completa del ser humano. Por ello, en Kierkegaard se produce una superación del arte en la praxis ética y vital. El arte no es ya ningún modo de reconciliación.

Siendo Baudelaire un crítico de arte, su visión ética queda, como hemos intentado reflejar, subsumida dentro de sus tesis de la modernidad y de la nueva manera de sentir. En cambio en Kierkegaard lo ético no solo tiene autonomía plena, sino que es un estadio necesario hacia el que lo estético tiende sin remisión. Es decir, mientras que Baudelaire no enfrenta lo ético a lo estético sino en un proceso de intentar adecuarse a las necesidades de un nuevo sujeto, Kierkegaard lo enfrenta de por sí y por pleno derecho. Si en Baudelaire lo ético se diluía en una estetización total de la vida en el dandi, en Kierkegaard la oposición se radicaliza tornándose dos maneras contrapuestas de vida y de existencia.
Pero a pesar de estas diferencias, los puntos de contacto entre ambos se pueden rastrear sin dificultad. Quizá ambos, aún dese ópticas diferentes, se tuvieron que enfrentar a un mundo y a una sociedad que ya no era en absoluto la misma que la del Romanticismo. Es por tanto en este ejercicio de reflexión de la incipiente modernidad donde sus tesis se tocan.
Ambos consideran el surgimiento de un nuevo ser social, el esteta, que es aquel que se deja seducir por la belleza efímera y pasajera de la modernidad. La diferencia estriba más bien en las consideraciones que ambos tienen de esa belleza, entendida de modo negativo en Kierkegaard y de forma positiva en Baudelaire.
Para ambos, además de señalar esta nueva figura del esteta, consideran que es la melancolía el estado existencial de ánimo del individuo. Sin embargo, y a pesar de que sus puntos de llegada sean los mismos, las premisas son bien diferentes.
La instantaneidad del momento es entendida en Baudelaire como el rasgo principal de la modernidad y se pliega a ella sin remordimiento ni culpa. El dandi surge así en la intersección de esta nueva forma de sentir que reclama una nueva belleza fugaz, y el principio, si se quiere ya capitalista, de un intento de cosificar a la obra como mercancía. De ahí viene su desdén, aburrimiento y nostalgia. En ese cruce de caminos, en ese entremezclarse de la fascinación por una nueva época y el desdén que la sociedad le produce, es donde habita el dandi de Baudelaire. Ambos se necesitan y se repelen a la vez: “la poesía y el progreso son dos ambiciosos que se odian con un odio instintivo, y, cuando coinciden en el mismo camino, uno de los dos ha de valerse del otro”32.
Sin embargo en Kierkegaard la melancolía surge del disolverse vital que el esteta constata que se está volviendo su vida; siempre sumido en el desarraigo de la inmediatez, el esteta experimenta la desesperación de no poder saciarse de la esperanza en la eternidad al que su ser está llamado. De ahí que, como dice Adorno, “es el poder pulsional de su propia impaciencia lo que es melancólico”33 para Kierkegaard.
La existencia se diluye en una infinidad de posibilidades nunca resueltas debida al flujo siempre inestable de la inmediatez y el instante: “el verdadero deseo de la melancolía es alimentado por la idea de una felicidad eterna sin sacrificio que, sin embargo, nunca podrá significar adecuadamente como su objeto”34. De ahí que el individuo estético sucumba ante la desesperación que le producirá ver como su vida no es capaz de dar respuesta a la idea de felicidad.
Siguiendo en esta línea, también en Kierkegaard encontramos el desplazamiento de la categoría de genio hacia la estética de la recepción. Ahora lo genial viene de la mano del esteta, entendido como el virtuoso de la recepción. Esta recepción que se disuelve en lo fragmentario y lo fugitivo, y que para Baudelaire es la esencia misma de la belleza y modo de sentir moderno, para Kierkegaard es el comienzo de la desesperación.
También en ambos existe una preocupación por las condiciones histórico-sociales del esteta y del dandi que pueden ser entendidas, aún con el cuidado que esta consideración merece, como un primer momento de acercamiento de la estética a la problemática de las relaciones sociales y de producción en la era capitalista. Estipulan que el esteta es de por sí el hombre rico y ocioso, aquel que puede dejarse invadir sin mas por lo efímero de la belleza moderna; en palabras de Baudelaire el dandi es “el hombre rico, ocioso, y que, incluso hastiado, no tiene otra ocupación que correr tras la pista de la felicidad”35.
La conciencia de continuidad que exigen el trabajo y la producción, es imposible de alcanzar en el esteta para quien la vida no es mas que un fluir siempre de momentos presentes y fugaces. Por supuesto que ninguno de ellos ve esto como un momento de contradicción entre las estructuras socicoeconómicas y la misión del arte desde un punto de vista histórico-material, pero si que se percatan de la necesidad de una nueva sociedad para una nueva belleza.
Baudelaire insiste irónicamente, como ya hemos hecho constancia, desde el primer momento de su “Salón de 1846”en la necesidad de un nuevo burgués capaz de apreciar esta nueva belleza moderna y lo dota de todas las características del dandi. Es decir, si la esencia de la belleza cambia, Baudelaire no infiere de ello que el destinatario de esa belleza cambie también. Solo concluye que sus condiciones, las del burgués deben de cambiar, pero nunca que pueda surgir otro tipo de espectador.
Kierkegaard por su parte hace de esta imposibilidad productiva del esteta el centro de su teoría estética. Si el burgués encuentra en el trabajo y en la producción la esencia de su vida, el esteta resulta productivo en el manejo del otro. Es decir, su productividad, dentro de toda su vida fragmentaria e instantánea, se resuelve en la seducción.
Este trabajo de seducción le hace posible entender su vida ya como una sucesión de hechos por los cuales va haciendo progresos de manera que se le autoimponga la racionalidad burguesa de los fines como modo de operar. Su acción, ya por fin libre de lo instantáneo, se ve orientada a unos fines: seducir al otro.
Sin embargo, el esteta, sabedor de que no utiliza esta seducción más que como un medio, resuelve siempre renunciar al fin por el cual ha puesto en marcha tantos sacrificios. Kierkegaard es claro a la hora de enseñarnos el proceso de seducción para el esteta: “Cualquier muchacha que se me confíe, puede estar segura de que será tratada de forma perfectamente ética. Claro está que al final de la historia resultará engañada, pero eso no contrasta con mis principios estéticos, sino que más bien se adapta a ellos y los corresponde”36.
Es decir, el esteta, mediante la seducción, reproduce los mecanismos de alienación que determinan el trato de los burgueses entre sí, encaminándose siempre a los fines, pero renunciando a éste en última instancia. Con esto, el esteta logra entrar en el proceso productivo que su rango de burgués le depara pero sin renunciar por ello a forma estética de entender la existencia.
El amor entonces no es un fin, sino un medio: “Todo amor, incluso el infiel, está lleno de misterio, cuando se sabe conservar en él un indispensable quantum estético”37.
También en Baudelaire hay una valoración del amor pero, como no podía ser menos, desde la perspectiva de la amada instantaneidad del dandi. “Si hablo del amor a propósito del dandismo, es porque el amor es la ocupación natural de los ociosos. Pero el dandi no tiene el amor como fin especial”38. Como en Kierkegaard, el amor no persigue ningún fin en sí mismo, sino que es simple deseo de pasajera belleza. De no ser así, de convertirse en una productividad burguesas “en vez de un capricho ardiente o soñador, se convierte en repugnante utilidad”39.


NOTAS
1- Baudelaire, C., Salones y otros escritos sobre arte, ed. Visor, Madrid, 1996, pág.102.
2- Ibidem, pág. 97.
3- Ibidem, pág. 98.
4- Ibidem, pág. 233.
5- Ibidem, pág. 399
6- Ibidem, pág. 202.
7- Ibidem, pág. 350.
8- Ibidem, pág. 351.
9- Ibidem, pág. 185.
10- Ibidem, pág. 361.
11- Ibidem, pág. 142.
12- Ibidem, pág. 360.
13- Ibidem, pág. 366.
14- Ibidem, pág. 366.
15- Ibidem, pág. 102.
16- Ibidem, pág. 107.
17- Ibidem, pág. 119.
18- Ibidem, pág. 125.
19- Ibidem, pág. 359.
20- Ibidem, pág. 358.
21- Ibidem, pág. 359.
22- Ibidem, pág. 378.
23- Ibidem, pág. 378.
24- Ibidem, pág. 204.
25- Adorno, Th. W., Teoría estética, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 36.
26- Ibidem, pág. 36.
27- Baudelaire, C., Salones y otros escritos sobre arte, ed. Visor, Madrid, 1996, pág.358.
28- de Azúa, F., Baudelaire y el artista de la vida moderna, Pamiela, Pamplona, 1979, pág. 159.
29- Adorno, Th. W., Teoría estética, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 36.
30- de Azúa, F., Baudelaire y el artista de la vida moderna, Pamiela, Pamplona, 1979, pág. 161.
31- Kierkegaard, S., Diario de un seductor, ed. Leviatán, Buenos Aires, 2006, pág. 69.
32- Baudelaire, C., Salones y otros escritos sobre arte, ed. Visor, Madrid, 1996, pág.232.
33- Adorno, Th. W., Kierkegaard: construcción de lo estético, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 158.
34- Ibidem, pág. 160.
35- Baudelaire, C., Salones y otros escritos sobre arte, ed. Visor, Madrid, 1996, pág.377.
36- Kierkegaard, S., Diario de un seductor, ed. Leviatán, Buenos Aires, 2006, pág. 80.
37- Ibidem, pág. 43.
38- Baudelaire, C., Salones y otros escritos sobre arte, ed. Visor, Madrid, 1996, pág.378.
39- Ibidem, pág. 377
.




BIBLIOGRAFÍA
Adorno, Th. W., Kierkegaard: construcción de lo estético, ed. Akal, Madrid, 2006
Adorno, Th. W., Teoría estética, ed. Akal, Madrid, 2006
de Azúa, F., Baudelaire y el artista de la vida moderna, ed. Pamiela, Pamplona, 1979
Baudelaire, C., Salones y otros escritos sobre arte, ed. Visor, Madrid, 1996
Kierkegaard, S., Diario de un seductor, ed. Leviatán, Buenos Aires, 2006
Bürger, P., Crítica de la estética moderna, ed. Visor, Madrid, 1996
Marchán Fiz, S., La estética de la cultura moderna, ed. Alianza, Madrid, 1987