domingo, 30 de marzo de 2014

VILA-MATAS: KASSEL O LA ILÓGICA DEL ARTE



“Vine a esta ciudad, vía Frankfurt, a buscar el misterio del universo y a iniciarme en la poesía de un álgebra desconocida”. Así, ni más ni menos, inicia Vila-Matas la conferencia que dio en la última Documenta de Kassel, un inicio, un acta de intenciones, que sorprende por lo mucho que parece exigirle a un arte que, sin lugar a dudas, lleva años escribiendo su epitafio. Y es que suele decirse del arte contemporáneo que goza de una mala salud de hierro lo que, traducido, viene a decir que por mucho que se lo atropelle, se lo vitupere o ningunee, el arte pareciera a cada instante resurgir de sus cenizas, cual Ave Fénix, para desplegar sus alas de querubín. Colas faraónicas a la entrada de exposiciones, el sector cultura como ámbito desde donde maquillar las cifras del PIB, el turismo cultural como la panacea que todo país quisiera para sí, etc, etc. Sí: nadie sabe muy bien qué es el arte, incluso, de tanto no saberlo se le intenta apedrear, pero sin embargo el interés que despierta es desopilante. Y, entre unos y otros, entre su caída y su ascensión, el arte escucha lo que de él se dice para, me figuro, quedarse atónito de las sandeces que se pueden llegar a decir.
En este singular libro Vila-Matas, de mcguffin en mcguffin, va recorriendo el sendero que lleva hacia el arte contemporáneo para mostrar que, a decir verdad, no hay afuera ni adentro del arte, no hay cosas que son arte y cosas que no son arte: el arte goza de una falta de exclusividad que, en estos tiempos de atrincheramiento, no es sino la garantía suprema de incomprensión. En este sentido, si el último libro de Vila-Matas se me antoja fundamental es porque evidencia el rasgo fundamental del arte contemporáneo pero que, sin lugar a dudas, parece olvidado en algún oscuro solar. Evidencia, digo, que el arte es ante todo una invención. No ya solo una invención del artista, sino que la experiencia estética que promete provocar en el espectador solo puede vivenciarse desde la invención.
Esa invención sobre la que se levanta toda propuesta estética es precisamente lo que el arte de esta época de la reproductibilidad mediática necesita olvidar para proponerse como consumo, como mercancía, como simple cosa que “hay que ver”. Para ello, como no, la noción de interés se ha adueñado del tinglado artístico para dar capotazos a diestro y siniestro. Esto es, decimos, se nos llena la boca, interesante: adjetivo que, a decir verdad, sirve para todo, desde la chorrada mayúscula hasta la sandez de turno, y que sobre todo nombra nuestra incapacidad para inventar, para inventarnos.
Y digo incapacidad por no decir, como debería de hecho decirse, frustración, impotencia o, como señala el propio Vila-Matas, catástrofe personal: “todo eso podía estar cargado de razón, dice, pero si algo venía yo detestando desde hacía tiempo eran los lugares comunes de las voces fatalistas que proyectaban su propia catástrofe personal sobre el mundo”. Aquellos que primero cogieron sus piedras para lapidar al arte fueron aquellos que vieron en el arte la coartada perfecta desde donde dar voz a sus mediocres existencias, a sus cortoplacistas ínfulas de grandeza. Que después les hayamos seguido los demás es algo inexcusable y que, de una u otra manera, ha de restituirse.
Para tal restitución, desde el título, Kassel no invita a la lógica, Vila-Matas teje y desteje invenciones, ficciones, anécdotas que vienen y van para, como conjunto, dejar la huella de una halo ilógico como emplazamiento original desde donde vivenciar estéticamente el mundo y la existencia. Es ese régimen ilógico de las ficciones lo que viene a ser arte. Ilógico…pero no imposible. Porque esa es la trampa fundacional de la razón: emparejar lo ilógico con lo que debe ser arrinconado, olvidado, negado y, todo ello, por imposible, por resto improductivo, por exceso inasible a la simbolización efectiva y que mejor nos valiera deshacernos de ella en cualquier descampado. Tan pronto Aristóteles señaló la diferencia entre el historiador y el poeta (el primero dice lo que pasó, el segundo lo que pasará o podría pasar), el arte tornó la mímesis en representación para, de esta manera, trayéndolo todo a la presencia, adelgazando la profunda temporalidad que anima todo acontecimiento, atar al tiempo en corto, adecuar cada existencia a lo que se espera de ella, crear una frontera respecto aquello otro que es imposible –impensable, indecible,… –, marcar, en definitiva un afuera y una adentro que no es más que el efecto de la propia razón intersecando con un mundo que, como la vida, nunca existe meramente.   
Así pues, inventar, fabular que diría Nietzsche, ser el otro que diría Rimbaud; “quizá la literatura sea eso: inventar otra vida que bien pudiera ser la nuestra, inventar un doble”, dice el propio Vila-Matas en El mal de Montano. Lo que se nos ofrece en este libro es un compendio de instrucciones, la prueba inefable de que el arte está justo ahí donde se le espera y que somos nosotros quienes tenemos que ir a su encuentro, no desde la barbarie del turista accidental, desde la pulsión de verlo todo del diletante ni siquiera desde el púlpito doctrinal del teórico o del crítico, sino desde el escándalo de aquel que inventa y se inventa, y que, sobre todo, barrunta que tal régimen de invención solo puede ser efectivo en el fracaso al que está condenado cada invención.
Y es que solo el fracaso es capaz de establecer la medida precisa para que no haya medida desde donde dar por sentado, desde donde poder proferir un “interesante” que cortocircuite el efecto estético y lo remite a una simple mediación de intereses fácticos. “Maldecíamos a los que preferían ignorar el riesgo solo porque les daban miedo la soledad y el fracaso; despreciábamos a los que no comprendían que la grandeza de un escritor estaba en su condición, asegurada de antemano, de fracasado; amábamos a los que juraban que el arte estaba sólo en el intento”, dice en cierto momento el autor. En el intento, en la mediación de siempre un intento que simula ser el último pero que en su intimidad sabe que no es sino un eslabón más en la cadena que deja tras de sí un rótulo: “el arte es algo que nos está sucediendo”, o, diría yo, el arte es aquello –aquél– que estamos siendo. Piniowsky, Autre, nombres que Vila-Matas se da para poder operar la sinrazón del escándalo que supone aferrarse a lo ilógico, a una vivencia que no tenga miedo en vadear los estertores del fracaso, del estar siempre en camino, proyectado a un tiempo de espera infinita. 


Ser muchos otros para poder reefectuar el envío que toda obra produce. Y es que –Vila-Matas, profundamente deconstructivista aún sin quizá serlo del todo– sabe que lo legible no tiene origen, es memorial, nos precede; que lo legible está siempre en camino, que no hay narraciones sino una sola y única narración que debe de ser continuada por todos, por todos aquellos que se sepan una invención de la propia historia que el arte –la vida y el mundo nos cuenta. Somos, en definitiva, la historia que el arte nos está contando y, en el preciso momento en que la historia (nuestra historia) llegue a su fin, moriremos. Moriremos aunque, también es verdad, viviremos eternamente en la promesa transferida a la comunidad del por-venir, a otros que, como nosotros, se inventaran otros yoes, otros recuerdos (“y qué raros son los recuerdos cuando son, además, inventados”, dice Joan Mayol, personaje de la novela El viaje vertical).
                Así, en definitiva, el tema del arte es solo uno: el de la autobiografía ficcionada y el de cómo tal invención va delineando una comunidad a la espera de que la historia sea dicha del todo. Tal espera es, lo sabemos, infructuosa: la historia no puede ser nunca dicha del todo porque todo decir es ya desde el principio la copia de un original que no está nunca donde se le espera. Pero, a pesar de tal fracaso –o, mejor, gracias a tal fracaso– podemos recordar, narrar, contarnos historias, sabernos historias, sabernos como efectos de una ficción que vamos siendo, que vamos existiendo.
El nudo gordiano de todo esto es el siguiente: ¿existe lenguaje privado? Si y no. No porque todo lenguaje remite a una alteridad dialógica, pero sí  porque todo decir, no habiendo modo de restaurar lo dicho, no es sino un desgarro en la interioridad de quien profiere el decir, una fragmentación en la idealidad de un yo que experimenta el fracaso de su espera al proponerse como otro y que, así, experimenta lo único que a ciencia cierta le cabe esperar: su muerte.
En una exposición que actualmente puede verse en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, la que combina los textos de Ricardo Piglia y los dibujos de Eduardo Stupía, uno de las frases del primero dice lo siguiente: “después de tantos años de escribir en estos cuadernos he empezado a preguntarme en qué tiempo hay que situar los acontecimientos (…). Tiende al lenguaje privado al ideolecto”. Y es que toda narración, toda ficción, a pesar de quedar incardinada en un decir comunal que promete alguna vez decirlo todo, señala en primer lugar lo más íntimo del yo: su muerte, aquello que sólo a él apela y ante lo que, ya de ningún modo, cabe dudar en la respuesta.
Así pues, ya para concluir, Kassel, ciudad de nacimiento de los hermanos Grimm, autores del primer cuento que escuchó Vila-Matas en su vida, sirve de coartada a nuestro autor para continuar el cuento, para inventarse otros yoes, y, sobre todo, para dejar constancia que esto del arte no es cuestión de saber ni entender muchas cosas, sino que, las obras de arte, son solo dispositivos para hacer avanzar la historia, las historias. Lo único que hace falta es vivenciarlas, sentirnos y sabernos interpelados. Dice Derrida que la deconstrucción es un decir “ven”: no me atrevería yo a decir tanto del arte (sobre todo por no ser tildado de adolecer de interpretosis), pero lo que sí sostengo –y creo que con Vila-Matas– es que el arte es la manera mistérica que tenemos de referir nuestras historias a una historia común, de contestar –individual y colectivamente– a un “ven” que alguien, quizá del pasado, quizá del futuro (aunque lo más seguro es que coincidan) nos está implorando. “Pensé en la mente humana, totalmente indestructible. Y también que deberíamos meditarlo todo mejor y ser más felices”. ¿Cabe mejor promesa que ésta?

viernes, 21 de marzo de 2014

BOA MISTURA: CREAR COMUNIDAD COMO FUTURO DEL ARTE



BOA MISTURA: ANAMORFOSIS
GALERÍA PONCE+ROBLES: 20/03/14-29/03/14 

En los últimos años, sobre todo desde que la sospecha trata de desvelar la pamema ideológica sobre la que se fundamenta toda democracia, el arte no deja de asumir para sí lo que antaño parecía olvidado: que la función esencial del arte es la de crear comunidad. Desde la calle y para la calle, el arte trata de rearticularse en una necesidad que parecía ya cerrada: la de crear espacios de comunidad, de socialización donde, antes que nada, se lleve a cabo un efectivo disenso respecto a las estructuras y formas de normatividad y normalización validados por el sistema.

Y es que cuando parecía que lo teníamos todo, cuando la historia parecía darle la razón a las tesis de Fukuyama acerca del fin de la misma, cuando la democracia liberal parecía venir a llenar por completo nuestro vacío pulsional, resultó que aquello por lo que apostamos no era sino el enésimo espejismo en el camino despótico de una razón que trata a sus súbditos como potenciales víctimas.

Y lo cierto es que, bajo mi punto de vista, el arte entró en aquello años –finales de los noventa– al trapo con una elegancia digna de encomio. El arte se puso sus mejores galas para, con el nuevo disfraz del comisario-estrella y la eclosión de la bienalización como boom estético-mediático elevado a obra total, subirse al carro de la nueva mediación política que sabe que todo espacio es un entramado relacional donde, de una u otra manera, cada uno obtiene justo aquello que ha venido a buscar.

Menos mal que en la situación de acuartelamiento en la que vivimos, toda esa mercadotecnia del arte relacional se ha ido olvidando para dar paso a otras formas disensuales de hacer comunidad más proclives a dejar al arte salir de su enclaustramiento ideológico. Y es que, si algo se le ha echado en cara al famoso arte relacional es que solo funciona en la anticipación clara de su efecto, en el hecho fundacional de que es el régimen expositivo lo que asegura su eficacia simbólica y que, por lo tanto, poco o nulo margen deja para la emancipación habida cuenta de que su presumible “gran otro” es un capital que ya está ahí antes incluso que uno quiera ponerse en camino.

                En definitiva, en esa indecibilidad que opera como relación entre arte y vida, todo lo sucedido con la última de nuestras crisis, los movimientos ciudadanos, 15M y demás, han venido a subrayar lo que ya todos acertábamos a señalar aunque sin mucha convicción: que el arte de las próximas décadas  estará en la calle –será para la calle– o no será. O, dicho de otra manera, el arte, la obra de arte, aunque sujeta a los vaivenes de la novedad sobre la que se erige toda mercancía, ha de apuntar a otra novedad anterior: la novedad, nunca mediada de antemano, de procurar un juego disensual como lógica implícita a la comunidad, la novedad de hacer efectivo en cada caso un nosotros discrepante con aquella otra comunidad democrática de los iguales. El arte, por tanto, como estrategia comunal de desplazamiento, como dispositivo de renegociación constante de sus fronteras, como subversiva desemejanza incluso consigo mismo: eso o nada, cualquier otra nada, será el arte.


Es en este escenario que la galería Ponce+Robles presenta, y hasta el próximo 29 de marzo, los trabajos de Boa Mistura, colectivo multidisciplinar nacido a finales de 2001 en Madrid, que con raíces en el graffiti ha sabido trascender la común boludez del arte callejero para proponerse como catalizador de todo lo que acabamos de reseñar como futuro inminente del arte.

Implicados en un hacer comunidad que va mucho más allá de la pintada o incluso del ya aclamado y digerido grafiti, Boa Mistura atesoran la capacidad para caminar ahí donde se abre el abismo, ahí donde se adivina que el único camino a la estética es la ética. Una ética que toma forma vivencial y real y que se concretiza en un diálogo constante con la comunidad donde van a intervenir hasta tocar la tecla que hace “dinamitar” todo el proyecto: una palabra, un color, un lugar. Todo para que la novedad de lo imprevisible aliente y prenda en cada mirada, en cada deambular por la comunidad y que venga a toparse con la intervención. Quizá un único leitmotiv anime todo su trabajo: ayudar a no desfallecer, a reprender –y también reaprender– la marcha, el camino, el modo de saberse siempre uno y diferente en esa comunidad en la que a cada uno nos toca vivir.

Igual puede pensarse –seguro se piensa– que exagero, que tal hazaña no puede ya lograrse en futuro alguno, como tampoco en ningún pasado se estuvo siquiera a las puertas de lograrse. Sin embargo, es precisamente tal imposible posibilidad lo que hace inminente el giro en redondo sobre el que necesariamente ha de pivotar el arte y que sin duda este colectivo lleva a cabo: un arte ya en modo alguno hecho por genios visionarios, por devoradores de lo místico, por mitómanos iluminados. Es necesario que el arte sea realizado lejos de su común emplazamiento, puesto entre paréntesis, desconectándose de sus efectos, negado incluso con el único fin de, a posteriori, dar cuenta de sus logros. En esa futurabilidad a la que hemos apuntado más arriba, sin duda que el arte ha de dejarse de nombrar para, solamente, señalarse, mostrarse.

Es decir: la única opción que puede venir a salvar al arte de su crónica afasia es la de no saberse como tal, la de negarse, la de en la relación dialéctica arte/no-arte sobre la que discurre su historicidad, apostar por el no-arte para saltar por encima de su paradójica formulación ilustrado-mesiánica e instalarse en un instante-ahora que sirva de engarce disensual entre un yo y un nosotros.

Y es que es sin duda en este punto donde todo ha de concretarse: la manera de vincular disensualmente cada uno de los yoes con el nosotros de la comunidad de modo que su efecto no esté determinado de antemano, de modo que no sea el arte el nombre que a priori se le dé a esa novedad radical de hacer comunidad, de modo que la comunidad sea siempre un efecto vivencial de un yo dentro de un nosotros.

Es en este punto donde el “poco” –a priori– artístico y estético trabajo de Boa Mistura retoma el vuelo para mostrar con claridad a qué debe llamarse arte. Y es que sus propuestas de renovación estética de la comunidad remiten a la única posibilidad que el juego democrático nos niega repetidas veces: el poder apelar a la individualidad de nuestros yoes dentro de una comunidad y que, en tal apelación, se construya al tiempo comunidad.
 
 

Cada una de sus intervenciones, aún estando emplazadas en el seno de la comunidad, solo pueden ser vivenciadas en su totalidad por un único sujeto. El título de la exposición, anamorfosis, remite a la existencia de un determinado punto de vista preestablecido o privilegiado donde la palabra puede ser leída, donde la intervención puede ser vivida, donde, en definitiva, la comunidad puede ser recortada y redefinida. Es decir, y aunque nos pongamos un pelín deconstructivos, un único lugar donde el decir del sujeto como yo puede ser dicho, donde la palabra puede decirse en exclusividad; donde la comunidad puede reconstruirse en cada intento merced a la vivencia concreta, exclusiva y diferente de cada yo. Un lugar vacío, un estar en soledad pero que solo puede tener lugar dentro de una comunidad: es decir, solo se puede ser un yo sobre la base de un nosotros, de un nosotros que capacite a todos los individuos de igual forma a apelar a la individualidad de su yo.

Porque la emancipación no viene de un poder sumarse a la voz de un todos democrático, ni pasa tampoco por la adquisición de competencias y saberes concretos: no se trata de lograr un conocimiento sino de lograr una conmoción en el mirar posibilitada por una vacancia que capacita por igual a todos los miembros de la comunidad de ser un yo a partir del cual puede darse un nuevo nosotros como comunidad estética o disensal. Y eso, de forma magistral, lo logran las intervenciones de Boa Mistura.

Así pues, en silencio, a la chita callando, y esperando que el “bulo” no circule demasiado para no cortocircuitar el potencial disensual de sus intervenciones, bien puede decirse que lo de este colectivo es arte con mayúsculas y que, por ende, no hay equívoco alguno al llamarles artistas a cada uno de ellos. Eso sí, con una única salvedad: que tal decir solo sea señalado y que no se anteponga al decir vivencial de cada una de sus intervenciones. Porque el día que sus trabajos se vivan por la comunidad como arte –en el sentido canónico de la palabra– sin duda habrán muertos. Y es que la experiencia que prometen no puede parcelarse en la memez pseudo-turística del ir y del ver: lo que prometen solo puede cumplirse en el seno de la comunidad, de esa nueva comunidad que su obra construye.

Así las cosas, un último corolario. De todo lo dicho entonces, ¿no es su ingreso en la galería el principio de un fin cantado?, ¿no es su exposición en el circuito galerístico el acta de defunción de su propio arte?, ¿no es el enmarcado de sus obras el modo de asignarlas un nombre que trata de evitarse a toda costa –y sobre todo de antemano-, el de arte?

Bien pudiera ser, pero eso no resta un ápice ni a esta exposición ni a estos artistas. De forma paradójica –pues si por algo se caracteriza la epocalidad del arte en neustros días es por su carácter paradójico- lo que se ofrece aquí, en la galería Ponce+Robles, cumple tres requisitos bien precisos: es arte, es parte de la obra de arte y no es, en modo alguno, arte. Intentar separar los tres indecibles es una tarea que el propio arte, desde su inserción en el proceso de mercantilización, trata en vano de hacer. Y no porque el impulso teórico no llegue, sino porque el arte, en estos tiempos, se despliega en esta tríada fugándose de uno a otro a cada poco.

Quizá como contraréplica al título de la exposición, anamorfosis, lo interesante del arte, aquello que lo hace indestructible y necesario, es que no hay, nunca lo habrá, un punto exclusivo donde el decirse del arte pueda tomarse como tal. El arte es aquella actividad que permite operar un decir único en el seno de una comunidad pero que, quizá de modo paradójico, él mismo no permite sea dicho –no permite su decirse. Es únicamente el carácter ético de nuestro relacionarnos con él lo que permite, en cada caso, que sea señalado y mostrado. Y, por lo que aquí respecta, tanto la labor del colectivo Boa Mistura como la de los galeristas –me consta– atiende a motivaciones éticas, motivaciones que son, como hemos señalado, el camino recto a la estética.

miércoles, 12 de marzo de 2014

LARA ALMARCEGUI: DEL SECRETO COMO MONUMENTO



LARA ALMARCEGUI: POR DEBAJO
GALERÍA PARRA & ROMERO: hasta 22/03/14

Ahora cuando todo es valorado según el beneficio que pudiera sacarse según una simple ecuación, entre costes y ganancias, que vertebra todo el espectro de lo real, el decantarse por lo inútil debe de ser la primera ley de salvaguarda para un arte cuya única razón de ser –y sobre todo en épocas cuaresmales como ésta– es la de no caer en la tentación. Y, aunque de hecho cae una y otra vez acudiendo bobaliconamente a los cantos de sirena que lanzan aquellos que, precisamente, niegan al arte el pan y la sal, trabajos como los de Lara Almarcegui nos invitan a no claudicar en nuestros propósitos, en los propósitos del arte.
En este sentido, el trabajo de Almarcegui atiende no ya a una revalorización de lo marginal sino a un intento de salvaguardar aquello que ha quedado inservible. Tomando la arquitectura y todo lo que le cuelga –la ciudad, el urbanismo, etc– como ámbito predilecto de estudio, la artista zaragozana se afana por sacar a la luz los despojos de una actividad íntimamente referida a la existencia humana: el habitar, el construir, antes de que Heidegger desbarrase con su agónica verborrea, eran ya desde tiempo inmemorial actividades ligadas a lo íntimo humano: el construir de un lugar como modo privilegiado de hacer converger la teoría con la práctica. Porque si el problema casi único de toda reflexión, y más aún desde que se hacía urgente parar los pies a la razón (marxismo a la cabeza), es el de cómo pasar de la teoría a la acción, en el construir del lugar, en la habitabilidad de la casa, se conjugan ambas esferas de manera perfecta, quedando incardinadas en la propia existencia como acontecer.
Sea como fuere, y dejando desarrollos que aquí reconocemos no vienen a cuento, ocupándose de la arquitectura, Almarcegui se preocupa de las condiciones implícitas en el existir dentro de una modernidad que, como decimos, reconoce como válido aquello únicamente que tiene valor por sí mismo.
    Descampados, lugares vacíos o abandonados, han sido el objeto de interés para una artista que trata de dar visibilidad a aquello precisamente que la razón utilitaria se afana en invisibilizar. Tal sacar a la luz, como decimos, no queda referido –o por lo menos no solo– a una denuncia de los excesos de la razón en su tarea de construir mundos, sino sobre todo en la pertinencia de llevar a cabo una labor de salvaguarda, de datar y consignar, de dar nombre y poner en un mapa. Porque alguien, en definitiva, debía de hacerlo: poner nombre a aquello que la razón se niega a dar nombre es la labor desde la que emerge toda crítica digna de llamarse así.


Pero, ¿para qué?, ¿para qué un mapa de lugares vacíos como si de especies en extinción se tratase? Muy simple: porque sólo en el mantenimiento de lo excluido puede impedirse que la razón logre olvidar la barbarie que lleva a cabo; porque toda futurabilidad disensual ha de ser construida a partir de una memoria inasible al olvido, una memoria que haga emerger ese descampado como monumento por-venir. Es decir, en lo invisible para una razón despótica, la perdurabilidad de la memoria sirve de único resorte desde el que proponer e imaginar otro futuro. Solo en el vacío, en el no-lugar, en lo excesivo de una razón que trata de parcelar y fragmentar, anida la promesa que señala todo monumento: la de un futuro disente con la propia razón que es capaz ya de anticiparlo. En definitiva: salvaguardar el emplazamiento vacío porque solo desde su memoria puede trazarse el futuro como posibilidad disensual.
Pero, aún siendo esto así, parece que en los últimos tiempos Lara Almarcegui ha evolución en sus propuestas. Y es que, si hemos dicho que el arte puede ser comprendido como la labor de poner nombre a lo que no lo tiene, la tarea del arte también ha de cifrarse en ser dispositivo de ensayo, un laboratorio de aconteceres donde se simule poner en juego otros nombres y, sobre todo, se establezcan envíos nuevos. En este último sentido no ya por tanto poner nombres sino, también, borrarlos.
La práctica artística, por tanto, como ámbito desde el que poner a prueba el acontecimiento, desde donde reflexionar acerca de sus condiciones y consecuencias; el arte, en definitiva, como simulación para poner en marcha lo imposible. No ya tanto cómo hacer para que acontezca lo imposible, sino forzar a pequeña escala que tal acontecer suceda para, desde ahí, emplazarnos más radicalmente a la necesidad de entrever el futuro entre las rejas de la razón cortoplacista. Es en tal sentido, creo, que pueden entenderse las siguientes palabras de la propia artista: «presentar un edificio como cien toneladas de hormigón, treinta de acero y diez de ladrillo es reducirlo a su realidad bruta y física; permite imaginarse un lugar tal y como fue antes de ser construido y como será tras ser demolido».
En este sentido pensamos que hay que entender su propuesta para el pabellón español en la última Bienal de Venecia: no, en clave nacional, verlo como el estado de descomposición del país, como una metáfora de la crisis inmobiliaria que hemos –y estamos– viviendo, sino como un intento de trazar una genealogía del lugar para hacer aparecer una imaginación otra, la posibilidad no ya de un construir según la utopía que toque en cada momento (y lo de los pabellones nacionales tiene mucho de ideología) sino que señale la imposible posibilidad de la reconstrucción, la posible imposibilidad de imaginar otro futuro al que se nos tiene –reconozcámoslo- ya diseñado. 


 Es en esta misma onda del arte como monumentalización del porvenir que cabe comprender el video, el primero en su carrera, que se muestra en esta su primera exposición en la galería Parra & Romero. Dentro de esa misma estrategia artística afanada no ya en recolectar lo innombrable que la razón ha ido diseminando en su desarrollo sino en proceder a la simulación del acontecimiento, a la construcción propiamente del monumento, Lara Almarcegui nos enseña ahora el derrumbe de una casa de las afueras de Dallas.
Si antes nuestra artista buscaba y documentaba “lugares vacíos”, lugares de posibilidad, ahora procede a dar acta de fe de que tal lugar distópico acontece entre nosotros. Es entonces derrumbando el edifico, ocultándolo de nuestra vista, confundiéndolo con la naturaleza, como la huella de lo habido –la pequeña loma que queda– reinicia su red de envíos, rearticula el sentido para dar la posibilidad de que la historia, las historias, puedan ser de nuevo contadas. En una reciente entrevista para El Cultural llega a decirlo claramente: “me gusta la narración que genera la obra: un vecino le cuenta a otro que ahí hay una casa enterrada, muchos no se lo creerán y acabará siendo casi un mito”.
¿Y es que no es el mito la narración de un secreto, del secreto en este caso de que aquí, una vez, hubo una construcción?, ¿y no es la razón el intento de acabar con el secreto, de hacerlo visible, de construirlo? Si algo evidencia la cerrazón de la razón es que cree saberse toda la historia: cree saberse que ella ya no es ninguna historia, ninguna ficción, sino la nueva gran historia. De lo que se trataría entonces sería de optar por un construir que fuese fiel al propio secreto, que construyese siempre en fidelidad con la promesa de mantener la huella como apertura siempre al futuro y no eliminarla en la utilidad a la que pudiera prestarse. Tal construir evidenciaría, antes que nada, que la historia sobre la que se eleva el poder de la razón es tan ficcional como cualquier otra.
En definitiva, la loma levantada y que sepulta la construcción es un intento de mostrarnos lo que hay “por debajo” de toda historia: la posibilidad siempre de un decir nuevo, de dar la palabra a otras historias, a otros mitos. Y es que, todo habitar está referido al reenvío de un secreto: hubo, sí o no, aquí antes, una casa.

jueves, 6 de marzo de 2014

AVELINO SALA: ARQUEOLOGÍAS DE LA REVUELTA (O LA PREGUNTA SIN RESPUESTA)


AVELINO SALA: LOCKED-IN SINDROME
GALERÍA PONCE+ROBLES: 30/01/14-18/03/14

Silenciando los efectos devastadores de la propia razón, el latiguillo que se nos repite una y otra vez es siempre el mismo: seamos razonables, mantengamos la calma, no nos dejemos llevar por la pasión. Y es que la razón sabe camuflarse a las mil maravillas, tanto que, en el juego fetichizador que nos impone, el rastro de desolación que deja a su paso es visto como un imponderable necesario, como una nimiedad sobre la que se levanta la que debe ser nuestra única virtud: ser, de nuevo, razonables.
Pero la razón es falsa. La razón –su astucia– simula llevar siempre la voz cantante, tener siempre las de ganar; la razón lleva a gala el no oponerse a nada porque sabe que, antes o después, todo ámbito de resistencia será aniquilado bajo sus pies. Aún así, sospechamos. Hay una sospecha generalizada que todos tratamos de silenciar de la mejor manera para, eso sí, llevarnos lo mejor posible. Porque, dado que no hay mal que cien años dure, ¿quiénes somos nosotros para oponernos a los designios de la razón bienpensante?
Quizá no seamos, efectivamente, nadie; pero si el arte es algo en esta época de búsqueda impotente de sentidos, solo puede serlo como laboratorio desde donde ofrecer pistas de la naturaleza simulacionista de esta razón moderna. Pistas de qué es la razón, cómo funciona y, sobre todo, cómo ofrecerle una mínima resistencia la cual, aunque aniquilada siquiera al instante siguiente, deje tras de sí un vestigio, una huella que pueda ser, quizá algún día, reconstruida con la dignidad que merecemos. Si no podemos “ser”, si no nos dejan “ser”, el arte ha de obturar la posibilidad de al menos “desear ser” quienes realmente somos.
A tal fin Avelino Sala ha dispuesto una magnífica exposición donde, sin medias tintas, la razón es desnudada, decapitada en su múltiples tentáculos, ofrecida como sacrificio. Pero, sobre todo, las piezas que aquí muestra Avelino Sala remiten al hecho innegable de la razón y que, hemos de decir, muchas veces el arte silencia maniqueamente: que tal desnudar, decapitar y sacrificar son acontecimientos imposibles. Es decir, trata de hacer valer que nuestra posición frente a la razón no puede ser la de quien intenta destronarla pues, tal destrone, no es sino el anticipo de la venida perversa de su otro despótico: queremos matar a la razón, matar al padre (quemar banderas), y lo único que conseguimos es asestar una puñalada trapera a su mensajero. 


Y es que la razón se funda en un travestismo especular que hace que nunca esté ahí donde se la cree. Hemos tardado en pillarle el truco; casi desde que Descartes la elevara a nuevo dogma camuflando sabiamente sus envites y presentándolos como nueva teología, no hemos hecho más que estar en la inopia. De ahí a nuestros días, la razón moderna, la razón cartesiana, se zambulle sigilosamente, se camufla en su otro, nos presenta su cara amable mientras por detrás nos da de lo lindo.
La remisión a Descartes, la mía y la del propio artista, no es gratuita: Avelino Sala dispone un gran capa española colgada con una frase grabada a la espalda: Larvatus Prodeo. Y es que, el jesuita se las sabía todas: ocultándose se avanza. Esa es la única manera de medrar en el asunto, de que a uno le tomen en serio, de que, sobre todo, la razón llegue a erigirse en potestad absoluta destronando a Dios de su pódium: llegar a saber que solo manteniéndolo, se le puede eliminar. 
Y es que el avance sin duda sin par de Descartes no es tanto hacer de la razón órgano regulativo, sino el comprender que todo gobierno de la razón ha de tomar la forma prestada de algo que no es ella. Es decir: toda presumible preeminencia de la razón no es sino una mascarada para hacer valer un determinado poder que, haciendo de su capa un sayo, interponga la pantalla preferida para engatusar al sujeto aclamado en su engaño como “sujeto moderno”.
Lo mismo que Descartes se valió de un punto exterior, de una palanca de cambios adicional para hacer que la remisión a la razón del individuo tuviera potestad regulativa, durante estos siglos la razón no ha hecho más que zafarse de su responsabilidad proponiéndose siempre –camufladamente, eso sí– como otredad alternativa más allá de la cual no hay, evidentemente, nada.
Es decir: Descartes, atrapado en el cogito solipsista, solo pudo abrir la puerta a la realidad circundante con el subterfugio de la existencia de Dios que aparece como as en la manga en forma de idea de “infinito”. Infinito: ese es el verdadero núcleo traumático de toda la Modernidad; el hecho de que el aparente reino de la razón no es sino la martingala bajo la cual se cambia el Dios-infinito por el, pongamos por caso y ya en esta época licuada, el mercado-infinito. En sí, es la misma operación: ahí donde la razón hace aguas, la estrategia es crear la paranoia de que podemos tocar la pantalla, de que podemos caer del otro lado, de que ese “más allá” no está sino en nuestro interior, encerrado en nuestra esfera ideológica: ya sea éste Dios o ya sea, lo mismo da que da lo mismo, los mercados. ¿No son, en este mismo sentido de infinito, las mónadas de Leibniz el intento de fraguar una razón lo suficientemente operativa como para que cada uno tuviese su infinito particular?   


Lo mismo que Descartes “avanzaba sigilosamente” proponiendo a Dios como todavía causa eficiente, camuflando así en un pío disfraz el imperio de la razón que estaba por venir, hoy en día, en esta época de crisis lacerante, nuestros poderes fácticos no hacen sino marcar el ritmo cartesiano: nos muestran la globalidad de un mercado como inexcusable garantía de que, en el bienestar que éste nos ofrece, la razón puesta en marcha no puede estar equivocada.
La sombra alargada de la susodicha capa, colgada y tendida en el vacío, funciona como leitmotiv de una exposición que trata, creemos –y ahí radicaría su máxima virtud– no en denunciar una razón blasfema, camaleónica y transformista, sino en hacer explícito cómo los últimos intentos de derrocamiento del mercado-infinito no han valido para nada: una razón, siempre, otra, la que sea, parecida pero, quizá, más buenista, más enrollada, viene a proponer diálogo, a decirnos que las cosas no son tan así, que, como hemos dicho al principio, seamos razonables.
Lo –me atrevería a decir– glorioso de la exposición es que no nos ofrece las posibilidades del triunfo sino que se afana en mostrarnos las arqueologías de la derrota. Más aún: en cómo tal arqueología, reificada, cosificada, fetichizada incluso bajo una fina pátina de bronce, puede serle útil –en un reciclado que tiene mucho de perverso– al mundo del capital. Y no, no me estoy refiriendo al sambenito de la doble moral del arte, que denuncia para, al tiempo, sacar tajada. Tal discurso me parece tan pueril y pasado de moda que solo lo cito para que no se crea que escurro el bulto. 


La misión del arte, enfrentada a esta razón que ya se sabe travestida pero que, sobre todo, se la sabe imposible de desnudar, radica en ofrecernos la huella de nuestros fracasos: no ya tanto apuntar a un porvenir utópico, sino que, cansados de esperar lo inesperado (y sabiendo que cualquier cosa que sea lo inesperado ya estará antes que nada de venta en El Corte Inglés) la labor del artista debe ir en la honda del trapero de Benjamin: recolectar los restos con el fin, no ya de abrir tiempo alguno, sino tomar conciencia de que nuestro emplazamiento es y será el del fracaso. Solo desde ahí, solo sabiéndonos habitantes de esa parcela distópica, podemos rastrear la lógica espectral, invertida y espectacular en que ha recaído la razón cartesiana, sin por ello darle carnaza al enemigo.
Quizá es hora de sabernos derrotados pero incólumes en nuestra dignidad, una dignidad que sabe que lo más íntimo es preferir el fracaso que simular una pactada salida que solo servirá para otra vuelta de tuerca, la enésima, y que la razón se camufle no ya en Dios, no ya en mercado, sino –imagino yo– en una entelequia cibernética, inmaterial e infinitamente transaccional (así se nos vende) donde ya ni siquiera el fracaso podrá ser celebrado: y es que el fracaso, como tal, une en la comunidad de los desplazados, fragua un procomún siquiera en su mantenerse en el olvido. Quizá, esos adoquines como arqueologías de las revueltas que han colapsado el mundo durante los últimos años y que aquí Sala nos muestra como obras de arte, señalen justo ahí: que, aún con el fracaso,  no hay nada perdido, que casi cabe decir el fracaso es síntoma de no haber pactado con la razón mercantil una salida edulcorada y meliflua.
Como se ve, el arte también, y antes que nadie, ha aprendido a estar en lugar de otra cosa: los adoquines no son ya fetiches de la insurrección derrocada, sino monumentos a un porvenir que, en su negatividad, es más necesario que nunca salvaguardar. Solo hace falta un artista con la sapiencia de Avelino Sala para que lo haga patente y que señale que, frente a cuantos disfraces haga valer la razón despótica, el arte es el único con la capacidad dialéctica de, aún en el fracaso, saberse como efectiva resistencia, como creación heterotópica de comunidades y sentidos.     


Así pues, y para resumir, pudiera parecer que estamos paralizados en un síndrome de enclaustramiento total (locked-in síndrome, se llama la exposición); pero lo cierto es que, como los enfermos de tal síndrome, nuestra estrategia es mantener los ojos bien abiertos y, aunque permanezca sin respuesta -pues todo intento de contestación es un subterfugio de la razón para reactualizar su dominio-, mantener la pregunta en el aire: cui prodest? ¿Quién se beneficia? Hacer circular la pregunta, reenviarla en cuantas direcciones nos sea posible, hacer memoria de todo lo que hemos olvidado (de ahí la necesidad de chuletas) es la única posibilidad de no dejarnos domesticar en respuestas aprendidas, en poses de inocente rebeldía. Y es que recordar lo ya sabido solo puede ser un previo olvidar para, ahora sí, sacar un diez en el examen.
La cosa es lo suficientemente seria para que, habiendo descubierto que todo derecho (con la Declaración Universal de los Derechos Humanos a la cabeza) es una pantalla para patentizar el olvido, volver a poner la pregunta en circulación. Ya con eso, tendríamos razones para haber triunfado. Ya solo por eso, esta exposición de Avelino Sala es una inteligente llamada a reflexionar sobre nuestras razones, esas que, como no podía ser de otro modo, no son razonables.

martes, 4 de marzo de 2014

RETROALIMENTACIÓN: MÍNIMA DIFERENCIA, MÁXIMA AMPLITUD



RETROALIMENTACIÓN
SALA DE ARTE JOVEN: 30/01/14-27/07/1
COMISARIOS: TIAGO DE ABREU PINTO Y FRANCESCO GIAVERI

Sinceramente: podíamos habernos limitado a glosar las bondades de la exposición, apostillar el refrito rizomático que pulula por las redes del “cuándo y dónde” –si no incluso lo de “exposición imprescindible”– aplaudirnos todos un ratito y dejar la cosa en un empate técnico: una exposición más, un texto más. Pero creo que dado las características un tanto especiales -y sobre todo específicas– de la exposición, no viene nada mal un poco de “emoción”. Aún con todo, para los que prefieren las cosas tal y como son, decir que la exposición –ésta y suponemos que las otras dos que vendrán dentro del mismo proyecto- está muy bien.
Y es que, que no se me mal interprete y que, mucho menos, nadie se me enfade, pero retroalimentación no me parece una buena palabra para el asunto que nos traemos entre manos. Claro está que peor, pero mucho peor, hubiese sido ese anglicismo que ya se nos ha ido metiendo dentro como un taladro y que suena a leitmotiv de consejo de administración: feedback. Pero que no me guste (cosa que trataré de explicar, y que no es lo que parece) no significa nada más que eso: que se podría haber, quizá, elegido otra palabra, o que –casi me decanto por esto– el arte está que no le conoce ni la madre que le parió, o que al arte se le exigen cosas que no le pediríamos ni al peor de nuestros enemigos. ¿No será en último caso que los comisarios han acertado de pleno en el palabro y que tanto acierto evidencia un estatuto epistémico al propio arte que está a años luz de su primera formulación moderno-romántica? Total y resumiendo: que si no me parece buena, la palabra en cuestión, es porque acierta como pocas en evidenciar el estado de la cuestión del arte.
¿A qué me estoy refiriendo con este “acertar en exceso”? Uno, que viene de la filosofía y que a menudo comete el pecado de tomar al arte como rehén teórico en vez de posibilidad práctica, siempre le han enseñado aquello de la epocalidad del arte, de su devenir dialéctico, de su desartización negativa, etc, etc. Y, claro, esto de la retroalimentación, con su sesgo empírico, con su ecualización entre medios-fines como si de un dispositivo regulativo y de control se tratase, le suena un poco a dejación de principios, a secularización de un arte que se ha cansado de estar a la espera y que se propone como lo que es, como lo que ha llegado a ser: el marco para dar visibilidad a una escena llamada artística donde el arte, se nos dice, acontece. 

Así pues, este “no gustarme” de la palabra atiende, simplemente, a que creo hay que tener cuidado y subrayar lo que el título dice callando: retroalimentación, palabra mágica para un arte que ha dejado su dialéctica histórica para otro momento y que sabe que lo que más le favorece y compete en estos tiempos es replegarse en sus múltiples escenas y dejar el control a los focos burocráticos de la institución. En todo caso, el efecto es bien parecido: el arte, aún en el intento de atraparlo como dispositivo autoregulativo, permanecerá en los márgenes, autocontemplándose y tratando de reconocerse siquiera en los efectos. No hay que rasgarse las vestiduras por nada, y menos aún por meros juegos espectrales de estrategia.
 Pero esto, creo yo, ya lo saben los comisarios porque, una vez tenido todo lo dicho en cuenta, una vez que sabemos a qué atenernos y comprendemos que la propia exposición hace patente que el desarrollo del arte –en su hiperinstitucionalización– es ya desde hace bastante tiempo una cosa de corto recorrido, amputado de sus coordenadas utópicas de más largo alcance, la cosa va como la seda.
De lo que se trata es de la muy loable empresa de dar a mostrar un sesgo de lo que el arte madrileño es y, sobre todo, puede llegar a ser. Y para ello nada de afanarse en mostrar un segmento, en enseñar una parte de esa poca visibilidad de la que goza el arte madrileño. Tampoco se ha optado por proponer otra “realidad” enmendándole la plana a quienes dan y quitan la palabra en la construcción de la esfera artística madrileña. Por el contrario, se ha optado por, desde un núcleo desde el que todos podemos estar “democráticamente” de acuerdo, establecer por reiteración, repetición o –son palabras que viene  a decir algo similar– retroalimentación una ampliación del espectro hasta llegar a construir una radical novedad capaz de tomarse como parte de un todo en constante ebullición: la escena artística madrileña.
Es este sin duda el mayor acierto de la exposición: que ella misma se constituye no ya en “representación” de aquello que sucede y que queda comprendido como “escena artística madrileña”, sino como novedad capaz –eso sería lo deseable– de proponer una última vuelta de tuerca, un último efecto de retroalimentación hasta ahora no manejado y que dibuje otra escena hasta ahora invisible. Así pues, pensamos que lo han conseguido, que incluso, si se me permite, este texto puede comprenderse como un átomo más en la lógica de la retroalimentación que trata de copar y hacer visible la práctica artística madrileña, un apéndice en el juego del ir y venir, de los inputs y outputs sobre los que se basa la tal retroalimentación que trata en este caso de dibujar un mapa del arte madrileño.
Sin embargo, lo más interesante del dispositivo de visibilidad puesto en marcha es, precisamente, lo que se le escapa y que apunta al fracaso mayúsculo del propio arte en esta tardomodernidad y a su autoaprendida esencia como mercancía. No sabemos si los comisarios han tenido esto en cuenta y han manejado la importancia de tal “fracaso”, pero, tanto si sí como si no, la exposición logra como pocas dar en el blanco. ¿En qué ciframos entonces el “fracaso” de la exposición?, ¿cómo hacemos convenir ese fracaso con un acierto total en la propuesta? Tirando del hilo de la definición de la propia retroalimentación como principio regulativo tenemos la solución a la paradoja.
Según la wikipedia, fueron un físico junto con un filósofo los que en la segunda Guerra Mundial, y con el fin de poder derribar aviones que iban a gran velocidad y para los que no había ojo humano capaz de acertar el tiro, hicieron del principio de retroalimentación una nueva herramienta capaz de autorregulación mediante correcciones basadas en las diferencias entre trayectoria prevista y real. Es decir: la retroalimentación se basa en hacer decrecer el gap, en eliminar paulatinamente el error entre lo que sucede y lo que se piensa que sucederá: ha grandes velocidades, el ojo humano terminaba por errar el tiro y, o bien la diana no pasaba por donde se creía, o, peor aún, cuando el misil llegaba la diana ya hacía rato había pasado.

Así pues, el mayor logro de esta exposición y de la construcción del espacio artístico que postula es que, en el límite de su operatividad y en su quedar referido al arte como objeto-diana, solo caben dos posibilidades: o se le ha conseguido derribar o el arte ha logrado fajarse del fuego enemigo. Y, desde luego, salvo para aquellos que tiene al arte como un divertimento dominical, la exposición creo remite en última instancia a la capacidad de evasión del propio arte: por mucho que se trate de operar con él, por mucho que se lo quiera objetivar, por mucho que las instituciones traten de amasarlo, el arte sorteará el tiro de gracia y el cadáver será, siempre, el equivocado.
Estableciéndose relaciones biunívocas entre los diferentes actores de la cosa artista, partiendo de una diferencia mínima a partir de lo que ya ha ocurrido en la propia Sala de Arte Joven en pasadas exposiciones, el principio de retroalimentación dispuesto por los comisarios modula un espectograma donde, si nada se da por sabido, lo fundamental es comprender que el resultado es siempre y en cada caso –porque el resultado cambia según quien sea el actor, desde el artista al espectador– una imposibilidad manifiesta de llenar el gap que separa la totalidad del arte con la práctica artística puesta en escena. Porque, ¿no estaremos siempre a la expectativa de una última vuelta de tuerca, de una última corrección en las coordenadas que termine por derribar al arte, que logre atraparlo?, ¿no evidencia el propio recorrido por la sala un détournement impotente para dar cuenta de todo lo que se trae entre manos, de todo lo que trata de decirse?
El arte, sea cual sea la pieza que trata de representar, siempre evidencia un escenario vacío donde el reparto de papeles nunca es el que se tiene por tal. Es en esta situación que el arte no es sino un seguir la pista al propio arte en su no acudir nunca a la cita. Así, esta exposición no da cuenta de la necesidad de darle un papel al arte con el que seguir el simulacro de que es él el que habla (y nosotros quienes le escuchamos); esta exposición, por el contrario, construye el propio escenario según el único principio que puede evidenciar su ausencia –la ausencia del propio arte- al tiempo que se le trata de seguir el paso cada vez más de cerca.
Construyendo por repetición, por reverberación de los actores implicados, polemizando a través de diferencias mínimas, según un ritornello que no puede ser el mismo sino siendo otro, la escena así creada es la propia escenificación de la espera: ¿habremos dado con la clave, con el número de iteraciones justa para que el arte acuda, esta vez sí, a su cita?, ¿habremos movido la amplitud y longitud de onda justa para que lo que nos traigamos entre manos sea, definitivamente, ese arte que parece escurrírsenos de las manos a cada paso? Cada bucle, cada repetición, es un sí y un no: un sí como promesa y un no como espera diferida. Quizá un envío más y habremos dado con la clave, habremos llamado a las puertas del arte.
En definitiva, me gustaría pensar que los comisarios han planteado una propuesta de exposición para la institucionalizada Sala de Arte Joven para evidenciar la impotencia del arte actual para estar “a la altura de las circunstancias”. Esto, sin duda, no supone ninguna crítica silenciada, no supone ninguna utilización maniquea de los resortes de la propia institución. Supone, esa es mi intención, señalar el acierto de la propuesta: supone comprender que cada paso en la retroalimentación, cada bucle, es una toma de conciencia de esa imposibilidad de siquiera atisbar las fronteras donde el arte descansa plácidamente esperando su momento.
Si toda exposición debe de ser planteada como dispositivo crítico, la única manera que esta propuesta tiene de erigirse como plataforma disensual es tomarse a sí misma muy seriamente y preguntarse, ella misma, por la pertinencia de cada estadio conquistado, por la posibilidad constante de un último efecto de retroalimentación, de una nueva etapa aún consignada en su indecibilidad. Es decir, esforzándose en apuntar a un exceso donde la propia escena artística madrileña quede como subterfugio disgregador, como mapa fantasmático desde donde poder plantear siempre una realidad-otra. No ya lo que es, sino el aún-no de su posibilidad siempre diferente.