miércoles, 29 de agosto de 2012

ASSANGE O EL ESPECTÁCULO POSTMEDIAL

                

“Cualquier negociación con el espectáculo y las formaciones de la falsa conciencia que él  ampara  es, para los intereses de intervención política definidos desde la óptica de la desobediencia civil y la resistencia pacífica, contraproducente"
                                                                                                    José Luis Brea

Como el miedo es libre, y esto de ir contracorriente no es lo mío, quizá no sea del todo descabellado pensar que el colocar esta cita de Brea antes de empezar no sea una manera, un tanto torticera, de situarse cómodamente en las trincheras frente al fuego enemigo.

Y es que, cuando las voces claman al unísono y dictaminan fronteras de decencia sin la menor conmisericordia hace falta mucho más que un discursito bien hilado para salir bien parado. E. incluso, visto lo visto, nada nos dice que nuestro querer escudriñar de cerca las heces del sistema no sea otra jugada, otra tirada de dados con la que el espectáculo vuelve a sentirse cómodo y rebosante de felicidad. Y es que, si no hay salida, no la hay para nadie.

Sin embargo, aún estando presos de esta maquínica del fantasma, algo hay que tener más que claro: nada sacia la sed del espectáculo tanto como las poses de contestataria protesta, de la obscena fantasmagoría de su propia crítica.

Y es que, aún hoy, no calibramos como debiéramos el poder del mundo-capital. Basta con que uno –y me refiero ya al señor Assange- se adentre en sus fauces y salga vivito y coleando para que enseguida empiece la algarada dionisíaca, la monserga de aquellos que empiezan a darse palmaditas en la espalda seguros de haber descubierto el misterio que se oculta tras la pantalla mediática, el Santo Grial de la economía de las imágenes que distribuye saberes y competencias.

Porque no solo es que no hay ya nada bajo las apariencias (únicamente hay una pantalla-mundo que construye lo real según su propios juegos de inmanencia), sino que toda intromisión en la lógica del poder, para querer ser efectiva, ha de estar segura de que en su esclarecimiento, en el bombardeo antisistema que practica, no va a quedar preso de nuevo de las lógicas del espectáculo-capital.

Otra vez el miedo a no haberlo dicho clarito me lleva a citar a Brea: “la fantasía abstracta de una amenaza genérica contra ‘el sistema’ constituida por el hacker –el activista que pone en peligro y cuestión la propiedad de la información y los sistemas que la protegen- revierte en su propio beneficio transfigurada, de un lado, en argumento para aumentar los dispositivos de control; del otro, todo su potencial de incidencia sobre la opinión pública depende de la repercusión mediática y por tanto alimenta su interesada construcción de lo real como espectáculo”. Más claro agua.

Quizá no hayamos dicho nada o lo hayamos dicho todo, pero ver las redes sociales infestadas de meapilas que se rasgan las vestiduras por las injusticias cometidas por los imperios del mal (Suecia, Estados Unidos, etc) al tiempo que concelebran el haberse dado cuenta de tanta maldad con las mismas armas que dichos imperios les fabrican para su divertimento, es algo que, cuando menos, llama poderosamente la atención.


Ese, y no otro, es el gran triunfo de la imagen-capital: llamar a la indignación movilizando las propias tectónicas del espectáculo. Que devenga todo visual, entretenido, comercializado, incluso las formas de resistencia; que cada uno tenga al alcance de un click un mundo de indignación e injusticia compartido en tiempo real con el otro, que también está indignado, que también se atreve a pensar con aquello que ha descubierto bajo las apariencias, que también está dispuesto a clamar justicia en el desierto de lo real. Mover cantidades ingentes de fantasmagoría: el sueño preciado del capital hecho realidad.

Ni siquiera los señores del capital esperaban tanto de tan poco. Y es que, a fin de cuentas, cuando incluso ellos son carne de cañón al quedar también referidos al juego de marionetas que supone el espectáculo, el límite puede estar en cualquier parte –lo que equivale a decir que no hay límite, que lo siniestro, como el envés terrorífico de la belleza sublime (la libido en este caso) colapsa el sistema: que el propio sistema es siniestralidad en estado puro.

Y quizá nada hay que reprochar a Assange, quizá tampoco nada a aquellos que infestan los facebooks, twitters y demás con formas espectacularizadas de disenso colectivo. Quizá, digo, no sea culpa suya porque es solo la obscenidad del sistema quien atrapa todo ejercicio de resistencia en sus propias redes. Ser espectáculo, quedar referido al fondo de contraste de toda esta pantalla luminosa en que se ha convertido el mundo: tal es el destino último del acontecimiento. Ser es ser espectáculo. La resistencia deviene fetiche, se convierte casi en logo consumible listo para serigrafiarse en camisetas o calzoncillos. La memez convertida en pandemia acampa a sus anchas. El leitmotiv de la rebeldía se instaura como evento global.

Criticar las formas adulteradas de democracia que ejercen las propias democracias occidentales usando para ello formas espectacularizadas de divertimento, ocio o gracieta visual; tratar de desvelar lo oculto –los secretos del sistema- proponiendo otra distribución del saber, son caminos que ya, en la era de la implosión mediática, no conducen a nada, más que nada porque la forma de explicitarlo es solo convirtiéndolo en efecto mediático, en imagen-espectacular (y especular). Y es que, como sentencia Rancière, “si ya que todo el mundo está dentro del espectáculo, no hay razón para que nadie salga de él jamás, tampoco aquel que conoce la razón del espectáculo”.


El cierre de Megaupload y el devenir-espectáculo del señor Assange ponen todas las cartas boca arriba para descubrir que, una vez más, el capital tiene todas las de ganar. La nueva era del capitalismo, el inmaterial, seguirá por los mismos derroteros del simulacro y la propiedad privada. Esta vez, como quien dice, hemos sido derrotados en casa. Y es que la virulencia efectiva del capital hace que cada derrota sea sentida más como un efecto de superficie, inmanente al devenir real del espectáculo, que como oportunidad disensual perdida. La derrota es orgiástica, el baile de la exhibición de nuestras miserias es el esperpento retrasmitido en prime time.

El sueño dorado de Brecht, el ser todos “productores de medios”, ha terminado por dar al traste en la payasada consensuada. Porque, si algo es el capital, es psicoanalítico: igual que indigna, seduce; igual que teledirige subjetividades, permite que éstas sean exhibidas e igualadas en su devenir-imagen.

Solo hay una forma de ejercer el disenso: haciendo operar un trabajo genealógico que descubra la lógica inmanente a la emergencia y construcción de la imagen-capital. Pero, ocupados como parece que hemos estado en seguir ahítos de saber qué se esconde bajo las apariencias –unas apariencias que, por otra parte, son mero señuelo-, preocupados en otra distribución de propiedad privada que redunde en seguir pegados a la pantalla mediática sin pestañear, tal crítica se da como modo autoexculpatorio o consolador (sino incluso como mofa generalizada ante los incapaces).

La verdad es espectacularizada por los mismos procesos mediáticos que usamos para encender la llama de la crítica y así, obviamente, que nuestra propia crítica deviene impotente, presa de esa “lógica de la falsa conciencia que no puede conocerse a sí misma” (Debord). La única salida es actuar ahí donde los engranajes del sistema son más débiles y permiten una operatividad no dada a su espectacularización mediática. Esperemos que estemos todavía a tiempo y que la acción en la red no se convierta en un mero caudal de comunicación anestesiada, cifrada en la fluídica de una opinión que no sabe siquiera que el estar en contra bascula siempre del lado del poder.

miércoles, 22 de agosto de 2012

DEMOCRACIA COMO MONUMENTO PORVENIR


DIANA LARREA/ ANDRÉS SENRA: Plaza Solución-Vox Populi
ESPACIO TRAPEZIO: hasta el 02/09/12

Si hay una palabra sobre la que la cantidad de confusiones viene a cubrirla y ahogarla por completa, esa es la de democracia. Incluso, en estos tiempos de crisis, lo que antaño podía ser un dejarse llevar para dedicarnos a otras cosas, supone una brecha casi insalvable a la hora de intuir soluciones que no vengan de la pamema maniquea de los buenos y los malos, de los unos y los otros.

Y es que quizá, si de algo tenemos que pensar que puede servir este estado de calamidad social al que nos acercamos cada día más, es para darnos cuenta –algo que por otra parte, obviamente no haremos ni de broma- de que la reflexión sobre conceptos que nos atañen a todos deben ser siempre pensados también por todos, no solo por, como suele decirse, los que se dedican a eso.

Esta dejación de principios tiene la peculiaridad de comprenderlo todo –en este caso la democracia- como una totalidad ya programada y dispuesta a usarse, o, bien por el contrario, no ser más que una secuaz conspiranoia capitalista puesta al servicio de los de siempre. En definitiva, todo parece que vuelve a repetirse en este odio a la democracia que nos caracteriza para, como Benjamin, enfrentarnos a una dualidad insoportable en cualquiera de sus polos: “o fascismo o comunismo”

Así, y como siempre, dos escuelas marcan tendencia: los que no se cansan nunca de ver cosas debajo de las apariencias, y quienes ni siquiera saben que hay apariencias ya que piensan que todo coincide con la verdad. Tan necios los unos como los otros, el debate socio-político enfrenta a dos bandos que no quieren ver como sus opuestos se tocan: la democracia como aquello sobre lo que disparar y a lo que derruir.

Porque, siempre claro está con el sambenito del “ejercicio democrático”, de lo que se trata es de hacer un rodeo circunflejo sobre la propia inoperancia discursiva de cada bando para trazar la frontera precisa que separe a los buenos de los malos, la verdad de la mentira, al uno del otro. Si las izquierdas ven en la democracia el esperpento que precisa el capital para seguir oculto detrás de las apariencias, si todo el caudal emancipatorio del que disponen es el de una extraña melancolía por lo que ‘pudo haber sido’, las derechas por su parte cifran en la democracia un mal menor que, como en estos tiempos de crisis, puede ser eliminado si la sociedad en conjunto –personificada en aquellos pobrecitos que no saben- lo ve pertinente. La democracia es para las derechas un defecto de forma que, si por una parte mantiene un status quo más o menos válido y mínimamente operante, por otra permite que la baja cultura vaya sustituyendo a otra alta cultura comprendida esta, en un giro ideológico indecente a estas alturas del partido, como la garante de los derechos del hombre libre. A las pruebas me remito: el último libro de Vargas Llosa bien puede resumirse en que si los derechos del hombre remiten a su libre elección y a los derechos de los consumidores de cualquier mercancía, llegados al punto de frenesí y furor consumista, el propio ejercicio democrático, la propia libertad de consumo, está arruinando cualquier forma de autoridad tradicional.

Resumiendo ambas posiciones, Rancière comenta que tras el 11/S –momento en el cual los polos se han radicalizado en sus endémico odio- “el pensamiento democrático se encuentra atrapado entre un ‘liberalismo’ oficial, que ha vuelto a tomar la cuenta del mercado mundial la fe marxista en la necesidad económica y el sentido irreversible de la historia y un catastrofismo intelectual que nos anuncia que la democracia es el mal secreto que arruina los principios mismos de la filiación y de la tradición humanas

Para ambos entonces el mercado es el muñeco contra el que tirar. Pero si por una parte, a las izquierdas, habría que decirles que el perseguir aún sueños de emancipación vía descubrir la verdad que hay bajo las apariencias hace ya tiempo que ha tocado a su fin, a las derechas habría que decirles que seguir soñando con la tierra prometida de un bastión donde condensar la esencia de una humanidad portentosa no es más que un señuelo que ya no cuela.

La paradoja de la democracia entonces es que es tan deseada como odiada: porque oculta la realidad o porque permite a los descastados su minuto de gloria. Es decir: porque subvierte la dialéctica propia del amo y del esclavo, del que sabe y del que no-sabe. Y eso, tanto para unos como para otros, duele.


Porque la democracia, al hilo de esta última idea, es otra cosa. Estas ideas timoratas han calado únicamente por ser la manera de seguir cada uno en su púlpito, en su frente de batalla como si nada. Han calado porque se entiende la democracia como el consenso entre los iguales, como la solución a la separación que parece caracterizar al humano –respecto de la naturaleza, respecto de la sociedad ideal, respecto de sí mismo, como un reparto consignado de igualdades donde cada uno ocupa de antemano el lugar que le ha tocado y donde, en dicho reparto, se traza siempre una frontera de exclusión, un lugar de no pertenencia y de invisibilidad.

Pero la democracia, la democracia bien entendida, es una revolución, y como verdadera revolución debe de dictaminar antes que nada dos axiomas: no hay definitivamente nada bajo las apariencias, y no hay ninguna esencia a consolidar o perpetuar ni ninguna fractura que solventar. Como corolario fundamental, toda estrategia llamada a redistribuir las competencias de los saberes está llamada a fracasar. Porque, entre otras cosas, en la espectacularización de la democracia actual, como dejó dicho Debord “lo verdadero es un momento de lo falso”.

La democracia es un exceso, una extravagancia de la política que descansa sobre sus propias condiciones de posibilidad. Y es que, si se piensa, la democracia inaugura el hecho político: solo existe política ahí donde aquellos llamados a gobernar –por designio divino, por sangre- no lo hacen. Solo hay democracia donde, en vez de neurosis por el consenso y paranoia por lo políticamente correcto, hay redistribución de competencias, espacios y tiempos; solo hay democracia ahí donde la fractura en el totum social que la propia democracia produce está siempre en constante movimiento. Así por ello hemos dicho que no tiene nada que ver con competencias ni saberes: no se trata de desvelar ningún misterio ni de saber lo que ellos saben, ya que ello no produciría sino la apariencia especular del consenso ahora mismo imperante.


Baste esta extensa introducción para comprender mejor las intenciones de este proyecto que con el nombre genérico de Plaza Solución-Vox Populí -y dentro de la convocatoria Stress Test promovido por el Espacio Trapezio- los artistas Diana Larrea y Antón Senra han llevado a las calles de Madrid.

Y es que, de todo lo dicho más arriba, bien podemos convenir que la democracia no es ningún dato preexistente o derivado, ni es tampoco una forma de gobierno sin más. Si la democracia es algo, ese algo es antes que nada una topografía, una memoria del lugar y del tiempo siempre en construcción de lo porvenir. Es precisamente sobre esta idea de democracia como construcción siempre futura sobre la que asientan la pareja de artistas para proponer su trabajo.

Fijándose en la monumentalización y memoria que ya la democracia fantasmal nuestra pone en danza, Larrea y Senra optan por sustituir los carteles amarillos que el Ayuntamiento de Madrid tiene diseminados por la ciudad para dar buena cuenta de una historia-bien-contada, por otros donde sean frases con marcado acento democrático las que vayan tejiendo esa otra virtualidad futura y democrática. Como se ve, nada más empezar, el choque de posturas es radical: una monumentalización histriónica para dar por zanjado el debate, para articular una memoria siempre-la-misma, o por el contrario un monumento dialógico donde el debate cree espacio público.

“Un gobierno que no escucha a su pueblo no merece gobernar”, “Violencia es cobrar 600 euros”, “esto no es una campaña electoral, es toma de conciencia, debate social”, y, la que más nos gusta, “la democracia es la promesa por llegar” –en alusión a Derrida-, son ejemplos de frases llamadas a rearticular el tejido común de una comunidad que parece ahogada bajo el peso de unas ideologías sesgadas y llamadas a seguir el latrocinio perpetuo que se traen entre manos.

Sean acertadas o no las frases, estén o no en consonancia con lo que un debate necesita para no caer preso de los dos polos ideológicos que antes hemos venido en comentar, quizá sea lo de menos en un estado de sitio como el actual donde el odio a la democracias es algo generalizado por la derecha y por la izquierda. Lo importante, pensamos, es caer en la cuenta de que la democracia es algo siempre en construcción que nada tiene que ver con derechos y sí con deberes: el deber de apelar siempre a una fractura, a una falla en los repartos de las competencias y los tiempos. Lo importante es comprobar de primera mano que es el siempre como construcción a futuro –no como reorganización especular de saberes- como la democracia se constituye.

sábado, 18 de agosto de 2012

HACER EL FRACASO: ESTRATEGIAS DE CONTRADIESTRAMIENTO


VV.AA: HACER EL FRACASO (comisariada por Daniel Cerrejón)
LA CASA ENCENDIDA: hasta 23/09/12

(crítica original publicada en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/monograficos_0_341.html)

Como cada año por estas fechas estivales, los tres ganadores del premio Inéditos para Jóvenes Comisarios de la Obra Social Caja Madrid, desembarcan con sus propuestas en La Casa Encendida.


Quizá no sea esta una muestra donde poder ver las grandes novedades que protagonizarán el comisariado del futuro –lo ajustado de sus propósitos lo hacen imposible- pero sí que es una oportunidad inexcusable para comprobar en primera persona la buena forma, o al menos animosa, en que se encuentra el comisariado patrio y los discursos que pueden levantarse con nada más abrir la caja del arte contemporáneo español.

Si bien pudiéramos hacernos eco de las tres exposiciones, quizá una de ellas destaca al tocar puntos nodales de la teoría estética: aquella que trata de hacer explícito el trabajo del artista en relación directa con esa dialéctica que anima el desarrollo del mundo administrado del capital: el éxito y el fracaso. Y es que si bien el arte, en su efectiva materialidad, ha estado remitido siempre a la causalidad del logro, de alcanzar el fin propuesto, también es cierto que desde casi el primer momento vio en la plausibilidad del fracaso una forma de resistencia ante las formas perfectivas de la mercancía-fetiche, formas estas que se adivinaban anularían antes o después toda capacidad de revolución estética.

Así pues, de lo que versa esta exposición –Hacer el fracaso, comisariada por Daniel Cerrejón- no es de dar visibilidad a intentos que se han demostrado como no operativos, a negaciones de la propia misión del arte. No es un fracaso según el cual el sentido de la pieza quede silenciado, inoperante en la operatividad que propone, presa de ese antagonismo que siempre media con el éxito, sino que su misma propuesta descansa en el fracaso del dispositivo. Hacer fracasar el dispositivo, la secuencia lógica, la causalidad inmanente que pareciera descansar en el aparecer de la obra…


Muy por el contrario, es ese infinito que da título a la exposición donde radica toda la teoría puesta en juego: no el fracaso como presentabilidad, como inferencia causal de unos intentos y una metas, sino el fracaso articulado, lanzado sobre la topología libidinal del éxito –casi enfermizo, habría que decir- que nos subjetiviza hoy en día; un fracaso como acontecimiento, como performatividad de las propias potencialidades que tiene toda obra de generar una ruptura en la dinámica de los afectos puesta en juego.

Y es que, como decimos, desde bien pronto se vio en el fracaso la mediación necesaria para hallar refugios de libertad creadora frente al mundo de lo útil, de lo pragmático, de lo ultraracional, etc. Porque, ¿no es esta extraña dialéctica la que hace operar Kierkegaard en su famosos Diario de un seductor? El juego de la seducción fracasada como alegato a favor de otra belleza, más pasajera, no atrapada en las redes de la finalidad: “a mi lado Cordelia encontró la libertad. Llegará así la hora en que el noviazgo tendrá que ser anulado. ¿Será justo que la belleza pase tan inadvertida en la vida?”. Y, de igual manera, ¿no queda anidada también la belleza pasajera que glosa Baudelaire en una cierta desafección de los entramados de la producción y distribución ya capitalista, en un gusto por lo fugaz, por lo que no encuentra acomodo dentro de las dinámicas materiales?

Y, por último, en las lindes del existencialismo, si una vida verdadera –no alienada ni torticeramente recreada a impulsos subliminales del mundo de la publicidad y del capital- queda ligada a una vitalidad creativa, cuando ya las fuerzas desbordadas de la mercancía parecen seccionar de raíz toda alegato artístico, es precisamente el fracaso una de las forma principales de resistencia. Así por ejemplo, y sobre todo, en Beckett, quién construyo toda su obra sobre el pilar de una espera nunca terminada, sobre un sentido nunca dado del todo, sobre una esperanza, la cual, y pese a haber mucha –como dijo Benjamin- no es nunca para nosotros.

Pero es que, si sabemos cómo funciona la dialéctica estética, si sabemos cómo consigue inmiscuirse dentro de las redes que distribuyen prebendas –disposiciones, jerarquías, competencias, etc- para hacerlas saltar por los aires, el fracaso casi pudiera pensarse –en estos tiempos hiperconsensuados- como razón sine qua non para lograr aquello que se propone: una ruptura en lo ya-dado, una fractura en lo esperado, una drenaje en las estructuras de lo posible.


Así, bien podemos pensar que toda obra tiene que ser fracasada, debe de haber una fractura donde la totalidad de las interpretaciones no llene la totalidad de sus potencialidades. Y es que interpretación y arte no van muy de la mano: interpretación remite a ese lugar donde todo quedaría aplacado en su sentido, cerrado sobre el conjunto de proposiciones que al explican. Para que una obra rearticule el sentido de lo dado debe de asentarse en un error en sus deseos de tener razón, de imponerse como nueva visibilidad. La interpretación no es más que su adequatio a la realidad, pero ser totalmente adecuada a la realidad significa no ser en modo alguno disensual.El fracaso de la obra, la performatividad de su fracaso, nos llevaría a permitirnos decir: mi propuesta no concuerda con la realidad, la excede, la violenta, la descentra. Es decir, le va de suyo una reasignación. En definitiva, y como sostiene el propio catálogo de la exposición, “el fracaso –en sentido propio y nunca como antagonista al éxito- es salirse de lo establecido”, es ampliar el sentido de lo posible.

Para esta ‘glorificación’ del fracaso las estrategias son varias, pero las más de las veces remiten a dos primados: o socavar al propio arte de sus directrices básicas, atacando las ideas convencionales que lo vertebran (régimen de representación, de distribución, producción, etc), o a establecer frente a la realidad construida un juego de paradojas y absurdos destinados a dinamitar las coordenadas convencionales de tal construcción.

Así las cosas, y entre las obras que ha propuesto Daniel Cerrejón para dar testimonio de este fracaso como estrategia disruptiva ante lo esperado, bien cabe destacar –de entre las primeras estrategias- trabajos como el de Wilfredo Prieto proponiendo un árbol tan alto que no cabe en el recinto expositivo (fracaso del régimen de exposición dominante ante un arte que se escapa por entre los poros), o el de Jaume Pitarchquien, una vez realizados puzles que representan clásicos de la pintura, arranca la superficie haciendo desaparecer la imagen y dejando únicamente como representación algún resto como huella.

Si nos centramos mejor en las segundos, interesantes son los trabajos de Isidoro Várcarcel Medina quien apostado en una fila para entrar a una exposición de esas multitudinarias, va dejando el sitio a cuantos viene detrás de él, terminando el día sin haber podido pasar a ver la susodicha exposición, y el de Chus Cortina quien, después de haber recibido clases de cómo tirarse por las escaleras, vuelve al lugar donde considera que por una u otra causa ha fracasado y va tirándose por las escaleras de cada uno de los lugares.

En definitiva, una exposición totalmente pertinente y válida que nos pone en relación con una de las paradojas que más seriamente destinan al arte: aquella que halla potencialidades de sus aparentes negatividades: el fracaso como negación, como interrupción de lo pretendido, como cortocircuito en sus presupuestos.

martes, 14 de agosto de 2012

DAVID HOCKNEY O EL ENEMIGO EN CASA


DAVID HOCKNEY: UNA VISIÓN MÁS AMPLIA

MUSEO GUGGENHEIM: 15/05/12-09/09/12


 Siendo como es este blog de preeminente calado local, no tuvimos más remedio que pasar por alto las diatribas de Hockney a Hirst, ahí donde decía que el arte del genio de las finanzas no era tal arte ya que su trabajo es realizado por una serie de asistentes. Que un miembro agraciado con la Orden al Mérito por parte de la reina Isabel II comprenda tan poquito las evoluciones de un arte al que incluso él ha ayudado en su reciente historia era, y aún no lo sabíamos, la antesala a esta pseudo-exposición donde el inglés da pábulo a su desconocimiento.


Porque claramente que Hirst es criticable, y mucho además; pero sin duda que su producción -comprendida dentro de esta fase del capitalismo inmaterial, donde las transacciones quedan desancladas de las lógicas del valor y del uso, poniéndole precio a las mercancías únicamente una lógica desiderativa que anticipa la satisfacción- no es más que el efecto inmanente a la propia destinación del arte en su hipersaturada negatividad.


Pero no habiendo mucha diferencia entre exponer en el Burger King –como ha hecho Hirst en los pasados Juegos Olímpicos- y hacerlo en el Guggenheim, Hockney es más criticable, pero mucho más, que su colega de la YBA al servirse de un sistema al que parece apenas conocer. Porque si puede ser condenable servirse de esa frontera indecible entre arte y no-arte para situarse polémica y mediáticamente en sus intersticios y valerse de todas las estrategias que vengan del mundo de la publicidad y la especulación, mucho peor es alzar la voz para clamar la ineptitud de quien piensa aún en términos renacentistas un arte que hace ya más de dos siglos está buscando otra cosa.

Pero si además de criticar el arte contemporáneo vía una separación material del trabajo que ni el propio Marx, Hockney se ha dedicado en los últimos tiempos a potenciar ese anacronismo del que, por otra parte, estrategias muy decentes e interesantes del arte contemporáneo se sirven para apelar a ejercicios disensuales respecto del status quo imperante. Sin embargo, depotenciada de cualquier calado político, el anacronismo de Hockney raya en lo infantiloide al pensar que es reinterpretando a los clásicos -vía nuevas tecnologías- cómo el arte puede seguir avanzando.


Lo que le sucede a nuestro artista es que no entiende muchas cosas. Presa de una noción lineal y conservadora del arte –pese a sus ínfulas de anarquista-, piensa que no solo es que cualquier pasado fue mejor, sino que el presente cabe comprenderlo en relación con ese pasado que nos agobia. Hockney es hegeliano, de un hegelianismo tan infantiloide que oír sus palabras producen una mueca de incredulidad. Si decimos que es hegeliano es porque para él, alcanzado cierto punto (¿el de su época dorada?, ¿el su querido Picasso?), todo se vuelve atrofia y disimulo: “se tiene la sensación de que la historia del arte se ha detenido porque no se sabe cómo enfrentarse a la fotografía y, por tanto, al presente”.


De estas palabras –de las que obviamos comentarios más contundentes- se infiere que el arte para Hockney es cuestión de progreso en las condiciones óptimas de la mirada y de su posterior representación. Es decir: la confusión manifiesta del inglés y de donde vienen  todos sus errores es de unir inexorablemente la mirada a los registros tecnológicos que la generan y, en especial, que la potencian, concluyendo sin más que el trabajo del arte queda consignado en la representación de aquello que se ve.


De forma harto sorprendente, atrincherado en el argumento –tan simple como demagógico- de que tanto el pincel como el iPad son “tecnología”, Hockney da saltos de alegría al saber que él ha sido el primero en ocurrírsele la boutade de utilizar el iPad para realizar grandes cuadros. Alguien que se celebre y se cante tan grandiosamente por esta banalidad es prueba más que suficiente para calibrar el tamaño de su cortedad de miras. Porque si nadie lo ha hecho antes es solamente porque parecía claro, al menos entre los “trabajadores del arte”, que la apariencia de progreso merced a irrupciones técnicas es algo tan calamitoso y de tanta vergüenza ajena que nadie pareciera capaz de soportar el peso de tal ignominia.


Habrá quien diga que no es para tanto, que cada uno hace lo que puede y que interpretaciones de qué es esto del arte puede haber muchas. Pero lo cierto es que no comprender aún que la tecnología es sólo un dato a posteriori que nace de la necesidad que tiene la sociedad de rearticular los datos del sensorium común, es no comprender el calado y la impronta del arte contemporáneo y seguir viendo en la ejecución de piezas un medio de plasmación de la realidad sin mayor misión que la de hacerlo cada vez mejor, con  más medio, con mayor tecnología, de una forma más bella e, incluso, perfecta.

Y sí, aceptamos que las tesis de su último libro –El conocimiento secreto (2002)- pueden ser de importancia para la historia del arte –ahí donde anticipa el uso de lentes, espejos y la cámara oscura desde el siglo XVII a una fecha tan pronto como 1420-1430; pero pretender valerse a día de hoy de esas disquisiciones que, por muy bonitas y románticas que sean, apelan a otro tipo de arte para tirar por el camino del medio y darse al uso del “gran espejo” que es el iPad, es no saber muy bien de qué estamos hablando.


Porque esos espejos y lentes usados en el siglo XV estaban al servicio de una determinada manera de repartir las miradas y de organizar la sociedad. Amparada en la teocracia aristocrática, la mimesis revertía en una manera muy determinada de reparto de las sensibilidades y las competencias. Pero la práctica artística contemporánea, más que quedar fijada a priori en una regulación determinada de las miradas, construye en su mismo llevarse a cabo una mirada siempre diferente, recortada disensualmente del conjunto de capacitaciones dadas anteriormente por válidas.


Y es que la técnica, siempre al servicio de una reterritorialización constante de grandes masas de sensibilidad, puede ofrecernos maneras novedosas de rearticular sentidos, pero eso solo sucederá si antes hay una sociedad común capaz de reasignarse repartos y competencias de forma disruptiva con lo anteriormente dado a ver, a pensar y decir –y, obviamente, si hay un artista capaz de comprender la técnica de esta manera disensual y no como una oportunidad más de llevar la pintura un paso más allá de sí misma.


Ejercitarse como hace Hockney en un paisajismo estéril valorado únicamente por la técnica llevada a cabo, no es solo una mala comprensión: es antes que nada una bofetada en la geta del propio arte que, ahíto como está de potencialidades que puedan convenir a una comunidad como la nuestra, ve como campos aún sin explorar son de buenas a primeras fagocitados de todo caudal político y plegados a la estulticia de querer hacer del arte una esfera autónoma y privativa.


            Mucho más podríamos decir de un oportunismo como el de Hockney, pero –por resumir-  lo cierto es que en estos tiempos donde la palabra artista está prohibida incluso en el léxico de los propios artistas, encontrar a alguien que no solo se tilde como tal, sino que tutee y se trate de igual a igual con Van Gogh, Picasso o Renoir, no sabemos si es solo sorprendente o es de una memez galopante. Yo, por de pronto, me quedo con lo segundo.


Y es que el “caso Hockney” –no hay tal pintor sino un caso de encefalograma plano- es de tal calamidad que su exitazo en el Guggenheim no es más que la prueba fehaciente de lo anacrónico de su trabajo. Querer dar oxígeno a la pintura según consideraciones del pasado que un simple lavado de cara pareciera permitir es la prueba más contundente de que el muerto no es la pintura, el muerto es él mismo.

jueves, 9 de agosto de 2012

JUEGOS OLÍMPICOS: UN FANTASMA RECORRRE LA PANTALLA-MUNDO




“La historia significa entonces una forma de coexistencia entre los que habitan juntos un lugar, los que allí hacen el plan de los edificios comunes, los que talan las piedras de estos edificios, los que ordenan las ceremonias y los que participan”.
                                                                                                                Jacques Rancière


Con la máquina de la post-historia funcionando a todo trapo, los Juegos Olímpicos se han convertido en el último decenio en la muestra más desenfadada –a la par que perversa- de ver hasta qué punto han calado los ensayos político-policiales puestos en marcha por la lógica del espectáculo en los tiempos de la catatonia cibernética generalizada.
Si ya la elección de la sede es un perfecto ejercicio de fantasmagoría geoestratégica –no hay nada que estrategizar, sino flujos que redirigir a nivel global-, la puesta en marcha del evento no deja de glosar una cartografía de los lugares más interesantes de la teoría crítica actual: un archiprivilegio de lo visual redistribuido ahora a través del sistema multipantalla en el que estamos inmersos, una soflama arcaica y farisea del sentimentalismo patriótico más bananero, una pulsión hacia la comercialización de lo inútil y hacia la exhibición de unas redes sociales que -a este ritmo- estarán desactivadas de cualquier caudal emancipatorio en menos de un lustro.
Y es que en el desierto de lo real que habitamos, ahítos como estamos de acontecimientos ‘históricos’, los Juegos Olímpicos suponen una pseudo-conciencia de la historicidad: una dramaturgia concelebrada de todas las miserias planetarias y que solo macro-acontecimientos como este son capaces de exhortizar.
Esforzados como estamos aún hoy en ‘dejar huella’, en testificar del mundo que nos ha tocado vivir, si bien toda potencialidad estética queda por completo desconectada –y más aún en estas condiciones de hiperfinanciación-, bien es cierto que ‘monumentos’ como la torre Arcelor Mittal Orbit diseñada por Anish Kapoor son ejercicios precisos de la noción de comunidad y de destino que aún aletea en nuestras vidas. Que tamaña monumentalidad quede referido a conceptos refritos pasados por la turbomix de la apologética libidinal de un mundo devenido imagen da cuenta de una nueva y perfecta forma de mancomunidad: la que hace del trauma ethos común con el que venir a dar en una orgiástica fiesta del olvido y del oprobio, de la tragedia silenciada y de la desposesión perpetua.
No habiendo más que excluidos, el sistema tensa sus redes libidinales para venir a dar –en lo que dure el acontecimiento- en una inclusión del ‘otro’ totalmente torticera, en una nauseabunda forma de cohesión y habitabilidad. Propio entonces de esta sintomatología ética del gadjet y del live global, es esta obra de Kapoor donde la monumentalidad del por-venir (ahí donde la historia se alía con la ficción para abrir el tiempo a lo radicalmente otro) es apuntalada por la lógica del triunfo iconoclasta de la pandemia turística y de la esperanza en los beneficios futuros.


El monopolio de la presentabilidad, afianzado ahora más que nunca en la telerealidad sobre la que narcotizamos nuestra sintomatología hacia el Abgrund heideggeriano que nos esencia, es ahora el pathos orgiástico más perfecto. Aniquilados los dioses, no es que ya ellos no bailen, sino que incluso a nosotros se nos han quitado las ganas. A lo sumo un meneíto, un paso testosterónico donde, después de todo, confesar que somos los más gañanes del rebaño cibernético. Y es que cuando el baile pierde todo poder de subversión, cuando es el fondo de contraste con el que sentir la pasión por lo Real disfrazado de espectáculo banalizado, el presente-infinito y la posición decúbito supino es lo que más conviene.
Porque, claro está, que quizá ya los tiempos para el rebuzno teledirigido ha dejado paso a formas más perfectivas y perversas de poder. No ya las agarraderas ideológicas, sino la hiperfluidica libidinal como estratos superpuestos donde la no-convergencia es nuestra forma de construir comunidad.


Pero si no hay ya lugar hacia el que caminar juntos, sí que contamos con una fenomenología cibernética de los impulsos que nos hace comprendernos como sociedad. Impulsos siempre eréctiles en el siesteo estival; impulsos donde el voyeurismo se ha instalado como la bildung de nuestra era. Impulsos pixelados, inmanentes a una pantalla-superficie donde los acontecimientos no intersecan ya con ninguna lógica histórica –ni muchos menos poética- sino que redundan en una ergonomía del capital que, no habiendo ya nada bajo las apariencias, nada bajo la pantalla, adelgazándose cada vez más el impulso nmemótico que anima a la imágenes, no hace más que crecer exponencialmente.
Así las cosas, en tiempos de una obscenidad hilarante, de una visceralidad del exhibicionismo, donde la taxonomía del detritus voltea todo rescoldo de rebelión del lado de lo casposo, la fetichización ha devenido proceder escatológico: aunando en torno a sí las ruinas del materialismo dialéctico con una fenomenología de la mirada más adiestras, el fetichismo deja para ya-mismo lo que bien pudiera ser para nunca. La escatología encerrada en la superficie mediática del zappeo, la futuribilidad atrincherada en la endogamia del Gran Hermano: la historia desbarra en un tiempo siempre ciclotómico y archipredecible. Y es que ese y no otro es el capitalismo: adormecer el futuro, conseguir que nunca suceda. Y para ello nada mejor que la estrategia de lo obsceno, de la epifenomenología del todo: la panavisión deseada, verlo todo es gozarlo todo –en especial el síntoma. La mirada se resuelve dogmática y, convertido el mundo en imagen, ver converge de modo perfecto con ser. Solo existe lo que se ve, solo existe aquel que ve.  Así, para que la mirada no quede desplazada, presa de flujos de reverberación e interferencias, lo mejor es dejarla sometida a los ritmos impuestos por los canales mediáticos: ¡¡ellos sí que nos prometen la tierra prometida, ellos sí que nos darán a ver aquello que más nos conviene!! En definitiva, la programación como perfecta tecnología de masas.
Si Weber denunció la creciente burocratización de las sociedades modernas, el trampantojo telemático no es ya de procedencia kafkiana sino que ha logrado generación y regulación propia: en definitiva, no ya burocratización, sino programación en su estado más puro. La espectacularización difusa del medio deviene adiestramiento de masas bajo la égida de la inhospitalidad: en ningún sitio como fuera de casa. Apoltronados, esos sí, en el sofá de casa, las múltiples pantallas de las que nos disponemos nos sirven para multiplicar por cien la sensación desalentadora de la expropiación. Incluso no ya programación, sino autoprogramación: los menús a la carta elevan la sensación de bulimia social que padecemos.
Echar la mirada fuera, bucear en las inmundicias del otro, plegar la mirada a la celebración de la catatonia, extasiarla en la fanfarria de lo grotesco en que ha devenido toda existencia. Como un sumidero, el impulso hacia lo afuera revierte en el síndrome de bunkerización que padecemos. Las interconectividades permite esta paradoja: recluidos en casa, en la indigestión de nuestras propias miserias, purgamos en la diáspora telemática las ensoñaciones de comunidad que no hemos sabido calibrar antes.


La consecuencia es que las posibilidades de entrar en relación son más bien pocas: o la idioticia como forma consensuada general o la insurgencia revestida de matanza adolescente. Performances de nuestra propia vida, la salida a la luz se da mediación de la exhibición de nuestros cuerpos circenses, de nuestra pantomima devenida ethos común. El cuerpo, sometido a la tiranía de la mirada nauseabunda y lasciva, se ejercita en el machacarse, en el sudar, en el fortalecimiento de unos músculos que ya –inexcusablemente- no valen para nada. En una vuelta de tuerca cercana a lo vomitivo, el gimnasio y la sauna vuelven a ser –como en Grecia- los lugares de peregrinaje y reunión por aquellos que habitan en la superficie mediática de forma más perfectiva. La mirada, congregada en torno a un deseo-superficie, se coagula sobre los puntos nodales que forman los cuerpos perfectos. Así, el primer rango de exhibición –y quizá el único- sea el de nuestros propios cuerpos-pantalla y en los líquidos que exuda: el share de mirada que uno es capaz de absorber es proporcional al deseo que la obscenidad de su cuerpo es capaz de producir.
Así el campo topológico de nuestra realidad atiende a una cefalea de vórtices en progresión siempre geométrica: actrices, cantantes, toreros, políticos, etc. Todos son –todos de hecho somos, pues existen tantas subclasificaciones como sea menester- candidatos al mejor culo del año, a la sonrisa más carnal o a los pechos más grandes. Así hasta llegar al porno-system, ahí donde el juego de las seducciones-simulacros se convierten en Real. Si el porno tiene auge no es ni mucho menos por la portabilidad de los medios de reproducción sino porque es el último escalón –y el necesario- para que la lógica de la pamema donde se asienta la meritocracia de lo mediocre siga funcionando a pleno rendimiento. Para que la Belén Esteban de turno expela sus miserias, debe haber una porno-star sodomizada en prime-time.
El régimen capitalista, en esta adecuación policiaca de cuerpos y miradas, se pliega a una lógica biónica donde el gadjet acelera la reproductibilidad infinita de imágenes, de formas de comunidad cifradas en el compartir y donde todo régimen de privacidad no es más que la mentira más fácilmente admitida por todos.  


En definitiva, políticas de la mirada y del cuerpo: miradas narcotizadas en la eclosión del deseo hecho carne y cuerpos marcados por el régimen policial que nos asegura que lo Real –como en el 11/S- no haga acto de presencia y que la telerealidad descarrile. Con eso basta: la perfección del régimen libidinal e hiperconsensuado que construye nuestra realidad queda cifrada en una repetición pulsional de aquello que se da a ver, en una contención del derrame libidinal. Cuerpos plegados al reparto policiaco de cuerpos adiestrados y ordenados, y miradas polivalentes y poliformes a las que les es imposible ver otra cosa.

*    *    *

 En este panorama generalizado de modorra acéfala, una vez cada cuatro años nos suceden los Juegos Olímpicos. Elevados a categoría de leyenda, los juegos se instauran en un lugar difuso dentro de nuestros imaginarios pero que hemos sabido moldear a imagen y semejanza de nuestros deseos. En pocas palabras, como eclosión del buenismo, los juegos simulan la panacea de una globalidad emancipada  mientras ejecutan de forma perfecta la verborrea puesta en marcha por la diplomacia del show-bussines como institución “sin ánimo de lucro”.
En connivencia con el turismo global, los Juegos Olímpicos tienen para sí el orgullo de haberse convertido en el dispositivo perfecto para territorializar amplios espectros de telerealidad: uniendo en una ecuación deporte, ocio y progreso, los Juegos Olímpicos operan desde una dialéctica post-histórica donde la separación del en-sí y el para-sí se pliegan el uno sobre el otro en una mancomunidad de la telepresencia inmediata. La historia, jugándose en la pantalla-mundo, anuladas todas sus diferencias en la idealidad de la cohabitación del otro, tiene en los Juegos Olímpicos su simulacro perfecto: el dispositivo maquínico perfecto para que la visión –si no incluso la presencia del turista no tan accidental- territorialice enormes campos desiderativos.
Porque quizá todo lo explicado más arriba –lugares más o menso recurrentes dentro de una teoría de la mirada política- no serían nada sin estos acontecimientos llamados a condensar en pocos días la idiosincrasia de diferencias que el sistema aún no es capaz de absorber para sí. Apelaciones al lugar común, a la esfera de comunidad que las sintomatologías de lo postmoderno provocan en el sujeto, serían todas ellas de baja intensidad –muertas casi en el mismo instante de nacer en el refulgir dorado de la imagen-fetiche- si no fuera por estos lugares aún garantizadores de que la historia, pese a quién pese, sigue pasando.   Así, de forma bastante clara, los juegos se prestan a comprenderse como la estetización más obscena que la política de los regímenes arriba comentados necesitan para su puesta en circulación.
Esta estetización de la política es más que clara si nos fijamos en la ecuación que el deporte ha ido haciendo, en la edad moderna, con los registros de vida en común más radicales: de los apelativos a la raza aria, a los triunfos “increíbles” de los bloques comunistas, hasta hacer de él el motor del espectáculo hipercapitalista. Todo vale para que la máquina siga funcionando y el fantasma del doping no viene sino a acentuar este rasgo fantasmagórico en que queda anclada la realidad: quizá nada es lo que parece, quizá toda la realidad descanse en una paranoia consensuada. Porque en definitiva, es que nos da igual: es solo la excitación de los cuerpos y los tiempos lo que nos fascina. Son los cuerpos de esos miserables deportistas con sus quince minutos de fama lo que nos hiela la sangre: cuatro años de esfuerzos denodados, rayando incluso en lo soportable, y apoyados con una insulsa beca, para que aquí yo ahora, mientras me atiborro en la hora de la cena, disfrute de sus logros. Nada nos joderá la fiesta, y si están anfetamínicos perdidos, peor para ellos, la ignominia y el oprobio será terrible.


Total y resumiendo, bajo el simulacro de un esfuerzo compartido en llevar a término el citius, fortius, altius de los griegos, ahora el escepticismo global se camufla bajo una pantomima que raya lo hiperbólico. Lo anecdótico elevado a categoría vía patriotismo bullangero, la excitación visual de lo sublime-corporal, de su inutilidad como cima de lo espectacular: los cuerpos atléticos, la miradas voyeristas, el olimpismo como descomunal institución de aristócratas, la inserción de una topografía nueva dentro de los imaginarios de la comunidad merced a la conquista a manos del fervor turístico: todo ello conforma una membrana reticular que viene a convenir de modo perfectivo y maquínico con la pantalla-capital como realidad única.

*    *    *

Es entonces en esta situación de adiestramiento escópico que encarnan los Juegos donde esta torre, la Arcelor Mittal Orbit de Anish Kapoor, viene a revelar de manera perfecta los primados sobre los que se levanta la comunidad actual. Una comunidad construida únicamente como dato cuantificativo a la hora de diseñar programaciones, de hacer estadísticas o de elaborar shares de audiencia. Una sociedad entrelazada únicamente en los efectos gregarios que genera una pasividad que roza lo sublime y que queda amparada en las intersecciones del ocio, el espectáculo y el entretenimiento.
Tal sociedad extrema, al contrario de lo que pudiera pensarse, las diferencias de competencias y lugares, estableciéndose ahora básicamente dos grupos sociales: la de los productores de entretenimiento y los consumidores. Incluso, la perversión es de un calado casi maléfico al habérsele inculcado al consumidor la paranoia de que, él también, con esos gadjet que le circundan, puede crear realidad. Si hemos empezado con una cita de Rancière al principio es para dejar bien claro que, si antaño la monumentalidad no quedaba referida a la recordación de un personaje o un hecho, sino a trabar lazos de comunidad en la producción de un monumento que en su producirse articulaba tal comunidad en la apertura a un futuro por venir, ahora mismo la construcción de la torre londinense revela la falta de lazos en la comunidad.
Construida con la megafinanciación de un magnate, levantada para ser principalmente televisada, para ser ‘consumida’ por las hordas de turistas que atiborraran el Estadio Olímpico, la torre se levanta como el emblema de la no-diferencia, del dogmatismo de lo hiperconsensuado. De la plaza pública donde el logos se ejercitaba en igualdad de condiciones, hemos llegado a la operación bursátil como simulacro de comunidad: 5000 personas al día por 15 libras la entrada. Así, la lógica de la monumentalidad posthistórica remite a una comunidad que, además de haber renunciado a cualquier atisbo de emancipación, se reboza cual piara en los festines de su propia exclusión.