viernes, 29 de enero de 2010

LA MUERTE Y LA DONCELLA: EROS BAJO LA MIRADA DE TÁNATOS


'PETITE MORT, LA SONRISA DE TÁNATOS’
LA MAISON DE LA ALNTERNE ROUGE: 21/01/10-31/01/10
(artículo publicado en 'Revista Claves de Arte':
http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20421/Lagrimas-de-Tanatos-en-Ballesta-4

Siempre en la historia de Occidente, es decir, en la Historia de la Razón, se ha querido ver un proceso de depuración y decantación de los procesos racionales en contra de ese otro lado más salvaje e irracional. Pero no hace falta irse a la sentencia de Adorno de que “todo mito es ilustración, toda ilustración es mito” para ver que esto no es sino una perorata lanzada por las infaustas huestes del reduccionismo más academicista.
El culto fálico de religiones primitivas, los cultos dionisíacos, la prostitución sagrada de Grecia, el Eclesiastés, incluso la ambivalente figura de la Magdalena, todo nos lleva a pronosticar un doblez en los dictados de aquellos que quieren ver en la racionalidad la expulsión de los excesos de la carne y el frenesí.
Con echar someramente un vistazo a nuestra historia más reciente se puede plasmar una perfecta ligazón entre erotismo, violencia y religión. De todas las religiones surgidas en la era axial se llega por línea directa al Romanticismo más exacerbado y noctámbulo, el de Novalis, quién señalaba “la asociación de voluptuosidad, religión y crueldad, su íntimo parentesco y común tendencia”, y de ahí, sin lugar a dudas a la profunda religiosidad de Sade: una religión de los propios excesos de una razón incapaz de cerrar la sutura, una religiosidad que se da como profanación y una oración como blasfemia.
Pero hoy en día, cuando la fe ciega en la razón lo llena todo con su poder de simulación, ciegos como estamos de mirar sin ver nada, lo único que olfateamos a atientas es el beneplácito de la trasgresión por la trasgresión y la ruptura de prohibiciones esperando inútilmente que de la liberación semiótica de signos algo nos toque en el reparto. Así, pensamos que seguir los infortunios de Sade es ser un poco más libres, desprendernos un poco de esa razón a la que idolatramos pero que de cara a la galería echamos por tierra y hacemos culpable de todas nuestras desdichas.
Alguien tan poco sospechoso como Bataille lo sufrió en sus carnes: igual que Freud vinculaba el principio del placer al impulso tanática del impulso de muerte, Bataille vinculó de forma indisoluble la interdicción y la transgresión. A pesar de sostener que la interdicción de la libertad sexual sería necesaria para mantener el mundo del trabajo y la razón, la palabra “transgresión” quedó sellada como leitmotiv de las generaciones siguientes hasta convertirse en fetiche recurrente del vulgo: transgredir por trasgredir y siempre tan felices de ser un poco más libres, sin recapacitar que la integración de la parte maldita a las vidas de forma burguesa no supone sino el aceptar la transgresión como otra convención.






Porque, de asumir lo prohibido como propio de la idealidad de convenciones a seguir por todos nosotros burgueses, nos privamos de la velada mirada que a Eros lanza Tánatos, del orgasmo con regusto a muerte súbita, de embriagarnos con Dionisios. Dicho de una vez: no hay nada más mortal para el erotismo que un erotismo democrático, secular y laico.
Actualmente y hasta este próximo día 31 se puede ver en ‘La maison de la lanterne rouge’, el antiguo prostíbulo 'Kiss', una exposición que dialoga por los sumideros del deseo y la erótica más descarnada con esa otra muestra más pulcra que con el flamante título de “Lágrimas de Eros” puede verse en el Thyssen-Bornemisza.
Si en esta última puede delinearse un recorrido por las “transgresiones” que en cuestión de deseo y sexualidad han ido sucediéndose bajo el beneplácito signo de Eros (es casi enternecedor ver a Beckham durmiendo en el célebre video de Sam Taylor-Wood, la sensualidad postmoderna como logo de marca y merchandaising), en esta exposición se cierran las cortinas a los indiscretos, a todos aquellos que siguen pensando que la transgresión es lo más in, para sufrir en sus propias carnes la mirada impertérrita de Tánatos.





De ahí el título que las tres comisarias han elegido (interesante el hecho de que hayan sido tres mujeres quienes se hayan dado cuenta del desliz que se iba a cometer de dejar tuerta la mirada del deseo): ‘Petite mort, la sonrisa de Tánatos’. Porque no hay placer sin el olor a incienso de la muerte, no hay sensualidad sin la mirada terrible de Tánatos, y no hay deseo sin el hormigueo nervioso que a Eros le provoca la media sonrisa de Tánatos.
Ana Belén Jarrín expone una serie de fotografías con el explicativo título de “Las noches de Cabiria” en las que el deseo es diezmado en unas imágenes que nos muestran lo más sórdido del negocio del amor: prostitutas viejas, demacradas, gestos pasionales que se los adivina simulados y con olor a rancio.
David Latorre propone unas fotografías de habitaciones de prostíbulo pero esta vez sin personajes. El escenario está listo, para soñar o para enfangarse unos instantes en la mirada negadora de Tánatos. El amor siempre tiene algo de simulado, de no dejarse vencer por la mirada indómita y arrasadora de Tánatos, pero estas habitaciones de burdel a la espera de personajes dan viva cuenta de que el amor, el deseo, quizá no siempre tenga la suficiente fuerza como para evitar semejante mirada.
Linda da Sousa escenifica en su “Erótica de la materia” una de esas habitaciones después del delirio: ropa satinada encima de la cama, prendas intimas tiradas por el suelo, vestigios de lo que ha sido y de lo que ya no queda nada, nada más que recuerdos. Colgadas del techo, las imágenes recortadas de mujeres soñadas e ideadas, mujeres que quizá hayan habitado alguna vez tal cuarto, son la prueba de que los recuerdos se amasan en un teatro de sombras donde Eros y Tánatos se miran y sonríen.
Achero Mañas colabora con una videoinstalación en lo que, sin lugar a dudas, lo mejor es la instalación en sí. Desde el título, “Paraísos artificiales”, sin duda un guiño a Baudelaire, todo remite a la búsqueda irrenunciable del ser humano a ir en busca de la felicidad, claro está una feliz que se escapa por los drenajes de lo artificial. “No me jodáis”, dice el protagonista, “con que es artificial. Quiero ser feliz.” El mundo de las drogas, del amor, del sexo…todo para terminar comprendiendo al ser humano como un Cristo que carga con su cruz: la de ir en pos de un más allá del principio del placer colindante con las fronteras de la muerte y el dolor.

miércoles, 27 de enero de 2010

TIEMPOS HIPERMODERNOS: EL FETICHE DEL ACCIDENTE POSTUTÓPICO


IÑIGO MANGLANO-OVALLE: “WHITE ON WHITE
GALERÍA SOLEDAD LORENZO: 12/01/10-20/02/10

(artículo publicado en 'arte10.com':

No nos engañemos: la ciencia entra de lleno en este mórbido delirio de imágenes cuya única misión es justificar estéticamente al mundo al tiempo que haga aparecer como obsoleta la pregunta por la verdad.
El dogma científico pretende establecerse como cura contra la autoridad de la razón a base de autodigerirse como el mejor digestivo: hacer de catalizador entre una realidad diezmada a golpe de byte y la ciberutopía posthumana. La New Age como el hermano pequeño de la entelequia postutópica de comprender la realidad como el constructo virtual que produce tanto las imágenes como la necesidad de ellas.
La ciencia y la técnica se hermanan en la construcción de la virtualidad postutópica: todo órgano estará ocupado en un consumo que lo liberará del horror vacui postmoderno. Lo Real, lo nouménico de la libertad, el profundo horror de lo abisal, es anestesiado en la esquizofrenia telemática. Todo órgano será reemplazado, la estructura molecular alterada: lo posthumano es la conexión perpetua y la ciencia genera las imágenes previas para que su deseo coincida con su producción.
Pero el otro lado está también cerca: si realidad y ficción son intercambiables, no solo es que lo sublime postmoderno haya devenido el horror ante la imposibilidad de representación alguna, sino que toda forma artística entra de lleno en el campo de lo científico. La ciencia y el arte son la cara oculta la una de la otra a la hora de hacer aparecer lo nuevo ahí donde antes no había nada. El epílogo lo conocemos todos: si hay que renunciar al conocimiento objetivo, los procesos de validez del arte y la ciencia coinciden en su carácter de ser medidos según criterios estéticos. De ahí a la estetización radical de todos y cada uno de los mundos de vida no hay más que un paso.
Así, la ficción artística está de enhorabuena. Asociándose con la ficción del simulacro hipercapitalsita, corre en pos de aquello que le retroalimenta en su vacuidad: escenificar, él también, la verdad del ser. Como apunta el teórico de los media Peter Weibel, el arte “mata el poder de la verdad con la belleza de la simulación”.
Por tanto, esa y no otra es la globalización: el vaciamiento de estructuras hermenéuticas de verdad de toda aparición sensible del signo. Y en esa carrera, arte y ciencia se juegan el todo por el todo en sus respectivas estrategias. Manglano-Ovalle se sitúa en el intersticio de ambas para, desde allí, operar la única contradicción capaz de atestiguar que el triunfo, de llevarse a cabo, ocurrirá en todo caso dejando tras de sí una riada inmensa de víctimas.

Sus estrategias son las propias de la ciencia pero ganadas para la causa de un arte postutópico. Porque sus obras son de las pocas en las que la manida ‘muerte del arte’ parece tener validez: solo un arte desgajado de sus apriorismos en busca del ‘santo grial’ de la autonomía es aún capaz de marcarse el tanto de poner patas arriba las estructuras falsificadoras de la realidad que, desde la ciencia y desde el arte, parecen acaparar todo el espacio expositivo.
Proponer relaciones cuantitativas según procesos estadísticos, generar tratamientos selectivo de datos, su manipulación, catalogación o diseño, programar la visualización, etc: es a partir de ahí desde el arte de Manglano-Ovalle empieza a elevarse. Porque si el arte ha hecho las paces con la ciencia a la hora de trastocar su ‘leitmotiv’ y traducir el ‘todo es expresable’ por el ‘todo es datable’ de la imagen pixelada, un arte que pronostique una postrera negatividad, ha de vérselas, lo quiera o no, con ello que no logra reunir en su seno.
En sus anteriores obras más remarcables, “El efecto del Niño” (1997), “El jardín de las delicias” (1998) o ”Bancos en rosa y azul” (1999), el artista no duda en poner el dedo en la yaga para colocar en igualdad de condiciones las operaciones de una galería de arte y la de cualquier centro médico de la inminente era posthumana: bancos de semen criogenizado o instalaciones que representan retratos de ADN son usadas sin ningún titubeo para poner sobre el tapete los procesos enmascaradores de una realidad que es previa a cualquier identidad y a la cual solo hemos de seguirla el juego para acabar clasificados y conectados en red.

Pero, más allá aún, la pregunta que despiertan sus obras remite al estatus de fetiche de todos estos procesos de casi cibertecnología. ¿Cuál es el valor de la ciencia? Sin duda no hay respuesta. La realidad, creada a base de intersecciones y superposiciones de diferentes estratos, tiene en la ciencia a su mejor aliada: a ella remiten todos los procedimientos discursivos cuya única finalidad es la de crear fórmulas de inclusión y conectabilidad, de domesticación y falsificación, de exclusión y reducción. Pero el arte de Manglano-Ovalle va en la dirección de crear extrañeza en lo que es asumido por normal, de desestabilizar el pretendido orden mundial, un orden cada vez más enfangado en la coartada de lo científico y posthumano.
Pero, al tiempo que se sitúa en ese espacio postutópico en el que los discursos generadores de telerealidad son creados, su arte también problematiza las relaciones que puedan existir entre tecnología, imagen y soporte. En la última exposición suya en la Galería Soledad Lorenzo pudimos ver una prueba magistral de ello: en la instalación “You don´t need a weatherman”, frase entresacada de una canción de Bob Dylan, una pequeña estación meteorológica permitía que toda mínima variación del clima de la propia galería quedase reflejado en una imagen pixelada que no cesaba de modificarse y alterarse por esos pequeños cambios cualitativos de clima.
La sentencia de José Luis Brea calificando el efecto barroco, “el espacio de la representación deviene máquina que se autoproduce”, es llevada aquí al máximo de sus potencialidades. Presentación y representación coinciden en su inmediatez productiva: la alegoría se vuelve cero, el pliegue queda cerrado porque todo es autoproducido en una perpetua mismidad. Lo ‘otro’ del arte coincide con su propio objeto: la negatividad adorniana como característica principal del concepto de arte se hace lugar vacío debido a que su autoproducirse hipertecnológico remite a una identidad casi demoníaca entre lo producido y lo reproducido.




La economía de la representación queda reducida a mera mismidad ya que no habitamos ni tan siquiera la superficie telemática del acontecimiento, sino la del post-evento: el signo es generado al tiempo que se presenta ya insertado en la red topográfica y pixelada que le otorga significado.
De esta problemática por la imagen emerge una tercera preocupación del artista: la del tiempo. El poder de la imagen consigue por tanto la tripleta efectiva del tiempo: si Deleuze duplicaba el tiempo, uno el tiempo-Aión, el tiempo universal, y otro el tiempo-Cronos, el del acontecimiento, las instalaciones de Manglano-Ovalle logran romper la frontera de lo general y particular para insertarse en la propia autogeneración temporal del post-evento.
Es decir, la durée bergsoniana se hace cero; no es solo que Einstein tuviese razón al postular un tiempo que dependía de la velocidad, sino que, en el límite de la cibertecnología y la hipercientificidad, la velocidad se hace infinita y el tiempo es reducido a la nada de nuestra contemplación. Estamos en la frontera con la ciberutopía posthumana. El propio artista lo dijo: “el acceso global sincronizado todo en tiempo real, ahora llamado tiempo universal, pues junto con las fronteras, el tiempo local había dejado de existir. La era de la nueva transparencia emparejaría el campo de juego, enderezaría la justicia, borraría las diferencias, todo mientras se elevaba la felicidad y el bienestar de todos. Todos se beneficiarían y todos al mismo tiempo”.
Quizá hayamos fracasado en postular una utopía gestada como incondicional de la razón ilustrada, pero, en nuestra desesperación, solo nos cabe hacer uso del as en la manga, de la atrofia ontológica de la razón, para ganar la partida por la mano: será la propia realidad fantasmagórica del simulacro cientificista la que, conectados a la pantalla libidinal, nos sedará felizmente. Al fin y al cabo, esa es la felicidad que hemos logrado: conseguir no desear nada.
Todas estas preocupaciones estéticas se pueden rastrear en las obras de la actual exposición de Manglano-Ovalle en la Galería Soledad Lorenzo. La más obvia, pero también la más hermosa y poética, es el video titulado “Juggernaut”, grabado en la reserva de la biosfera El Vizcaíno en Baja Sur, México, y destinada al apareamiento de la ballena gris. El paisaje se supone fastuoso, grandioso para albergar a los últimos especímenes de ballena que han logrado no sucumbir a al barbarie humana. Pero, Manglano-Ovalle aparta la mirada de ahí donde el documental y el buenismo de última hornada harían sus pinitos para ponerlo a tan solo unos cuantos de kilómetros de allí, en las Salinas. El paisaje sigue siendo imponente: un mar de sal hasta el horizonte. Pero entonces aparece el otro monstruo: no la ballena sino el hombre, montado en enormes camiones extractores de sal.



La visión es casi espeluznante. Pero no hay que quedarse en lo trillado del poder industrial ni llevarnos las manos a la cabeza por la trágica destrucción de medios ambientes naturales. Porque el vídeo nos sitúa ahí donde desde siempre ha pretendido llevarnos Manglano-Ovalle: la realidad crea sus imágenes y es sólo según la necesidad discursiva el que la validez se decante de un lado o de otro: esa es la verdadera hecatombe cientificista. Dos monstruos enfrentados: los canales de difusión crean la realidad, el poderío destructor o la protección del ambiente.
Tent”, la obra que nos recibe a la entrada, remite al simple gesto desestabilizador del que toda ciencia es susceptible: pon del revés una tienda y no tendrás nada. El efecto de inutilidad de los más sofisticados sistemas ha sido otra estrategia recurrente en las obras de Manglano-Ovalle. Pero aún hay más: como en “El beso”, en la que un hombre limpia los cristales de la Farnsworth House de Mies van der Rohe mientras una mujer en el interior lee sin percatarse de la presencia humana, aquí tenemos otra vez el extrañamiento que produce un mínimo de disensión en la arquitectura moderna. En este caso la tienda es el desarrollo de un prototipo de refugio realizado por el arquitecto Buckmister Fuller, autor de la cúpula geodésica y cuya estructura lleva a este prototipo. Es decir, una alteración en las escalas, un cambio en las posiciones al igual que una tensión en lo que no acontece, en la fractura del nexo humano, basta para que todo el legado tecnológico y funcional de lo moderno salte por los aires.
Unas fotografías del iceberg B15 tomadas por la NASA nos ponen sobre la pista de esa articulación casi dialéctica entre la reproducción de la imagen y el tiempo hipertecnológico. Sometidas a tratamiento especular, las fotografías parecen remitir al último resquicio del materialismo postmoderno: lo molecular se comporta como fractales y la realidad científica no hace sino seguir el ejemplo. Aquí el tiempo vuelve a duplicarse (siempre en la imagen tecnológica el tiempo se desdobla en una mismidad que termina por hipertrofiarla como posibilidad última de reproducción): esta vez en la acepción temporal y en la de climatológico.




Y por último, al final de la galería, “Dirty Bomb”, una reproducción de Fatman, la bomba lanzada sobre Nagasaki en 1945 y esta vez construida en un reluciente blanco a partir de materiales de automóviles deportivos. El estado de fetiche de la ciencia es desenmascarado con un simple gesto, tan bello como siniestro. “¿Qué es bello y qué es monstruoso?” dice el artista, “cuando hago una hermosa nube, mi deseo es que los espectadores piensen en una explosión nuclear”.
Sobredimensionarnos sobre los efectos devastadores de lo real-científico necesitan de estos momentos de dudosa eticidad: solo presentando lo Real como fetiche se puede deshacer el trauma que reporta en nuestra sed de conectividad. Y, siendo como hemos dicho ésta la principal misión de lo científico, solo esta bomba-fetiche es capaz de provocar de un solo golpe todo el horror que el propio objeto, en cuento entelequia de lo tecnológico, no sería capaz. Solo desarmando a lo científico en su propio campo se logra crear la tensión suficiente para desautorizar el privilegio otorgado a la técnica.
Y es que el poder del fetiche sigue siendo el mismo: operar un engaño al discurso para acercarnos tanto a lo Real que nos quememos los ojos. Por eso la contemplación de esta bomba raga los ojos: porque se ve la invisibilidad aterradora de la devastación humana.

viernes, 22 de enero de 2010

LO SUBLIME POSTMODERNO

JOHN ZURIER: ‘NORDIC PAINTINGS’
GALERÍA JAVIER LÓPEZ: 14/01/10-10/02/10
(Artículo publicado en Revista 'Claves de Arte': http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20413/John-Zurier-en-la-Galeria-Javier-Lopez

La modernidad estética se piensa desde la pretensión de autonomía que el propio arte se dispone a hacer suya en cuando momento dialéctico de una razón que solo es capaz de pensarse como autoreferencialidad. Sin embargo, tan pronto como sus tentáculos empezaron a moverse, el fracaso comenzó a hacerse uno con la noción propia de arte.
Ese alegato contra la desesperanza que es toda la filosofía de Kant, no tardó en verse reducida en una capitulación imposible de llevar a cabo con un incondicional que nos supera en el campo propio de lo nouménico. Dicho con brevedad: lo sublime constituyó la primera prueba de que los excesos propios de la razón requerirían tributos imposibles de aceptar. Razón y sensibilidad, libertad y necesidad, nunca jamás llegarán a superarse en su no-adecuación.
Tal momento histórico (histórico en cuanto historia de la propia Razón) es el lapsus que media entre el ‘cuadrado perfecto’ de ‘Las Meninas’, y el rasgarse de ojos que produce la contemplación del ‘Monje frente al mar’ de Friedrich. La autorepresentación que la propia conciencia ilustrada tenía de sí, y que Foucault rastreó hasta llegar a ‘Las Meninas’ de Velázquez, no tardó en fracturarse, en caer desde lo más alto de su endiosamiento para ver cara a cara al terrible fantasma de su propia libertad creadora: el horror, horror y sólo horror de ver, a la propia conciencia, como limitada frente a la inmensidad de lo inabordable.
Aún hoy, lo sublime sigue siendo concepto clave para entender la experiencia estética. Lo único que cambia es la idea y percepción del propio horror. Y es que la vivencia de lo sublime queda íntimamente conectada a la experiencia, hoy tan postmoderna, de que podríamos estar amenazados, de que algo siempre queda sin cuadrar y que el Accidente puede suceder en cualquier momento.
Lyotard describió lo sublime como la representación de lo irrepresentable, es decir, de aquello que excede todas las posibilidades de percepción sensible. De ahí que la pintura sublime representase algo pero solo de modo negativo: “haría visible sólo en la medida en que prohibiera ver, depararía placer sólo en la medida en que doliera”.
Lo sublime queda así indisociablemente unido al carácter de ceguera del arte contemporáneo: el arte se niega a sí mismo y descubre que solo no viendo, viendo cómo no ve, logra mantener la tensión dialéctica que le es propia. Porque hoy en día, cuando la representación ha devenido lugar imposible, cuando la técnica ha hecho viable el sueño del simulacro global, lo sublime se activa en el terror cotidiano, en la paranoia hipercapitalista que produce la actual sociedad de control, en el miedo endémico que hace de nosotros esquizoides habitantes de la estratificaicón semiótica producida por el poder maquínico del signo.

La amenaza de la catástrofe campa a sus anchas y lo sublime toma entonces carácter hipervisible. De ahí que el arte se vea en la tesitura de realizar un simulacro de urgencia, en hacer de la premisa ‘aquí ya no hay nada que ver’ leitmotiv de su supervivencia, y que estrategias como la desmaterialización o la estética de la desaparición estén tan en boga hoy en día.
Así, el arte moderno puede ser comprendido como la historia en que las distintas vanguardias han representado visiblemente lo irrepresentable y han tratado de dar expresión a lo invisible. De Malevich a Rothko o a Newmann, lo sublime en su carácter de acceso a la invisibilidad pasa de mano en mano hasta llegar a los lienzos de John Zurier (Santa Mónica, 1956) que en estos días puede verse en la Galería Javier López.
En ellos, lo sublime toma una nueva forma: un nuevo horror sale a nuestro encuentro y la percepción queda descabalgada en una atrofia sensitiva que constituye nuestra adaptación al medio más eminente: el horror de hoy en día es la oscuridad, la oscuridad producida por la desconexión.
La hipervisibilidad del simulacro virtual que la técnica ha permitido llevar a cabo tiene su piedra de toque en la posibilidad última en que todo quede silenciado y desconectado en un Accidente global. Así, lo sublime media entre la conexión y la desconexión, y los límites de la percepción son llevados a la percepción del límite: un mero parpadear de ojos, una interferencia continua, un acoplamiento de densidades topológicas. Todo se percibe como conectado al gran rizoma topológico de la pantalla telemática. Nada es percibido porque, en el límite del simulacro, existir es ser percibido en el instante digital el cual dura el lapsus de tiempo en que otra información venga a sobredimensionarse en la atrofia de la hiperinformación.

Así, lo visible de los lienzos de Zurier es precisamente aquello que no se ve: la oscuridad que rodea a la atronadora luz que destella en sus lienzos. Conexión, desconexión: el signo ejerce su poder en la pantalla y cada pigmento de luz remite a la oscuridad de su propia virtualidad efectiva.
En un comentario del propio artista con motivo de una reciente exposición mencionó que de niño intentó pintar el cielo entre dos edificios. Esa, y no otra, es la prueba de que lo sublime acontece en el entrecortarse de frecuencias perceptivas: una vez que la inobjetualidad mística de Malévich pretendió llenarse con el vacío perceptual de Rothko, Zurier descubre en la tardomodernidad que lo sublime actual remite al carácter fantasmagórico de la propia percepción: no se ve nada más que lo conectado, y eso se acerca cada vez más a la nada.
De acuerdo en que como dijo Baudrillard “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”, es decir, desconectados, pero lo sublime de esta época es el horror concentrado de que esto llegue a suceder. De ahí que los lienzos de Zurier parecen seguir las que dicen fueron las últimas palabras de Goethe: “luz, más luz”, para seguir conectados en nuestra infravida, para que el horror no nos infecte hasta los tuétanos.
Quizá, cuando hemos hecho de la naturaleza estercolero del dominguero, la contemplación de un mar nebuloso ya no nos aturda, pero por descontado que nuestro miedo es infinito en comparación al de aquel triste monje de Friedrich.

sábado, 16 de enero de 2010

DIOS NO JUEGA A LOS DADOS: EL ARTE TAMPOCO






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LILLI HARTMANN: ‘AT THE END OF THE WORLD…’
GALERÍA MORIARTY: 03/12/09-22/01/10

Lo archisabido de lo postmoderno se ha vuelto, de tan recalcitrante, no solo obvio, sino aburrido. Por mucha endogámica dysneilanización del mundo que nos echen, siempre estamos deseosos de más. Y de tanto más, el abobamiento generalizado en la institución arte es lugar común del que escapan contadas maniobras.

Pudiera rastrearse, aunque hay infinitos vericuetos, a qué se debe tanta pose de estudio, pero, de una u otra manera, siempre se llega a lo mismo: la sombre de Warhol es alargada. Y es que a él debemos la mayor premisa del arte postmoderno: en palabras de Perniola, “el postmodernismo había desempeñado un papel anestesiante y narcótico respecto al sexo y al sufrimiento”. De ahí que un andrógino cuya único contenido vital lo llena un divismo satinado del más edulcorado de los glamores pueda haber sido elevado a tótem del arte postmoderno.

Cierto que se quiso ver en la pose atiborrada de somníferos y anfetaminas al nuevo dandy, al cínico a ultranza que, sin haber ido a ninguna parte, ya estaba de vuelta de todo. Sloterdijk conceptualizó este mal de ‘fin de siécle’, pero, como decía Dylan, los tiempos siguen cambiando y es que ya ni por esas se traga tanta pose almibarada.

Hablando de ir a alguna parte, esta exposición, pretende, al menos en el título, llevarnos al fin del mundo. Y es que, cuando todo da igual, cuando todo se disuelve ipso facto en la mismidad que otorga el infantilismo sociocultural del momento, el fin del mundo puede estar a la vuelta de la esquina. Por de pronto, nada más entrar, se comprueba que no nos confundíamos, que el fin del mundo propuesto por la artista, en este caso Lilli Hartmann, coincide punto por punto con un parque infantil.

Un pequeño jardín de infancia, pleno de diversión y goce para los sentidos. Ya que ni el cinismo nos salva, hagamos carta blanca de todo lo habido y por haber y entretengámonos como niños de teta. Eso, y no otra cosa, es lo que parece decirnos la artista con esta exposición.


Nada más entrar, diferentes fotografías con el título genérico de ‘I´m looking for...’ nos sumerge de lleno en el mundo del disfraz y la nadería. En un juego que parece retrotraernos a lo peorcito de Cindy Sherman, la artista se disfraza algunas veces, intenta jugar a las ausencias otras, y todo para llevarnos a una seducción de guardería. Pero, sin duda, lo peor está por llegar.

La galería se llena de objetos que pretenden remitir unos a otros, crear una especie de ‘work in progress’ donde sumar y sumar con el único propósito de que, a medida que la estratificación nos aturda, crear, pensamos, una especie de epojé fenomenológica respecto a las estructuras mentales que conforman nuestra cotidianeidad. De ahí, se nos dice, el título de la exposición. Llevarnos al principio, y suponer que ese principio es el juego, el reverberar caótico de pequeños universos de sensaciones.

La cosa toma tintes melodramáticos cuando, en una de las obras, se nos hace entrar en una cabaña para ver ahí a la artista disfrazada de una especie de brujo mesiánico, de demiurgo de andar por casa sosteniendo un bol con dos bolitas que giran y giran sin parar. Todo queda condensado en esta pantomima: dios jugando a los dados o la propia artista riéndose de su inanidad creativa. Lo uno u lo otro sin solución de continuidad.

Resumiendo, jugar al escondite hoy en día en el arte, perpetrar sombras y huellas e intentar con eso crear un discurso propio es algo tan ingenuo como dislocado en su ejecución. Decía Adorno que “el momento de lo ajeno al yo bajo la coacción de la cosa es el signo de lo que la palabra genial quería decir”. Después de ver esta exposición todo queda más claro: cuando el objeto se ha hecho con el poder dogmático, cuando el simulacro de sombras alcanza categoría ontológica, lo genial ya no puede ser sino digno de burla y oprobio. Y es que, por mucho que quiera, por mucho que lo intente, un artista que aún no sepa que su papel es secundario no consigue sino la más condescendiente de las sonrisas.



martes, 12 de enero de 2010

TRAUMAS COTIDIANOS:


GREGORY CREWDSON: ‘EL MISTERIO EN LA VIDA COTIDIANA’
GALERÍA LA FÁBRICA: 15/12/09-30/01/10


Cuando el contenido normativo de la modernidad se ha diluido en la monocorde mismidad alentada por el marketing de la política soft y la república independiente de Ikea, cuando la vida se escapa por el trampantojo decorativo en que todo acontecimiento se ha convertido, la imagen, más que representar o incluso intuir, queda congelada en instantes de los que le es imposible desasirse. El pliegue, ya por fin, se ha cerrado.
La modernidad, construida ha golpe de concepto auspiciado por la razón autoreferencial y autosuficiente delineada por Hegel, hace tiempo que encontró aquello que andaba buscando: la coincidencia absoluta en el reino de lo mismo. La Historia ya no avanza, como mucho se desangra convirtiéndonos a todos en víctimas. La tragedia toca a su fin: no hay nada que narrar porque toda historia es ya la misma, la del desconsuelo antiutópico de no hallar más futuro que aquellos ‘mordiscos de realidad’ propiciados por cada una de las pantallas a las que necesitamos estar conectados.
No hay ya ni dentro ni afuera, el archivo memorístico y cultural forma un todo con la economía de la sospecha que el poder absolutizador del signo propone y dispone. Nada sucede que no sea hipervisible, pero, al tiempo que sucede, queda prefigurado como entelequia virtual: el instante queda referido a su carácter de digital, computacional e hiperreal. El futuro es eso: la incapacidad de una razón deglutida en sus propias ansias de libertad y autonomía. Adorno tenía razón: “la libertad se concreta en función de las figuras cambiantes de la represión: en la resistencia contra ésta. Nunca ha habido más libertad que la voluntad de tuvieron los hombres de liberarse”. Y ahora nos toca lo impensable: acampar en la pantalla global en la cual los signos se deslizan a velocidad límite impidiéndonos ni siquiera la más leve esperanza de narrar algo parecido a la libertad.
Siguiendo por tanto esta causalidad postmoderna, Gregory Crewdson narra lo único que queda por narrar: la misma historia una y otra vez, una historia en la que inicio, desarrollo y desenlace coincide en una asombrosa mismidad. Pero una historia que, sin embargo, hay que saber comprender.
En sus fotos, el tamiz lacaniano que hace de velo entre la mirada y lo observado y que Hal Foster interpretó como la clave en el arte traumático de los ochenta ahora es eliminado de un plumazo. Lo representado no es ya que aluda al trauma, sino que lo único que cabe representar es el trauma mismo: es el tamiz lacaniano lo que se representa y sin fisura alguna.



Nuestra mirada es ya abyecta, nuestra vida se comprende como promiscuos voyeurs en busca de un quantum de acción con la que poder sortear una noche más, nuestro infantilismo hace de lo escatológico broma manida hasta el vómito. ¿Hacen faltan más pruebas a la hora de concluir que el más promiscuo de los presentes coincide con el más innegable carácter de inmadurez de este tiempo presente?
Lo que nos propone Crewdson es entonces regodearnos en nuestra propia mierda: llueve, un coche está aparcado delante de uno de esos apartamentos tan estadounidenses. No sabemos nada pero, lo curioso, es que es nuestra voluntad la que queda desnuda. Voluntad de saber, voluntad de indagar, de inmiscuirnos en esa escena. Un chute más de realidad, una dosis extra de narración para seguir el ritmo. Pero sabemos que nada hay que saber: el principio coincide con el final, da igual que del coche salga una chica o que entre alguien, es indiferente que el coche avance o se quede ahí parado. Es más, intuimos la catástrofe y eso nos hace sentirnos vivos. Nuestros sentidos se acercan a la ceguera: vemos justo lo que no está representado, lo visible es para nosotros una nadería. El trauma postmoderno queda desnudo ante nuestros ojos: como dijimos, el pliegue se ha cerrado y nosotros, como trauma, hemos quedado dentro para siempre.
Es eso, el horror, el insensato horror lo que nos mantiene alerta. El signo en su capacidad de maquínico lo sabe bien: no es otra cosa que hiperviolencia lo que es transferido por la pantalla telemática. Cuanto más horror y violencia, más anestesiados estaremos delante de la pantalla.
Es el límite de lo siniestro de Freud: que aquello que nos es familiar nos resulte extraño, “aquella suerte de sensación de espanto que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás” según el vienés. No vemos las cosas, sino que vemos ‘detrás’ de las cosas, su palpable e invisible viscosidad, su saberse siempre por delante de nosotros. Nada nos es familiar porque ante todo hemos de rendir pleitesía: existir es ir abriendo traumas para que cualquier objeto venga a rellenarlo. La causalidad, como predijo Deleuze, no es la del efecto-causa, sino la de la superficie. El propio artista se queda corto cuando dice que “siempre me ha fascinado lo extraño y la tensión que se provoca cuando a lo familiar se le dota con un sentido de fantasía”: no es precisamente fantasía ese plus de narración que el artista pretende hacernos creer ser el objeto de su arte.
La razón ha descarrilado por completo: de la voluntad de saber, pasando por la voluntad de poder, hasta llegar a esta voluntad de violencia extrema, de detritus existencial en que nos movemos. Conectados a cada pantalla, lo podemos ver todo en tiempo real, pero lo que aterra, lo siniestro llevado al límite, es que no vemos nada salvo aquello que preferíamos no ver: justo aquello que nos velaba el velo lacaniano. A saber, que no es sino el más insidioso de los horrores lo que se esconde en cada objeto y que, a fuerza de hacerse éstos inexpugnables, nuestras historias no pueden ser más que una, aquella que dé cuenta del ahogo del instante eterno en que nuestras vidas son reducidas.


Crewdson lleva todo esto al límite de lo imaginable haciendo que nuestro extrañamiento sea uno con la cerrazón hermenéutica de la historia que pretende no-narrar. Todo en sus fotografías es irreal, todo se ve como hipostasiado, pero es que es tal nuestra dependencia voyerística que solo en el simulacro decorativo podemos aún atisbar nuestro propio trauma.
En este sentido, la interpretación que Foster hace de ciertas fotografías de Warhol donde una lágrima descolorida desentona con la imagen completa haciendo posible la irrupción del trauma a nivel de superficie, tiene su parangón en el uso de frecuentes implosiones de luz por parte de Crewdson. La luz tornasolada de los efectos meteorológicos tan bien conseguidos, los chispazos cegadores de luz, nos hace ponernos sobre la pista de aquello que, sin embargo, no podía ser de otro modo: que se trata de un decorado, de una escenografía perfecta y que es allí, en su carácter de ilusoria, hacia donde somos y seremos remitidos sin posibilidad ya de reciclaje.

lunes, 4 de enero de 2010

LÍMITE DEL SIMULACRO: LA REALIDAD COMO ESCENARIO


THOMAS DEMAND
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 27/11/11-10/01/10
(artículo publicado en Revista 'Claves de arte': http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20391/Thomas-Demand-en-Helga-de-Alvear
Pese ha cumplirse más de veinte años desde que Sloterdijk acertó de pleno al definir nuestra época como la de la razón cínica, sus efectos devastadores todavía se hacen notar. Porque, obviamente, la consecuencia primordial de esa clarificación epocal definida por el filósofo alemán es que ya no estamos para seguirle el juego a nadie. La inocencia como garantía primordial de ganas de saber, pasa a ser el más inconfesable de los pecados.
Aún con todo, la ironía guarda en sí misma el peligro más mortal. Cómo dijo Umberto Eco, “al fin y al cabo, ésa es la belleza (y el peligro) de la ironía: siempre hay quien se toma en serio lo que se dijo irónicamente”. Así las cosas, habitando un mundo donde la inocencia es purgada como lo más indeseable, lo nuestro es permanecer callados, en silencio, a la espera de que sean otros los que testifiquen y den fe de un futuro que se desangra a velocidad límite.
Pero este ‘estar callados’ no remite ya a la archiconocida sentencia de Wittgenstein, sino que define bien a las claras un panorama tan desolador como cierto: imposibilidad de no poder decir nada ni tan siquiera una vez. No es sólo que de lo que no se sepa, mejor permanecer callados. Sino que es tal el galimatías telemático que la ironía viene a coincidir con un endémico silencio o con sumarse al desnortado griterío que nos rodea.
De esta manera nuestra solución no se ha hecho esperar: ficcionar la realidad, crear un clon que a golpe de virtualidad e hiperrealismo nos de la sensación de ‘mundos de vida’ listos para ser vivenciados. Nuestro cinismo llega así al límite de crear un doble donde poder hacer gala de nuestra inocencia sin riegos de ser delatados.
Hubo un tiempo en que en este escenario el arte apechugó con lo que se le venía encima y asumió el rol de no sólo y llanamente crear espacios de realidad, sino de postularse como aquello que es capaz de señalar la ‘falta’, lo ‘olvidado’ y ya por tanto irrepresentable. La estética de lo sublime de Lyotard va en esta onda: “debería ser claro que lo que nos incumbe no es aportar realidad, sino idear alusiones a algo pensable que no puede representarse”.
De ahí que el arte haya encontrado refugio en aquello que parecía iba a ser su irreconciliable ‘otro’. La vida, habiendo devenido ficción pura, se somete sin dificultad alguna a esa orientación contemporánea de un arte que se esfuerza por vadear la representación y asentarse en el descampado de lo no-representable y de la ficción como estatus ontológico.
Si el arte entonces ha muerto, no ha sido sino de éxito. Las estéticas de lo ilusorio e ideal se han reconvertido en un ficcionar que coincide punto con punto con una realidad convertida en grado cero, en ficción pura.
Hoy todo se museografía, todo se publicita y se pone en escena. La garantía de visibilidad la da el hecho de que cada uno de nosotros se comprende como marketing de sí mismo. Se es en la medida en que uno hace publicidad de su persona como mercancía. Del ‘cogito ergo sum’ cartesiano al ‘estoy en Facebook luego existo’; del ‘tiene que ser...’ de Kant, al hagamos ‘como si…’ de Schopenhauer, terminando en la puerilidad de todo contenido normativo: si la realidad es ficción no cometamos la inocentada de creernos aún demiurgos de un mundo fagocitado en su más pura virtualidad.

Thomas Demand sabe demasiado bien de la irrenunciable certeza de esta última claúsula. Tomar al mundo como dato objetivo no sería sino la más aberrante de las inocencias con que un artista puede aún cargar. De ahí que su propuesta atine de lleno en lo que cabe esperar del arte: ficción de una ficción que logre la sutil escisión cutánea en una realidad devenida bombardeo telemático a nivel de una superficie que, como pantalla global, se muestra permeable a darlo todo como válido.
Así su arte se inserta de pleno de derecho en la maquinaria tardocapitalista del vaciado ontológico a ritmo de fotocopia. Todo acontecimiento no es sino simulacro, copia de una copia capaz de ser re-producido a ritmo endemoniado, siendo entonces sus fotografías ficciones de una realidad que el artista se presta a renarrar y teatralizar.
Su material de trabajo son imágenes difundidas por los medios de comunicación y que él recrea en una escultura que después será fotografiada. Así, sin dejarnos nada por el camino, el resultado final es el documento de la copia de una copia de una copia. Y el resultado no puede ser más logrado: pese a no habitar la verdad en ellas, si que hay una proliferación casi infinita de nuevas enunciaciones, de nuevas propuestas hermeneúticas en busca de un sentido ya fosilizado como material informativo previo.
La premisa antes citada de Lyotard parece tener aquí su más que clara alusión: en el proceso de fotocopia algo es eludido en una simulada alusión reiterativa que logra vaciar todo contenido. Y eso, y no otra cosa, es lo que consigue hacer del arte de Demand algo más grande que no una simple recreación. Es más lo que no está, lo que queda disuelto en el proceso, que lo que queda aún como residuo representable. Así, en el “Órgano de los héroes” (2009) falta precisamente aquello que constituía al monumento: las notas musicales que cada mediodía se podían oír; en “Fotomatón” (2009) faltan los rayos X del otro lado de la sala, recreación de la prisión de Gera, y que parece que han sido los causantes de los altos índices de leucemia entre los reclusos; en “Haltestelle” (2009) falta también el significado último, saber que la estructura de la parada de autobús que se ve fue troceada y subastada entre los fans del grupo ‘Tokio Hotel’, ya que fue allí donde los hermanos que componen el grupo tomaron la decisión de formar dicho grupo.
Su arte es por tanto capaz de decirnos aún aquello que, como antes hemos dicho, queda reducido al silencio o es enfangado en el lodazal del cotilleo telemático. Su arte nos dice que ni con todo el cinismo que queramos poner en el asador, seremos capaces de olvidar lo irrenunciable de un mundo que sigue escapándose por sus poros; que el sufrimiento, la violencia, el más ramplón y fanático de los consumismos, los recuerdos y las melodías, siguen y seguirán componiendo un mundo que está ahí no para ser eludido virtualmente sino para ser dramáticamente vivido.