domingo, 29 de marzo de 2009

UN MUNDO MARAVILLOSO QUE NO LLEGÓ A SER


PAUL THEK
MNCARS: 6/02/09-20/04/09


Toda historia, y mucho mas la del arte, sujeta a todo tipo de imposiciones subjetivistas efectuadas a golpe de talonario, es dogmática. Por mucho anestesiante anti-hegeliano que se le haya querido administrar, siempre se las apaña, cualquier historia, para imponer su marcha en un dictatorial progreso que, al igual que eleva ídolos, genera sus propios cadáveres.
Pero, ese carácter lineal y unidimensional, heredero a veces del mainstream más casposo que se las da de divismo, choca a veces con otra de sus caras: aquella que emerge de las profundidades hacia la superficie tan pronto como se escarba un poco entre sus escombros.
Mas aún, en un esteticismo fin de siglo que ya prefiguraba la ‘estética del archivo’ como una de sus corrientes mas importantes, esta arqueología del documento tiene un efecto colateral en la valoración al alza de un pasado (aún no histórico) por explorar.
Incapaces de memorizar nada, todo se cataloga; temerosos del poder que toda cosa, en cuanto novedad, puede llegar a desplegar, se la inserta cuanto antes dentro de las redes llamadas museísticas (Adorno ya delató la idéntica raíz de museo y mausoleo); anhelantes de apresar todo acontecimiento dentro de un conocimiento apriorista e informacional, capaz de hacer desplegar nuestras relaciones dentro de la topología de la inmediatez mediática, todo adquiere un carácter de consenso en el que nada moleste.
Ninguna novedad puede, nunca y bajo ningún concepto, despertarnos de la siesta eréctil que nos permite soñar con un arte bien acotadito y paladeado en pequeños sorbos de burbujeante excitación: la del oprobio de una promesa claudicada ante la mercadotecnia del dólar. De ahí que, antes que nada, la historia sea una: no salirse de lo establecido es razón sine quanum para poder dominar la irrupción de cualquier novedad.
Es entonces, como decimos, en este replegarse del arte sobre su mismo estado como institución, cortando de raíz toda insurrección al tiempo que se garantiza su mantenimiento en una antropofagia postmoderna, en donde acontece un rastreo del pasado en busca de aquello que se dejó pasar sin haber sido aún catalogado y archivado con suficiente precisión.
Lo que sucede es que en este apoderarse del pasado, aún no histórico por poco explorado, por parte del arte, existe una paradoja: y es que al igual que promete su sometimiento al canon dominante, produce una especie de reverberación en todo el sistema que, a modo de desenmascaramiento, juguetea con el desastre de darle la vuelta a la historia.
Estas esquinas del propio arte, estos abruptos salientes, protuberancias que el propio arte gesta en su interior al no serle suficiente la ingente obra que se crea a diario, estas endogámicas malformaciones de un pasado renuente a dejarse dominar, tienen su lógica propia y a la que la simple estética del archivo y el documento no le basta. Irrumpen salvajes, desaliñadas bajo la mirada de algún comisario avezado, sin atender a códigos de protocolo alguno ni teoría que valga.
Si, por ejemplo, las neovanguardias de los sesenta fueron entendidas por Hal Foster desde la acción diferida con relación a los conceptos puestos en juego por las primeras vanguardias, surgidas antes de que pudieran desplegar toda su potencialidad, y si por el contrario para Bürger no supuso mas que una nefasta repetición que incluso hizo abortar toda promesa de futurible triunfo al dejarse caer, de la manera mas terrible posible, en las manos del burgués que ya ni se sorprende ni se indigna sino que juega a dejarse vapulear, un regreso actual a tal problemática debería ser hecho atendiendo mas bien a las exclusividades que la historia otorgó a cierto posicionamientos en detrimento de otros.
En este sentido, la figura de Paul Thek irrumpe con inusitada fuerza para soliviantar a la más plural de las historiografías que pretendan perfilar lo ocurrido en los años sesenta. Principal víctima de la catatónica sensibilización del minimalismo, chamán de espaldas a la totémica figura de Beuys, precursor de la obra sometida a un ‘work in progress’ sin fin y capaz de dinamitar lo prefigurado como ‘exponible’, aventajado mártir de la siempre teorizada pero nunca puesta en marcha ‘muerte del artista’, adalid del carácter efímero del arte como representación del divertimento festivo del arte. Todos estos caminos, y muchos otros, pueden articularse alrededor de este artista que cometió el ‘error’ de no hacer las paces con la historia, con su historia. En este sentido, el título de la exposición es bastante oportuno: artista de artistas. Es decir, el lado tenebroso de lo no historiografiado como valioso.
Como se ve, demasiados caminos vienen a converger en la figura de este artista ecléctico y contradictorio en sí mismo. Recorramos muy brevemente algunos de ellos para comprobar como la historia del arte más reciente es también esclava de su propio destino.
En relación a Beuys, a quién conoció en su estancia en Europa no cayéndole demasiado bien, las semejanzas reflejadas en el espejo invertido del arte son dispares. Ambos, católicos, concentran sus esfuerzos en acentuar el poder del artista en cuanto médium catalizados de las energías de la sociedad entera. Beuys apela a su carácter chamánico, al calor conservativo y energético del fieltro, a lo primitivo de los instintos, a la grasa matérica como metáfora de lo curativo del arte. En Beuys todavía cabe la esperanza. En Thek no. Para el estadounidense solo cabe atestiguar la muerte del artista, la imposibilidad de desplegar la fuerza de su interior.
Mientras las instalaciones de Beuys apelan a este sentido de comunidad identitario en lo humano, en su capacidad para hacer comprender a todos que no solo podemos ser artistas, sino que efectivamente lo somos, la más importante de Thek lleva, paradigmáticamente, el título de “The Tomb” (La tumba, 1967).





Sufrimiento, soledad, impotencia… Su tumba es su propia muerte, la que años más tarde le llevó a morir de sida y sin casi reconocimiento. Volcado en transfigurarse en vida como artista, en llenar el vacío de humanidad dejado por el rastro intelectualoide del minimalismo y conceptualismo, anheló un mundo en donde la virulencia salvaje del arte, de un arte que el entendía debía ser festivo, casi surrealista, tuviese cabida. De ahí que Beuys le pareciese demasiado sutil; de ahí que su ‘tumba’ no fuese otra cosa que la inanición mortal de un artista al que le es imposible curar y redimir a la sociedad.
Años antes, de 1964 a 1967, ya quiso atestiguar esta auto-castración del artista que el minimalismo estaba llevando a cabo. Deseoso de insuflar aire nuevo, de contaminar el panorama artístico con las vísceras que le faltaban, con el sentimiento insurgente del corazón del artista, llevó a cabo su serie “Technological Reliquaries”.
Carne, pura carne: lo prohibido del arte de la época. El arte es del hombre y para el hombre; de ello vive, respira y se alimenta. Desecándose en la atmósfera claustrofóbica del minimal, sus relicarios de plexiglás, en donde simula trozos de carne, son la antesala de la rendición del género humano ante sí mismo.








Sus relicarios son, al mismo tiempo, la misma estrategia y también opuesta al body-art de los secesionistas vienes. Mientras estos volcaban su caudal creador en el uso del cuerpo denunciando ya la esquizofrenia capitalista que trataba al cuerpo como lo primero a sublimar y fetichizar, Thek, al igual que con su ’tumba’, se limita a mostrar. A mostrar la amputación de un trozo de carne, a mostrar el vaciado de sus mismos miembros como precisa metáfora de una época: la que invita a concluir que es mejor desertar de un arte que aboga por lo abstracto-intelectual que caer en sus estrategias.
Así, sus relicarios son la atestiguación de una dejación, la suya propia y la del propio arte con él. Mostrar, en urnas, como prefiguración del archivo, toda la carne que ya no es ni siquiera necesaria, es todo lo que resta por hacer.
Quizá le dio tiempo a ver el despuntar del arte abyecto, a considerar la obra de Gober, Kiki Smith o los hermanos Chapman, pero quizá sería en esta época cibernética, mas cercana a la inutilidad del cuerpo que propugna Orlán, donde sus relicarios adquirirían un valor de museo (en el sentido mas mausolítico posible) mas global: no ya la falta de sentimiento en el arte, ni el troceamiento de desecho del cuerpo, sino la imposibilidad del cuerpo de cumplir su primaria función relacional.
Mas tarde, ya en los años setenta, y habiendo constituido el grupo The Artist’s Co-op, a modo de cooperativa de artistas en el que la obra final era entendida como un proceso de trabajo efímero donde cada cual participaba según las propias sinergias desplegadas, fueron las instalaciones el principal foco de su labor artística.
Con ellas, y dándoles el nombre de “Procesiones”, quiso aunar el carácter de proceso y de rito que entendía debía ser esencial para el arte. En ellas, objetos personales, relacionados con su infancia, eran dispuestos sobre tableros o espacios expositivos donde temas como el tiempo, la metamorfosis, la muerte o la resurrección eran sugeridos por las relaciones que desplegaban entre ellos.
Sus instalaciones poco tenían que ver con el tan querido ‘ambiente’ de nuestros tiempos a lo Olafur Eliasson, ni con el exhibicionismo biográfico a lo Tracy Emin. Se trata de un soterramiento para lo festivo, para dar rienda suelta al desprecio de ciertas estructuras del arte, para el surrealismo infantil nada infantiloide. De ahí que esté más bien en posteriores trabajos de Mike Kelley, de Martin Kippenberger o de Cosima von Bonin. Una especie de Peter Fischli y David Weiss pero festivo, no apelando a la materialidad relacional del objeto, sino a su aspecto festivo.

Una vez vista su obra en paralelismo constante con lo que se estaba urdiendo en la época, aún después de sopesar como plausible otra lectura historiográfica, urge la pregunta por la sinceridad de tal proceso. Urge el desmontaje también, como el reverso del reverso, de cierto malditismo y cierta sentimentalidad de outsider con él asociada. Urge, en definitiva, tratarle con la seriedad que él mismo desearía: la de enfrentarle de tú a tú con una historia que se tejía a sus alrededores y con la que no se sentía cómodo pero a la que no dejaba de pertenecer.

sábado, 28 de marzo de 2009

IMÁGENES DE LA BOMBA: EL TRANCE POSTUTÓPICO


ALIA SYED: ‘EATING GRASS’
MNCARS: 12/02/09-13/04/09

Organización del tiempo y del espacio, estructuración de lo cotidiano, de la vida diaria, estratificación por capas y segmentos: taxonomía de momentos y lugares. ¿Qué otorga sentido a todo este caos? En Occidente, nada en absoluto. Mas bien se trata de un repliegue en la instantaneidad que todo lo pulveriza, pero, detrás de la cual, y mas allá de esa dromótica cibernética, no se halla sino el páramo de un contrato social deglutido bajo la máscara amorfa de una ciudadanía tan vegetativa que ha hecho toda dejación de principios en manos de los tecnócratas del poder postmoderno: del Starbuck’s a la MTV, de la CNN a los consejos de la OMS.
Y, ¿cómo se refleja todo esto en países digamos emergentes? Es común diagnosticar sus propias dificultadas a la hora de constituirse y lograr una especificidad identitaria en todos los ámbitos, desde el cultural al económico, en relación a la propia crisis de valores de Occidente. ¿Cómo apelar a una unidad si toda unidad no es sino la mentira que toda democracia lleva en si misma como fantasma y como sospecha de su siempre probable sinsentido?, ¿dónde hallar una identidad si en la tierra prometida de Occidente todo tiende a fagocitarse y dirimirse en los ámbitos acotados de unas minorías cada vez mas selectivas y exclusivas?
Las políticas de estos países nadan entonces entre dos aguas: tradición y modernidad, lo sagrado y lo profano, religión y estado, comercio de subsistencia o abrirse a las olas del capital. Las identidades remotas y su propio progreso son efectos nómadas de superficie provocados por el límite dromológico de la contradicción capitalista.
De un lado, el populismo descamisado y la proliferación de propuestas vociferantes; del otro, la hipocresía de un lenguaje aún logocentrista y occidentalizado, para el que los otros, seguirán por siempre siendo los otros y para el que nada dejará de ser exótico si no es para entrar en las redes del mercado del arte como mercancía con la que transaccionar.
En India, China y Latinoamérica entera (por citar solo los que mas incursiones han hecho en el stablisment artístico occidental), el artista sufre esta esquizofrenia del propio arte para el que cualquier otredad no es un valor en sí mismo, sino una pura y simple categoría de mercado.
Alia Syed, video-artista galesa aunque de ascendencia india, ha tratado de plasmar esta imposible simbiosis en el video que ahora se expone en el MNCARS, ‘Eating grass’. En él su intención política no es palpable a primera vista, sino que se esconde detrás de todas las capas de sedimentos con las que ha configurado su obra.
Cada fotograma parece cargado con un peso matérico, un sustrato que lo relaciona con su propio lugar en la realidad. Verismo de la materia, podríamos llamar. Ya al comienzo no se ven sino estratos, densidad matérica en ascendencia, como si alguien estuviese subiendo una prologada escalera hacia la convulsa realidad de la superficie.
Una vez situados, a nuestro alrededor gira la entropía de un mundo aciago generándose a ritmo de tensión interna: la provocada entre los cinco rezos diarios prescritos por la religión musulmana y la de la velocidad límite del ir y venir a cámara rápida de cualquier mercado de la India.
Fascina y atrapa el ritmo de las imágenes, sus picos de policrómica intensidad mezcladas con la explosión del blanco puro. ¿Será esa luz blanca la de la última bomba, la bomba nuclear prometida por el presidente pakistaní a su pueblo aunque estos tuvieran que comer hierba para siempre?



Pudiera ser: la materia se sobrecarga de coloración para hacernos pensar en la sobrecarga dromótica de la realidad poliédrica y vertiginosa con la que un simple mercado hindú es atrapado. La implosión del blanco es el límite, la bomba que pende sobre las cabezas de toda la sociedad hindú: la de verse acuciados por la necesidad de pertenecer a un mundo que va mas rápido que ellos.
Sí o sí habrá que comer hierba. Acontecerá la bomba de cualquiera de las maneras posibles: o generada por la propia tensión de la geopolítica de un mundo en perpetua deglutición de sí mismo, o como valor de cambio con el que la sociedad hindú pagará su ingreso en el orden mundial de la primera velocidad en la era de la tecnoproducción.
Y en medio de toda esta realidad que se autoabastece en vertiginoso ritmo, está la mirada de la propia artista. Sus ojos nos acercan a otro mirar, más íntimo y privado, el que juega con las texturas también matéricas del verde de un paisaje. Pero, sobre todo, está su habla, su propia narración como contrapunto a las imágenes-materia.

Quiere comprender, insertar su mirada en el centro mismo del producirse de lo real, pero eso le está vetado. La realidad del límite postmoderno no soporta ser contemplada ni siquiera desde el interior: es ella la que, al imponer la velocidad de su límite, nos contempla a todos en una radicalización de la mirada burlona de los objetos. Solo se nos permite tener la sospecha.
De ahí que se la haga remitir al verde del paisaje bucólico, de ahí que su narración mezcle el inglés con el urdu y que prácticamente sea inentendible. La dromótica materialidad de la realidad no permite que surja el sentido en su superficie ni siquiera como algo derivado.
‘Sometime i think things happen very quicly’, se le adivina decir a la propia narradora. Solo eso, la sospecha de que los vociferantes ganarán la partida aún perdiéndola: la bomba estallará y ya no habrá ni siquiera hierba que comer.

martes, 24 de marzo de 2009

DELEUZE Y LA INELUCTABLE MODALIDAD DE LO VISIBLE EN JOYCE, PROUST Y BACON


FRANCIS BACON: MUSEO DEL PRADO 4/2/09- 19/04/09

Citar es un buen modo de comenzar la serie. Deleuze, en una entrevista con ocasión de la publicación de su libro sobre Francis Bacon, decía: “La emoción no es del orden del ‘yo’ sino del acontecimiento”. No es el drama, sino el horror desfigurativo del choque con lo Real, el habitar en el “entre”, en el pliegue, en el reverberar de lo fenoménico y nouménico que despliega la libertad, el acongojado horror de tal actualización, el espanto de lo Real puro, sin mediación ni filtro de lo Simbólico. Toda emoción, en cuanto pertenece al acontecimiento y no al ‘yo’, es aterradora.
Pero, si la emoción es la consecuencia de la sensación, podemos empezar un poco antes, y un poco más lejos (tanto como la playa de Sandymount, cerca de Dublín) con otra cita, esta vez de James Joyce: “Ineluctable modalidad de lo visible: al menos eso si no más, pensado con los ojos. Marcas de todas las cosas estoy aquí para leer, freza marina y ova marina, la marea que se acerca, esa bota herrumbrosa. Verdemoco, platiazulado, herrumbre: signos coloreados. Límites de lo diáfano. Pero añade: en los cuerpos”. Toda percepción, en su despliegue, se condensa, como acontecimiento, en los cuerpos, en su superficie.
De esta manera, tenemos, en el choque del texto y lo textual, la primera reverberación en el ‘entre’ de ambas citas. ¿Cómo compaginar el espanto de toda sensación que se enfrenta a lo Real con la necesidad de ser precisamente ella, la sensación, la configuradora de lo matérico?
Slavoj Zizek lo plantea en términos parecidos haciendo saltar la paradoja en el mismo interior del pensamiento de Deleuze: o el afecto lo crean los cuerpos, o son los cuerpos los que son creados en las intensidades virtuales. Es la eterna paradoja entre el producir y el representar. O bien el campo virtual es un efecto inmaterial de cuerpos que interactúan, o bien son los propios cuerpos los que surgen y se actualizan en ese campo.
Pero, aún teniendo presente esta paradoja, sea cual sea nuestra posición, y más aún en el arte, lo primero es la sensación. Ahora bien, una vez implosionada toda filosofía de la representación de modo que toda reducción eidética está de más, ¿cómo representar?, ¿qué representar?
En el campo de inmanencia toda apelación a ámbitos fenomenológicos están condenados al fracaso ya que se asientan en la certidumbre de una conciencia preexistente. Sensación, como dato de la realidad, sí; pero también como intencionalidad de una conciencia que busca cierta síntesis, cierta sumisión de la diferencia baja la coraza protectora de la identidad. Que la filosofía occidental hasta el siglo XX haya sido el ejercicio sufrido de intentar dar forma a lo cambiante y diferente bajo magnos conceptos que le otorgasen identidad es algo ya sabido. Y que en Husserl tal intento llegue hasta las vecindades mas interiores del sujeto haciendo de sus vivencias (en clara relación con la sensación) el campo a dogmatizar eidéticamente, nos pone en la senda de otra serie a recorrer.
Y es que en el campo de inmanencia la sensación ya no puede ser conceptualizada a modo de garantía eidética de subjetividades, sino que es producto de la diferencia. El “ver” ya no remite a la presencia de ningún ser que evite la duda de cualquier genio maligno. Ahora el “ver” remite a la percepción en el “y”, en el “entre” del pliegue. La subjetividad no es el sustrato, en forma de memoria, que dé identidad al flujo de sensaciones sino que es la causante de crear ciertos puntos de acumulación a lo que poder llamar, en ese flujo en devenir constante, sujeto. En el principio de todo esto, un filósofo bien querido por Deleuze, Henri Bergson: “es la duración en la percepción lo que crea una interioridad donde se sitúa una memoria a-psicológica”.
De ahí que Stephen Dedalus no sea el sustrato de su propia percepción, sino el reflejo devuelto por el límite de lo diáfano en la superficie de los cuerpos. Por eso, sigue en el flujo de su diálogo interior: “Abre los ojos ahora. Lo haré. Un momento. ¿Se ha desvanecido todo desde entonces? Si abro y me encuentro para siempre en lo adiáfano negro. ¡Basta! Veré si puedo ver”. Es el golpe con lo Real, que aterra.
Volviendo, una vez más, en el campo rizomático de nuestro escrito, a la pregunta por la representación, ahora podemos decir que, parejo a la problemática de un sujeto que es una consecuencia de los efectos en el campo de inmanencia, corre la imposibilidad de entender un tiempo como estable y siempre presente. Este tiempo, de entenderlo desde la presencia, no sería otra cosa que la posibilidad trascendental kantiana de toda experiencia para el sujeto dado. Así, el espacio representativo entendido como presencia de sensaciones captadas por el artista se ve desfondado por este doble movimiento que acaba con la representación: ni existe sujeto ni tampoco tiempo que permita asegurarnos lo estable de una percepción. El nexo percepción-subjetividad queda desgajado en el campo de inmanencia topológico donde las percepciones corren libres y pre-subjetivizadas.
De ahí que lo básico en gran parte de la filosofía del último tercio del siglo XX haya sido hacer pensable la temporalidad del acontecimiento; de ahí también los estudios varios de Deleuze sobre la imagen-tiempo y la imagen-movimiento. Y, por último, de ahí también los estudios del mismo Deleuze sobre Bacon: su pintura logra representar esa percepción que sucede en el “entre” del pliegue, previo a toda subjetivización y que, por tanto, espanta y horroriza hasta límites ni siquiera sospechados por quienes se acercan a ver su exposición en el Museo del Prado.
Pero, de nuevo, podríamos ensayar, puestas ya las bases, otro origen, otra serie. Y es que ante tal pregunta, la pregunta por la representación en el (des)orden establecido por la implosión de la reducción representacional de lo estable adherido al tiempo único como garantía de subjetividad, el arte ha ido intentando capear el temporal de forma que ha supuesto mas una respuesta en términos de desmaterialización del objeto artístico, de puesta en duda del ámbito institucional ‘arte’, de poner el acento en lo procesual mas que en el objeto resultante, o de cantar a los cuatro vientos las grandezas de lo efímero en el arte, que de posibles soluciones a lo radical del arte: la plasmación de la temporalidad del acontecimiento en el lienzo.
De esta forma, antes de llegar a Bacon y sus representaciones del acontecimiento, ha sido la literatura donde ya desde un principio se ha podido constatar el intento de aniquilar el relato de la identidad. La pintura, entre la abstracción y el expresionismo, ha ido dando bandazos creyendo hacer honor al tiempo que le ha tocado vivir. Pero toda abstracción, desde el cubismo de Picasso, basa sus esfuerzos en una fenomenología de la percepción en la cual el sujeto es sustrato de vivencias y percepciones, mientras que, por su parte el expresionismo, pone aún más si cabe el acento en el artista como conciencia clara a la que hacer remitir estados de ánimo subjetivados. La apelación a desfondamientos del orden del inconsciente a la hora de entender la producción artística pictórica no puede parecernos más que una maniobra de escapismo bastante barata y pueril, por mucho Dalí que se esconda siempre detrás.
Por tanto, al preguntarnos por la representación del acontecimiento, y alcanzadas ya ciertas bases de su problemática, podemos ya por fin ensayar otra reverberación más, otro despliegue en el campo rizomático del texto: creando una simetría entre la serie ‘Deleuze’ y las series ‘Joyce’, ‘Proust’ y ‘Bacon’, iremos dando cuenta de aquello que surge en el ‘entre’ de cada serie para intentar una fuga en el campo figurativo de la identidad.

JOYCE
La estrategia de anulación de la identidad en el relato fue llevada acabo por James Joyce anticipándose al Deleuze de las series. Si Platón es una de las series, Deleuze se esfuerza en crear otra y hacerla reverberar para así infringir una sutura, una fuga por donde irrumpa el pensamiento de la diferencia. Entre la serie de lo pensado y el pensamiento, del significado y el significante, o del hecho y la proposición, Deleuze va pensando estas disyunciones en las que no existe ni centro ni ordenación sino un caosmos en el entretejimiento de estas series divergentes. La diferencia es lo que está en la disyunción de las series y que no se puede conceptualizar, sino que acontece como acontecimiento siempre diferente. El sentido por tanto se disemina, el ser aparece como la inversión radical del platonismo. Resuena Heidegger: el ser es lo que se dice siempre de la diferencia.




En Joyce, por tanto, el sentido no puede venir ya, en esta aniquilación a que somete la narración de la presencia, de las actitudes de un sujeto, ni de estados de cosas. El sentido es siempre lo derivado en el chocar de dos series. El lenguaje se retuerce para sacar de sí un sentido, el acontecimiento que toda proposición expresa. La técnica del ‘flujo de consciencia’ apela a este reverberar de las dos series: la de lo pensado como el fantasma, y la del pensamiento como el acontecimiento, como el sentido-acontecimiento que repite un fantasma.
Así, el pensamiento piensa la diferencia (el reverberar de las dos series) como el fantasma que es repetido constantemente; así, lo pensado, como flujo de consciencia, retorna una y otra vez, camuflado, disfrazado en la proposición misma en un ejercicio de desquiciar al lenguaje y a la escritura.
Divergencias, deslizamientos, dislocaciones, todo ello hace chocar una serie con otra en una repetición constante que crea puntos de singularidades en los que el ser, mas que agarrarse desesperadamente, se desfonda en ellos esperando siempre una próxima repetición. No es Bloom, es la serie de las singularidades Bloom, es el ‘devenir Bloom’. Tampoco es Dublín, es el ‘devenir Dublín’ que se va creando como singularidades en el vagar errante de Bloom a lo largo de la jornada.
Este devenir se produce en la reverberación repetitiva de las dos series fundamentales: la del acontecimiento y la del fantasma. Si para Kierkegaard la repetición como resignación consistía en saltar, en saltar de un estadio a otro; y si en Nietzsche la repetición consistía en un eterno retorno de lo mismo ejemplarizado en el danzar dionisíaco que traía consigo la novedad de la voluntad (cualquier cosa que quieras, quiérela de tal modo que también quieras su eterno retorno, decía invirtiendo el imperativo kantiano y haciendo de la voluntad de poder lo radicalmente otro en su eterno retorno), para Bloom la repetición consistía en el vagar por Dublín.



En su vagar va repitiendo gestos y pensamientos que van creando el fantasma y el acontecimiento. Bloom, judío y cornudo, ejemplificación del vagabundo en tierra extraña, ninguneado hasta por su esposa, en la repetición a lo largo del día de todo un repertorio de acontecimientos enmascara y reprime: disfraza. La serie del acontecimiento es la forma de disfrazar al fantasma, es lo que le falta a la serie del fantasma y que en su repetir casi maquínico hace reverberar ambas series.
Para Freud repetimos porque reprimimos, mientras que dejar de repetir es ir al centro del recuerdo. Pero, ¿de qué recuerdo?, ¿qué tiene que recordar Bloom? O mejor, ¿qué es incapaz de recordar?, ¿qué no quiere recordar?, ¿qué es lo otro del acontecimiento en su vagar que hay que disfrazar en el fantasma?
El chocar de la serie Dedalus con la serie Bloom disfraza el deseo cortado de raíz de Bloom de ser padre debido a la muerte prematura de su hijo, al igual que sus deseos de haberse cultivado más; el propio disfraz de Bloom en el alias de Henry Flower le permite flirtear con una desconocida intercambiándose pequeños telegramas; los continuos tropiezos a lo largo del día con Boylan, el amante de su mujer, le hace patente la perdida de su dignidad, pero también en el onanismo de la playa con Gerty MacDowell se demuestra que siempre existe una diferencia en la serie.
Y, al final de la novela, la convergencia de todas las series: el ‘sí’ de su mujer Molly: “sí entonces sí dije sí quiero sí Sí”, concluye después de un largo monólogo que llena el último capítulo. Pero, ¿de qué es garantía ese sí?, ¿es realmente una convergencia definitiva en el total del reverberar de las series? Más bien es un último diferir, el de la afirmación en busca de un significado y un sentido que siempre se ha dado como diferido en la novela.
Para Derrida ese último sí, lejos de ser una afirmación de sentido, es una diferencia última. Es el sí del que descuelga el teléfono y desea advenir al mundo del sentido y la comunicación propuesta por alguien, por otro. ‘Ulises’ es entonces eso: un reverberar constante de series cuyo sentido queda siempre diferido en alguna diferencia. El sí de Molly como mucho puede llegar a comprenderse como el punto de singularidad que requiere el mínimo hiato de sentido: es el sí de quién, postrada en la cama, sabe llegará otro día y todo volverá a comenzar como mismo devenir en la diferencia de las series, como eterno retorno de lo mismo.

PROUSTEn Proust también tenemos el reverberar de series: la seria Méseglise y la serie Guermantes, la serie del real Combray y la serie del imaginado Balbec… Todas esas series convergen, al igual que pasaba en Joyce, en un momento final y cumbre, el momento del tiempo recobrado ejemplificado en la magdalena. “Y de repente el recuerdo se me apareció. La vista de la pequeña magdalena no me había recordado nada antes de que la hubiese probado… Pero, cuando de un antiguo pasado nada subsiste, después de la muerte de los seres, después de la muerte de las cosas, solas, mas endebles pero mas vivaces, mas inmateriales, mas persistentes, mas fieles, el olor y el sabor quedan todavía mucho tiempo, como las almas, para recordarse, para esperar, sobre al ruina de todo el resto, para cargar sin doblarse, sobre su casi impalpable, el edifico inmenso del recuerdo”.


Pero, junto al choque de series que producen las diferencias, Proust utiliza otro recurso en clara referencia a lo que mas tarde será el pliegue en Deleuze. Y es que sus series, mas que formadas por puntos de acumulación, por singularidades que operan la reverberación, están comprendidas como bloques de duración. El tiempo ya no es la cronología de un día en el que surgen las singularidades en el propio devenir de las series, sino que ahora el tiempo es autónomo: cada bloque de duración está constituido por un pliegue en cuyo interior habita, a modo de límite anterior y posterior, lo virtual y lo actual. Pero, la relación que surge en el despliegue del pliegue es variable, siempre cambiante, con velocidad variable y alteraciones libres. Es una especie de espacio-tiempo en cuyo despliegue va aconteciendo la novela.
Es decir, en Proust la sensación es también entendida como a-subjetiva, pero, además de remitir a la serialización para hacer pensable la diferencia de su propio reverberar, la supedita a un pliegue de manera que la temporalidad de la diferencia es el lapso de tiempo entre dos ‘ahoras’, el de la imagen-percepción que incide en la cara exterior del pliegue, y el del despliegue de la imagen-materia en la cara exterior. El pliegue, por tanto, debe ser entendido como lo que impide el tránsito de flujo ilimitado de imagen-materia, al menos hasta que, en su despliegue, acceda a la autoafectación de la propia sensación.
Pero, ¿qué hay en ese ‘entre’ del pliegue? Ya hemos hecho referencia a lo limitado del pliegue en lo virtual y lo actual. Pero, ¿qué son cada uno de esos dos límites?, ¿cómo se produce la autoafectación en el despliegue del pliegue?
Lo virtual es el pasado-memoria, mientras que lo actual es el presente-materia. Pero lo principal es que el despliegue de tal actualización se lleva acabo como afectación en el tiempo como duración. Es decir, lo que hay en el ‘entre’ del pliegue es duración. Entre los dos ‘ahoras’, entre el límite de lo diáfano y lo adiáfano, hay solo y únicamente duración.
Así, la temporalidad del acontecimiento, del despliegue del pliegue, debe ser entendido como temporalidad extra-histórica y acrónica de manera que ese lapso de tiempo sea la sede de cierta actividad inconsciente cuyo tiempo no es el tiempo cronológico, sino el de la duración.
La pregunta siguiente no sería otra que la que nos interrogaría por la causalidad en ese despliegue. Aquí Joyce y Proust coinciden. No es causalidad física, sino causalidad de la repetición. Pero, mientras en la repetición de Joyce lo importante es el gesto, el punto de singularidad, la forma de significar la repetición en sí misma, en Proust lo importante es el intervalo, la duración hasta que acontece la repetición. De tal manera sucede esto que los intervalos que limitan las repeticiones van creando un ritmo irregular, un flujo desigual de puntos de distinción y poliritmias. En la duración del ‘entre’ del pliegue los acentos repetitivos no se reproducen a intervalos iguales, sino que van generando un espacio estriado.
Así pues, lo que tenemos son bloques de duración, bloques espacio-tiempo desplegados en un campo intensivo y estriado de repeticiones. Pero, además de no desplegarse el pliegue en una monocorde cadencia llena de repeticiones previsibles, ni de tampoco poner el acento en esos momentos de repetición gestual que prefigurarían la serialización precisa, es que lo que se repite puede ser lo Mismo, o también lo Diferente.
El ejemplo perfecto puede ser la sonata de Vinteuil. Por una parte, lo que vuelve no es la identidad, sino algo concreto, unos sonidos o intensidades sonoras, unas determinadas separaciones rítmicas que van creando la repetición de la diferencia. Pero, por otra parte, lo que se repite en cada retorno es la sonata entera, el todo como Eterno Retorno de sí mismo que en la mismidad de la repetición produce la diferencia.
Proust tensa esta dialéctica de la repetición en la duración del pliegue de manera que, a la hora de actualizarse, esta afectación pueda debatirse entre un tiempo efectivo y actualizado en la cara externa del pliegue, y otro tiempo, esta vez el tiempo perdido y que nunca ha pasado, pero que también puede llegar a ser actualizado. Y es que en el límite externo del pliegue está todo el pasado-memoria como inherente potencialidad, y ello engloba tanto lo que en su efectuación posterior fue realmente actualizado, como lo que no, lo que se perdió en el camino de las repeticiones disonantes de la propia duración.
Por tanto, el tiempo perdido que busca Proust es esa otra mitad de lo autoafectado como actualidad en el despliegue de la duración del pliegue. La repetición de la afectación del tiempo perdido no repite la forma en que el pasado “fue efectivamente” sino la virtualidad inherente al pasado. El tiempo recobrado no es la rememoración del tiempo pasado, sino la otra mitad, la virtualidad traicionada y que nunca, hasta entonces, se ha hecho efectiva.
El tiempo perdido no es el desperdiciado, sino lo otro de la efectuación de la actualidad, el pasado puro siempre virtual y que nunca ha sido vivido. En el episodio de la magdalena lo que sucede es que todo ese pasado-virtual nunca efectivo se actualiza debido a una contracción en la memoria. Pero ello no significa que se acceda a nada parecido a la ‘verdad’, ni al ‘verdadero Combray’, sino que lo que acontece es la diferencia. Así, el ‘tiempo recobrado’ es la afectación de la diferencia que recorre el despliegue de lo virtual condensado como pasado-no-vivido en la cara externa del pliegue, aconteciendo dicho despliegue en el intervalo del bloque- duración.

BACON
Volviendo a la pintura, a la representación mediante impresiones que sean des-subjetivizadas y preexistentes al sujeto, lo que está claro es que no se puede apelar a un “mirar” de corte fenomenológico, sino que lo que se debe pensar es el “mirar” de un Ojo “ante” la Figura. “La pintura debe arrancar la Figura de lo figurativo”, decía Deleuze en este sentido. La impresión no puede ser pensada, sino que se trata de una acumulación, de una coagulación en el rizoma o pliegue, y que es previa a cualquier tipo de organización.





El concepto de Deleuze de ‘Cuerpo sin Órganos’. en su apelación a esta desorganización de un cuerpo no estructurado, nos servirá para rastrear esta tercera simetría entre el filósofo francés y un artista, en este caso plástico: Francis Bacon.
El ‘Cuerpo sin Órganos’ remite a esa radical virtualidad del campo trascendental de Deleuze. Puede entenderse como el campo de inmanencia del “ver”, la superficie topológica transida por flujos a-significativos y pre-subjetivados a modo de percepciones que en su coagularse hace surgir puntos de intensidad máxima. Lo principal es que no implica una organización previa que dé forma a la sensación, sino que es precisamente el organismo como tal lo que hay que eliminar.
Sin embargo, todo coagularse en puntos de materialidad, esa causalidad corporal que en su desplegarse se constituye a sí misma como autoafectación, no es nunca definitivamente sellada ni garantizada. Muy por el contrario, el cuerpo es un punto de fuga de la materialidad que, en ese mismo proceso de afectación, se desgaja y se escinde.
El “mirar”, como causalidad corporal a modo de flujo superficial en el ‘Cuerpo sin Órganos’, no supone ninguna garantía de organismo subjetivado sino que, por el contrario, el sujeto explota merced a ese flujo de intensidades que lo constituye al tiempo que lo desgaja. De esta manera no existe sutura organizativa en el ‘Cuerpo sin Órganos’: los puntos de acumulación implosionan en un delirio esquizofrénico que surge como efecto de las relaciones intensivas del propio ‘Cuerpo sin Órganos’.





Es decir, no es ahora que las series de Joyce converjan en un ‘sí’ afirmativo, ni tampoco que la magdalena de Proust suponga el despliegue del tiempo perdido y que, mediante esa afectación, se convierta en tiempo recobrado. Lo que sucede ahora es que el ser no coincide nunca consigo mismo, que no existe cierre ontológico. El sujeto no es más que una característica topológica de la propia superficie rizomática.
Pero, ¿cómo sucede tal escisión? Las impresiones, lejos de suponer una organización al ‘Cuerpo sin Órganos’, y categorizarlo como sujeto, no son más que un primer flujo transitando la superficie de inmanencia del mismo ‘Cuerpo sin Órganos’. Pero, en el delirio esquizofrénico que supone este desgajamiento constante, el ‘Cuerpo sin Órganos’ es transitado, más que por flujos de percepciones, por flujos libidinales de deseo.
Como en Espinoza, que define el sujeto como algo que se expresa según grados intensivos de potencia, siendo el conatus la antesala de la voluntad desiderativa, el esfuerzo de cada ser en persistir, Deleuze hace del deseo la corriente a-subjetiva que transita el ‘Cuerpo sin Órganos’ y que carga el campo intensivo del inconsciente haciendo circular flujos libidinales entre las máquinas-deseantes. Un sujeto expresa lo que “es”, expresa lo que “es”; y aquello que es viene dado por los flujos libidinales de deseo que lo traspasan. Por tanto, el sujeto es puramente virtual; no es sino en la repetición como máquina-deseante a la hora de dar respuesta a esos flujos libidinales en donde aparece lo mínimo del exceso subjetivo.
El deseo se caracteriza por ser un sistema de signos asignificantes a partir de los cuales se producen flujos de inconsciente en un campo social histórico y social. Es el propio contenido del deseo lo que constituye el acontecimiento. Aquí Deleuze teoriza sobre la forma en que el capitalismo se ha apoderado de estos flujos libidanales y crea un fantasma de la subjetividad al servicio de él mismo.
Pero, volviendo otra vez a nuestro rizoma textual, esta implosión de acumulaciones intensivas en el pliegue rizomático condensadas en la superficie del ‘Cuerpo sin Órganos’ debido a los delirios esquizofrénicos del propio sujeto autoafectado por flujos libidinales es lo que precisamente Bacon plasma en sus obras. Sus lienzos, sus Figuras, son singularidades intensivas en torno a puntos de coagulación en el momento justo de su despliegue en lo Real.
Lo que espanta en sus obras no es, como a menudo se piensa, la deformación del sujeto moderno, sino que es la propia imposibilidad de conformarse lo que aterroriza. Lo Real sigue imponiéndose, relegando a toda forma subjetivizadora a un devenir en el que a lo único que puede agarrarse es a una esquizofrénica serie de momentos de choque con lo Real en el que al sujeto no le quedará mas remedio que entenderse como derivado, como lugar vacío.
Para entender mejor este despliegue de lo Real, podemos acudir a Lacan. Él también piensa en términos de diferencias y series. Lo Real es ahora lo que se localiza en el propio hiato que separa nuestras percepciones, en el intersticio del pliegue. En ese “entre” también hay un reverberar de series: la del significado y significante, la de lo virtual y lo actual. En el intersticio, en la diferencia mínima entre dos significantes, es ahí donde surge el sujeto. También, por tanto, se trata de un sujeto derivado, como devenir del sentido en el sinsentido.
Y es que en esas series siempre hay un exceso de la una sobre la otra, una afección que las hace chocar. La ‘a petit’ de Lacan es precisamente eso excesivo, lo carente de lugar debido a ese exceso. Y su despliegue, el despliegue de tal exceso de una serie sobre la otra, la actualización de lo virtual, es lo que constituye lo Real en Lacan.
Lo Real es, por tanto, lo que se resiste a ser incluido en el plano de inmanencia, es decir, la causa del delirio esquizoide que acelera la implosión. De ahí que aterre y espante, de ahí que haya que mediar la pantalla-tamiz de lo Simbólico. La realidad es la propia extracción de lo virtual por lo Real, lo Real filtrado por lo virtual.
Si la realidad es lo que es siempre idéntico a sí mismo ahí fuera, lo Real es ese exceso, la sobreabundancia de una serie sobre la otra, la pantalla del Cuerpo sin Órganos que en el interminable juego de división y repetición crea un sujeto como lugar ‘vacío’. El sujeto, por tanto, en el despliegue de lo Real, es una nada que existe.

En el reverberar de las dos series, en el despliegue de la autoafectación del pliegue, la casi-causa de Deleuze es ahora sustituida en Lacan por el falo. Es el lugar vacío en el reverberar de las series, el significante trascendental, el punto de interferencia y de solapamiento en el entrecruzamineto de las dos series. En el exceso, la serie del significado y la serie del significante chocan constantemente, con lo que siempre hay un lugar vacío que ocupar. Ese lugar es precisamente el que ocupa, en cuanto fantasma, el sujeto. En el diagrama de Lacan el sujeto se describe como $-a, el lugar vacío en la estructura: la imposibilidad a tener acceso ni a la más íntima de nuestras experiencias subjetivas, la del fantasma primordial.
La castración simbólica, el reverberar del pliegue rizomático en torno al lugar vacío del falo, significaría el ingreso en el orden del sentido, la sutura en el hiato de lo fenoménico y lo nouménico, de lo virtual y lo actual, de no ser porque en esa reverberación existe siempre un exceso que, de no mediar un suplemento simbólico, nos pondría en relación directa con lo Real.
El choque brutal con lo Real, desanestesiado y sin mediación alguna, la implosión de la coagulación intensiva de lo corporal en el campo de inmanencia del ‘Cuerpo sin Órganos’, eso es precisamente lo que plasma Bacon en sus lienzos. Es la deformidad del deseo, la desmaterialización de la subjetividad, la desmantelación del sentido, el grito sordo de Münch pero amplificado en cuanto golpe de lo Real.
El deseo, al no encontrar sus objetos y gozar con la propia repetición disfuncional, se sexualiza. El misterio más insondable aparece: el deseo, no ya como flujo libidinal intensivo, sino el deseo del otro. Para Lacan, el padre supone la solución al enigma al deseo del otro, sobre todo a las caricias de la madre. Para Laplanche, el enigma de los deseos del otro genera un exceso que nunca puede ser superado en la ordenación simbólica.
Así, eso que comúnmente llamamos sujeto, queda deslavazado y desgajado no solo por su propia imposibilidad de condensarse en un cúmulo de impresiones en cuyo despliegue poder afianzarse como singularidad intensiva, sino también por el brutal impacto con lo Real que este despliegue supone y, sobre todo, por lo Real de un deseo autogenerado en la repetición disfuncional de una castración simbólica: el deseo del otro.
La afección entonces primigenia en el sujeto como máquina-deseante es la esquizofrenia: no ya solo en relación a no poder reconocer ni organizar su propio deseo en la superficie del ‘Cuerpo sin Órganos’, sino también al verse asaltado por la implosión del deseo del otro. El sujeto, la Figura de Bacon que representa el proceso que lo interrumpe constantemente de la continuidad deseada, irrumpe como una constante desterritorialización de sí mismo.
Sus cuadros son, siguiendo la clasificación de Deleuze de la imagen, verdaderas imágenes-choque, previa a toda formación subjetiva, pero también representación de ese proceso esquizoide de desterritorialización del propio sujeto.
Ahora ya podemos volver a la paradoja descubierta por Zizek en el interior de Deleuze. No se trata ni de representar ni de producir, ni tampoco de elegir entre ambas posibilidades. No se trata de cuerpo como efecto del acontecimeinto, ni de campo intensivo producido en el reverberar de cuerpos. Se trata de que el materialismo mas radical es precisamente el que anula toda la materia, el que la desfonda, el que la hace implosionar. El cuerpo es eso: una fuga en la propia materia.
El Cuerpo se entiende entonces como un punto de fuga de la materialidad misma, una imposibilidad de coagularse, una falla en la topología rizomática y en la superficie del ‘Cuerpo sin Órganos’, una claudicación al deseo del otro, una catexis sexualizada ante el repetir indolente de ese deseo del otro que nunca se puede satisfacer.
El propio Bacon sufrió, como nadie, esa inoperancia e impotencia de lo matérico por configurarse: todo en él era radicalidad, implosión y fuga. “Odio mi rostro”, dijo. Pero no, no lo odiaba. Nadie mejor que él sabía que no hay rostro. Lo que odiaba era el horror ante el materializarse de un rostro en el más radical de los materialismos: el que se fuga, el que se filtra como deseo homosexualizado incapaz de hallar asentamiento en la superficie de ningún cuerpo rizomático, el que devuelve la brutalidad de lo Real, a modo de perfecto reflejo de la superficie-pantalla de sus lienzos, en forma de amantes suicidados la víspera de sus dos mas importantes exposiciones en vida.

jueves, 19 de marzo de 2009

EL ARTE COMO EL TIEMPO INVISIBLE DE LAS COSAS

DIEGO SANTOMÉ: LO QUE SE ESCONDE DETRÁS DE LAS COSAS
GALERÍA PILAR PARRA & ROMERO: 11/02/09-21/03/09
Cierto es que cada artista tiene una medida que solo el tiempo puede dar. Pero igual de cierto es que existe otra medida mas a la mano y, por ello, mas susceptible de infringir los mas estrepitosos de los fracasos. Me refiero a la medida que cada artista puede desplegar en relación directa no tanto con un irremediable presente, sino en confraternización con el pasado artístico más reciente.



Si, además, es la urgencia del presente lo que le lleva a poner la mirada en estrategias y procedimientos del pasado, la medida del artista será entonces proporcional a sus posibilidades futuras.
No se trata por tanto de una revisitación en términos de diálogo con un pasado ya institucionalizado, ni tampoco en un ir en búsqueda de raíces ni de aperturas por donde drenar los últimos vestigios de una arqueología del arte todavía útil. Se trata de hacer efectivo un bagaje artístico posibilitado solo por el entramado que surge de la relación directa entre sus expectativas presentes y el abordaje mediante técnicas y tácticas ya renuentes pero que dan aún fe palpable de lo novedoso.
El riesgo es si cabe doble: probarse ante lo recurrente y manido, donde los pies caminan bien sujetos a lo ‘institucionalizado’ de la técnica pero donde los resbalones y tropezones son mas visibles, puede ser una carta de presentación desde donde afirmarse y crear la posibilidad de generar su propia medida artística.
Sería un bonito espectáculo comprobar como muchos auto denominados artistas, instalados en la siesteante pereza de su posición autogenuflexionada ante los tótems del marketing postmoderno, fracasarían al poner su obra en relación directa con el pasado más inmediato: ciertos amaneramientos pasados por el tamiz de la novedad bien regulada, conservadora y fácil de digerir, no hace esperar mucho mas.
Mas en concreto, en estos tiempos de etiquetas post- por doquier, basta a veces un contrapunto con el minimalismo o conceptualismo para comprobar las posibilidades reales del artista en cuestión.
La exposición de Diego Santomé es prueba fehaciente de esta dimensión a la que todo artista se puede someter. Ya el mismo título de la exposición, “Lo que se esconde detrás de las cosas”, alude de por sí a la temática, de corte heideggeriano y onto-teológico, del desvelamiento y la verdad en el arte.



Así las cosas, uno no puede dejar de confesar cierta desazón ante la visita, cierto fastidio en tener que enfrentarse, por enésima vez, a lo recurrente de las posibilidades que, pese a ser amputadas recurrentemente y de raíz en varias ocasiones, todavía consiguen erigirse en esencializadoras para el arte. Pero es entonces cuando la buena factura, la limpieza en la ejecución y lo sincero de sus propuestas calan hasta donde pueden hacerlo: ser llamado artista y saberse capaz de cotas mayores.
Uno por uno, el artista va recorriendo diferentes técnicas en búsqueda de su propia reutilización y, sobre todo, en búsqueda de su propia personalidad artística. El minimalsmo, el video-arte, la escultura preformativa….Todo ese asamblage lo pone al servicio de una concepción artística que le ponga, a sui vez, en relación con su propia estatura artística.
Su película “Castillos de arena” debe, basándonos únicamente en el título, dar cuenta de l tema de la exposición: la fugacidad de las cosas, lo rápido de un tiempo que lo desquicia todo y hacernos reflexionar sobre si se esconde algún sentido detrás de las cosas.
Salir de ese enjambre conceptual tan embarullado como recurrente no es tarea nada fácil. Pero quizá el último fotograma de la película, un primer plano de los instrumentos del constructor de castillos colocados en fila una vez limpios, nos dé la respuesta: lo mismo que fueron sacados de sus cajas para la construcción del castillo que la lluvia se llevó por delante en apenas minutos, son limpiados y devueltos a su orden preestablecido. Poética de lo visible para desvelar aquello que queda y no se ve, recurrir a las herramientas como metáfora de la vida y de los ciclos, de lo frágil de toda construcción y de la fortaleza gestada en su mismo interior. La huella, aunque no se vea, está presente detrás de las cosas.
Con igual limpieza en la factura y sinceridad en el proceso artístico recurre a la escultura minimalista en busca de esa duración contemplativa que termine por dar forma al objeto contemplado, al tiempo que nos demuestre que la percepción contemplativa puede desequilibrar el proceso al hacer aparecer lo oculto, lo invisible pero siempre presente. Quizá, aún con todo, sea esta pieza la menos lograda, pero más por los medios empleados que por la precisa y sabia ejecución: apelar a la filosofía de la gestalt con motivo de una apertura en la contemplación por donde completar lo meramente indicado es algo demasiado recurrente para que pueda asombrar.
Siguiendo, en una pared de la galería el artista ha cincelado, a modo de calendario carcelario, una obra a medio camino entre la escultura y la perfomance, entre lo matérico de su sustrato y lo etéreo de su concepto. A nuestros pies queda el polvo, los restos a modo de huellas de una contabilidad temporal a base de surcos y cortes en la pared.



Y es que lo que se esconde detrás de las cosas es tiempo; el tiempo de la contemplación efectiva que lo completa todo, o el tiempo de la herida que perpetua el eterno vagar humano a través de una naturaleza hostil en la que todo nuestro producir queda diezmado. Pero, ante todo, un tiempo que ha de ser, igual que la cosa misma, medido y representado mediante esa acción comprendida entre lo primitivo de un gesto que contabiliza procesos mediante muescas y lo tortuoso de su propia e implacable ley: aquella de la que sabemos no podemos escapar.
Y es que el arte quizá consista precisamente en eso: en ponernos en relación directa con ese tiempo que está camuflado detrás de las cosas. Repetir, crear, dudar; y seguir repitiendo, sin cesar, hasta que aparezca esa huella de la herida por donde pensar quizá un día podamos fugarnos.

domingo, 15 de marzo de 2009

LA DOBLE CARA DE UN RETORNO: LA PINTURA ANTE SÍ MISMA

MARKUS LINNENBRINK: DRIPS & DRILLS
GALERÍA MAX ESTRELLA: 21/01/09- 21/03/09



Es recurrente situar la genialidad de Pollock a la hora de datar los inicios del primer arte procesual. Es decir, con él se inicia la época en la que no es ya la obra de arte en sí misma lo importante, sino que es el proceso que se lleva a cabo en su ejecución lo que es calificado como artístico.
Esto no sucedió de la noche a la mañana ni fue un capricho de iniciados, sino que se ha situar en el proceso de desmaterialización que ya desde las vanguardias se venía gestando a través de un arte que quería llenar el mayor número de parcelas posibles del ámbito humano. Solo desmaterializándose podía la obra artística dar cuenta de las potencialidades del propio concepto de arte en toda su negatividad (en terminología puramente adorniana); si no, seguiría sometida al régimen impositivo del burgués. Echar la mirada atrás y ver como el mercado ha deglutido todo intento de desmaterialización atestigua bien a las claras la muerte del arte, pero como claro e indudable triunfo.
Sin embargo, siguiendo una exacta cronología, lo procesual siguió su propio camino llenando casi, de una u otra manera, la segunda mitad del siglo XX y dejando a la pintura, una vez visto lo que daba de sí el dripping y el informalismo europeo, al pie de su propia deserción y aniquilamiento. Que la pintura haya renacido en los últimos años, no solo con incuestonable dignidad sino con vitalismo renovado por esta travesía por el desierto de los últimos cuarenta años, es algo de lo que el propio arte debería de sacar sus propias conclusiones, pese a no quedar muy bien parado tras el intento.
Pero lo que ya desde ningún punto de vista puede ser considerado triunfal para la pintura es volver a esa situación procesual, y, mucho menos, bañado en un halo insoportable de esteticismo colorista. La adición de lo procesual en pintura a lo eminentemente decorativo, crea una suerte de pastiche de tienda de moda retro, de nula transfiguración del marco expositivo que recae en la vacuidad mas irreverente y de un plasticismo kitsch demodé. Aquí, la muerte del arte acontece debido a una apología del más burdo sinsentido.
Y eso, precisamente, es lo que lleva a cabo Markus Linnenbrink en su última exposición. Sus lienzos se sitúan entre lo procesual y el op-art, entre la importancia que se da a lo matérico de una pintura donde las rayas verticales de colores (mas bien chorretones) tienen grosor dándonos la sensación de trabajo y donde su huella puede aún percibirse, y la apelación que en última instancia se da al espectador, no solo para que rastree esas huellas del “artista”, sino para que configure en su percepción la obra de arte policrómica.
El fracaso es total. Si la pintura renace a marchas forzadas, no es ni mucho menos para esta diatriba contra el más primitivo de los gustos. De sus apelmazamientos cromáticos en finas rayas verticales de densidad matérica no se salva nada: el espectador se ve perdido ante una superficie, la del lienzo, que no es mas que un decorado para la nimiedad y la retórica vacía; la obra en sí deambula también queriendo trascender su mismo soporte y no teniendo la fuerza sino para entenderse a sí misma como mera decoración tan previsible como vacua.
La cosa no tendría mayor importancia si todo se viese reducido al dato de un fracaso, pero cada vez es mas común comprobar como la pintura se ve comprometida por rudimentarios ejercicios que ni siquiera logran el efectivismo de una ejecución precisa y preciosista aunque fuese en estos mismos términos de nulidad artística.
Sin duda, puede comprobarse que el precio que ha pagado la pintura por su renacimiento ha sido tener que claudicar ante ciertas propuestas y acceder a llevar sobre sus hombros la carga de estar condenada a soportar recalcitrantes amaneramientos esteticistas. Que esto no la termine por matar de aquí a un tiempo será otra muestra de la negatividad inherente al propio concepto de arte.

miércoles, 11 de marzo de 2009

ARTE EN EL PLANO DE INMANENCIA: LA UTOPÍA DE UN NUEVO HABITAR

Sean Scully, Zoe Leonard, Alicia Framis, Lorenz Estermann

De todas las propuestas reunidas en ARCO, quisiéramos hacernos eco de un síntoma que puede empezar a ser catalogado con tanta recurrencia que, en poco tiempo, deje de ser intuición para ser palpable realidad. Nos referimos a la cantidad de artistas que basan su obra y su trabajo en la elaboración de nuevas topologías y nuevas geografías donde poder erigir, no tanto un nuevo sujeto, como sí una nueva forma de habitar.
Las consecuencias de este abrirse del arte a las condiciones del habitar humano y las nuevas maneras que se adivinan de articular topológicamente la realidad (o al menos hacer patente con fuerzas renovadas la condición de acabamiento actual) son de un alcance tan basto que redundan en una renovación del concepto de utopía.
Y es que, al principio, siempre todo remite a un habitar. Sitúese donde uno quiera, o donde a uno le permitan, que siempre toda está conectado al fino hilo de un habitar original. No quisiéramos ponernos muy heideggerianos, pero si al menos manifestar esa indecibilidad humana que se sustenta en la existencia como arrojada. Y es que todo producir, todo mirar en torno a uno mismo, descansa en esa acción primera del querer cobijarse y que conlleva un habitar primigenio
Pero también es que, toda acción ulterior no es sino imitación de este dato original en el sentido de que ya el mismo habitar conlleva un construir ‘con’ pero también ‘frente’ a la Naturaleza (acción que se ha ido repitiendo en aras de un proyecto que en la Ilustración se hizo autoconsciente: el proyecto de la modernidad).
Por tanto, el habitar es preliminar en el sentido mas ontotelelógico que uno quiera darle. Previo a todo acontecer, previo casi a toda reflexión que conlleve una ulterior actividad que, específicamente humana, considere su particular relación con un limen que lo interrogue a modo de límite existenciario y donador de sentido. Es decir, lo preliminar del habitar remite a la construcción originaria a partir de la cual se dota de sentido un límite que, en cuanto previo, siempre está a punto de rebasarse.
Sin embargo, tan cierto como que solo de la repetición de lo Mismo surge lo novedoso, es que de ese gesto esenciante y esenciador para el humano, se ha pasado a la cosificación brutal como novedad de un límite aparecido ya como algo irrebasable gracias a la velocidad límite de todo producir humano.
Habiéndose traído a la presencia mediática todo posible límite, el habitar ya no es sino una acción siempre en relación a la cosificación que permita la asunción tecnológica del límite como el aquí y ahora instantáneo y siempre presente. En el mundo postmoderno del sinsentido viajando a tiempo real, todo habitar es decapitado en esa vacuidad instantánea.
Por tanto, ese mismo Dasein, a modo de muñón abyecto, se ve habitando el espacio hipocondriaco y ahíto de síntomas de una realidad devenida simulacro y en la que toda construcción queda a expensas de la ley de la oferta y la demanda en el máximo apogeo y esplendor tardocapitalista.
El sujeto postmoderno habita los solares de la deconstrucción, el espacio mínimo de la diferencia conceptualizada que le hace renuente a tomar la iniciativa a riesgo de caer en la falla topológica y que no significaría, a estas aturas, más que una imperdonable inocencia e ingenuidad.
Nuestro habitar, tan unidimensionado en la esclerosis de la deflagración mediática, es la fiel representación invertida de la tesis marxistas según la cual el hombre es el conjunto de las relaciones sociales en las que quede inscrito. Y digo invertida porque en los solares de nuestro habitar, ya toda relación está mediada por la cosificación postcapitalista.
La genealogía de este proceso es recurrente. El habitar siempre en un campo trascendental, en un tiempo presente que privilegiaba el “ahora” y la presencia de esa misma construcción como el origen desde el que desplegar toda percepción y producción, se ha invertido de manera que el habitar remite ahora a un campo de inmanencia donde el tiempo es el lapso entre dos instantes en el que están condensados todo el pasado y todo el futuro y en cuyo pliegue surge cierta actividad inconsciente.
El triunfo capitalista se debe en gran medida a su capacidad de hacer transitar por ese campo de inmanencia flujos libidinales asociados a mercancías totalmente fetichizadas y cuyo valor de cambio y valor de uso son las propias coordenadas de ese despliegue desjerarquizado que conforma la topología descentrada del propio campo.
Porque, de esta manera, lo que se consigue es rellenar el intersticio o lapso con aquello que el sujeto inconsciente cree positivamente investir: la mercancía. La diferencia se objetualiza en ese deseo teledirigido por el objeto-mercancía de manera que, dicho de otra forma, el fantasma mismo de nuestro “yo” es ese deseo que transita parejo al flujo de nuestras intensidades pre-conscientes pero que logra coagularse en las singularidades de la mercancía fetichizada.
Si el sujeto de Lacan es aquel que surge en la diferencia mínima, en el intersticio de dos significantes, habiéndose cosificado éste, el sujeto es por tanto algo plano, algo que nadea en su misma existencia y en el azar de campos intensivos libidinales gestados en la propaganda de la tecnologización de un tiempo y un espacio que coinciden en cada instante consigo mismo.
Por tanto, lo que llamamos “yo” no es sino el simulacro de una serie de elecciones que invisten objetos y que, de esta manera, crean una serie de singularidades en el espacio topológico e inmanente. Es a esa serie de coagulaciones a lo que, desde esas mismas instancias que teledirigen con su poder el proceso desiderativo, se le designa con el nombre de “yo”.
En otros términos, es la virtualidad de unas decisiones que pretenden ser calificadas de racionales lo que genera la superficie de la realidad. O, siguiendo a Lukcas, la realidad objetiva no es sino el resultado fetichizado y reificado de un proceso subjetivo de producción oculta, el capitalismo y todos sus mecanismos panópticos.
Y, así, la consecuencia radical de todo este proceso de inmanencia reductiva y asfixiante es claro: como habitantes de un campo intensivo programático y determinado libidinalmente por las relaciones entre una los mass media y el producir capitalista, todo futuro es ahogado en ese pliegue que, esquizofrénicamente, cree ser un nuevo límite (el limitado por todo el pasado y todo el futuro), pero que, a fin de cuentas, no es otra cosa que la presencia constante del tiempo continuo que sella toda fractura con la recursividad de la mercancía-fetiche.
El no poder imaginar el futuro o el imaginarlo únicamente como desastre, algo a lo que apelaban respectivamente Susan Sontag y Frederic Jameson, no significa otra cosa que el estar constreñido a la reverberación mínima donde ninguna subjetividad es capaz de desplegarse más allá de aquello que como flujo libidinal transita el campo homogéneo de las diferencias fetichizadas.
Siendo el arte el lugar de las utopías prometidas por la propia negatividad de su concepto, es claro que ese habitar abortado y donde el futuro es el eco silenciado en el reverberar de dos presencias idénticas, tiene consecuencias fundamentales para el mismo arte actual. En este sentido, desde muy pronto el arte se las ha tenido que ver con esta recurrencia al habitar desde el cual desplegar las posibilidades de un operar y construir. Siempre en aras de un futuro esplendoroso, las manifestaciones artísticas han ido poniendo su granito de arena para el advenimiento, más o menos ideologizado, de la utopía.
Quizá la rotunda modernidad de Piranesi consista en ser el primero en advertir la relación existente entre espacio público y subjetividad, y que, al mediar entre (otra vez el habitar como lo que surge en el intersticio) ambos ámbitos el poder, toda utopía que proceda como síntesis es anulada de raíz. Del calabozo a la vigilancia panóptica, el recorrido es el mismo que el desplegarse de la subjetividad como fantasma del mismo poder que la pone en pie.
Normal entonces que, una vez visto que del balazo de Gordon Matta-Clark no quedaba sino un eco, una vez que el funcionalismo racionalista había sido eliminado por el suicido asistido de la demolición del barrio de Yamasaki, Rem Koolhaas tenga muy presente al italiano a la hora de replantear una postmodernidad arquitectónica.
Pero, una vez puestas sobre la mesa las premisas de este estado de cosas en el que aún nos hayamos, no es muy difícil rastrear posicionamientos artísticos que, saltándose a la torera esa prohibición de apelar a la utopía (pues, ¿cómo representar la utopía, además de por todo lo dicho, teniendo en cuenta que el tiburón en formol de Hirst es el non plus ultra del arte postmoderno?) intentan crear una dilatación en la grieta por donde poder levantar y construir algún tipo de subjetividad.
Que esto sea más que una moda pasajera, o que no logre insuflar las fuerzas suficientes como para tener el arrojo de lanzarse a recuperar el habitáculo para la utopía, es algo que solo mediante el ejercicio que supone el tenerlas en cuenta podemos responder.
Esta propuesta, si de verdad se considera a sí misma como solución, ha de distanciarse de proyectos más o menos utópicos, más o menos ideologizados, como pudiera ser la del constructivismo o la misma Bauhaus. Estos proyectos todavía intentaban remendar la sutura de la modernidad trazando síntesis (arte e industria, arte y sociedad) a través de las cuales llevar a cabo la eterna asunción del arte y hacer que arte y vida coincidiesen.
Hoy, en cambio, la paradoja que surge del habitar en el plano de inmanencia hipertecnologizado es tan brutal que se hace necesario otro modo de actuar y reflexionar a la hora de hacerse cargo de las consecuencias de nuestro propio habitar. Mientras el arte puede que haya muerto de éxito (consideración a tener en cuenta una vez visto el esteticismo que recorre cada ámbito de nuestras vidas, incluido nuestro habitar), por otro lado se hace patente la más asombrosa de las distopías: habitar el habitáculo unicelular, vigilado por cámaras conectadas en red que interactúan a su vez como medio de relacionarse del sujeto con el exterior.
Todo lo que no sea ir en esa dirección, haciendo más patente cada vez la paradoja, será, una vez más, preciosismos de salón. Sin embargo, y desde aquí nos queremos hacer eco, si uno rastrea el panorama de este último ARCO, además de enfatizarlo aún más con diferentes artistas que han expuesto últimamente, las cosas parecen indicar un atisbo en el que poder percibir una reapertura de la sutura cosificada.
Sean Scully propuso una estratificación matérica enfrentada, en escala, a un sujeto que quedaba reducido a la mínima expresión. En esa toma de posición por parte del artista, pese a no plantear un habitar como tal, si que deja abierta la posibilidad de volver (volver como novedad en la repetición) a un enfrentamiento entre el sujeto y la realidad tal y como es percibida en el plano de inmanencia: mediante superposición de capas que van condensándose en superficies siempre una encima de otra.
La realidad no se entiende como relaciones causales de manera que a un efecto le siga una causa, sino que, en el habitar de la inmanencia, en esos dos ‘entres’ prefigurados en el latido instantáneo de la totalidad del pasado y del futuro que se sitúan a la manera de dos límites condensadores, el efecto puede ser anterior a la causa y crearse así un excedente de virtualidad que deba ser actualizado en el proceso del devenir. La ‘casi-causa’ de Deleuze o el ‘objet petit a’ de Lacan son conceptos que rastrean esa causalidad a-temporal y pre-subjetiva de la inmanencia.
Y si algo, precisamente, ha intuido la economía libidinal capitalista, es que es ese exceso lo que se ha de cosificar como sea antes de dejar que genere una nueva singularidad en la recurrencia de un nuevo pliegue que, en su repetición (en su repetición como efecto), pueda hacer aparecer lo Nuevo. Es decir, en la superficie inmanente de la orografía tardocapitalista se genera un exceso en la aparición de lo Nuevo que siempre se ha intentado, por parte del poder cosificarlo en una nueva singularidad a modo de sedimentación.
Entendiendo, por último, ese poder de una manera foucaultiana como un dispositivo que, como tecnología de sí, genera, en su mismo desplegarse como poder, la subjetividad, quedan todos los conceptos perfectamente delineados: el plano de inmanencia es recorrido por mónadas pre-subjetivas que, como flujo de percepciones, se inscriben en la duración de una de esas percepciones condensando todo el pasado y el futuro en los límites del pliegue perceptivo. En el mismo desplegarse de la percepción se originan sedimentaciones que, gracias al exceso de efecto sobre al causa, se condensan en eso que llamamos subjetividad y que, por tanto, solo puede ser comprendida en relación al poder que hace condensar ese exceso de virtualidad.
Enfrentarse a la superposición de planos de inmanencia, comprender el todo de las partes como estratificaciones que, pese a habitar la profundidad, pueden ser reestructuradas en una labor de reapropiación de una realidad a la que se la pueda diseccionar, es la labor del artista como geógrafo de una nueva orografía donde, y este es su mayor interés, ser capaces de generar otros proceso de constitución de una subjetividad.
Porque, buceando en nuestra propia orografía, descendiendo a la estratificación de todos y cada uno de nuestros puntos de condensación, seremos capaces de, si no desligarnos de ese poder que nos subjetiviza, si al menos comprender nuestra genealogía y la de la propia realidad como un proceso al que se es capaz de desenmascarar y propiciar, en la apertura de otra sutura, un nuevo habitar.

La vuelta de tuerca de Scully ha sido simplemente no abstraer la realidad ni la topología, sino ponerla ahí, de igual a igual, con el ser humano. Su trabajo es un trabajo de iniciación. Él solo indica el lugar del habitar. Aquello que casi no puede ni ser representado, Scully lo representa con una facilidad pasmosa: la misma que nuesro adocenamiento a la hora de dejarnos configurar el espacio de nuestro habitar.
Sin embargo, ya no son ruinas, tampoco es un enfrentamiento, el de la orografía y el sujeto, condenada a lo infranqueble de una sutura cerrada a cal y canto. Hay en su trabajo un punto de partida, un contar con aquello que se dispone y no dejarse llevar por el espectáculo. Incluso la realidad sedimentada es nuestra. También en ella se puede habitar. Solo falta encontrar las herramientas para ponernos a construir.
Así pues, más que relacional, la realidad se ha configurado en sedimentaciones, en estratificaciones que, a modo de pesadas condensaciones, consiguiesen adueñarse de ese exceso con que el efecto cargaba en su seno. La estrategia del apropiacionismo, teniendo en Andy Warhol su antecesor mas directo y esa manera tan aséptica de desarmar la representación de una imagen, iban en ese mismo sentido de situarse allí donde mas duele, donde la sutura se cierra de una realidad a la que se la ha amputado todos y cada uno de sus efectos y donde ahora causa y efecto coinciden en una misma instantaneidad.
Otra artista, Zoe Leonard, ha seguido esos mismos prerrequisitos a la hora de enfrentarse a la realidad. Su exposición en el MNCARS daba fe de ello. Su consigna es clara: a la realidad solo se llega por amontonamiento y por estratificación desjerarquizada. En sus fotos, o se mostraba un mismo objeto repetidas veces o, por el contrario, eran grupos de varias fotos las que nos enseñaban una clase de establecimiento repetidas veces: lavanderías, restaurantes, cafeterías, etc.


Solo mostrando la repetición de lo idéntico que subyace en la diferencia entre objetos que caen bajo una misma categoría o concepto, se es posible acceder a la realidad. No un par de zapatos, sino veinte pares; no un restaurante como muestra de un típico restaurante del Bronx, sino la acumulación cartográfica de una variedad de diferencias donde poder captar la identidad.
Nada que ver sin embargo con el archivo ni con la catalogación enumerada. No se trata de burocracia, sino de la repetición que permite la novedad de un punto de singularidad donde coagular un quantum de realidad.
Así pues, ambos artistas trabajan en la fractura de una realidad que es sellada siempre en la repetición. Mientras Leonard explicita que, en plena crisis de la representación, la única salida es dejar constancia no solo de la superficie, del plano de inmanencia, sino también de la estratificación que como repetición hace posible el surgimiento de una novedad a la que llamar realidad, Scully nos enfrenta con esa realidad sedimentada y nos invita a operar una nueva sutura que, pese a lo desproporcionado de las dimensiones, propicie un nuevo asentamiento.
En la galería Arnés & Röpke expuso a principios de año Lorenz Estermann, cuyas maquetas iban en esa dirección: en la de posibilitar un habitar novedoso. Nada tenía que ver ni con el constructivismo ni con la plasmación metalingüística de una utopía. Sus casitas eran perfectamente construibles, sencillas, incluso cómodas. Pero ahí era precisamente donde surgía el extrañamiento. Nuestro percibir, acostumbrado a la sutura cerrada, no veía en ellas sino moldes de algo extraño. Es esa rareza de lo que debía de ser común lo que viene a desvelar las miserias de nuestro habitar.
Sus construcciones, hechas de material reciclable, de una inocencia que parece perdida, nos situaba a medio camino de proponer una continuación al racionalismo funcional de tan simples que parecían, y, por otra parte, apelar a un futuro todavía en ciernes y en el que, a poco que uno se lo proponga, todavía cabe la imaginación.


Sus delicadas maquetas, a modo de cápsulas a medio hacer, indicaban el lugar en el que proponer un nuevo habitar alejado de lo perfecto, del virtuosismo de formas, de lo abigarrado de los espacios siempre en tensión, decantándose por el contrario por la ensoñación de un habitáculo abierto y descosido de suturas. Una construcción que pese a estar en el plano de inmanencia del tiempo actual, es sostenida sobre unos débiles pilotis. Esa levedad, esa fragilidad es la garantía perfecta de que el futuro también se puede habitar.
Por último, y también en ARCO, cabría destacar a la artista española Alicia Framis. Su trabajo nos enfrenta ya descaradamente a la posibilidad de imaginar un futuro. Casi podemos ver en su obra a los arquitectos franceses de principio de siglo XIX, a los Boullée, Ledoux o Lequeu. Ella sí que se sitúa en la sutura de un futuro que ha incidido ya en la orografía capitalista y desde donde es posible una nueva construcción. Y es que ella, sabedora de que es el propio capitalismo el que dinamita las suturas en las que asentar un nuevo habitar que propicie la repetición siempre excesiva y el actualizarse en la novedad, para luego al instante siguiente cosificarlo mediante sus procedimientos de fetichización, ha elegido China como lugar en el que proponer un nuevo tipo de vivienda.


Eso le posibilita todavía cierta inocencia, ciertos procesos no tan críticos con el habitar occidental de manera que su obra no se plantea la apertura en la superficie del plano de inmanencia, sino que sus viviendas toman el relevo del metalenguaje arquitectónico en la senda ya iniciada por los ya mencionados franceses del XIX.
Pero, además de estos cuatro ejemplos cogidos en parejas de dos, muchos otros se pueden poner sobre la mesa a la hora de hacer valer lo sintomático de todos estos nuevos trabajos reunidos bajo el mismo. En el mismo ARCO cabría citar a Begoña Zubero y sus espacios vacíos, a Enoc Pérez y su arquitectura postmoderna de corte metalingüística, a Pablo Cardoso y sus caminos que, como pedazos en sucesión, nos muestran la posibilidad, hasta hace poco utópica, de tener el coraje de cartografiar la orografía del tiempo instantáneo, a David Maljkovic y su premiada obra.
Sin duda que en la confluencia de todas estas obras se despeja la incógnita sobre la posible inocencia candorosa que puedan despertar estos intentos de habitar de nuevo la realidad superficial del plano de inmanencia al tiempo que dotan de posibilidad el intento de transgredir esta realidad sedimentada en el miedo constante a hacer aparecer lo nuevo. Así pues, ya el mero colegir un habitar que posibilite tal utopía posee un caldo artístico digno de alabar.