jueves, 27 de noviembre de 2014

PEP VIDAL: TIEMPO (DES)CONTROLADO PARA UNA TESIS


PEP VIDAL: LOS LÍMITES DEL CONTROL
GALERÍA LOUIS21: 14/11/14-17/01/15


Si algo puede decirse que está claro en este mundo nuestro es que la historia aquella de Aquiles y la tortuga se no ha quedado pequeña. Pequeña no porque nos hayamos ido a otras cosmovisiones y cosmologías donde el tiempo y el espacio sean otra cosa, sino porque, de tanto acostumbrarnos a vivir en sus telúricos laberintos, que Aquiles coja o no a la tortuga nos parece un juego de niños en comparación con la profundidad que nosotros hemos encontrado en el asunto.


Como prueba un botón, o mejor dos. Según volvía a Ciudad Real en el Ave después de ver la exposición, en la radio estaban dando cuenta de un problema económico de altura: son tantos y de tanta capacidad los programas informáticos implicados en dar órdenes al Mercado, que suele ocurrir que el valor que marca una empresa sea, ni más ni menos, espectral y fantasmático: es decir, es de todo punto imposible comprar o vender a ese precio que marca. Apenas se dé la orden, ésta entra dentro de unos flujos que, por muy corto que sea el tiempo para ejecutarse la orden, el valor ya se ha modificado. A este respecto, tres días más tarde un amigo, comercial de software, me comentaba que los bancos están pidiendo programas capaces de operar en cienmilésimas de segundo. Es decir, en apenas un suspirito, en menos que canta un gallo, en un chass.


Así pues, no sabemos cómo terminó la historia de Aquiles y su tortuga, pero nuestros problemas van de lo mismo: ¿cómo instalarse en el ‘tiempo-ahora’ si no es más que pura evanescencia, apenas un suspiro rodeado de miles de instantes ‘antes’ y de instantes ‘después’?


Dicho lo cual conviene no desviarse demasiado de nuestros asuntos: esto va de arte y, también, de matemáticas. Porque Pep Vidal, como buen matemático, sabe que aunque parezca mentira hay la misma cantidad de números en el intervalo [0,1], que en el intervalo [0, 0,1]: si no recuerdo mal (yo también soy matemático aunque de los malos) “alef sub cero”. Es decir, un infinito pero con apellido, con pedigrí. Y Pep Vidal, como buen artista que es, también sabe que –sin ponerle demasiada economía al asunto– es en los intersticios del tiempo donde habitamos, donde nuestro destino se juega. En definitiva, Vidal sabe que nuestro límite de control es bastante pequeño, apenas un épsilon: el que separa siempre a Aquiles de coger a la tortuga, el que separa al comprador de invertir al valor preciso, el que separa nuestras acciones de su supuesto efecto. Porque lo que es interesante es cómo nuestra vida está, igual que los mercados o la carrera de Aquiles, zaherida por microscópicos intervalos donde, en cada uno de ellos, todo puede decantarse por un ‘sí’, un ‘no’, un –como diría Bloch– ‘no-todavía’, o, como creemos dice Vidal, ‘aún-ya’.


Y es que, pensamos, donde se sitúa el artista es en esos intersticios microscópicos pero que son capaces de reunir en torno a sí diferentes temporalidades: instantes que, aún en su evanescencia, consiguen ser comprendidos como límite superior de todos los pasados y límite inferior de todos los futuros. Es decir, quizá no hayamos alcanzado nunca a la tortuga, pero hay ciertos pasos que aún en su escuálida pequeñez nos lanzan al futuro y nos retrotraen al pasado. Total: conseguimos adelantar a la tortuga por delante y por detrás. ‘Aún-ya’, decimos: quizá nada esté ‘aún’ resuelto –el futuro está abierto- pero ‘ya’, quizá un ‘ya’ que tiende a épsilon, está todo hecho –el pasado está cerrado.


Y, ¿sobre qué aspectos cifra Pep Vidal está capacidad de ciertos instantes de ser ‘aún-ya’? Todo sobrevuela, de principio a fin, la tesis de física que escribió. Porque la tesis trata sobre lo mismo que la exposición pero, como no, desde el punto de vista científico: cómo medir lapsus temporales cercanos al nanómetro y de qué manera puede afectar cambios imperceptibles de las condiciones de medida. Es decir, otra vez, lo imperceptible de un tiempo que es cualquier cosa menos ‘presencia’ y que pareciera ser más bien un agujereado esponjoso lleno de instantes cercanos a la nada.



La primera obra, titulada Artist proof, es la primera copia no definitiva de la tesis en cuestión y que, como punto de torsión que marca el fin del principio –pues ya es con esta versión con la que se trabajará para la corrección definitiva– merece su encapsulamiento en una caja de metracrilato. Así, lo simbólico de esta copia es que es principio y fin al mismo tiempo, límite superior e inferior de un intervalo incrustado en otro más amplio –el de la presentación de la propia tesis– pero que, como los números, contiene en sí tantos trayectos de ida y vuelta (tantas posibilidades de éxito y fracaso) como el periplo completo.



La siguiente obra se basa en otro de estos intervalos de máxima elongación y mínima profundidad: aislado ya en una cabaña para poder acabar en seis meses la tesis, el artista detiene un instante la carrera de atrapar a su tortuga particular y realiza un dibujo que, como bien dice la hoja de sala, simboliza el “comienzo del final”.


Y si hemos aludido ya al ‘fin del principio’ y al ‘principio del final’ queda, sin duda, lo más interesante: la tesis, ya acabada –al menos virtualmente acabada– ha de cerrarse definitivamente con los agradecimientos. Un tiempo, un instante, una duración: lo que tarde en dar cuenta de todos los agradecimientos y que pondrá al bueno de Pep Vidal a punto de otra involución. ¿Qué hacer? Ahora, imagino yo, se trata de lo contrario, de elongar el tiempo para que nunca acabe: y es que nunca queremos coger a la tortuga del todo. Nos da miedo.



Así entonces, los agradecimientos se convierten en ventanales abiertos a muchos de los acontecimientos que ocurrieron en la vida de Vidal en los seis años que tardó en escribir la tesis. Otra vez, por tanto, la misma historia: en el instante de escribir los agradecimientos caben tantos instantes como los de los últimos seis años ¿Nos suena? Seguro que sí: en el intervalo [0, 1] hay el mismo cardinal que en el intervalo [0, 0,1], o en [0, 0,01], o en… Porque la serie no tiene fin, igual que nuestros recuerdos: “me acuerdo de…”, empieza a escribir, como un nuevo Perec, el hombre ante su obra ya –sin lugar a dudas– acabada.


Aquí se eleva la paradoja fundacional de nuestra vida: si Pep Vidal hubiese dado cuenta de todos sus recuerdos, se hubiese abierto otra serie infinita de microacontecimientos (la de cada frase que dice lo que ha recordado) que, seguramente, daría al traste con la primera serie y más importante: la del propio acabamiento de la tesis. ¿Solo me lo parece a mí o es fascinante? Y es que en esta paradoja se conjuga nuestras dos cronologías: la lineal, aristotélica, esa que dice que después del antes viene el después; y aquella otra, fenomenológica, quizá hasta agustiniana, la de la triple temporalidad del Dasein que se abre a cada instante al momento de una decisión que lo lanza al pasado y al futuro, esa que nos dice que en cada retorno cabe todo el pasado y todo el futuro.


Pep Vidal, para concluir, juega con esta paradoja que no es sino nuestra tragedia más moderna (¿no dijo Shakespeare aquello de que “el tiempo está desquiciado”? Es decir, el tiempo no cabe ya en sus cajones, en sus intervalos, está sobrepasado) y lo expone de forma estéticamente bien precisa: no sabiendo medir el tiempo más que como sucesiones de ‘ahoras’, nuestro tiempo más íntimo –ese otro fenomenológico– nos desborda destinándonos a una existencia paradójica, errática, espectral y, sobre todo, descontrolada.

domingo, 16 de noviembre de 2014

EL ARTE BUENO ES EL QUE ARDE: DE LAS PARADOJAS DEL ARTE COMO SIMULACRO DEMOCRÁTICO




Mucho se ha hablado de las famosas cerillas y mucho, también, se ha escrito. Nosotros nos hemos abstenido porque la cosa nos parecía de un aburrimiento supino. Pero como el aburrimiento es nuestro hábitat natural y como lo que hemos oído por ahí no nos convence nada de nada, nos ponemos a la tarea. Pero sobre todo nos ponemos a ello porque hemos descubierto que la propia tarea de escribir te puede llevar por senderos nunca antes imaginados ni transitados. Así que esperemos que, por mi bien, llegue a decir lo que todos estamos esperando que diga. En este sentido si una cosa está más que clara es que estos católicos –insidiosos, incultos, fundamentalistas y reaccionarios– no entienden nada.
Ahora bien, lo que ha de estar también bastante claro, lo que yo no termino de entender y que me ha dejado a cuadros, es cómo el arte tiene tan pocos argumentos para defenderse que casi puede decirse lo mismo: que no entiende nada. Porque en su defensa sucede lo paradójico y que, a estas alturas del partido, ya debía de estar meridianamente claro. Quiero decir: esa defensa basada en la libertad de expresión, en el sesgo plural de la democracia, autoriza de inmediato al grupúsculo pseudo-terrorista que se ha atrevido a recriminar algo al arte, a no ser que –claro está– el arte eleve la voz recordándonos a todos lo que es: un ámbito exclusivo, un reducto de excepción, un lugar sacramentado para la experimentación dónde lo que sucede, por un acto taumatúrgico, es de por sí arte y, por ende, chitón.
Es así que el mismo derecho que le asiste al arte en su autoproclamación (libertad de expresión, democracia, etc.), es la que le asiste al inculto hombre de fe en autoproclamar su sentirse molesto. Las dos proclamaciones forman parte de ese juego tan chusco e ideológicamente teledirigido que es el juego democrático. Ni más más ni más menos.
Claro está que con un matiz: si el hombre de arte no pretende eliminar nada del mundo de aquel, éste –el religioso– sí que parece decirle al arte lo que debe de hacer. Y es ahí donde todo viene a descarriarse sin arreglo alguno pero, creo yo, no en el sentido de hacer patente lo poco acertado de abogar por la retirada de la obra en sí, sino muy por el contrario en el hecho fehaciente que se ha dejado desprender de todo esta polémica: qué el arte no sabe quién es, que no reconoce su cara en el espejo. Porque, ¿qué tipo de mierda de defensa del arte es esa?, ¿Habermas resucitado?, ¿el proyecto inconcluso de la Modernidad que el arte –cuando le viene bien– reactualiza para –también cuando le viene bien– continuar en su torre de marfil?
 En mi humilde entender, el arte debería de haber transigido con la retirada. Solo retirándolo hubiese llevado a cabo de una forma radical lo que es su destino: hubiese desvelado que, efectivamente, el arte no vale para nada, que no tiene lugar en este mundo aséptico de los juegos bienintencionados de la democracia representativa. Retirándolo, el arte hubiese dicho –y muy bien dicho– que si todavía se le permite su existencia en este mundo hipertecnificado, hiperburocratizado e hiperfragmentado es porque –todos lo sabemos pero callamos como zorros– no vale para nada.
Retirándolo, el arte hubiese clamado en el desierto de su “no ser de este mundo”. Retirándolo, el arte hubiese claudicado ante ese apaño que la racionalidad ilustrada le asignó como trampa, válida durante un par de siglos pero que ahora ya parece un lugar asqueante y sin ventilación. Retirándolo, el arte hubiese roto –quizá solo durante un instante, pero lo hubiese hecho– con las reglas del juego estipuladas con anterioridad y que lo destinan a la inanición. Retirándolo, el arte quizá no hubiese dicho lo que es, pero sí hubiese dicho lo que no es: y el arte, por dignidad para consigo mismo, no es democrático. Ni lo es ni puede serlo. 
Claro está que no siendo democrático, pocas cosas le quedan por ser en este profiláctico mundo: para empezar se le acabaría el chollo de la autoreferencialidad, el aura magnética de saberse un emplazamiento institucionalizado para que el juego social coja altura. Sin ser democrático, el arte no podría contentarse con atrofias como la “teoría institucional” de Dickie o como la “transformación del lugar común” de Danto. Sin ser democrático el arte debería enfrentarse a todos sus miedos: el arte debería enfrentarse al hecho de que no se atreve a coger profundidad comunal, a dejarse llevar –pero de verdad– por la finalidad sin fin de Kant, por su “esto es bello” porque lo digo yo como sujeto autónomo que soy, por el “esto es arte” porque yo formo parte de la comunidad y lo digo de Thierry de Duve.
El error del arte, pensamos, es confundir la “comunidad de los iguales” con la “comunidad de la democracia” en la que está insertada y de la que no puede desasirse si no es con el riego de desaparecer del mapa al instante siguiente. Y esa es la trampa ideológica en la que cae y gracias a la cual sigue vivo. Porque, en definitiva, retirar la obra –así, de buenas a primeras, sin carta ni rueda de prensa alguna, retirarla sin previo aviso– sería decir, sobre todo a sí mismo, que el lugar del arte no es un museo, que lo suyo no es la simulación del proferir un juego de lenguaje más, una tirada democrática más. Retirándola, el arte al menos mostraría que lo suyo no es fingir un disenso que no le importa a nadie salvo a aquel que, todavía hoy, cree en algo tan cochambroso como la cultura y visita museos con una buena voluntad digna de encomio: retirándola el arte hubiese mostrado que lo suyo es generar efectivo disenso, crear alteridades disensuales con capacidad de absorción social.   
En este sentido, las protestas de los católicos extremistas y fundamentalistas no revierte sino en ver todas las vergüenzas al sistema-arte: es solo elevando la voz de algunos como el arte coge fuerzas para merodear todavía los senderos de una muerte aplazada. Es solo en ese protestar donde el arte sale a la palestra para hacer lo que mejor se le ha dado: apelar a la bien sabida libertad de expresión, a la democracia incluso para sentirse vivo (simularse vivo) y con aun algo que decir. Porque, al arte, amigos, le da igual ocho que ochenta: le da igual llevar un lustro zurrando al sistema consensual socio-político llamado democracia, referirse a él como el sustrato social que aniquila de raíz todo disenso, que –cuando le place– sacar la democracia a escena y decir que, mucho ojo, que él, el arte, es la conjunción casi astral donde lo democrático acontece.
En definitiva, la performance de las cerillas revela el secreto oculto de la sociedad: que no hay sociedad alguna a la que poder referir nada. Es decir, que todo no es sino un gran simulacro: el arte simula que aún tiene capacidad de generar disenso; el católico extremista simula que se ofende con una chorrada que si algo tiene de revulsivo es del sentimiento de vergüenza ajena que es capaz de generar; el museo (perdón, Museo) simula que aún es el garante de algo más que un horrendo olor a naftalina. ¡Ah! Y por supuesto, todos nosotros –o vosotros, o ellos, o quien quiera que sea– simula saberse en el lado de los buenos, de los que han cogido al toro por los cuernos y se atreven a decir las cosas como son: o que es inaceptable que alguien no entienda el ámbito de exclusividad sobre el que se cimienta el arte, o –lo mismo da– que es inaceptable que alguien, basándose precisamente en tal supuesto requisito, atente contra las íntimas creencias de algunos.     
Borja-Villel en su editorial del número 5 de CARTA decía cosas como estas: “la disyuntiva ya no consiste en saber si una cosa es arte, sino en dilucidar qué aspectos de nuestro entorno no lo son”. Retirando la famoso caja de cerillas, el arte hubiese hecho evidente que lo suyo no es un saberse arte debido a su emplazamiento institucional, programático, jerárquico: retirándolo le hubiese dado la razón a los otros pero justo para reafirmar que, aún como imposibilidad, lo suyo es inmiscuirse en el entorno, devenir no-arte. Es decir, quemarse como 'obra de arte' dentro de la plaza pública.
Como no ha retirado la obra, como se empeña en seguir el juego de los intereses creados de la democracia consensual, si fuésemos Julio Iglesias, al arte solo podríamos decirle una cosa: “estás herido de muerte…y lo sabes”.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

SEBASTIAO SALGADO: LA (POSIBLE) IMPOSTURA DEL ARTE, DE LA ÉTICA Y (SOBRE TODO) NUESTRA


LA SAL DE LA TIERRA (WIN WENDERS, JULIANO RIBEIRO SALGADO)

En un mundo rendido al imperativo categórico del espectáculo y el disimulo, somos expertos en escurrir el bulto. Adiestrados en la cosa fantasmática de la mercancía, nosotros también nos insertamos en esa dinámica del fetiche que supone siempre dar lo uno en vez de lo otro. Así, ante la imagen solo caben dos consideraciones: o plegarnos a esa superficie que se nos muestra, concelebrar su autoproducción en la inmanencia de un mundo que es también el nuestro o, por el contrario, molestarnos por la cantidad de “realidad” puesta en juego, castigar al autor por exceder el pacto silencioso de un simulacro que sabe muy bien cuando y porqué darnos la carnaza que necesitamos.


Y es que es siempre la misma historia desde que a algún descerebrado se le ocurrió hilvanar todo este trasunto de imágenes con el nombre genérico de “arte”. O un paso más acá que todo sea un peregrinar sin ir nunca a ningún sitio, o un poco más allá que la mirada tenga que verse implicada, verse juzgada como testigo.


Lo grotesco del asunto es que la ética salta por los aires apenas uno intuye el dilema: ¿para qué crear imágenes si, precisamente, esas imágenes que nos pudieran interesar acampan en la propia realidad?, ¿para qué ensayar modo de ver si hay parcelas de este propio mundo que bien merecen el nombre de apocalípticas?, ¿para qué más imágenes si las que podemos obtener son más que suficientes para rasgar el velo de nuestra catatónica fantasía libidinal? Es todo una cháchara mórbida, una insulsa cacofonía de imaginarios que no se atreven a llegar hasta el final del horror y se contentan con ensayar el disimulo, con ejercitar el simulacro de un “hacer como si” que tiene mucho de vomitivo.



Viendo esta película no pude dejar de recordar al Prohaska de la novela de Ricardo Menéndez Salmón titulada “Medusa”. Allí se dice que “Prohaska recuerda a un artista primitivo, anterior al nacimiento de la propia idea de arte, pues recupera para el oficio su más antigua función: mostrar el mundo tal y como sucede, no tal y como desearíamos que fuera ni tal y como soñamos que debería ser”.


Y es que, lo mismo que Juan de Mairena tuvo que decir a sus alumnos que evitasen las risas en torno al oyente pues, decía el maestro, “conviene, sin embargo, que alguien escuche”, bien puede aplicarse la observación a ese mameluco apócrifo llamado arte: está muy bien todo lo que hacéis pero, sin embargo, conviene que alguien mire. Sin más, alguien que simplemente mire.


Pero, ¿es eso posible?, ¿se puede simplemente mirar?, ¿no es toda mirada una injerencia insoportable?, ¿no usurpa toda mirada un escenario que no es el suyo? Y, aun así, si lo que se registra es la banalidad de una escena, la cotidianeidad de una vida, ese plus reconcentrado alrededor de la mirada no supone gran cosa: se califica el asunto como “arte” y a otra cosa mariposa. Pero si de lo que se trata es de mirar el punto donde la vida se fractura, donde la catástrofe se desborda por los lados, ¿no es esa presencia de la mirada ajena una inmoralidad? Volviendo a “Medusa”: “¿merece la obra de Prohaska el espacio de un museo o solo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos que debería de haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg?”.



Y es que el dilema está justo ahí donde empieza la epopeya de Sebastiao Salgado. Porque, siendo el propósito de su obra el denunciar las injusticias que asolan el planeta, muchos consideran que sus fotografías no sirven para tal fin ya que la característica estética de su mirada deforma la verdad de la realidad representada. Es decir: ¿invalida la estética la posibilidad de la ética?


Puede ser, no negamos tal posibilidad. Y puede ser porque la estética converge (en parte) con el lugar común que configura el arte, un lugar éste que juega con un anticiparse a lo que el espectador desea ver, en mostrar lo que espectador ha venido a ver. Es decir, la medida sobre la que se construye el arte invalida muchos de los discursos éticos ya que no deja que la pregunta ética tome forma, remitiéndose todo a una pueril denuncia que utiliza los mismos instrumentos de lo denunciado para su puesta en marcha. El espectáculo, aquí, como ley general de nuestro tardo-capitalismo, juega un papel protagonista.


Pero hay lugares donde el “lugar común” del arte no tiene ningún poder respecto a una imagen que supera la medida adiestrada del propio arte. Y es ahí, pensamos, donde se inserta la obra de Salgado: tildar entonces de arte su obra porque los reglajes utilizados revelan un sustrato estético es una de esas operaciones que aniquilan el exceso escópico que exudan sus fotografías. Porque, convengamos a este respecto, lo estético excede el mundo del arte.



Lo estético es un lidiar con el exceso de la propia vida, un poder representar ese exceso y hacerlo, sobre todo, señalando el vacío sobre el que se sustentan ciertas imágenes. Porque, siendo imposible reflejar la obscenidad de lo real en estado puro, la fotografía (la imagen, la representación) señala en su propia superficie una grieta por donde la vida se escapa, muestra una fractura donde lo representado no coincide con la representación. Y eso, esa grieta, esa fractura, aparece en la superficie de la imagen como reglaje estético, un reglaje que si bien ha sido asimilado con inusitada velocidad por el arte, no coincide totalmente con él. Es decir: hay imágenes estáticas que no tiene porqué circunscribirse a ser arte, que pueden (y de hecho deben) situarse en ese ámbito excesivo donde la imagen señala su propia involución: no llegar a poder representar toda la profundidad de la vida.


Las fotografías de Salgado son estéticas no por pertenecer ignominiosamente al mundo del arte: son estéticas por, precisamente lo contrario, exceder el cortoplacismo de una producción artística devenida institución. Y es en esa marca estética donde la pregunta ética no queda invalidada: ¿cómo es posible?, ¿cómo es posible que existan imágenes cuya sola presencia deberían dar al traste con cualquier moralina, con cualquier discurso artístico institucionalizado?


Esa es la medida estética de las fotografías de brasileño: señalar el punto donde la imagen se vuelve imposible, poner la mirada ahí donde el acontecimiento se trona insoportable. Estando ahí, repetimos, la pregunta sí que puede coger altura: ¿cómo es posible tal barbarie?, ¿cómo no hay fin a la infamia y la deshumanización?, ¿cómo es posible que la vida se fracture en ese mismo punto donde la propia imagen también se desancla de los cánones de la representación?


Pero también anida otra pregunta: ¿cómo es posible que estemos tan ideológicamente programados? Porque aun en el caso que convengamos con esa crítica que se escandaliza por “usar” a las víctimas, siempre será posible referirse a otro preguntar en modo alguno menos potente que el anterior: ¿cómo es posible que tengamos que esperar a estas fotografías para, al fin, señalar a ese despojo humano (el asesinado, violado, amputado, secuestrado, desplazado, etc., etc.) como “víctima”?, ¿no debería de escandalizarnos siquiera el tener que depender de una malformación del entramado artístico para poder referirnos a los márgenes de una historia que es siempre la que nosotros –los de aquí– contamos?


Insoportable que nos hayamos siquiera planteado el “fin de la historia”, que veamos en el 11S la epopeya más grande jamás contada, que Auschwitz todavía siga teniendo ese sesgo de lo inhumano con el que todavía carga. Y es así porque la razón (esa misma instancia que condena al ostracismo a fotografías por tontear con los reglajes del arte) impone su dogmatismo incluso ahí donde muestra la necesidad del olvido: la dupla antagónica comunismo/capitalismo, el horror nazi, el terrorismo islámico, son todos ellos acontecimientos que surgen como efectos del propio proceso racional de la historia. Pero las hambrunas de Etiopía, la guerra de los Balcanes, el genocidio de Ruanda, las inmensas muchedumbres desplazadas, etc, son simples deformaciones marginales de esa misma historia. Son afueras para una razón que escupe sus miserias allá por donde pasa.


Y por mucho que nos rasguemos las vestiduras, por mucho que hayamos visto el sesgo dogmático de esa razón que nos vertebra y cómo tiene en el olvido a su mecánica ideológica propia, seguimos operando con ella. Aislados en nuestra propia fantasía, esperando llegue la imagen que irrumpe en nuestras pantallas rasgándola, no hacemos caso de nada más que lo que ocurre en nuestras pantallas. Es decir: pudiera ser verdad que la estetización de la catástrofe que lleva a cabo Salgado sea una inmoralidad, pero esa inmoralidad será siempre más pequeña que la falta de ética de un mundo que necesita de tales fotografías para que la víctima adquiera rango de visibilidad.


Salgado ha visto los mismos lugares que vio Prohaska solo que en un tiempo diferido: los conflictos bélicos, los campos nazis de exterminio, la penuria española de la posguerra, la huida, el exilio, las secuelas de Hiroshima. Si el segundo se suicidó convencido de que el horror acampaba en cualquier esquina, Salgado ha sabido encontrar una utopía que se nos descubre como perfectamente realizable: su Instituto Terra. Él mismo junto con su mujer y, después, con muchos otros, ha conseguido lo imposible: replantar la selva que había desaparecido en su ciudad natal, en la región brasileña de Minas Gerais.



Quizá ese imposible sea el mismo que el que muestran muchas de sus imágenes solo que en su reverso utópico. Es ese nuevo imposible el que nos dice que, contra todo pronóstico, mucho de lo que el hombre ha destruido es reversible. Quizá nada se les pueda devolver a ese reguero de víctimas que siguen colapsando la historia, pero si por lo menos damos marcha atrás, si respetamos ese 45 % del planeta que dice el artista que sigue como el primer día, quizá mucho se haya restaurado.


Sí, pensamos que hace falta que alguien, simplemente, mire. Con que haya solo uno que mire no habrá posibilidad para el olvido. Alguien que mire el horror a los ojos pero también mire a las pocas tribus nativas de Brasil bailar juntos. Ambas escenas no son sino las caras de una misma moneda: la Humanidad, la sal de la Tierra. Pero hace falta que nada se olvide…


Y, restañando de culpa a todo lo que aquí hemos dicho del arte, esa y no otra es la función del arte: detener la maquinaria de un tiempo que no se detiene y para el que no hay tragedia suficiente para ni siquiera ponerse a pensar. De ahí que el arte haya surgido como tal solo una vez que se constata el desgarro de la comunidad y el horror aparece: la comunidad ya no baila junta y, por eso precisamente, se hace construir un ámbito donde poder decir ‘nosotros’, donde poder bailar. Ese ámbito es el arte.

sábado, 8 de noviembre de 2014

ÁNGEL MARCOS: EL MITO DE LA CIUDAD O EL VACÍO DE UN SUEÑO


ÁNGEL MARCOS: ALREDEDOR DEL SUEÑO (ESCENARIOS PARA EL VACÍO)
SALA CANAL DE ISABEL II: 10/09/14-23/11/14

Quizá lo suyo sea empezar por el final o, mejor dicho y dado la forma ascendente de la propia exposición, por el tejado: las últimas escaleras nos llevan a un video centrado en la Residencia de Estudiantes donde una voz en off, la de Ortega y Gasset, nos señala que el único baluarte desde el que construir Europa es aquel que erija al viejo continente en repositorio memorístico de la humanidad. Porque si algo tiene Europa para dar y tomar es historia, siendo por ello su imperativo categórico el mantenimiento de una memoria egregia que precisa de atesorarse y no dilapidar.


Y digo “empezar por el tejado” porque quizá sea esa idea, de todo punto trasnochada y fosilizada, la que haya marcado el rumbo –obviamente, desde su no cumplimiento– de lo acaecido en las últimas décadas, no ya solo en la vieja Europa sino en todo el globo: la eliminación de todo vestigio de memoria que pudiera impedir al “sistema” su desarrollo. Porque si la memoria, antaño, era el legado que se trasmitía de generación en generación y sobre el que pivotaba cada comunidad, es desde hace unas décadas que se hace claro que si hay algo que moleste a la lógica sistémica eso es, precisamente, la comunidad.


Pero, obviamente, no hay de qué preocuparse: volatizada la sutura social siquiera como contenedor de un ‘bien común’ que resta como mínimo común denominador, la memoria puede ya dejarse seducir por la implosión mediática del signo. La memoria más que fosilizarse, implosiona ahora como instantaneidad donde el signo opera a máxima velocidad, no ya para significar nada en concreto sino para generar efectos de asignificación, encadenamientos donde la precesión de la simulación como nueva lógica ideológica hace que el referente renuncie dejando tras de sí un reguero de cadáveres que transitan por nuestras conciencias bajo el epígrafe mortuorio de lo post.



Lo post colapsa obscenamente una escena donde las cosas han llegado hasta el límite de no significar nada, de no referirse a nada más que al paroxismo de una autoproducción de signos que mantiene la historia en ralentí, que simula que todavía nos queda algo por lo que luchar, algún motivo por lo que esperar la ansiada emancipación, alguna razón por la que esperar la eclosión de lo social justo ahora que, como todo, lo social ya no existe. Es entonces que sin memoria, sin nexo social alguno, sin comunidad depositaria alguna, la ciudad –emplazamiento comunal por antonomasia– no es ahora sino el dispositivo de simulación más perfecto. La ciudad ha pasado de ser el más capaz emplazamiento para la emancipación colectiva a no ser sino una máquina libidinal todopoderosa que reparte sus gracias en relación a una fluídica que tiene en la voladura de la ciudadanía su razón de ser.


Según esto, la ciudad, mito moderno por antonomasia, es ahora desahuciada de sus fundamentos ónticos (ahí donde todavía se vislumbraba un futuro mejor) para quedar reducida a emplazamiento para concretar la disolución de lo social, para disimular que, aunque hagamos la pose de aún esperar algo, lo único que nos cabe esperar es nuestra propia exclusión. La ciudad, sin memoria, historia ni nexo social, es de todo menos un resto improductivo: es, por el contrario, la máquina que maximiza el ritmo de excluidos necesarios para seguir soportando la falsedad simulacionsita actual.


Esta exposición de Ángel Marcos trata de reflejar esta situación detrítica de la ciudad en su estado epilogal actual. La ciudad como escenario donde poder contemplar los restos del embalaje, la ruina paisajística donde los sueños yacen rotos en algún solar, en algún eslogan que yace rarificado junto el resto del atrezzo. Nos creímos el sueño de una Modernidad donde cabíamos todos y ahora solo quedan los rastros fantasmáticos de un escenario que se nos revela falso en todos sus aspectos.


Porque si algo se percibe como fondo de contraste en este trabajo de Marcos es que no había tanta diferencia: reposando en una ideología que se hacía fuerte en los antagonismos sobre los que se construía, pensábamos que entre el capitalismo y el comunismo, entre Oriente y Occidente, entre este lado y el otro, mediaba una diferencia (nunca mejor dicho) capital. Pero viendo estas fotografías, fotografías de un naufragio mancomunado y que pasa por epicentros tales como Nueva York, La Habana o Shanghái (ahora también Madrid), solo cabe pensar que la trampa era la misma para todos: el imaginar mundos nuevos donde no había otra cosa que una maquínica a punto para hacer descarrilar la Historia y los motores dialécticos que antaño la propulsaban. Es decir: ya sea el sueño americano consignado en luces de neón y en publicidad nada subliminal, ya sea el relato revolucionario de una Cuba que soñaba con la cadencia colonial como relato patrio, o ya sea la puesta punto de la maquinaria china como dragón a punto de comerse el mundo, lo cierto es que no media mucha diferencia entre esta trilogía de derrumbes.



El truco del asunto fue el no caer en la cuenta de que los antagonismos no eran excluyentes sino que remitían a una diferencia intrasistémica: así, barrido del mapa el comunismo, el soñado triunfo del capitalismo global no ha sido, ni mucho menos, el que nos dijeron. Ahora que estamos a punto de celebrar los 25 años de la caída del Muro de Berlín, bien puede decirse que el muro no fue lo único que cayó. Como si de un dominó se tratase, las fichas fueron cayendo una tras otras con la única fuerza inercial de un lugar que se descubre, de golpe y porrazo, vacío. Y es que, sin ningún ‘otro’ con el que medir fuerzas, el capital como epígono del desarrollo ideológico se las vio y se las deseó para, mientras andaba como boxeador zumbado dando golpes sin ton ni son, encontrar un enemigo a la altura de las circunstancias. Menos mal que el 11S y la actual crisis galopante del capital vino al rescate proponiendo el acontecimiento capaz de seguir secretando “realidad”, para seguir disimulando que ya no hay nada que nos quepa esperar.


En definitiva, y para no hacer de esto un opúsculo de geopolítica, lo que fotografía Ángel Marcos es una sospecha que ya es algo más que una sospecha: es la certeza ya mayúscula de que el sueño se desinfló. Pero –y aquí es donde ya nos ponemos “estéticos”– ¿cómo hacer aparecer tal sospecha en la imagen fotográfica? Porque si algo puede quedar claro de la parrafada anterior es que cualquier imagen, por muy ‘anti’ que se crea, por mucho discurso de resistencia desde el que se opere, emerge como dispositivo espectacular, como construcción al amparo de unas determinadas decisiones políticas que lo hacen visible al tiempo que diluyen la realidad óntica del acontecimiento que fotografía.


Es decir: ¿desde qué distancia construir la imagen para que aquello que quiere mostrarnos el artista –la absoluta certeza de la desaparición de la ciudad– no devenga mero juego especular, para que no quede ninguneado como simple estrategia para ver lo mal que están las cosas? Esa sospecha no nos la presenta desde lo obvio de un mundo implosionado, sino que la sospecha es –como pudiera hacer el propio régimen ideológico del simulacro– ocultada, invisibilizada en el aparecer de la imagen.


En este sentido, lo que se muestra en las fotografías de Ángel Marcos es el lugar intersticial donde la sutura de la propia imagen denuncia su hipertrofia. Porque, anudada toda imagen en la posibilidad concreta de un entramado espacio-temporal desde donde hacer emerger la representación, estas fotografías señalan su propia interioridad vacía, su falta de sustento histórico y real. Es así que lo que producen es una extraña sensación difusa: ¿qué es eso que estamos viendo? Lo mismo que la profecía aquella de Baudrillard de que el año 2000 no sucedería nunca, los acontecimientos que reflejan las obras de Marcos, desconectados de su encadenamiento causal e histórico, pululan ahora en un imaginario flotante, sin centro social alguno.


Así, lo que nos presenta Marcos no es “nada”, es un intersticio vacío: sus fotografías son descompresiones de un acontecimiento que desvela su falta de consistencia temporal. Es así que lo que se percibe en sus obras es una falta absoluta de tiempo (y, por tanto, de historia y de memoria). Y es que eso es precisamente nuestra globalización: un efecto de rapidez y transparencia mediática que solo trata de ocultar el hecho de que, en definitiva, no hay nada que ver ni nada que esperar.


En esta era de lo post a la que nos hemos referido, el tiempo y la historia adelgazan hasta el límite de ser solo un síntoma, una extrañeza ante la pregunta que nos asalta de tanto en cuanto: ¿no debía de haber ahí algo?, ¿no debía de espesarse el tiempo?, ¿no debía nuestra temporalidad ser asaeteada por acontecimientos capaces de proporcionar profundidad temporal?



Dicho de forma más sencilla, Ángel Marcos no se ceba en el hecho de ofrecernos la cara revelada de una realidad devastada por su propio canibalismo, sino que apuesta por darnos a contemplar el reverso ideológico de la propia imagen: es decir, no como lo vemos nosotros sino como lo ve la propia ideología. No son acontecimientos lo que fotografía, sino la propia falta de consistencia temporal de éstos, su descontextualización y fragmentación.


Ahora que el mundo es una única y gran pantalla, toda imagen es incapaz de profundidad alguna, siéndole así imposible referirse a espacio simbólico alguno donde pudiera darse el intercambio –simbólico– sobre el que se eleva toda representación. Y eso, precisamente, es lo que fotografía Marcos: la anulación simbólica de todo acontecimiento, la atrofia de todo el entramado de significación en el que antes descansaba toda imagen, la amputación de toda huella de lo real.


Pero es que para poder sortear el poder dromótico de la simulación de lo real –para poder reintroducir el acontecimiento en su emplazamiento simbólico– haría falta una historia que representar, una memoria que guardar, un futuro que imaginar, una ciudad que proteger… Pero siendo esto precisamente lo que falta, ahora en la ciudad no ocurre nada o, lo mismo da, ocurre de todo: ocurre que toda trabazón epistémica donde antaño el proyecto mancomunado de la Modernidad hacía pie es disuelta por un sistema que acelera la producción de realidad con el fin único de echar gasolina a su propia disolución.

lunes, 3 de noviembre de 2014

MATEO MATÉ: EL SOPORTE-IMAGEN COMO LO OCULTO DEL ARTE


MATEO MATÉ: LA CARA OCULTA
NF GALERÍA: hasta la primera semana de diciembre
(artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=449)

Después del periplo del año pasado dentro del programa “Nuevas Miradas” (Museo Lázaro Galdiano, Biblioteca Nacional, Museo del Romanticismo, Museo de Artes Decorativas y Museo Cerralbo) Mateo Maté regresa a una galería madrileña para presentar sus cuadros volteados, cuadros que nos enseñan la parte oculta y nunca vista de los lienzos. La finalidad es, como el corpus de toda su obra, hacer de lo cotidiano y banal un dispositivo crítico y mordaz contra lo institucionalizado, ya sea en referencia al consenso plebiscitario de lo que construimos como sociedad o en referencia –como en este caso- al propio estatuto del arte.

El arte silencia sus propios secretos y descubrirlos se ha convertido en modus operandi favorito para un arte postconceptual que ve en el dinamitar de tales silencios la estrategia más pertinente. De lo que se trata es de mostrar que el arte clama por una pureza que nunca es tal. El arte ficciona sobre su propia ficción y, antes de que nos demos cuenta, ya nos ha dado el cambiazo en plena faena. Así por ejemplo, y por mucho boato que demos al asunto, la tan traída eclosión del genio como sujeto autoproductor no es sino una más de las medias verdades sobre la que se construyó la idea de arte en su época moderna.
Y es que el papel en blanco, como el lienzo en blanco, nunca ha sido origen de nada. El “yo” productor nunca trabaja sobre el vacío de sus propias reglas, sino sobre una sutura que es ya cosa de los dictados de la comunidad. Dicho en plata: entre la autonomía de la razón pura y la razón práctica, la libertad del “yo trascendental” kantiano no es sino el postulado desde el que referir la exigencia moral en el obrar de ese nuevo sujeto ilustrado. Ahora bien: solo la existencia de Dios –léase, de un origen– puede garantizar la conciliación entre esa libertad y la añorada felicidad. Es decir: aunque pueda ser cierto que todo producir como libertad no está dirigido a ningún fin, sí que está orientado “desde” un origen.
El asunto está en que, muy al contrario de lo que se nos ha hecho creer, el arte moderno no nace como disolución vía derribo de lo antiguo, sino como una nueva relación entre origen y finalidad, entre el pasado y el futuro. Esta nueva relación establece una nueva medida que, en tanto en cuanto no hay ya finalidad (otra vez Kant), es una desmedida, pero donde sí que sigue habiendo un origen, un emplazamiento desde donde producir. La modernidad entonces no es tanto un hacer tabula rasa y crear sin red alguna sino, más bien, un nueva modalidad de producir según (des)medida. 
Así por ejemplo, en el lejano 1655, casi al tiempo que la querelle cogía forma y se debatían los nuevos primados autónomos del arte, nace la Academia Francesa –en esa ilación entre estado, poder y saber sobre la que se erige la nueva razón ilustrada– para, entre otras “medidas”, imponer reglas para uniformar los formatos de los lienzos usados según la temática, ya sea “figura”, “paisaje” o “marina”.

Y, yendo ya al meollo del asunto, esa es la “verdad” del arte que el propio arte silencia dándonos otra historia mucho más chula y divertida, aquella que, como decimos, permite al artista hacer de su capa un sallo y crear desde sus propias inclinaciones, motivaciones y voliciones. Y esa es la “verdad” que Mateo Maté (Madrid, 1964) nos presenta en esta exposición en la NF Galería: presentarnos el anverso de esa historia convencional del arte donde cada actor tiene su lugar bien aprendido, presentarnos la historia del arte como una historia de conversaciones, renuncias y claudicaciones.
            Maté nos presenta el reverso del lienzo, su cara oculta, para mostrarnos que eso que ahora se lleva tanto de definir una imagen como un resultado de elecciones políticas no es algo nuevo sino que siempre ha sido así. Es más: cada supuesta “rebeldía” no es sino la renegociación de unos límites, la reconfiguración de una medida que, se mire por donde se mire, siempre estará ahí. Y es que el arte, como producción racional (y racionalista), no puede dejar de sustentarse en una medida previa que, por mucho que el arte trate de ocultar presentándonos su cara más “amable”, hay que intentar sacarla a la luz para saber de qué hablamos al hablar de arte.
Porque esa estandarización de las medidas y los temas al que antes hemos aludido remite al propio hacer del artista pero también a todo un ámbito institucionalizado que lo sustenta y que se fragua en la fabricación en serie de lienzos según esas pautas académicas, a una ordenación de coloras, tamaños y, por ende, de gustos. Es decir, el arte funciona sobre un a priori que lo atraviesa de arriba abajo institucionalizándolo.
Maté voltea el lienzo y nos muestra la historia nunca contada, la historia oculta del arte que no es nunca una sucesión lineal de temas, medidas y gustos, sino un divagar en zigzag, un discurrir oblicuo donde la distancia más corta entre dos puntos nunca es una recta. De ahí que esa historia del arte no contada solo pueda ser referida en forma de laberinto, en forma de narración donde ya no hay origen ni final, sino un discurrir, un divagar en torno al propio acto creador. Y es que, en definitiva, el arte discurre entre la medida trascendente de la sección áurea, entre la diagonal de Fibonacci, entre las medidas “impuestas” por las diferentes academias… El arte es siempre eso que no es arte, el arte habita siempre en el laberinto de lo que no encuentra, el arte siempre es deriva.

No obstante, Maté sabe que toda “medida”, incluso las suyas, incluso las que saben que todo ejercicio de novedad descansa en la relación con el original, está mediada por una red de emplazamientos que estipulan lo que es visible y lo que no es, lo que es arte y lo que no. Es decir: toda imagen, la del anverso y la del reverso, la del lienzo y la del soporte, la de lo visible y lo invisible, De ahí que el artista, pensamos, haya dispuesto alrededor de los lienzos unas cintas de seguridad , esas cintas que nos marcan por donde hemos de andar.
Es decir, Maté da a entender que sus lienzos cuadrados (fuera de toda medida), que sus ponerles del revés (ocultando la medida) son también, como obra de arte que se autoimpone, un recorrido por las fronteras, el poder y la vigilancia. Es por ello que el artista madrileño sabe que lo suyo no es proponer lo alternativo porque sí, que la obra de arte no se construye como demolición de nada ni pose contestaría a nada. Sabe, en definitiva, que lo suyo es también arte: o sea, está mediado y medido. Sabe que aún el laberinto es un camino. 
Es por ello que Maté no se sabe genio de nada. Y eso es lo mejor que puede decirse de un artista a estas alturas.