miércoles, 25 de abril de 2012

DE LO INOPERANTE Y SINSORGO DE CIERTAS PRÁCTICAS EXPOSITIVAS


HISTORIAS Y DESEOS DEL QUE DUERME
GALERÍA CÁMARA OSCURA: 14/04/12-02/06/12

Reconozco que es socorrido, pero ya la cosa huele de lejos. En un arte, el contemporáneo, que tiene su razón de ser en la desconexión de las causalidades, en la disolución de las narraciones, en una pasividad de las formas, el remitirse a estados intermedios donde la consciencia es limítrofe con el sueño son ya modalidades harto recurrentes que no hacen sino sacar partido facilón de la característica más precisa del arte contemporáneo.

Y es que en la suspensión que caracteriza la distancia estética que media entre espectador y obra, en la eficacia de esta distancia comprendida como paradójica indeterminación, muchas son las propuestas ortopédicas que tratan de llenar la inconexión paradójica de la eficacia indeterminada con absurdos juegos de espejos que, haciendo pie en lo engolado de sus discursos, no son más que propuestas no sólo manidas sino inútiles.

Si en primer lugar esta eficacia ha de comprenderse como una eficacia disensual que apela al espectador a hacer surgir un mirar nuevo, una nueva disposición de los cuerpos y los efectos lejos del adiestramiento generalizado, no pocas son las estrategias artísticas que quedan cifradas en el relleno apolítico y decorativo de dicha fractura.

A este respecto cabe dar cuenta de la cantidad de propuestas artísticas que apelan al surrealismo, a la corriente subterráneas de la consciencia, pero desmitificando sus procederos en cuanto a caudal emancipador alguno y cifrando toda su justificación en la plausibilidad de entrar, siquiera por la puerta de servicio, en las estrategias contemporáneas del arte.

Pero no sólo los estados latentes, sino apelaciones a lo siniestro, a la especularidad, a los instantes previos en que el acontecimiento se da, al deseo instintivo, a la encarnación corporal de todo trauma y enfermedad –ahí donde se junta Deleuze con Nietzsche-, a la escenificación decorativa de una realidad que conocemos pero que nos extraña, etc.

Esta situación, todo hay que decirlo, pensamos que es muy fácil de detectar, pero muy complicada de amputar ya que se inserta de manera privilegiada en las estructuras que soportan el discurso estético en la actualidad. Uno abre un libro, al azar –más por supuesto si son la sobras completas de Freud- y se topa con una frase de esas que apuntan al inconsciente, a lo traumático, a lo edípico, etc….¡y ya tenemos exposición al canto!

Y no sólo lo psicoanalítico, los mundos de Alicia tras el espejo, o los estados emergentes de consciencia. Casi desde el ‘de un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme’ de Cervantes hasta el ‘hoy mamá ha muerto, quizá ayer, no lo sé’ de Camus, la conjunción de texto e imagen redunda en la plausibilidad de crear de la nada todo tipo de exposiciones con el alegato a la inconexión que desde hace ya como poco dos siglos esencia de manera privilegiada a la literatura.

Porque es en la emergencia de una literatura atenta a los microacontecimientos y detalles –la propia podríamos decir que tiene su auge en Flaubert- donde primero se plasma la relación sin relación entre dos cadenas de acontecimientos, entre la expresión y lo expresado que redunda en una indeterminación, en una sustracción de significado en aras de dejar el nexo entre la causa y el efecto sin resolver.


Podríamos dar muchas más pistas, pero creemos que con lo hasta aquí dicho está la cosa bastante clara. Así las cosas, el juego expositivo y comisarial queda referido a una tautología donde a raíz de una cita donde el caudal indeterminado sea lo más amplio posible, se da a ver una serie de obras que, obviamente, juegan –y son partícipes- en esa misma estética. Si esto no tuviese ninguna consecuencia para el conjunto de la práctica artística no estaría nada mal, la verdad sea dicha. Pero lo cierto es que en esa tautología, en ese círculo inoperante que media entre texto e imagen, se amputan de raíz todas las potencialidades ínsitas en la obra de arte ya que su supuesta inconexión e indeterminación quedan anuladas en su quedar referida a la frase de turno desde la que parecen emanar.

Quizá traer a colación esta exposición para ejemplarizar esta táctica archirecurrente sea injusto ya que lo mismo se podría decir de muchas otras, pero quizá el quedar enclavada en el evento Jugada a tres bandas donde se conjugan artistas, comisarios y galerías la hace exponerse más a esta boutade artística.

Pero es que además en esta muestra lo tenemos todo: tenemos alusiones a Freud y Jung, a los instantes de consciencia mientras dormimos, a Víctor Hugo y la ya más que incipiente importancia que antes hemos comentado a lo irresuelto, a las historias mínimas; también tenemos a Oscar Wilde y una de esas sentencias suyas tan dadas a la locuacidad sardónica de lo paradójico y, sobre todo, tenemos el trabajo de cuatro artistas que, como debe de ser en estos tiempos, hacen de la neutralización de las eficacias narrativas su razón de ser.

Así las cosas, esta exposición -como otras muchas, insistimos- se queda en la nadería más voluble, en una molde preciso para que la obra de estos artistas –como casi la de cualquier otro- puedan colgarse de las paredes bajo la mirada atenta y aprobación justificada de muchos.

No es que la cosa sea grave, no es que los artistas sean malos o regulares. Es que hay que tener mucho cuidado para que los nuevos procederes, las nuevas estrategias, no se desinflen en una serie de gestos a la galería, de simulacros conceptuales tan vacíos en sus garantías disensuales como amplios a la hora de valer como ‘molde’ para cualquier práctica artística.

sábado, 21 de abril de 2012

NAUMAN/ABRAMOVIC: LO QUE PUEDE UN CUERPO


BRUCE NAUMAN: INFRARED OUTTAKES, SOFT GROUND ETCHINGS & CROSSBEAMS (La Caja Negra, hasta 28/04/12)
MARINA ABRAMOVIC: SELECTED EARLY WORKS (La Fábrica, 10/04/12-02/06/12)


Oh casualidades de la vida, Nauman y Abramovic exponen en Madrid al mismo tiempo. Si el primero trae una serie de sus últimos dibujos para exponerse en La Caja Negra, la segunda –y aprovechando como quien dice la parada de la diva en el Teatro Real- es motivo de una muestra especial en La Fábrica, la cual recoge la documentación de alguna de sus performances más famosas.

Tal coincidencia puede ser una oportunidad única no ya solo de visitar ambas galerías, sino también comprobar cómo los aprioris, en el campo artístico, no son más que eso: meros discursitos esquemáticos que apenas dan para clasificar burdamente a cada artista y cada época.

Y es que aunque ambos comprendan la creación como un acto vital, aunque ambos trabajen con el cuerpo, los parecidos entre ambos trabajos apenas son ecos de una especie de aire de familia, de un lejano origen común que quizá tiene en esa convergencia entre Duchamp y fluxus su razón de ser.

Un lugar común, un mismo origen para una divergencia de prácticas y de propósitos que lejos de clasificar exhaustivamente es capaz de hacer del campo artístico algo más que una pléyade de circunloquios en referencia a una clasificación de nombres, lugares y prácticas comunes.



Perfomance y body-art –si convenimos en circunscribir a cada artista a cada uno de estos cajones-estancos, aún dentro de lo discutible que pueda llegar ser tal reducción- convergen en esa querencia hacia el arte procesual, ese querer dar importancia al proceso y no tanto al resultado. Quedar a la espera, a la expectativa, a un trabajo por parte del espectador que redunde en una provocación, una reflexión, una posibilidad siempre nueva de transgredir el metódico consenso al que se circunscribe con divina pleitesía nuestro cuerpo y nuestro espíritu..

Abramovic apela a lo visceral, al tiempo-ahora de la presencia del artista, al intento de sobrepasar el límite (físico y psíquico) del cuerpo en un proceso donde cada instante puede ser el primero y el último. Nauman por el contrario dirige nuestra mirada, se inserta en nuestros deseos para operar una ruptura con la lógica temporal. Teniendo como ejes el tiempo, el espacio y el cuerpo, la mecánica mímica de Nauman remite a una interrupción de lo esperado para provocar un absurdo en la economía de las causalidades.

Las perfomances de Abramovic apuntan a la posibilidad de un ir más allá de la lógica de las imposiciones a las que nos vemos sometidos para hacer emerger nuestras subjetividades. Remitiéndose a estados físicos y psíquicos que bordean lo soportable Abramovic rompe con lo consensuado de un cuerpo y un espacio. Convergiendo con Beuys en muchos de sus primados teóricos, su trabajo secunda una práctica que no va en busca de un momento liberador sino más bien en rememorar la mímica gestual de lo ya-olvidado. Sus performances, como ritos chamánicos –sobre todo en los últimos tiempos-, reinterpretan la economía ancestral de un rito iniciático donde la subjetividad empieza a levantar el vuelo.


 
Su cuerpo, flagelado, torturado incluso, no sufre en busca de un camino a través del cual encontrarse ni tampoco mediar en una ascética de la trascendencia, sino que se trata de repetir a las bravas el camino gestado en una historia milenaria que entiende y sigue entendiendo la subjetividad como el traer a la presencia aquello que choca, que vibra en una conciencia que huye de vacíos y nadas y que se comprende siempre como exterioridad pura.

Por tanto, transgredir el límite, poner un pie en el abismo de un tiempo, el performativo, que no sabe de identidades ni de idealidades: lo propio de Abramovic es abrir la herida del tiempo y medir su propio tiempo a través de su cuerpo. El tiempo entonces queda restituido merced a una innata capacidad de ‘dar tiempo’ que el rito tiene y que se efectúa en relación directa siempre con el cuerpo, ya sea este entendido desde la primacía de una fisicidad tan abruptamente entendida como cualquier corte en la viscosidad sangrante de la carne, o como el efecto de superficie que responde a ese algo más con lo que siempre viene a chocar una mente que trabaja en los límites de un exceso que necesita plegarse a los dictados de lo Mismo.

Si tuviésemos que vincular su práctica artística con algún pensamiento, este sería sin lugar a dudas el Nietzsche del Eterno Retorno. Esa diferencia y repetición que se reitera a cada instante necesita vérselas cara a cara con su Mismidad más originaria –la que acontece únicamente en el rito- para de verdad hacer accionar todas las nuevas posibilidad que irrumpen de un tiempo-igual que solo puede acogerse como diferencia en la repetición.



Sin embargo, bien podemos decir que esta plausibilidad, la de la imposibilidad de lo novedoso en el seno mismo de lo Mismo-iniciático –todo comienzo es el mismo-, es lo que parece negar la obra de Nauman. Para él nada se resuelve, todo queda anclado en un tiempo que avance pero que no termina de resolverse nunca. Si Abramovic hace del tiempo un escurridizo sustrato físico por donde su cuerpo se desliza para toparse con el instante liminar, el tiempo de Nauman no consigue desasirse de la causalidad de los tiempos y los espacios. El cuerpo, que en Abramovic queda lacerado, traspasado y dolorido en la experiencia, como diría Trías, del límite, en Nauman queda aprisionado en una temporalidad que no logra atisbar ni de lejos ningún rescoldo de experiencia original. En Nauman todo destila cotidianeidad, absurda paciencia en una espera que nunca llega.

Nauman comprende la praxis artística como una documentación, como un vehículo privilegiado de comprender y reflexionar acerca de la propia vida. Su práctica apunta entonces al Body art como modo de concienciación de las realidades por medio de un análisis didáctico de las experiencias corporales. Para ello apela más al carácter de espera y de absurdo en que cae toda vida que a la búsqueda de una dación de sentido que, como bien puede ser en Abramovic, surja del rito chamánico del toparse con el límite.

Así, si antes hemos apelado a Nietzsche, ahora es Beckett, la experiencia del absurdo en que cae toda existencia humana, la influencia más rotunda en el trabajo de Nauman. Y es que, como en los personajes del dramaturgo irlandés, el cuerpo, en danza como una huella de su vitalidad y del espacio contextual –no hay que olvidar la influencia también de corógrafo como Meredith Monk y Merce Cunningham-, tienden a una paulatina inmovilidad, dando así la sensación de que sus películas no tiene ni principio ni final, sino que destilan una temporalidad diferente, aquella que surge del sinsentido de una espera llamada al fracaso: “inténtalo mejor, fracasa mejor, palabras estas de Beckett que bien pueden apelar a los protagonistas de Nauman, en especial al payaso.

Pero la paradoja está ínsita en el mismo núcleo de esta no-espera en que se resuelve el trabajo de Nauman: tal trabajo, el suyo, el de hacer del absurdo un pathos general del individuo moderno, resulta ser la tecla perfecta para accionar un desenmascaramiento de las estrategias –políticas e ideológicas- violentas que construyen subjetividades. Apelando a esa temporalidad que no se enfrenta a nada, que no surge de ningún rito ni de ningún límite, Nauman desenmascara la tortura concentrada que soporta el sujeto actual. El dinamismo corporal o cinestésico del rostro buscan una salida a esta lógica de las subjetividades que, como réplica a la sensación de frustración y soledad que exudan los rostros maquillados de los payasos, parecen inmiscuirse en las experiencias infantiles, en lo abyecto de un inconsciente no dominado aún por la cultura y la realidad.


 
La personalidad del payaso y del mimo entonces alude a una alienación social, a la soledad y el aislamiento neurótico, a realidades individuales construidas a base de violencia y tortura, tortura ésta comprendida en términos tanto físicos como lingüísticos, de ahí que esa repetición claustrofóbica de ‘noes’ y ‘síes’ no abran la puerta del sentido como en los ritos performativos de Abramovic, sino que den constancia de la siniestralidad como repetición maquínica y pulsional de un ‘yo’ que no escapa a la violencia de sus propios traumas.



Así por último, y aludiendo a la ya célebre performance de Marina Abramovic del año pasado en el MOMA, bien puede quedar condensada la diferencia que media entre ambos artistas en el efecto que causaría en el espectador la posibilidad de sentarse frente a frente con el artista durante unos minutos. Si con Abramovic ya tuvimos ocasión de comprobar lo que pasaría –dicen de gente que se ponía llorar, a rezar, etc.-con Nauman, y al hilo de lo aquí expuesto, bien me atrevo a asegurar que nadie se sentaría: nadie quiere acercarse tanto a la nada en que queda soportada nuestra vida, nadie quiere acercarse al sinsentido de la violencia y la tortura que soportamos y ejercemos.

lunes, 16 de abril de 2012

MIRADAS SOBRE EL OTRO: LA DISTANCIA IMPOSIBLE


JUAN CARLOS ROBLES: AUTONEGACIÓN
GALERÍA OLIVA ARAUNA: 14/03/12-05/05/12


Tratar de llevar a cabo una incisión lo suficientemente profunda en el discurso que propone Juan Carlos Robles para esta su quinta exposición en la Galería Oliva Arauna y que de ahí emane algo parecido a una novedad, a una articulación artística capaz de construir una lógica estética, es casi imposible. Y no es porque el conjunto de las obras sea inocuo sino porque, se nos antoja, la densidad ontológica que pretende abarcar el artista con estas quince nuevas piezas es, simplemente, desproporcionado en relación a la plausibilidad que destilan.

Si muchas veces al artista se le reprocha un discurso teórico vano y fútil, que no hace otra cosa que dar cuenta de una pléyade de lugares comunes, en esta ocasión el artista apunta a una discursividad acerca de la construcción de identidades pero en modo alguno capaz de tocar pie al intentar sacar petróleo de las tierras baldías de una serie de estrategias artísticas que necesitan regarse a diario para apuntar siquiera la posibilidad de una mínima cosecha.

Así es el arte de hoy en día, o así al menos debería ser: ahora, cuando sus fronteras quedan cada vez más difuminadas por la mercadotecnia del esteticismo, por la conquista a manos de la publicidad y del diseño de prácticas otrora reservadas al campo estético, el arte debe de ser consciente de las dificultades con las cuales ha de luchar para alumbrar algo parecido a un éxito propio.

Escrutando un poco lo que se nos ofrece, parece que el artista tiene a bien realizar un proceso de reducción de la distancia que siempre media entre el ‘yo’ y el otro para desde ahí -autonegándose- transitar de modo novedoso por las redes libidinales que conectan el acceso al otro con nuestros más profundos deseos y con nuestra construcción subjetiva.


 
A raíz de un accidente de moto en el año 1986 y su posterior recuperación, la obra de Robles surge de ese primer encontronazo visual del recién recuperado con los rostros de sus familiares y amigos. Articular ese campo intermedio, medirlo, reinterpretarlo: esa es la tarea que ocupa a Robles y para la despliega una serie de axiomas fundacionales que recorren todo el espectro de nociones con las que suele pensarse esa relación especial –y fundacional- entre el yo y el otro.

Campo fenomenológico por excelencia, Robles sin embargo trata de apuntalar su obra bajo el prisma de la fisicidad, de la imagen no ya como representación sino como efecto de superficie, como cosa en sí, apoyándose para ello en un filtrado conceptual un tanto poliédrico con el que cuesta hallar feedback: a pesar de que la meta de Robles parece que es que el espectador se vea reflejado en la imagen del artista, la cosa hace aguas en la multiplicidad de caminos que transita para ello. Desde el hecho tecnológico hasta la imagen especular, desde el detournement de la memoria histórica compartida hasta la multiplicidad de puertas fantasmagóricas que desvelan la imposibilidad de un final, de toparse cara a cara con un ‘yo’ conciso -y calavérico.

El artista lleva a cabo un trabajo de eliminación de la identidad, un trabajo de reducción que remite a un sujeto como negativo de sí mismo, como efecto velado de su propia constitución, para desde ahí hacer tabula rasa con toda construcción escópica basada en la separación, reduciéndola hasta la mínima expresión y convertirla en un infrafino, en una superficie liminar. Ahí, otra vez, los excesos descentran la capacidad de reconstrucción de sus piezas: intentar reducir el objeto artístico al mínimo, al grosor –infraleve- del cristal que separa al yo del otro, la mirada que ve de la mirada que es vista.

Y el error, me da a mí, redunda a que ninguna pieza, o al menos pocas, hacen gala de un punto de escape, de un punctum por el que todo lo discursivo se filtre, por donde la imagen reflejada halle la imposibilidad de verse a sí misma, un punto de visión ortopédica. Todo en Robles remite a una planeidad escópica donde lo infrafino hace acopio de mermar la diferencia de polos hasta el mínimo de lo posible. Tal misión es imposible: o lo uno o lo otro, pero siempre a de mediar un punto ciego, una mirada incapaz de mirarse, un 'ver lo no-visto' que diría Brea.

En definitiva, devolverle al régimen hiperescópico actual lo mismo que nos da, sin operar un rasgamiento, un velamiento en la superficie libidinal, en la pantalla-tamiz, supone darse de bruces con lo ‘ya-visto’, con una imagen incapaz de traspasar nuestra fisicidad. Y sí, somos lo que vemos, o quizás, nos escondemos detrás de lo que vemos, pero reduciendo nuestra imagen, haciendo del ‘entre’ del visto/ser-visto un infrafino, no se consigue rearticulación alguna: solamente la constatación de que por fina que sea tal membrana, siempre existirá una separación, un trauma originario, un lugar a-significante, un vaciado del lenguaje, una expropiación incomunicable e invisible que apela a uno y que le llama a ponerse en manos del otro, a un otro al que no hay mirada alguna capaz de dar alcance.

miércoles, 11 de abril de 2012

HANS HAACKE: EL ARTE FRENTE A SU DESTINO


HANS HAACKE: CASTILLOS EN EL AIRE
MNCARS: 15/02/12-23/07/12


Una de las interpretaciones más comúnmente aceptadas entre los connaiseurs, comúnmente errónea pero por la que todos hemos transitado alguna que otra vez, es que el arte es el lugar privilegiado en el que se dan las contradicciones que forjan nuestra sociedad. Y si digo equivocada es porque uno tarda en percatarse que la producción artística es una más de las producciones racionales que vinieron en convenir la construcción de una sociedad y un nuevo sujeto allá por los arbores de una nueva época adjetivada como de Modernidad.

Pero lo cierto es que, no ya solo el arte –la producción artística- sino que ninguna de las instancias vertebradoras de lo social funcionan por disolución dialéctica de opuestos. Si la impronta hegeliana en la Historia está tan acentuada que es imposible borrarla, si los marxismos –y en general todos los ismos- se construyeron bajo la hipótesis de que llegará un momento en que toda la sociedad resolverá sus contradicciones –de modo particular, en el triunfo del proletariado-, hoy en día sabemos que, como Deleuze dejó escrito, toda sociedad se estrategiza, se deslocaliza a ritmo de reterritorializaciones, de fuga de flujos libidinales en una determinada dirección. Las intuiciones proféticas de Adorno en relación a una razón mitológica y negativa dieron pie a toda una serie de interpretaciones que tuvieron en lo inconsciente (Freud), en lo logocéntrico (Derrida), en una pulsión traumática hacia el abismo del Otro (Lacan), su razón de ser y que vinieron a desembocar en esta sociedad fragmentada y disruptiva donde el poder de la mercancía-imagen refulge con el destello aurático capaz de traer para sí todo el caudal mnemotécnico del instante-ahora. En definitiva, la razón funciona de manera muy distinta a esa panacea de la síntesis como modelo disciplinario de aunar el progreso, la historia y nuestro destino final.

Si bien es cierto que esa interpretación que hemos apuntado del arte como lugar de resolución de las contradicciones que habitan el núcleo de una sociedad son ya desechadas -muy a pesar de esa égloga mitológica que recae todavía sobre la figura totémica del artista-, no es común que la práctica artística explore las posibilidades estéticas de la gran fisura que habita en el corazón del arte: si el arte es una práctica ilustrada, si a pesar de quedar remitida –desde Kant- a una finalidad sin fin, es imposible que dicha finalidad no se escore hacia el escorzo que señala la funcionalidad del objeto-mercancía, ni tampoco se pliegue a los dictados de una escenificación suntuosa de la pulsión traumática que señala todo deseo y entre –la obra de arte- dentro de la lógica económica de las transacciones, del simulacro libidinal que decanta el valor de uso y de cambio según reglas espectrales.


Si bien lo común es que la práctica artística se inserte dentro de los excesos que genera el capitalismo, pocas veces, o casi ninguna, el hacer artístico señala justo ahí donde el mercantilismo y la excelencia artística, el blanqueo de dinero y la beneficencia, convienen en aunarse para enmascarar interese espurios con la máscara del ilustrismo y el glamur del arte contemporáneo. Y es que, en el avance y conquista a manos del capital de parcelas de mundo ajenas al poder de la mercancía, el arte sucumbe una y otra vez a esa fantasmagoría libidinosa que destella y refulge con el poder de la mercancía. Si la estética –desde Adorno hasta ahora- se entiende como estética de la resistencia es precisamente por esta lógica maquínica tan querida al capital que hace impotente cualquier destinación utópica para el arte, cualquier atisbo de ruptura con el régimen disciplinario dispuesto por la lógica del simulacro hipercapitalista.

Y es precisamente ahí, no ya en el ejercicio impotente de resistencia, no ya en transigir con el esperpento y sacar fuerzas de flaqueza, no ya en hacer bueno la mecánica del capital para extraer excedentes de sentido y de significación, sino en el difícil territorio que señala la confabulación que arte y mercancía se traen entre sí donde Hans Haacke se sitúa.

Heredero de las formas conceptuales, Haacke utiliza todo tipo de registros para dar cuenta de los oscuros intereses con los que a menudo el arte se vincula: enriquecimiento, trasvase de fondos de capital, blanqueo, especulación, etc, además de hacer claro cómo toda obra de arte queda inserta desde su mismo acta de nacimiento en las lógicas más fantasmales de la plusvalía, la revalorización y la inflación.


El MOMA, la tabacalera Philip Morris, la marca Saatchi & Saatchi como mecenas que mezcla arte y negocios espurios, el mecenas del Museo Ludwig de Colonia –Peter Ludwig, el maestro chocolatero- como una buena muestra de injerencia de intereses privados en el obviamente nada idílico panorama del arte, la mano “invisible” que mueve los hilos de la economía, etc: Hans Haacke hace énfasis en documentar los procesos sociales que se injertan en la producción artística cuestionando de manera soberbia las relaciones que se establecen entre los agentes económicos, culturales y artísticos.

Si Perniola habla de un arte en la sombra, si Sloterdijk comenta como el arte se retrotrae sobre sí mismo esperando su momento, si Adorno condena al arte a un mutismo insondable habida cuenta de los procesos de mercantilización que le rodean, si las tesis ontoteleológicas de Heidegger pueden verterse hacia el arte de modo que el nihilismo que rodea un arte hiperinstitucionalizado e hipermercantilizado propicia una ‘nada’ como posibilidad última de alumbramiento, si la estética de la resistencia pareciera desbordada por la sociedad del espectáculo y la pantallocracia, Hans Haacke pareciera reunir en torno a sí elementos dispares de esa tectónica de placas a la que remite una práctica artística interesada, sesgada y eminentemente mercantilista para trazar piezas que muestran de manera perfecta la conjunción de intereses que vienen a hacer imposible el cumplimiento efectivo de cualquier misión para el arte y, por ende, la teorización del arte como algo actualmente oculto, callado, a la espera de su momento.

Es decir, la situación del arte sabemos todos cual es; pero el hacerlo tan palpable, hallar incluso de dicha situación todavía aún un sustrato artístico de imponente caudal demuestra bien a las claras que las cosas no cambiaran: que el tejido económico que da fuste al arte contemporáneo seguirá utilizando al propio arte como treta ignominiosa y que, por otra parte, aún en el peor de los casos todavía será siempre capaz de hallarse –aunque sea a costa de esta mascarada inaceptable- un ahíto de fuerza en aquello que venga a comprenderse como arte. Ahora bien, la pregunta será que, dada esta situación, se hace ya inexcusable dejarse de sandeces e inocentes posiciones estéticas, coger al toro por los cuernos y tomar como materia artística esa imposibilidad para el arte, ese no-ser nunca el arte en su verdad, ese quedar siempre a rebufo de multitud de intereses poco éticos.


Si, y en relación con la pieza del propio Haacke para la propia exposición -“Castillos en el aire”-, el arte contemporáneo halla emplazamiento en una burbuja que, a diferencia de la bursátil e inmobiliaria, nunca estallará –imposible que lo haga cuando las propias mercadotecnias del enmascaramiento se han convertido en espectáculo artístico, véase Damien Hirst-, esta situación no debe de indicarnos la imposibilidad ya fehaciente de toda práctica sino más bien, y el ejemplo es el propio Haacke, la capacidad siempre disruptiva y de denuncia de un ámbito de la producción humana que aún en los peores momentos -¿o habría que decir gracias a ellos?- señala la trampa, la pantomima y la martingala de una sociedad que late al unísono de lo bobalicón.

En definitiva, y aún siendo claro que el discurso estético a de dejar a un lado los planteamientos metafísicos en relación a nociones como ocultamiento, verdad o esencia, el hacer de Haacke nos demuestra que la confabulación de los intereses económicos con el arte contemporáneo como modo y medio, barato y efectivo, de hallar relumbre social a golpe de blanqueo de capital, además de ser un momento efectivo de la historia del propio concepto de arte, le conviene sobremanera ya que demuestra la capacidad de este ámbito llamado estético para dar cuenta de una libertad creadora para la que es imposible poner barreras.

¿A cambio? Que el arte se tome a sí mismo en serio, que sepa de su condición de instancia privilegiada, y deje de autosermonearse con discursitos de niño mimado, de niño problemático al que no se le hace el suficiente caso.

Hace unos días Martí Manen escribía en 'salonkritik' un atinadísimo texto en relación a las relaciones entre arte y mercado. Ahí ponía el ejemplo de las nuevas relaciones en que había entrado el Tensta Konsthall –centro de arte sueco- con Bukowskis, la casa de subastas más importante de aquel país y propiedad de la familia Lundin, gente de petróleo y actuaciones más que dudosas en Etiopía. Conclusión: “el contexto artístico descolocado, las galerías enfadadas, los artistas que no saben cómo posicionarse”. La entrada de una fuerza económica tan desmesurada en el mercado-arte hace que éste quede oculto, sedimentado y descentrado por las nuevas tensiones relacionales que propicia un boom económico y simulacionista tan potente como puede ser el que atesora la familia Lundin.

Protestar, clamar por formas más democráticas de darse el juego de relaciones que construyen el ámbito artístico…, pero también saber que aún así el arte debe ser fiel a sí mismo y a su destino.

jueves, 5 de abril de 2012

¡QUEREMOS TANTO A CINDY!




CINDY SHERMAN
MOMA: 26/02/2012-11/06/12

Desde que con tan solo 28 años –cuando en 1982 sus trabajos entraron a formar parte de la colección del museo- entrara en el MOMA por primera vez, hasta que ahora, ya con 57 años, la misma institución ha programado una retrospectiva de toda su obra, el nombre de Cindy Sherman no ha hecho más que incrementar su valor día tras día. Aquellas fotografías que allá por el año 1981 hizo para una serie ya mítica titulada Untitled Film stills han venido a sumarse a la pléyade de obras destinadas para la gloria, aquella reconocidas con un solo vistazo y repetidas una y otra vez, aquellas capaces de insertarse en el imaginario colectivo.

La serie, comprada en diciembre de 1995 por el propio MOMA por la estimable cantidad de 1 millón de dólares, y exhibida por vez primera en sus instalaciones en 1997 bajo el sponsor de Madonna, ha terminado por convertirse en la divina encarnación de las estrategias apropiacionistas en la era de la reproducibilidad técnica, y en hacer de dicha operación la forma precisa de diseccionar un mirar diciplinado y consensuado.

Comenzada en 1977, las 6 primeras fotografías de la serie –de las cuales las cuatro primeras, según confesión de la artista, entraban todavía dentro de una ensayo general- están ligeramente desenfocadas y muestran a una misma ‘modelo’ rubia. El siguiente grupo de fotografías está tomado en 1978 en la casa familiar de Robert Longo -a quien conoció en el Buffalo State College y con quién formó pareja hasta un año después- en Long Island. A finales de ese mismo año empezó a hacer fotografías en exteriores para terminar en 1979 trabajando en su propio apartamento (por ejemplo, Untitled Film Still #35). Los preparativos de un viaje con sus padres a Arizona (véase Untitled Film Still #48) le sirvieron para ampliar la serie, y los alrededores de Nueva York fue la última ‘escusa’ para terminar las 69 fotografías

Compuesta, como decimos, por 69 fotografías en blanco y negro y de medidas tan pequeñas como pueden ser 8,5 por 11 pulgadas, y enmarcadas todas ellas en un simple marco negro, la serie ‘representa’ a una misma actriz –la propia Sherman- disfrazada y fotografiada según los cánones de películas negras de los años 40 y 50 o de películas de serie B. Así, tomando para su propio beneficio las estrategias visuales de films –igual que más tarde hizo con los estereotipos de la televisión de los años cincuenta, de los avisos comerciales y de los filmes de horror- que si bien no se conocen –ya que no existen- sí que se reconocen, Sherman investiga la forma en que la mirada conforma la identidad de la mujer, el modo en que los clichés, la repercusión de una determinada imagen social de la mujer, estructura el mirar y el conocer de forma tan clara que las identidades –la de la mujer preeminentemente– quedan ya de forma previa designada como tal en relación con la visibilidad alcanzada por determinados dispositivos (televisión, revistas, cine, etc).

Las 69 fotografías conforman en su globalidad la imaginería visual asociada con la mujer, de forma que el hacer de Sherman apunta a un desbarajuste en esa relación, a un efecto de distorsión y de extrañamiento asociado con el hecho de que, si bien nada es conocido en cada fotografía, todo tiene ese raro ‘aire de familia’ que diría Wittgenstein capaz de desenmascararnos como adocenados mirones de lo archisabido: por mucho que queremos, por mucho que demos el pego, todos –nosotros también- ‘gozamos’ de una mirada adiestrada y robotizada, consensuada con el régimen general y ‘normalizado ‘ de la mirada, una irada que se recrea en el placer de lo conocido..

La supuesta actriz no es una actriz, es la artista, pero no por ello es un retrato, sino una réplica de un film que no-existe pero del que la artista se apropia para sacar así partido y esclarecer de forma tan sencilla los entresijos de la ‘mirada’ como construcción de identidad social. Es el extrañamiento, el misterio –incluso en ciertos planos contrapicados, lo que va tejiendo la red de conexiones merced a la cual damos por convenir, de forma harto sorprendente, como conocida a cada una de las imágenes. El efecto es por tanto de sorpresa: sumando desconexiones y suspensiones, haciendo del extrañamiento virtud, terminamos por convenir en conocer cada una de las imágenes, solo que con el estigma de haber confesado por el camino nuestra indulgencia más que pasmosa –y libidinosa- con los regímenes de visibilidad más convencionales y soportados por el sistema-visión.

El triunfo incontestable de Sherman es que en una misma serie aúna dos de las preocupaciones más importantes del arte contemporáneo que han convenido en articular el sentido mismo de la imagen: el carácter ontológico de ésta y la capacidad que aúna desde determinado momento para construir identidades. Es decir, es haciendo converger las teorías postmodernas en relación a la imagen con las preocupaciones identitarias más en boga en aquel momento (como pueden ser las de identidad sexual), la manera de hacer valer una estrategia como la del apropiacionismo como válida no sólo para revitalizar imágenes venidas del pasado, sino para interrogarse sobre los supuestos culturales sobre los que se erige una imagen como válida.


En relación con las teorías postmodernas Sherman hace evidente la contingencia y lo contextual, utiliza la repetición y la serie como constructor de significado, problematiza el valor de unicidad apostando por la copia, y se sitúa en un difícil intersticio entre la noción de autoría y la de creatividad. Y en relación con las nociones de carácter identitario, Sherman enfatiza los papeles femeninos culturalmente establecidos y marcados por la costumbre tal y como aparecen reproducidos en los medios de comunicación, realizando así una crítica a tales medios de masas y a la hegemonía de una mirada adiestrada. Es decir, si por una parte utiliza las nuevas capacitaciones que para la imagen tiene su ingreso en la era de la reproductibilidad técnica (ya que de ahí emanan todas las categorías de las teorías postmodernistas), por otra entra en liza con esa misma reproductibilidad infinita usada por los mass-media para criticar la visualidad generada por su uso en la era del capitalismo avanzado.

En definitiva, Sherman se sitúa como el último eslabón de esa cadena que conforma una línea fronteriza trazada de forma ya clara en la era de la reproducibilidad técnica para Benjamin o en la era de la mercantilización del objeto-arte en la era del capitalismo avanzado de Adorno. La ubicuidad de la imagen, su reproductibilidad infinita, la distribución generalizada… ¿van en la senda de una mirada más amplia y democrática o, por el contrario, es el fermento perfecto para que el poder despótico de la imagen-capital opere su mercantilización a escala global?

A colación de esta pregunta, es cierto que este poder que se sabe de la imagen-capital, ese poder que consiste en que cada uno ‘crea’ que mira y ve lo que ‘cree querer ver o mirar’, cuando muy por el contrario no se trata más que de miradas articuladas y adiestradas, entro allá a finales de los años 70 –justo cuando aparece la obra de Sherman- en una nueva era. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta esas fechas ya se pudo ver lo que hoy es más que palpable: que la sociedad del bienestar, esa entelequia utópica en que se basó todo desarrollo económico, no iba a ningún sitio sin una economía del ocio a gran escala, sin una lógica del espectáculo que llenase por completo las redes internacionales, sin la creación de una pantalla-mundo, una pantallocracia, donde cada ciudadano se comprendiese –y construyese su identidad-únicamente como espectador frente a una pantalla: solo siendo diana de los flujos catódicos, de los flujos libidinales de los que emana el aura mítica de la imagen-tiempo refulgiendo en el instante-siempre-presente de la pantalla, se puede tener disciplinada la mirada de un ciudadano para el que si no hay futuro, será por lo menos pertinente que haya un presente.

Así pues la obra de Sherman ha de incardinarse dentro de las contestaciones proferidas en relación a un poder que había sobredimensionado su operatividad exponencialmente a base de construir una serie de dispositivos socio-culturales y aunarlos para dar paso a una tecnificación de las subjetividades, un modelo de realidad consensuada en el espectáculo según la cual toda identidad es reflejo del disciplinamiento tecnológico hacia la que la conciencia mira en su autoproducción. Corolario principal de esta situación es que, de manera ya pérfidamente perfecta, las identidades no son ya reflejos de representaciones, sino que más bien son producidas por ellas. Producidas de forma fragmentadas, disruptivas, producidas como efectos de superficie, como mero simulacro de imágenes.


En esta lógica implícita en la economía de las imágenes-capital, el apropiacionismo utilizado por Sherman no tiene nada que ver, aunque destile de un mismo núcleo de resistencia estética, con las prácticas de Duchamp (recordemos su célebre L.H.O.O.Q.) o de Warhol: cada uno muestra la fuerza con que opera el exceso que siempre destila el capitalismo. Si a Duchamp le ‘basta’ con desenmascarar los mecanismos de valor de la obra de arte, si Warhol ya es capaz de vincular este ‘valor de culto’ de la obra de arte con la fantasmagoría de la mercancía, Sherman da una vuelta más de tuerca para remitir el valor de cambio que opera en toda transacción con la emergencia de una subjetividad totalmente adiestrada en el mirar que la ha hecho construir.

La apropiación practicada por Sherman no va en la onda de una reubicación contextual que ponga en cuestión la institucionalización del arte, no va tampoco vinculada con el desenmascaramiento del trauma del arte en su dependencia de las transacciones económicas, ni en jugar al cinismo postmoderno de hacer de esto virtud, sino que se inserta en la última conquista del mundo del capital: en ese intersticio que une y separa el ‘ver’ con el ‘ser-visto’, que construye según una mirada disciplinada incapaz por otra parte de hallar sentido completo y se contenta con la fragmentación, con el desplazamiento, con el simulacro de identidades nómadas que no tienen más remedio que hallar la distancia precisa en ese juego de espejos en que redunda toda relación dialéctica entre el ‘mirar’ y el ‘ser-mirado’.

Es precisamente esa distancia la que propicia el extrañamiento entre la ‘artista’ y la ‘modelo’, entre su identidad y sus disfraces, entre la imagen-fílmica y el no-existir de tal film, etc. Como toda práctica apropiacionista, de una parte muestra el dispositivo, hace patente el gesto que conforma la obra, y por otra apela al espectador situándole en un campo de visibilidad extrañamente conocido, situado en ese intersticio en que las relaciones entre visibilidad remiten a un juego dialéctico de enfoques y desenfoques.

En definitiva, el apropiacionismo de Sherman crea –en ese ir y venir de la mirada- la posibilidad de que el espectador se integre dentro de la imagen para descubrir que ese intersticio, ahí donde mediara la pantalla-tamiz teorizada por Lacan, es un lugar minado, un reducto conquistado de una vez por todas por las economías d la imagen y del espectáculo. Somos porque miramos y porque nos miran, porque estamos incardinado dentro de un régimen de exhibición donde nosotros mismos somos mercancía: la empollona, la golfilla, lo ama de casa….

O, también pudiera ser: el que va a museos, el que conoce la obra de Sherman, el que lee esta artículo, etc: todo juego de espejos, todo simulacro, todo mentira -como Madonna, solo que ella lo sabe, no finge, de ahí su triunfo radical.

lunes, 2 de abril de 2012

ARQUITECTURAS PROTÉSICAS


RAQUEL PIZARRO: PRÓTESIS DOMÉSTICAS
GALERÍA RAQUEL PONCE: 01/03/12-04/04/12

Ciertamente que uno de los cambios más palpable en esto del arte contemporáneo en relación a otro –que pudiéramos llamar arte romántico- puede quedar consignado en la impronta fenomenológica, hermenéutica, que la práctica artística ha ido tomando a lo largo de las últimas décadas. Como prueba, como suele decirse, un botón: eso de la insustancialidad de la obra artística, eso tan de Schopenhauer de cifrar prácticas artísticas -como bien pueda ser la arquitectura- como de escaso valor habida cuenta de la materialidad física con la que trabaja, se ha dejado atrás para valorar cada estrategia artística según la apertura de sentido –político y disensual- que genere.

Es en este sentido donde se opera el pequeño milagro de comprender la arquitectura como una de las prácticas artísticas más en sintonía con la lógica del sentido que se desprende del propio acto de existir. Y es que si bien es cierto que desde épocas pretéritas la arquitectura remitía a la economía de la sociabilización del sujeto y a la lógica del poder, también es cierto que poco a poco se ha tornado en la práctica más consustancial con el propio acto vital de habitar como producción –eso tan Ilustrado- y generación –eso tan de última moda- de la vida misma.

Pero si bien puede decirse que poco a poco hemos ido dejando atrás la palabra-clave ‘producción’ por la de ‘generación’, es consecuencia palpable que conceptos como esfera pública o ciudadanía han venido a sumarse desde un lugar privilegiado en los discursos políticos y estéticos más en boga, merced a los cuales la arquitectura es comprendida como una práctica de primer orden. Y es que ahora no se produce sino que se genera: todo queda al amparo de una lógica interdisciplinar e intersubjetiva amparada en los flujos rizomáticos y nodos libidinales (en su versión marxista-freudiana), y en las huellas históricas de una conciencia que se des-vive en una memoria siempre coagulada de tiempo ya-sido (en su versión más fenomenológica y deconstructiva).


Así las cosas, la arquitectura ha devenido la práctica clave para toda praxis preocupada en reflexionar sobre los procesos de formación tanto de la subjetividad como de la esfera social. Apelando a un lugar intersticial que tan pronto toma para sí la fisicidad de los elementos y la ergonomía de las formas, cómo torna para comprenderse como lugar del que parte todo habitar humano, toda comprensión de la historicidad propia del humano en ese trenzarse continuo de pasado y de futuro.

Bien puede decirse entonces que si hay un lugar donde quede cifrado la temporalidad extática del humano, esa es la ciudad; si hay un lugar donde la sociabilidad del humano engarce con sus preocupaciones más íntimas, esa es la ciudad; si hay un lugar donde pueda postularse bien a las claras esa utopía ilustrada de la esfera pública como construcción dialógica, esa es la ciudad.

Es esta doble cualidad de la arquitectura de remitirse a los procesos más subjetivos y domésticos como a las lógicas del habitar más social, lo que forma el núcleo discursivo de Esther Pizarro en esta su cuarta muestra en la Galería Raquel Ponce. Así, si el material de trabajo de Pizarro ha sido siempre la ciudad, el topos sobre el que el humano desarrolla su vida y teje sus relaciones más existenciales, en esta ocasión Pizarro presenta una serie de obras donde reflexiona acerca de las relaciones entre el espacio público y el privado, sobre el habitar del ser humano en ese lugar intersticial que, remitiendo a ese doble carácter de doméstico y público, ha de quedar vinculado a un aspecto de prótesis, de frontera rarificada entre ambas instancias.

La ciudad, uno de los ejes discursivos del trabajo de la artista madrileña, se convierte en esta muestra en la estructura vertebradora que vincula la geografía interior del sujeto con la exterioridad de la sociabilidad. La ciudad como soporte, como sustrato histórico donde el sujeto va desmembrando sus existencias, se inserta en los elementos más domésticos del ámbito hogareño del sujeto para resultar en el experimento un palimpesto que mucho tiene de constructivismo desutópico, de rearticulación del sentido de lo social no ya como límite político de formas de ser aunadas por la comunidad disciplinada en el consensos de masas sino más bien como suma de nódulos interrelacionales, de mónadas con ventanales al ‘afuera’ en que queda lanzado todo existir público –es decir, social y político.


En ese ir y venir, en esa interrelación entre ámbitos, es la prótesis la figura que hace destacar Pizarro: prótesis encarnadas en estas piezas disruptivas y disfuncionales, como injertos que crecen por sí mismos, como tumores que rarifican ese ámbito fronterizo entre lo doméstico y lo público, entre el interior y el exterior.

Y es que la arquitectura, en ese lugar privilegiado en el que se encuentra, no ha de dar cuenta ya de utopías ni ha de cantar alabanzas a la posibilidad de una sociedad perfecta, sino que más bien ha de trazar el sentido, mostrarlo más que decirlo, en que se da un existir plenamente humano, en que se da la concordancia precisa entre su espacio interior y el exterior, entre una subjetividad íntima y personal y otra social y política.

Que el resultado sea una prótesis, un eccema en el tegumento de nuestras realidades más comunes, es una figura bien precisa y bien acertada para encarnar un existir en devenir, en construcción constante, que ha de atender a realidades enfrentadas y diversas, polimórficas y polisémicas, donde el habitar queda enfrentado desde un ‘yo’ a un ‘nosotros’ que ya no puede darse nunca como mera consecuencia de utopía social alguna.

Pero, en definitiva, siempre nos ha quedado eso: o seguir cantando las glosas de las utopías, tan convencionales y consensuadas todas, o lanzarse en pos de lo orgánico, de lo protésico, de un devenir y de un habitar más abierto a un sentido siempre en construcción.