martes, 26 de octubre de 2010

IMAGENES -TIEMPO: LA AUTOCONCIENCIA DEL ARTE


HELENA ALMEIDA: BAÑADA EN LÁGRIMAS
GALERÍA HELGA DE ALVEAR:
hasta el 30 de Octubre

La elevación de la fotografía a categoría de arte es relativamente reciente. Apenas cuarenta años, cincuenta a lo sumo. Y la trayectoria seguida para ello no nos debe de sorprender en absoluto. Su entrada por la puerta grande del arte vino del progreso efectivo de la herramienta técnica como tal –aquerencia de un lenguaje propio- y, al mismo tiempo, de un cuestionamiento de sus propias condiciones de producción.
Es decir, para un arte heredero de las paradojas trascendentales –en sentido kantiano- de la ilustración, es solo asumiéndose a si misma como producto problemático como todos y cada una de las diferentes técnicas artistas han ido sumándose al mundo del arte.
Este autocuestionamiento que esencia a cada arte se puede realizar, según Brea, de dos maneras: “resolviéndose en la forma de una crítica de su propio lenguaje que como tal se pone en el lugar de la propia obra; o en la forma de la autonegación de sus cualidades enunciativas como alegoría de la ilegibilidad”.
En lo referente a la fotografía, la estrategia seguida ha sido más bien la primera: postularse más que como un medio en connivencia con la representación, como una herramienta para desinstalar todos los presupuestos dogmáticos en torno al mero acto de representar y, con él, de mirar.
La ecuación a la que ha venido a dar todo esto es que la fotografía, más que representar, espacializa el tiempo en una sucesión de diferencias que se proyectan hacia el pasado y el presente. Y la lógica para ello es demoledora: temporalizándose la imagen, la aparente representación de una mismidad siempre efectiva queda diluida en una infinidad de microdiferencias que hacen que aquello que presuntamente hace de soporte al arte –memoria, presente, representación, sujeto- queden trastabillados y derruidos. Como diría Deleuze, es en su devenir-diferencia como la fotografía se topa con la esencia de su arte.
El rito, aquello a lo que Benjamin hacia remitir la función del arte, queda desfundada en una pluralidad temporal de identidades que, y para más inri, lejos de en su globalidad señalar una interpretación o un sentido, permanecen balbuceantes en el exterior de una promesa, en el afuera de una esperanza, en el margen de un lugar que está siempre ausente.
Así, las fotografías artísticas señalan el lugar de un olvido, lo traumático de una perdida o lo fantasmal de una presencia nunca del todo hecha efectiva; lo fotográfico remite a una narratología nómada, que vagabundea en pos de una clausura que la esencialice pero que se ve constantemente lanzada al parpadeo temporal que media en el ínterin de una mirada fustigada en la invisibilidad de unos instantes siempre diferentes entre ellos.
Es por tanto representando lo irrepresentable del cuestionamiento acerca de lo que Benjamin llamaría inconsciente óptico como la fotografía ha conseguido tomar posiciones destacadas en la producción artística.
Helena Almeida es, en este sentido, una de las grandes fotógrafas que en la actualidad, y desde sus primeros pasos allá por los años 70, comprendió mejor que nadie cual debía de ser la orientación metodológica (y política, pues todo mirar es, antes que nada, una cuestión política) a seguir por la fotografía.
Apoyándose en una inventiva multidisciplinar que cogía elementos de lo performativo y el body art, Almeida se adentró por un conceptualismo, muy en boga en aquellos años, pero que dirigía más a cuestionar la mirada que a vérselas de tú a tú con el frío mundo de las ideas acerca del arte.
Si Bruce Nauman, en aquellos ‘absurdas’ andanzas videográficas en su estudio, vino a enfatizar el primado performativo y temporal de un arte que ya sabía que su siguiente destino estaría ligado indisolublemente a las cualidades técnicas de reproducción (¿y cual no lo ha estado?), Almeida parece hacer lo propio pero con la fotografía.
Si para aquellos primeros videoartístas la gracia consistía las más de las veces en generar un cortocircuito en la emisión de imágenes, en provocar una ceguera en lo visionado, poniendo así sobre la mesa que el soporte y el signo no venían a ser lo mismo, Nauman, botando una pelota en su estudio, reveló las secretas estructuras del arte contemporáneo: que el arte sería un arte de los medios, que a la puesta en claro (obviamente previo paso por lo paradójico y problemático) de los términos por ellos usados es hacía donde se debía de dirigir el arte y que, en el límite, y coincidiendo con Debord, “el medio es el mensaje”. Es decir, y también con él, si el arte es una cuestión de distancias, el arte debía de asumir la tarea de borrar los límites haciendo coincidir la reproducción en el medio con el mensaje ahí reproducido: que sólo problematizándose, poniéndose en el lugar de lo emitido, la reproducción así producida podría ser considerada como una obra de arte.




Si el medio siempre es diferente del mensaje, sustituyendo la señal ideográfica por la propia obra de arte se consigue la cerrazón del círculo: representar los límites reproducibles del medio como autocuestionameintos del mero hecho de producir arte.
Así en su caso, Almeida ha representado siempre la imposible congelación en un instante de una acción, de una duración (en el sentido más bergsoniano del término) que trasciende por mucho la identidad espacio-temporal de un ‘ahora’. En relación con lo más arriba dicho, es sustituyendo la representación por la obra de arte como Almeida consigue diluir la constricción que siempre ha pesado sobre la fotografía como instrumento para captar el presente.
Evidentemente, la fascinación de la paradoja está aquí en su máximo esplendor: es obra de arte porque cuestiona la reproducibilidad técnica al servicio siempre del ‘ahora-presente’, porque, como diría Boris Groys, hace efectiva la sospecha que se esconde detrás de todo símbolo; pero, para ello, ha debido de autocomprenderse previamente como obra de arte y tomar el lugar de las señales reproducidas en dicho medio. Dicho más sencillamente: es obra de arte porque en su reproducirse cuestiona al propio medio de reproducción, pero es sólo capaz de proponerse como tal, de ponerse en el lugar de las imágenes porque tiene el arrojo previo de autocomprenderse como obra de arte.
Pero no hay que alarmarse: en un arte de las diferencias, de la temporalización y del autocuestionamiento, el modo de acceder a este pensamiento ha de ser siempre paralogístico, nómada y voladizo. El fundamento es una gran grieta en el propio sistema epistémico; solo así sabemos que avanzamos en la dirección correcta.

domingo, 24 de octubre de 2010

FRIEZE: VIAGRA AL POR MAYOR


FRIEZE ART FAIR: LONDRES, 14-17 OCTUBRE
(artículo publicado en Revista 'Claves de Arte':
http://www.revistaclavesdearte.com/mercado/20754/Frieze-Art-Fair-2010
Para empezar, y aunque no sea lo usual tratándose de una ‘crítica’ a una feria, algo que por esencia es insobornable a la labor crítica, una reflexión. ¿Es sólo casual que la bienvenida a la última edición de Venecia y a esta edición, la décima, de Frieze consistan, respectivamente, en unos espejos ‘destrozados’ por Pistolleto y en un espejo, de la artista Jeppe Hein, que devuelve una imagen alterada y temblorosa de la realidad circundante? Seguro que lo es, pero, como decía Groucho Marx “que casual que casualmente pasen tantas casualidades”. O lo que es lo mismo, ¿no es ello sintomántico de un arte que se debate entre la necesidad de ofrecen potencialidades renovadas para la creación de imaginarios colectivos y su más que paralizada capacidad para llevarlos a cabo prefiriendo permanecer al abrigo del glamour y dandismo que todavía sigue despertando?
Para mayor énfasis de lo que pareciera ser nuestra tesis, otra obra con el que iniciamos el recorrido, un bañista, esta vez de Elmgreen y Dragset, muestra a un muchacho paralizado en lo alto de un trampolín dubitativo si tirarse o no al agua. Y es que esa, y no otra, pareciera ser la actitud del arte contemporáneo en relación a las que debieran ser sus potencialidades.
Pero, no obstante, y poniéndonos ya en nuestro sitio, no es para menos: después del annus horribilis que supuso el 2008, después también del estancamiento generalizado del 2009, nadie deseaba que este año fuese el del paso atrás y del miedo generalizado. Así las cosas, y como querer es poder, parece que por fin el año 2010 es el del, al menos aparente, resurrección para un mercado del arte que tiene en Frieze una de sus citas claves. La tiranía de las cifras mandan sobre cualquier otra cosa y, tal y como parecen estar las cosas, no es tiempo para florituras. Mejor la seguridad que lanzarse al agua, mejor juguetear con la representación distorsionada que dejarse llevar por el destino de un arte que tiene en la verdadera alteración del régimen escópico una de sus claves actuales y nunca resueltas.
Sin embargo, y aún siendo esto lo básico y primordial para una feria, trazar unas líneas maestras de lo que se ha podido ver en Frieze este año e ir más lejos de la frialdad de unas cifras es algo que urge en beneficio, principalmente, del propio arte. No queremos subirnos en la ola del negativismo más banal y recurrente, pero que Damien Hirst haya sido el artista que ha copado las dos primeras posiciones en precios alcanzados con dos refritos de su ya más que dilatada carrera es algo que no por lógico debe de ser subrayado antes de ponernos manos a la obra.
6 millones de euros por una vitrina de viagras y 5.6 por otra de peces que, para más inri, aludía en el título a Bruce Nauman, enfatizan mejor que ningún tratado de estética contemporánea que el arte está aún muy lejos de dejar atrás la época de su cinismo más recalcitrante.
Retomando, ahora sí, nuestra tesis del miedo del propio arte (¿miedo a su destino?), lo que se ha podido ver en Frieze este año es que el mercado del arte, a la hora de atar en corto las cifras del, por otra parte, imposible desastre, ha preferido por agarrarse a lo archiconocido de unas estrategias resabidas y a la dictadura omnipotente del objeto.



Reinterpretaciones de la estética del la mercancía se han podido ver por toda la feria: desde la silla de “plástico”-porcelana de Sam Durand, hasta el mecano de un puente de Londres de Chris Burden, pasando por el biombo de Tim Burr, las muletas de Urs Fischer, la silla de montar de Nairy Baghramian, los mangos de bronce de Sudodh Gupta o la puerta de garaje de Andreas Slominsky. Con más gracia la bandera hecha de libras de Cuiquinha, las obras grotesco-abyecto de Erwin Wurn, y el destello esquizoide de la mercancía de la siempre presente Silvie Fleury, otra incomprensible superviviente. Mateo López con un cajón lleno de virutas y Alex Buldakov con archivadores destrozados dan la contundente réplica a un arte demasiado acomodado en sus coordenadas, mientras que A. Chernysev y A. Shulgin actualizan la banalidad en un móvil que se enrolla en sí mismo.
Arqueologías de la memoria están también presente en las vitrinas de Bojan Sarcevic, la fotografía de tazas de té de Stan Douglas, las ensoñaciones de la memoria de una formidable Ricarda Roggan, así como en un fotograma-collague del espléndido video ‘Out of projection’ de David Maljkovic. En ese mismo formato fotográfico Doug Aitken sorprende con una obra que juega con la ruina, mientras que Félix Gmelin combina fotografía y video para evocar la figura del padre en un work in progress que llega hasta Monet.
La escultura, al hilo de esa catalepsia en el mirar, tiene en lo amorfo a su mayor aliado. Berlinde de Bruyckere triunfa con un devastador ejemplo de su arte, aunque Rebecca Warren y Tony Cragg ejecutan a la perfección la devastación escultórica de cualquier atisbo de monumentalidad. David Adamo, Gedy Sibony, Kathinka Book o Jurgen Deschner combinan lo escultórico con la técnica del objet-trouvée de corte casi picassiano. Aunque el triunfo de lo matérico y lo objetual tiene su réplica en la delicadeza ingrávida de Alice Channer, en la artesanía laberíntica de Tomás Saraceno, en la desproporcionada sutileza de María Nepomuceno o en la levedad artesanal de Gabriel Orozco.
De entre los consagrados podríamos destacar, además del omnipresente Hirst, a Ana Mendieta, Tracy Emin y Rineka Dijsktra con unos videos de marca menor, a Dan Flavin y una de sus esculturas luminosas, a Thomas Demand, Jane & Louise Wilson y Tacita Dean haciendo apología del no-lugar y la memoria fragmentaria, unos dibujos de Raymond Pettibon así como diversas fotografías de Mapplethorpe. Además, Pipilotti Rist, Thomas Schutte, Ugo Rondinone, Paul McCarthy y Sophie Calle están también presentes con una obra característica de su producción.
Helga de Alvear y Juana de Aizpuru han sido las dos únicas galerías presentes y con obras la primera de Santiago Sierra y Ángela de la Cruz, y la segunda de Cristina Lucas, Alberto García Alix y Dora García dejan el pabellón patrio bien alto no desmereciendo en absoluto de otras propuestas.




Al margen de cualquier otra consideración, al margen también de cifras, obras excepcionales se han podido ver junto con otras que luchan entre la controversia y la nihilidad artística. De entre estas segundas cabría citar a Rob Pruitt y sus ‘retratos’ de Beuys, la desopilante carroza de Xavier Veilhan o la instalación disco-retro de Josephine Meckseper; el artista de herencia nigeriana Chris Ofili da la nota con un esqueleto negro dentro de una caja de embalaje mientras que David Shrigley opta por rodear a la galería con unas rejas con referencias a la violencia y la muerte con una puertecita por donde el visitante puede pasar.
Para terminar, a destacar el descaro pop de MadeIn, la gota de oro de Richard Westworth como la sublimidad de la forma-mercancía, las fotografías de la NASA de Thomas Struth, Kutlug Ateman en una de las pocas obras de video-arte que conjuga el medio con el mensaje, la habitación-instalación de Cao Fei, el arte incombustible de Claire Fontaine, o la contundente simpleza expositiva de Claire Harvey. Sobresaliente también el premio Cartier Award al artista Simon Fujiwara por su obra ‘Frozen’, una instalación site-specific que simula restos arqueológicos descubiertos bajo el suelo de la propia feria.

martes, 19 de octubre de 2010

DEL ARTE FUERA DEL ARTE


‘HUIS CLOS’: Mario García Torres, Peter Nadin, Roman Ondák, Mungo Thomson
GALERÍA ELBA BENÍTEZ: Septiembre-Diciembre 2010
(artículo original en Revista 'Claves de Arte':
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20741/Huis-Clos-en-la-Galeria-Elba-Benitez)
La premisa es contundente: lo que, a estas alturas, a de ser más que obvio es que el arte, las más de las veces, es cualquier cosa excepto, precisamente, aquello que se expone en museos, galerías o centros de arte.
Ya sean las teorías hermenéuticas del desvelamiento/ocultamiento de la verdad en la obra de arte, ya sean aquellas otras de la negatividad del propio concepto de arte que interseca toda su Historia, o, incluso, aquellas otras más ‘productivas-materialistas’ que inciden en la vinculación saber/poder a determinado régimen escópico para, desde él, llevar acabo determinada producción de subjetividades, lo cierto es que el arte remite siempre a un lugar ausente, a un ‘gran otro’ que llega siempre tarde -que difiere- a su propio destino.
Kant, en su dar acta de nacimiento al arte como producto ilustrado, supo ver mejor que nadie esta aparente paradoja circunscrita al propio concepto de arte sellando la “herida” en el concepto de sublime. Que para el primer romanticismo esta huida del propio arte a su destino quedase vinculado a la imposible adecuación entre la experiencia y el concepto, tuvo su continuación en la teoría de lo sublime de Lyotard, para quién lo que debería ser claro en el arte contemporáneo es “que lo que nos incumbe no es aportar realidad, sino idear alusiones a algo pensable que no puede representarse”.
Así entonces el arte remite, en una herencia que llega hasta el propio germen de la Ilustración, a un arte de lo paradójico, de los lugares vacíos, de la atrofia de lo visual y de los signos que designan algo que ya, en el mismo momento de señalar, no puede designarse.
Más aún: hoy en día, cifrado el arte, el arte de lo presente, en la fantasmagoría de lo hipervisible que puebla el mundo global, apuntalado sobre los cimientos del entertainment del ocio y del turismo cultural, adormecido en el sopor de lo institucional y del establishment que gira por ferias y bienales, lo sublime ha de quedar inexorablemente sedimentado por la propia historia del concepto de arte: el arte, ya de una vez por todas y quizás para siempre, es justo aquello que permanece silente, a la escucha, escondido y ausente, invisible en un diferir que se temporaliza infinitamente en sus propias diferencias.
La Galería Elba Benítez, en la temporada que se acaba de iniciar, parece prometer una reflexión, nada común por otra parte, de las verdaderas necesidades que el “régimen” expositivo ha de cumplir para, en vez de plegarse a la mitad fraudulenta del arte, acceder a un arte que solo, como hemos venido diciendo, es arte en virtud de su problematizarse, de su volverse otro y no acudir a su cita.
La actual exposición, Huis Clos, título tomado de la obra de teatro de Jean-Paul Sartre, reflexiona acerca de las relaciones que existen entre el objeto artístico contemporáneo, cada vez más efímero, cada vez más inmaterial, con el propio espacio, cada vez inapropiado, donde se exhiben.


Y es que para un arte que sólo es arte siendo paradójico, ésta, la paradoja, esencia desde el origen: si Danto hizo hincapié en una trasfiguración del lugar común como premisa “contextual” para referirnos al propio ámbito del arte, entonces un arte que hace elogio de lo efímero y procesual, de lo invisible y de lo inmaterial, pareciera sugerir un rompimiento de esas propias barreras contextuales-expositivas que le acercarían a la tan deseada estetización de la vida cotidiana, con el peligro entonces de verse menoscabado en su propio triunfo con las producciones de lo espectacular, lo hiperescenificación y los mundos de vida prometidos por las ‘repúblicas independientes’ de Ikea o los’ united colours’ de Benetton.
Comisariada por Magali Arriola, conservadora jefe del Museo Rufino Tamayo en Ciudad de México, la exposición consta de cuatro obras. La primera de ellas. ‘In The Name Of The Faher, The Son And The Holy Ghost’ de Peter Nadin, consiste en el lijado y pintado de la propia sala para acoger la exposición. Realizada por primera vez en Nueva York a finales de los años setenta, la obra altera por completo el espacio expositivo haciendo coincidir hasta el límite de lo posible el contenido con el contenedor.
Pushpin (Chincheta), de Mungo Thomson, consiste en una réplica de cerámica de una chincheta hundida de la pared. Siendo inutilizable, ya que no sirve para sujetar nada, la esfera de posibilidades a la que cabe remitir esta obra llena por completo el espacio de todo lo posible. La obra, entonces, es tanto la chincheta como todas aquellas ‘otras’ obras que pudieran ser reactualizadas-sujetadas por dicha chincheta.
La tercera obra, ‘Untitled (Post-It)’ de Roman Ondák, supone un giro de tuerca más al superponer el espacio expositivo con el plano temporal: la obra está en camino, simplemente no ha llegado a (su) tiempo y con la frase “Fecha de entrega aplazada hasta mañana” se genera una diferencia siempre aplazada temporalmente donde la obra de arte, cosificada, nunca terminará haciéndose presente.



Para finalizar, la última obra supone un cuestionamiento radical a los esfuerzos expositivos en los que queda circunscrito el actual régimen de lo artístico. ‘Untitled (Missing Piece)’ de Mario García Torres consta solo de una reseña, de un nombre más en la lista de obras de arte ‘expuestas’. La obra no llega tarde a la cita sino que, esencialmente, supone un nunca-llegar o, mejor aún, en un ser-obra, ser-diferencia, en el propio diferenciarse radical de aquello que le señala, en el catálogo, como obra. Emplazamiento-dentro-del-emplazamiento, diferencia-de-la-diferencia, la obra se comprende como huella irrasteable, como envío perdido, como pérdida que señala a la propia pérdida que nunca vuelve como su esencia.
Para nosotros, esquizoides enfermados por la pulsión de archivo y por el régimen disciplinario de la hipernovedad, esta exposición nos señala de manera sencillamente magistral que el arte es, siempre ha sido, la mitad ausente de ese gran relato omnicomprensivo que es la historia del arte como lugar del desvelamiento de ‘determinada’ verdad y como estrategia praxeológica de determinado régimen escópico y de la representación.

viernes, 8 de octubre de 2010

LA INOCENCIA (PERDIDA) DEL ARTE


JOHN ISAACS: “YOU ARE INNOCENT WHEN YU DREAM
TRAVESÍA CUATRO: 16/09/10-06/11/10

El arte, al menos desde que entró de lleno en la dinámica de la producción capitalista, un paso más incluso al autocomprenderse como producción ilustrada, goza, como suele decirse, de una mala salud de hierro. Prueba inefable de ello es que la tan manida coletilla de la “muerte del arte” ha quedado incardinada en una paradoja fundamental que esencia al arte contemporáneo desde sus mismas raíces: si, por un lado, es obvio que la estetización de la vida moderna corre pareja al ‘odio’ que el arte despierta entra el conjunto global de la población (no hablaríamos ya solo de muerte, sino de asesinato) –veáse por ejemplo las recientes palabras de Arthur C. Danto al no ser ajeno a percibir “la existencia de de una especie de ira, de resentimiento” y sentir como esta malidicencia “estimula una sombría negatividad en gentes dedicadas a erigir barreras entre el arte y el público”, por otro lado es ahora más que en ningún otro momento de su historia cuando el arte, el concepto historiográfico de arte, corre de forma más precisa hacia su im-posible destino.
Si es cierto que el arte ha muerto precisamente de éxito, no es menos cierto que la otra mitad siempre ausente del propio concepto de arte queda cada vez más indisolublemente ligada a cuestiones que, en palabras de Brea, “no pasan ya más por preguntarse cómo ‘resistir’ al proceso de encuentro y fusión de registros, sino, antes bien, por investigar cómo en su curso conseguir plantear una reorganización efectiva y en profundidad de las condiciones de la producción”. Es decir, el arte, en su quedar aniquilado en lo transbanal e hiperespectacular, tras quedar agazapado y siesteante en lo institucional, logra contraefectuarse de modo tan preciso como supieron ver tanto los popes de la negatividad (Adorno a la cabeza), como los más indómitos seguidores de la nueva episteme-rizoma (Deleuze, Brea).
En definitiva, y por ir concluyendo, es ahora cuando el arte no ha de rendir cuentas a nada, no ha de plegarse a nadie, no ha de sucumbir ante problemáticas ajenas en términos de legitimidad. Lejos de estar ya plegado a la lógica que acertadamente Walter Benjamin supo ver entre arte y política para promover una determinada ‘manera de mirar’ que se entregase al delirio del poder y el capital, el arte ha quedado sometido a una purgación de todos los dispositivos de resistencia para, definitivamente, entrar en la lógica de la diferencia pretérita, de la im-posibilidad plausible de toda promesa.
En este sentido, y por ejemplo, la cuestión de la ‘transfiguración del lugar común’ como piedra angular sobre el que levantar el edificio de lo artístico (comprendido sobre todo como instancia, ámbito o institución) queda ampliamente desconectada en una estética que ha llegado al límite en su solapamiento con el entramado de instancias formadoras de subjetividades siempre movedizas, siempre nómadas; o, de igual manera, el nudo “Bourriaudiano” queda desanclado de una producción, la del arte, que es endogámica a sí misma pero por elevación: el conjunto de redes productivas no responde ya solo a las condiciones de posibilidad sobre la que cimentar la producción de determinada superestructura –como pueda ser el arte- dando o negando carta de ciudadanía, sino que ahora la estética queda cifrada en una deriva en fuga donde, ya nunca más, ningún grupo de poder preestablecerá de antemano determinadas relaciones a seguir con el fin de perpetuarse.
Así, la dinámica inherente al sistema ha saltado por los aires al tiempo que se ha enquistado como preeminente; el arte no se pregunta sobre los modos de producción sino que él mismo autoensaya su propia representación: por eso escenifica siempre una huida, una contraefectuación, un suicidio teledirigido, una deriva fantasmagórica sobre el régimen de lo hipervisible, una huella de lo ‘aún-no-posible-pero-ya-sido’.
Siempre devastándose en sus propios límites, el arte ha dejado atrás su propia muerte para erigirse en el excedente, siempre ausente y a la deriva, de una producción hipercapitalista que, en su propio triunfo, crea las condiciones para la im-posibilidad de un accidente, para una diferencia que retorne no en lo idéntico de sí misma sino en otra diferencia, siempre sobredimensionada, siempre como envío, como fuga, como roce en el campo intensivo de la topología del sentido-acontecimiento.




El arte, por tanto, y aunque parezca mentira, ya no es inocente cuando sueña.

Lo único es que, estando sobrecubierto, sobre la seguridad que da el saberse ya inútil para un arte que ha bebido hasta los posos el veneno de su negatividad, el propio arte sigue parapetado en sus caducas formas que, si bien no le libran de una muerte preciosamente romántica, tampoco le encaminan hacia lo que, hemos tratado de poner en claro, su destinación.
John Isaacs, con el premonitoria título sacado de una canción de Tom Waits, “You are an inoccent when you dream”, es de aquellos artistas que prefieren el subterfugio de una salida a la carrera que el darse de bruces con la “inesperada” victoria en el tiempo de descuento. Y es que el arte también bebe de esto: de los miedos manifiestos a dejarse llevar por la huella de una memoria siempre extraviada, siempre renuente a reunirse con su “ya-sido”.
Enclaustrado en un idealismo de la praxis que enfatiza el “propio derecho independiente a existir” de todas las cosas, este arte sigue apostando por lo chamánico de un demiurgo, por lo romántico de un sujeto, yo-endiosado, como productor-mago. Al sostener, inconsecuentemente para un arte que en su autocomprensión queda remitido siempre a una desconexión rizomática en sus propios procesos de producción, una indiferenciación entre la forma física y la mental, su arte queda atrapado en una lógica de la conciencia que poco o nada tiene que ver con los problemas que acechan al arte, problemas que, como todo lo específico humano, remiten hoy a la, con Guattari, única finalidad aceptable de las actividades humanas: “la producción de una subjetividad que autoenriquezca de manera continua su relación con el mundo”.
Pensar, aún hoy en día, que el arte viene a ser un momento de síntesis orgánica, no es, las más de las veces, una treta para aquellos que prefieren seguir obnubilados con las promesas doradas de una redención fuera ya de plazo mejor que con lo des-esperanzador de un futuro siempre otro, siempre diferente y como aplazado en su espera. Lo único, y a señalar, es que el arte es capaz de transfigurarse de modo tan radicla que, en su mayoría, estas tretas vienen de aquellos que logran un mayor prestigio, como aquella corriente de los YBA y de la que Isaacs sigue sus ya más que obstruidas directrices.
Quizá, la inocencia se perdió cuando se supo que los sueños no quedan presos de una utopía idealizada, sino de un imposible más fantástico aún: aquel que nos esencia como precipitados de una deriva, de una fuga, de una espera para la que todo tiempo es ya siempre diferente.

miércoles, 6 de octubre de 2010

DESORIENTACIONES EN EL ESPACIO-ARTE


DARYA VON BERNER: “¿QUÉ SIGNIFICA ORIENTARSE EN EL PENSAMIENTO?”
GALERÍA MORIARTY


En sus Lecciones de Metafísica sostiene Ortega que la propia Metafísica no es otra cosa que tratar de orientarse dentro del fundamental “estar desorientado” al que remite la esencia de la existencia humana. Por ende, la liquidación de la Metafísica solo puede suponer dos cosas: o bien no hay manera de orientarse, o bien el modo “metafísico” ha de dejar paso a otras maneras de ensayar una orientación. Se sabe, por experiencia, que estas otras maneras son siempre gregarias, fragmentarias y altamente difusas. Ahí, por tanto, está el quid de la cuestión. O renunciar o contentarse con menudencias topológicas siempre al albor de rizomáticas fantasmagóricas.
Dicho de otra manera, o la destruktion heideggeriana supone el límite y final al que es llevado el pensamiento metafísico, o bien es solo el inicio que a modo de superación, como Verwindung, ha de dar paso a, dicho brevemente, otra cosa.
Para su triunfo, la orientación metafísica guardaba en su manga las dos cartas que, en principio, parecían iban a ser ganadoras: la representación y el poder de un cogito que no cesaba de traer para sí toda la carga de tiempo-presente que hiciese falta. En este sentido, el espacio y el tiempo eran los dos acólitos impertérritos sobre los que cargar un triunfo seguro y, casi por descontado, merecido.
El arte, quizá desde las primeras vanguardias, adivinó que el dardo envenenado tenía que ir ahí mismo, a la línea de flotación de una orientación metafísica cifrada en el primado del sujeto, la representación y el espacio.
Si las primeras vanguardias jugaban lúdicamente a cantar los beneficios de una razón siempre otra, las vanguardias de los años sesenta, en el parallax y acción diferida pregonizada por Hal Foster, supieron ver que jugando al mismo juego que la razón utilitaria podían mejor que de ninguna otra manera hacer frente a la burocrática absurdez nihilizadora en que dicha razón había definitivamente encallado. Lo conceptual y la serialización pop, comprendidos como retro-engranajes propios del racionalismo capitalista, sometieron a la razón a su nivel de tensión más alta hasta entonces.
La transfiguración del lugar común comenzaba a dar su frutos: si una caja de Brillo era arte por el mero hecho de ‘ser arte’, unas ideas, conceptuales, se aliaban con el arte por el mero hecho de ser… ¡ideas sobre arte! “Si se emplean palabras y estas proceden de ideas acerca del arte, entonces son arte, no literatura”, decía Sol LeWitt.
Así, y por ejemplo, un espacio vacío no era ‘solo’ un espacio vacío. Era una reflexión acerca de las coordenadas psíquicas sobre las que se erige el ser humano, era un discernimiento fenomenológico acerca de la hermenéutica, de alto calado existencial, entre el ser y la nada, era una trampa puesta al propio acto de ver, acto sobre el que se levantaba el mausolítico concepto, ya por entonces hecho institución, del arte.
Era eso y mucho más: era seguir, el propio arte, autoparodiándose y tratando de escapar a lo negativo de su destino, era, por último, oponerse, desde un ámbito de producción como es el arte, a la producción como triunfo radical del signo-mercancía. Era, en definitiva, crear una diferencia, un vacío en el armazón de estructuras prefijadas de antemano, la puesta en limpio de una de las metáforas más potentes del arte contemporáneo: poner ‘nada’ donde, presumiblemente, debía de haber ‘algo’. “¿Por qué es el ser y lo nada?”, se preguntaba Heidegger en uno de los textos fundacionales de está nueva aventura. Simplemente, dar que pensar, levantar sospechas.
Sin embargo, esto último que nos muestra Darya von Bermer en al Galería Moriarty es la más precisa contraefectuación a los dictados críticos con los que cabe comprender una producción artística contemporánea.
Por de pronto, de seguir al pie de la letra lo escrito en la hoja de sala, la artista redunda en unas ideas que, de lejos, han sido desplazadas por un torbellino desestabilizador. Y decimos esto porque, como si de un análisis de textos se tratase, todo lo que se destila en ella son remisiones a un pensar altamente subjetivista donde el sujeto, más que problematizado, parece todavía encuadrado entre la res extensa y la res cogitans de Descartes.
Y lo cierto es que lo que falla no es solo la idea. El espacio de la galería, cortado en sus aristas por líneas fluorescentes, nos trata de decir que todo ‘estar’ es evidentemente orientación y que, como tal, conlleva a un callejón sin salida, el propio que atenazó a Descartes, donde no se sabe que es antes si el contenido o el contenedor. Pero obviamente, el hacer remitir toda experiencia estética al privilegio de lo hipervisible-luminoso, a un acto de mirar que en modo alguno es puesto entre paréntesis, la obra yerra en su querer poner al espectador ante esa duda tan radical haciéndole, más bien, quedar encuadrado en u espacio topológico que de ninguna manera le corresponde ya.
El límite, lo idéntico, lo topológicamante liso, no son ya experiencias del ser humano contemporáneo y, sin ninguna otra alusión más que a lo arquitectónico de un espacio, la misma ‘idea de arte’ queda anulada dentro de un arte, el postmoderno, que necesita dudas más radicales, más virtuales y que se den, antes que nada, como fenomenología fantasmática de efectos como causas más que causas que se sigan de determinados efectos.