viernes, 29 de julio de 2011

DESPUÉS DEL SILENCIO


DESPUÉS DEL SILENCIO’: comisario Pedro Portellano
LA CASA ENCENDIDA: 28/06/11-11/09/11

Estando como estamos en época estival, imagino se me permitirá una licencia futbolera para comenzar hablar de esta estupenda exposición encuadrada dentro del Certamen de Inéditos que como todos los años nos brinda La Casa Encendida..

Y es que a veces, las razones últimas son tan perversas en sus modos que siempre una cortina de humo, una explicación macarrónica viene a salvarnos de la quema. Si hace tiempo leí, de manos de un teórico del cine y al hilo del supuesto onanismo masculino de los aficionados al cine de arte y ensayo, que, a ciencia cierta, la razón última por la cual la sala de cine permanece a oscuras durante la proyección, no es con el fin de que el visionado sea mejor, sino para que cada uno vea la película en absoluta soledad, facilitando así la capacidad voyeurística del espectador, de igual manera el hecho de que últimamente las autoridades futboleras hayan decidido “llenar” los minutos de silencio con música instrumental no es, ni muchos menos, la comúnmente aducida.

Y es que no es con el ánimo de facilitar los momentos de emoción contenida ni es tampoco con el ánimo de ahogar las desaprensivas voces de los grupos más radicales. No. La razón última es que el silencio es imposible de soportar. Porque, ¿qué hacer con el silencio, qué hacer mientras sucede el silencio? ¿A dónde mirar, en qué pensar? Dado el ejemplo de la señal de duelo, es solo eso: una señal de duelo. No hace falta recogerse en el dolor ni trascender la débil frontera que separa la vida de la muerte. Pero es que es tanto lo que se nos pide, lo que se le pide a una masa ahíta de testosterona y sudor, que un minuto de silencio es un imposible metafísico.

Obviamente hemos desbarrado en la sordidez de un ejemplo hiperbanal, pero las cosas, en una sociedad hiperdromotizada y licuada en la profusión infantiloide de los afectos, queda marcada de manera perfecta por los instintos de la masa.

Si el progreso va parejo a la emancipación de la masa como sujeto histórico, no es menos cierto que dicha autonomía queda cifrada en la irrupción del ruido como pathos general desde donde llevar a cabo nuestras conectividades y ejercicios de subjetivización.

Desde la megalomanía adolescente de los conciertos de rock como epifenómeno totémico hasta la histeria del shopping, del zapping, etc, pasando por la algarada nocturna o el bullicio diario, todo en nuestras vidas está lleno de ruido. A estos efectos es claro que la música popera, si tiene una misión clara en este mundo hipersonorizado, es aquella de eliminar de raíz las playas de libertad donde pueda emerger el silencio. Siempre, allá donde vayamos, el soplapollas de turno ejerciendo su libertad, la pandilla testosteroica o el gilipollitas baboso. No hay otra.

Entrando ya en materia, Pedro Portollano, comisario de la exposición, y por ende uno de los tres ganadores del X Certamen Inéditos para Jóvenes comisarios, ha montado una exposición perfecta acerca de la imposibilidad manifiesta de experimentar el silencio. La tesis subyacente a todo el discurso es que, habida cuenta de que el silencio es imposible de experimentar en la sociedad contemporánea, quizá estemos ahora entrando en una época post-silenciosa.

Y es que si el silencio siempre ha funcionado como límite fenomenológico a través del cual arribar a lugares ideales y trascendentes, ahora el silencio parece haber sido expurgado de nuestras actuales sociedades. Este fenómeno, si se piensa, es bastante obvio: que todo funcione a velocidad límite, que los flujos libidinales produzcan un efectismo y un efecto de sentimentalidad tan líquida como sea preciso va de la mano con que no haya ni el menor atisbo de oasis desde donde operar una reflexión.

Sin embargo, Portollano tiene la lucidez como para no hacer de esto una crítica canallesca de las actuales sociedades, sino que es conjugando esta imposibilidad social de silencio con la imposibilidad física del silencio (cosa que “descubrió” Cage metiéndose dentro de una cámara anecoica) desde donde el comisario traza su discurso.

La parte más filosófica se la lleva aquí la obra 4’33’’ de Cage. Verdadero tótem e icono de las preocupaciones musicales de la época, Cage, “enterado” de que no existe el silencio, ideó una obra que fuese en sí misma un largo “silencio”. Como resultado, arte y vida vienen a solaparse de modo preciso: toses, ruidos, zumbidos de insectos, de pájaros, ruidos de la calle, vienen a llenar una obra que diverge de lo que –objetivamente- la llenaba.

A partir de aquí la exposición no hace sino crecer. Si la puesta en escena llevada a cabo de esta misma obra por Manon de Boer problematiza incluso la predisposición “mediática” del espectador con esta obra, englobada ya desde hace tiempo con el celofán de lo mítico, Nicolas Collins nos deleita con la escucha de 33 grabaciones de distintos tipos de silencio y Pablo Serret de Ena nos dice que el silencio es siempre según y cómo y para quién.


 
En el otro lado de la tesis, el colectivo Escoitar propone un mapa acústico del silencio perdido –o a punto de perderse- y Jeroen Diepenmaat enfatiza en el mismo sentido la desaparición paulatina de estadios de silencio-sonidos que no son sino el anverso del propio deerioro de la naturaleza misma.

Al hilo de esta obra, en la que un pájaro hace de inesperado “medio” para que su trino suene, podría remitirnos a una problemática más profunda y que redunda a la dualidad arte/naturaleza. Y es que quizá, y al hilo de esta obra, se podría uno acordar de ‘Birdcage’, obra de Cage en la que solo se oye el canto de un pájaro. En la misma onda que 4’33’’ pero más claramente quizá, esta obra vendría a poner en solfa los primados de la disciplina Estética desde sus orígenes kantianos. Con este gesto díscolo de Cage la brecha entre música –entendida como arte- y canto de pájaro se cierra: la música encuentra su lugar cuando se la devuelve al lugar del cual se quiso separar en la Ilustración. Y es que ese esfuerzo de Cage por escuchar no ‘a’ la Naturaleza sino ‘desde’ la Naturaleza da al traste con todo intento de fundar la Estética sobre el primado de la intencionalidad subjetiva.

“El arte ha borrado la línea divisoria entre el arte y la vida. Ahora es el momento de que la vida borre la línea divisoria entre vida y arte”: tirando del hilo se llegaría a que esta no-intencionalidad de Cage redundaría en un acople perfecto entre arte y vida. La herencia de fluxos es aquí bien palpable: “el arte es vida y la vida es are”.

En definitiva, es esta una exposición de tesis que ahonda perfectamente en las condiciones, epistémicas, filosóficas pero también sociales, que tiene el derrumbe de un mito estructurador como haya podido ser el silencio. Que no hay silencio es un hecho, tan dramático como físico, que nos modifica por completo nuestras relaciones con la naturaleza, con los demás y con nosotros mismos.

A modo de coda, el propio comisario, en el estupendo librito que acompaña la muestra señala el ‘ruido’ de fondo sobre el que estuvo trabajando en la preparación de la exposición: vecinos, familias, amigos, llamadas de teléfono, redes sociales, etc. Y es que si verdaderamente vivimos en una sociedad post-silenciosa, no cabe otra: existimos mientras somos lanzados a un fondo continuo de ruido -y además, conectando con el principio de nuestro texto... ¡es que no sabemos vivir de otra manera!.

jueves, 21 de julio de 2011

ARQUITECTURAS DEL SILENCIO


FRANK VAN DEL SALM

GALERÍA CASADO SANTAPAU: hasta 29 de julio

La mecánica es precisa. Una vez el inconsciente óptico es puesto sobre la mesa y exhumada con cada instantánea –con cada una de las miles de millones de instantáneas que existen-, el arte se eleva a tótem bien pensante de aquello último que el ojo puede llegar a ver.

El crack de las imágenes que denunció Virilio está a la vuelta de la esquina y el arte, como quien no quiere la cosa, no hace otra cosa que inflar el globo. Porque el arte se parapeta, se hace fuerte en esa especie de espacio intersticial donde la belleza tecnológica –cifrada las más de las veces en un esteticismo que conjuga lo imponente con los vestigios de vida humana- es reclamada como la quintaesencia de lo artístico.

Uno se planta en una de esas ferias que pueblan nuestra geografía y no ve más que imponentes arquitecturas, edificios inteligentes radiografiados en su hiperutilitarismo minimalista. El no-lugar ha dado paso a la entelequia arquitectónica que puebla nuestras tecno-pesadillas.

La fotografía parece embelesada en plasmar el rastro, la huella de vida que ya no es vida, que es simple ciberexistencia. El nano-acontecimiento: la absoluta obscenidad de nuestras vidas recluidas en espacios de telepresencia o ciberconectividad.

Lo nuevo sublime pareciera que es la plasmación de estas megaarquitecturas. Si la Naturaleza ha quedado reificada a base de progreso y cinismo, ahora lo que nos desborda es la plasmación de aquello que nos ha expropiado nuestras vidas de golpe.

Ya no somos más que marionetas en manos de la megalomanía del sistema. Exclusión/inclusión: el sistema funciona del modo más simple posible. Hipercomplejidad para una lógica tan precisa y simple como tenebrosa. Ya lo dijo Baudrillard: “al final se cumplirá el sueño social y no habrá más que excluidos”.

Las fotografías que presenta Frank van del Salm en la Galería Casado Santapau (la segunda muestra en la galería) parecen situarnos ante lo sublime hipermoderno: la absoluta invisibilidad –inviabilidad- de lo humano. Edificios enormes, fotografiados en primerísimo plano nos hablan de lo mastodóntico de nuestra era y de lo ínfimo de nuestros rastros.

Meros juegos de luces –los que se atisban detrás de los cristales de lo que seguro serán edificios donde se juega la hiperfluidez del capital-, simples espectros, sujetos zombificados: dentro del redil no hay más que fluidez a velocidad límite. Nuestro pathos es el de la dromótica de la velocidad límite y todo sucede a ritmo vertiginoso de simulacro.



 
La mirada zoom se acerca lo más posible a estos edificios que pueblan cualquiera de las urbes del mundo-pantalla para ser testigo de una vigilancia extraña. Luces, neones, atmósferas tecnológicas donde se atisba –o quizá simplemente se desea atisbar- alguna presencia. Nuestro mundo ha devenido una enorme ausencia estructural y el deseo se pliega a querer un encontronazo. No ya tanto voyeuristico ni vigilante, sino un encuentro que nos redima de nuestra destinación última: ser reducido a mero efecto de superficie, a mero dato cabalístico e infográfico con el que la maquinaria ejecute el siguiente movimiento. La burocratización apuntada por Weber ha llegado a ser la causa de una nausea existencial que nos reduce a dato, a información, a mera secuencia codificada de bytes.

Con una estética parecida a los lienzos neoplasticistas de Mondrian, lo que se esconde detrás de los grandes ventanales no es ya ninguna epifanía teosófica, sino más bien la antesala del Accidente, de un futuro que nos acecha detrás de cualquier esquina.

Estas grandes fotografías de Frank van del Salm nos remiten a eso mismo: a la imposibilidad de pensar el futuro más que como una gran catástrofe, como una decantación de todos los primados del ethos humano para quedar reducidos a meras fantasmagorías.

¿Deseamos ver dentro? No sabemos. En principio nos imaginamos las vidas de aquellos privilegiados a trabajar hasta altas horas de la noche y apartamos la mirada quedándonos mejor con lo sublime del envoltorio. O si no eso, la fascinación que nos produce el megaedificio vacío y regido por sus propias constantes nos aterra por exceso de realidad. Pero, más tarde, solo un poco más tarde, algo nos inquieta. Nosotros, como todos, también deseamos lo que se nos hace desear: también deseamos mirar y ser vistos, también deseamos pertenecer al solar devastado de todos nuestros sueños.

lunes, 18 de julio de 2011

NATURALEZA Y ARTE: MIRADAS ESPECULARES



ALMALÉ/BONDÍA: IN SITU
GALERÍA ASTARTÉ: hasta el 23/07/11

“Las obras de arte llevan a cabo lo que la naturaleza quiere en vano: abren los ojos”



                    “El arte no es, como quería hacer creer el idealismo, la naturaleza, pero quiere cumplir la promesa de la naturaleza”

ADORNO, Teoría Estética.

Decir arte es, sigue siendo, abrir puertas de libertad en las desoladas playas de la cotidianeidad diaria. Lo único, cabría decir, es que en esta ecuación, y habida cuenta de que la libertad desata siempre una erótica emoción, al arte se le han ido uniendo cualquier forma de rebeldía tragicómica.

Pero lo cierto es que el arte apunta a lo noúmeno de una libertad que no está debajo de ningún adoquín y a la que tampoco se la puede circunscribir a las necesidades del enfado generacional que marca los ritmos del avance capitalista. Obviamente tampoco la libertad del arte es aquella otra de la enfática genialidad cercana a la locura.

Y es que Kant en su puesta en claro de los primados sobre los que levantar la disciplina Estética, tuvo claro que el arte venía a situarse en el intersticio que quedaba entre libertad y necesidad, entre lo individual de una acción dirigida a fines y lo general de una ética de carácter universal.

Así pues, si la Naturaleza funciona como la imagen especular contra la que nuestros designios quedan circunscritos a la imposibilidad de una libertad imposible de erigirse en omnipotente e universal, el arte funciona como la instancia ilustrada por la cual el hombre quita de la Naturaleza todo lo que tiene de terrible y catastrófica. Es decir, el arte es el poder que media la mediación imposible: la que intenta conectar lo individual con lo colectivo, lo general con lo particular, la libertad con la necesidad.




Pero, en este juego de espejos con el que llenar el vacío que mediaba entre una razón práctica y una razón teórica, a la Naturaleza nunca se la dejó funcionar a su antojo. Más bien fue en relación con ella, como se perpetró la trampa fundacional sobre la que se eleva la Estética: ya el erigirse como disciplina, ya el suponer una nueva forma de comprensión del sujeto ilustrado, supone que la mirada contemplativa del sujeto cosifica en cierta manera y grado aquello que le supera: la Naturaleza.

Así Adorno es muy claro: “el arte no es imitación de la naturaleza, sino imitación de lo bello natural”. Siempre entonces una sustracción, una racionalidad que trata de evitar aquello precisamente que le supera y sobre lo que eleva.

En sentido parecido, toda la estética de Hegel se construye, de estadio en estadio, tratando de alcanzar aquello –la naturaleza- que desde el primer momento ha sido eliminado merced a la aparición de la conciencia subjetiva. La belleza natural, sostiene Hegel, está pegada a la verdad, pero se oculta en el momento de mayor cercanía, justo cuando el mirar subjetivo trata de apresarlo.

Así, no existe nunca lo bello natural como tampoco existe nunca la contemplación virginal de la naturaleza: como mucho un ideal –diría Hegel- o como mucho un polo desde donde hacer operar la dialéctica negativa –diría Adorno.

Bajo estos primados conceptuales, y siguiendo la historia propia del concepto de arte, el arte póvera supuso un revulsivo a la hora de hacer mediar la relación entre arte y naturaleza. Cansados de lo archibanal de la racionalidad artística llevada ya a sus últimos estadios, el arte povera vino a trazar otra implicación directa entre arte y naturaleza.

No ya la mirada idealizada, no ya el romanticismo de la búsqueda del ideal, no ya ni siquiera la racionalidad tecnificada. El arte povera se inserta de lleno en la Naturaleza para trabajar desde ella: ramas, troncos, raíces, piedras, son los objetos con los que llevar a cabo una nueva relación que dé carpetazo a los sienteantes intentos racionalistas.

La relación tecnificada entre arte y naturaleza, es aquí eliminada para dar a paso a otra relación más empírica y, si se quiere, también más humana, más poética, donde lo que se persiga sea una contemplación matérica de los elementos, y no ya el subterfugio necesario para allanar el campo de acción a la razón técnica.

Javier Almalé (Zaragoza, 1969) y Jesús Bondía (Zaragoza, 1952) llevan ya un par de años, llevando a cabo una obra de hondo calado poético y que bebe de las fuentes que hemos tratado de poner en claro más arriba.



Su interés queda circunscrito al paisaje, pero, lejos de situarse en lo facilón de una mirada de pleitesía al medio natural, su trabajo explora y rastrea esa mirada dogmática y emancipadora que el arte ha atesorado para sí y sobre la que se levanta el imperioo de su poder.

Si el arte puede considerarse como el reflejo de un poder invertido, el de la propia Naturaleza, y que ha servido al sujeto burgués para tomar medida de sí y lanzarse en pos de su plena autonomía, el trabajo de esta pareja trata de liberar la mirada, de problematizarla en efectos de superficie que eviten la contemplación de lo ya-dominado.

Con unos simples espejos situados en bonitos paisajes, Almalé y Bondía consiguen una mirada siempre en fuga y que nunca se posa sobre lo que ya conoce. Y es que desde el cogito cartesiano, mirar, saber y poder, funcionana como el trípode sobre el que se eleva lo dogmático de una racionalidad operadora.

La mirada que mira lo ya mirado, las imágenes como efecto de otra imagen, el cuadro dentro del cuadro, siempre han funcionando como estartegias precisas para hallanar el camino a la razón emergente –leáse en este caso por ejemplo Las Meninas y la expléndida interpretación que dio Foucault-, o para subvertir un régimen escópico ya dado alq eu ahyq eu problematizar para la ecuación mirar/poder se rompa definitivamente. A este efecto, Pistoletto, pope del arte povera, es referente claro.

Así pùes, Almalé y Bondía, con el proyecto In Situ iniciado en 2009, se sitúan en esta tradición de desbordamiento de la mirada para crear una anomalía en la plácida contemplación que bien pronto quiso para sí la prefiguración de esa entelequia llamada gusto ilustrado.

jueves, 14 de julio de 2011

DAVID DIAO: MEMORIA Y DUELO



DAVID DIAO: "Casa Da Hen Li: Viví ahí hasta los seis años"
GALERÍA MARTA CERVERA: Junio/Julio 2011


No hay más alegoría que la memoria por un duelo siempre imposible. Vivir, existir en toda su extensión, no es más que darse a la memoria de un otro que siempre está ausente y que –en esa ausencia-hace imposible que la clausura se cierre plegándose sobre él.

La muerte, la ausencia, son así límites fenomenológicos que abren el sentido. Esa es la paradoja, la de vivir siempre en pos de una ausencia, de un olvido que emerge como memoria siempre imposible de saciarse. No hay vida sin duelo, pero el duelo es siempre imposible.

David Diao parece hacer suyas estás consideraciones fenomenológicas para rastrear su propio biografía. Su casa, la casa en la que vivió de niño hasta los seis años funciona aquí de inmejorable

Su historia, la suya y la de su familia, queda adherida a los cimientos temblorosos de unos acontecimientos que superan por completo lo individual para sumergirse en lo más caudaloso de lo suprahistórico. Pero, llegados a este punto, otra vez la paradoja: si la individualidad es despojada en una colectividad nómada, el concepto omnipotente de lo suprahistórico es también reducido a cero bajo el peso de lo azaroso y de lo voluble.

Justo ahí, en ese lugar vacío, es donde emerge el trabajo imposible del duelo como alegoría de una memoria tan frágil como quebradiza y que se afana por recordar siempre aquello que es ya –y desde siempre- un olvido.

Pero vayamos un poco más lejos. Cosificada la Historia como actualmente lo está, lo cierto es que sentencias de tono apocalíptico-costumbrista teje la roña sobre la que se eleva el axioma fundamental del tardocapitalismo: si por una parte no se cansan de repetirnos que la historia –el destino- es algo que nos toca en nuestra propia individualidad, por otra parte el futuro –esa entelequia sobre la que se proyecta el conjunto de lo pensable, lo visible y lo decible-, se nos antoja como una prefiguración absolutista de cualesquiera sean los atributos de la fetichización mercantilista.

Así, si nuestra praxis apunta a la inauguración de un campo novedoso donde asome un futuro nuevo cada día, la única verdad es que esa cualidad de futurible queda abnegada por un capitalismo que en su voracidad está ya ahí mismo justo cuando nosotros más felices nos las prometíamos.

Está capacidad del capitalismo para inmiscuirse en nuestra destinación y hacernos ver nuestro destino como elegido lo vio de manera precisa Benjamin. El futuro es una nada, una fantasmagoría que se llena solo de aquello que el capitalismo sabe avanzar.

En onda similar, la consideraciones esquizoanalíticas de Deleuze son aquí pertinentes: la sociedad no funciona por oposición, sino por fuga y reterritorialización. Lo único, cabe decir, es que las líneas libidinales que operan cada efecto de reterritorialización están en manos del capital ofreciéndonos a cada paso aquello precisamente que –oh milagro- deseamos.

¿Solución? El propio Benjamin nos la da: el ángel de la historia mirando hacia atrás, recoger utópicas potencialidades del pasado, de lo que efectivamente nunca pasó. Porque todo pasado no es más que un olvido pujando por hacerse presente, por existir ‘verdaderamente’. Rememorar el olvido, hacer posible lo imposible, recorrer la otra línea del tiempo, la nunca efectuada, la del tiempo perdido de Proust. Todo trabajo de memoria es el trabajo del duelo por un tiempo nunca-pasado y que ya-nunca-sucederá, por un yo-Combray olvidado y que, justamente por olvidado y nunca efectivo, puede otorgarnos aún una pírrica victoria sobre la barbarie que siempre son nuestras vidas.



El tiempo –problema capital de toda la filosofía del siglo XX- tiene su réplica precisa en la importancia que ha adquirido la Historia en el arte contemporáneo más actual. Así el arte se empeña en renunciar a una Historia como dogmatismo y se afana en buscar las lindes, las fronteras de las narraciones para hacer saltar la chispa de lo azaroso y lo olvidado. Su método de trabajo es entonces eminentemente deconstructivista. Si la Historia es narrada siempre por uno, el arte se empeña porque sea el Otro quien la haga suya.

Porque desde que los herederos de NietzscheFoucault a la cabeza- desvelasen que la Historia no es más que el nombre dado a una sucesión de absolutismos de la razón y que el verdadero impulso es la voluntad de una historia que siempre quiere más de ella misma para arrasar todo lo que quede a su paso, la Historia es la diana perfecta contra la que disparar en busca de nuevos significados sobre los que levantar nuevos campos de experimentación.

Volviendo de nuevo a lo que nos ocupa, la idea de Paul de Man de una autobiografía como “desfiguración” es tomada al pie de la letra por David Diao para llevar a cabo una exposición, ésta en la Galería Marta Cervera, donde la memoria objetiva y subjetiva se van superponiendo en capas de significado que van deslizándose entre ellas para terminar por dar como resultado una nueva historia, nunca efectiva, pero que emerge como la única posibilidad de exortizar el olvido.

Alrededor de la casa en la que el propio artista vivió hasta los seis años, los trabajos que forman esta exposición conforman un palimpesto cuya efectividad no redunda en la actualización de un pasado, sino que más bien viene dar por bueno una memoria vaga y voladiza, donde lo que fue y lo que debió haber sido confluyen en una autobiografía nunca completa ni cerrada.

Después de vivir en esa casa durante seis años, la familia del artista emigró a los Estados Unidos en 1955 y no volvió hasta 1985. Para entonces la casa había sido derribada y el diario gubernamental Sicuani Daily era ahora el poseedor del terreno. A partir de aquí, David Diao va tejiendo historias y recuerdos para tratar de delinear la narración de lo que vendría ser su biografía.

Ya no solo su propia memoria, sino la de sus más allegados familiares, vienen a sumarse a este ejercicio de mnemotécnia donde también las técnicas más recientes se afanan en devolver al presente un pasado siempre en fuga. Así, mapas de la casa realizados por familiares, conviven con localizaciones realizadas por Google para sumarse a un ejercicio memorístico cuya misión es postularse no como triunfo, sino como transición hacia una clausura nunca presente.

Quizá, de nuevo, Paul de Man es aquí el más pertinente: “la memoria se vuelve importante como fracaso antes que como logro y adquiere un valor negativo… La ilusión de que la continuidad se puede restaurar mediante un acto de memoria resulta ser meramente otro momento de transición”

lunes, 11 de julio de 2011

VISIONES DE LA CARNE: ANTROPOLOGÍA DE UN SILENCIO


BERNARDÍ ROIG: DER ITALIENER
GALERÍA MAX ESTRELLA: 15/06/11-23/07/11

(Artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=392)

Tomando como punto de partida un relato de Thomas Bernhard sobre las fosas polacas del genocidio nazi, Bernardí Roig se atreve en esta nueva exposición a vérselas con el interior de lo humano. La imposibilidad de la figuración queda remitida en esta ocasión no ya al subterfugio de los neones si no que se hunde en lo más tétrico del ser humano: su interior desfigurado. Roig transita entonces en esta ocasión por la senda del horror que provoca no ya la soledad y muerte del humano, sino su propio cuerpo: la carne, los fluidos, la sangre. El espanto no es que esté ya aquí entre nosotros para quedarse, sino que lo pútrido es nuestra esencia. A partir de ahí, y aunque las interpretaciones son varias, las conclusiones no nos remiten más que al silencio de lo insoportable.


La belleza es una mentira, un trampantojo. La mitad de una actividad –la del arte- que tiene en su otra mitad –el sortilegio de la simulación- su verdadero trasfondo. La belleza, nombre ideológico por antonomasia, es la mentira que entre todos llevamos para no quemarnos mirando lo que no podemos –queremos- ver.

La belleza es el antiguo nombre para nombrar el límite de lo representable. Belleza, verdad, bondad -bellum, verum, bonum: el juego de las equivalencias teológicas como estadio superior de la estética. Pero ya, desde el principio, el apetito, el conatusspinoziano, la voluntad nietzscheana. El juego de las traducciones no termina y su rastro llena la memoria de una humanidad entera. “Bonum est in quod tendis appetittus”. Santo Tomás como maestro de la narración de quién, definitivamente, abrió el campo de lo experimentable a una nueva narratología: James Joyce. Porque, en realidad, aunque la belleza esté en el ojo -pulcra suntquae visa placent, replica el artista adolescente a quién le interroga acerca de la belleza-, es el apetito, la voluntad lo que dirige nuestra mirada. Así entonces, ¿se puede ver lo que no se desea?, ¿interseca el mapa de lo visible con el de lo posible definiendo así el campo libidinal, o es más bien al contrario? Hay, siempre, que sospechar… y el principal sospechoso siempre es la belleza.

Si la mirada está adiestrada en encontrar placer y gusto en la contemplación de lo bello, también al arte le corresponde la tarea con lidiar con esta rémora y autoconvencerse de que aquello que ha de ser visto –si estamos tratando de arte- ha de producir una grieta en el régimen de lo esperado, un decalaje en las políticas –nada inocentes como decimos- de lo que se espera ver o llegar a ver.



Concluyendo: el que la belleza –léase también la verdad y la bondad- sea una simulación, una –en el (ya no tan nuevo) lenguaje del pensamiento crítico postestructuralista- estrategia ideológica que emerge de las diferentes relaciones de poder, no es el descubrimiento básico y fundamental desde el que empieza a construirse hace ya más de doscientos años la estética como ciencia. Es, diríase, la construcción racional que ha permitido al hombre, travestirse en sus fracasos y representar justo aquello que es siempre y por única vez irrepresentable. Lo que sí hay que apuntar como valor supremo de la Modernidad es el conseguir hacer de esta inversión -subversión o incluso aversión- el núcleo duro desde el que empezar a desenmascarar una razón que nada tiene de inocente, sino cuyo rostro más bien nos devuelve la sordidez de un olvido: el de toda la barbarie que es capaz de soportar –y olvidar- de un solo trago.

Sin querer entrar ya en más detalle, apuntar que es desde aquí, desde el nexo que media entre la disposición propiamente humana –propiamente ética, de razón práctica- y la labor racional desde donde Kant construye una Estética encargada de lidiar con la mitad que falta a cada una de las partes. Sólo así puede entenderse la definición de belleza kantiana que remite al libre juego de las facultades. Pero, en el límite, sólo una prohibición: la de representar el asco. El asco, funcionando como contraréplica perfecta a los efectos de la belleza, silencia y reduce a cero la capacidad del arte de permitir dar a la mirada justamente aquello que no se puede ver, que es invisible a los ojos. Si la belleza es un constructo ideológico ideado para mantener a raya la curiosidad de una mirada que no se contenta con lo que se le da como plausible, el asco reduce esta incursión de la mirada en unaceguera total y radical.

Sin embargo, ahíto de nuevas fronteras a las que colonizar, el arte contemporáneo se las ha visto y se las ve con los límites de lo irrepresentableensayando cada vez nuevos límites para el asco. El accionismo vienés y la experimentación de lo soportable –umbrales de percepción y carne, dolor y sangre-, la escatología de corte psicoanalítica como retorno de lo real –lo anal, lo reprimido, la regresión a la infancia, etc. El asco contemporáneo toca con lo invisible del sujeto humano: los efluvios y líquidos que nos sostienen. La vida roza con lo insoportable a ver.

Concluyendo entonces, si la mirada disciplinada es el enemigo real de las prácticas artísticas, qué dar a mirar es sin duda el trabajo del arte. Dicho trabajo opera por reconfiguraciones y recortes de lo visible y lo invisible, de lo posible y lo imposible. Anudar por tanto el campo topológico de la acción con el campo estético de lo representable es la tarea del arte.

Pero, llegados aquí, hablemos de esta exposición de Bernardí Roig en la Galería Max Estrella de Madrid. En sus obras más conocidas, en esa marca dela casa que ha calado bien merecidamente en todo aquel aficionado al arte, Bernardí Roig combina de manera precisa el tema recurrente dela figuración humana en escultura con el uso de luces de neón de herencia más minimalista, para concluir por glosar la soledad del sujeto postmoderno y representarla a modo de nuevo aura, de nuevo fogonazo de luz. Imposible entonces de ver, el sujeto queda rodeado por haces de luz que subrayan esa imposibilidad de ver dentro, de contemplar el contenido. Un hombre, rondando la cincuentena, calvo y regordete, es el alter ego no ya del artista sino de la humanidad entera. En cuclillas, sentado en un taburete y con la cabeza agachada, tumbado detrás de una puerta, el hombre trata de consolarse de su destinación. La soledad, la vejez, la inutilidad son reconfiguradas –dadas a ver- en un gesto artístico que filtra todos esos temas y nos lo presenta como lo imposible de ver aún en su hiperluminosidad.


El aura –como dijo Benjamin- no es ya un designio que viene de lejos para llevarnos más lejos, no es la distancia que viene a hacerse presente y quedarse entre nosotros, no es, en definitiva, un envío del pasado en busca de acuse de recibo. El aura es ahora lo irrepresentable de una presencia invisible, es la huella deltruculento destino marcado por la tragedia de nuestra historia. Es la marca del horror que nos habita y al que apenas logramos silenciar.

Roig, creemos, juega con la temática del aura despersonalizada, del telos carcomido y de la memoria deglutida para presentarnos un ejemplar único de sujeto desaurático, desfragmentado y hundido en su carnalidad.

Pero esta vez, Bernardí Roig parece haberse atrevido a, aunque deforma muy sucinta, mirar dentro de este sujeto-nosotros. La escultura –del mismo color blanquecino que nuestro protagonista cincuentón- de un ternero desollado remite a esta historiografía de la mirada y del dar a ver con el que hemos comenzado el texto. Enseguida Rembrandt, la carnalidad pútrida de lo ya muerto, de lo carcomido: la historia del arte no es nada casual y el trabajo de ficción llevado a cabo por el arte da fe de su continuidad.

En seguida, decimos, Rembrandt: el lienzo del trozo de carne abierta en canal, pero también el de la ‘Lección de anatomía’: la entrada del hombre en la modernidad no es otra cosa que el momento en el que éste, el hombre, consigue ver su interior y saberse condenado a una sintomatología donde su ‘yo’ es solo el efecto de superficie de un proceso constante de putrefacción. No hay más que heridas, no vemos más que heridas. Uno de los dos videos no deja de repetirlo.

Y es que el segundo vídeo es totalmente esclarecedor. Con una puesta en escena que recuerda a El año pasado en Marienbad, un grupo de la alta sociedad asiste a un espectáculo. En él un actor –el propio artista-, vestido impoluto de esmokin, se cose la boca con agua e hilo. Los gestos lentos, como si la representación fuese un ejercicio de virtuosismo-, la mirada de los que contemplan fascinada pero sin alardes, la sangre llena lentamente la boca y barbilla del actor.



¿Se la cose para constatar que es carne y solo carne la última verdad de su representación, o se la cose –la boca- con la esperanza de no derramar más líquidos y más bilis? Lo que está claro es que la puesta en escena de Roig parece decirnos que aquello que está siendo escenificado es pertinente con un régimen donde semejante acto pueda ser tildado de bello. Los aplausos de los burgueses al final nos lo confirman.

Ver sangre, ver los líquidos de nuestro organismo, ver el asco de donde apartamos la vista: el gesto cínico, epatante, de coserse la boca delante de un grupo de burgueses da buena cuenta de que la nueva belleza es esta centrifugación liquida denuestro asqueroso interior. Ya no hace falta escarbar dentro para atreverse a dilucidar con los límites delo soportable y lo representable, sino que la misma superficie basta. Suficiente unas puntadas con hilo para que el espectáculo de lo asqueroso sea celebrado. La ignominia del burgués –de nosotros mismos todo hay que decirlo- es celebrada por un régimen de la mirada que cada vez encuentra más gusto en que nuestro appetittus sea violentado por lo invisible de lo insoportable de ver.

Así entonces, quizá lo que Roig apunte aquí es que al artista no le queda otra que transigir con la sádica satisfacción de la mirada adiestrada en lo gore. La satisfacción sádica de la mirada postmoderna solo puede tener su contraréplica en el mutismo al que, como ejercicio preciso de resistencia, están llamadas las prácticas artísticas.

¿Será, en definitiva, esa la lección de Roig? Como un Adorno moderno, sería entonces que el artista se cose la boca en un doble gesto que, por una parte, incide en el hecho de que es con el espanto y el horror con lo que el arte ha de cargar, y, por otra parte, que esta denuncia no puede ser otra cosa que un gesto callado y silente de resistencia.