Veinticinco años de Las auras frías. Y no, no sé si se trata
de un libro capital, de una importancia que le haga merecedor de traerlo aquí a
colación de semejante efeméride. Digo esto porque no quisiera incurrir en el
recurrente hagiografismo que nos bombardea. Sin embargo, a veinticinco años
vista…cuantas cosas han cambiado. Para bien. Subrayo: para bien. Y cuanto hizo
ese ensayo por, si no abrir horizontes nuevos, sí al menos despejar algunos de
la contaminación postmoderna que nos tenia presos de una serie de tics
estéticos que, fácilmente, nos habría llevado hacia un recrudecimiento de las
posiciones conservadoras y reaccionarias.
Porque quizá nuestra
cobardía sea manifiesta, quizá nuestra impronta agorera y agonística
–calificativos que el propio Brea
utiliza para comenzar su reflexión– sea aún demasiado profunda como para
dejarnos soñar con el ímpetu suficiente. En todo caso, somos –quizá no lo
dejemos de ser nunca– los últimos hombres, supervivientes de una catástrofe
mayúscula que ha dejado como ruina un solar desértico donde es imposible orientarse.
Pero sin duda que un logro que se destila de las páginas de este ensayo es que
mejor que simular una superación de nuestros síntomas es enfrentarnos cara a
cara con nuestros fracasos: dejar que el arte habite en la frontera antinómica
de su indecibilidad, que el arte surque y transite todas y cada una de las
paradojas que cierto impulso postmoderno daba por superadas de manera torticera
y fútil.
Y es que, hay que
reconocer, la tesitura en la que estábamos encallados hace veinticinco años era
digna de tenerse en cuenta. Por un lado la empresa de elevación de la
transvanguardia, neoexpresionismo y nueva figuración a los primeros puestos de las
estrategias artísticas de más altos rendimientos –traducido tanto en éxito
comercial como de crítica. Por otro lado, lo panfletario de un cinismo epocal y
de un pensamiento débil que veía en la pluralidad postmoderna la posibilidad
última de un “todo-valismo” encaminado a erigirse como superación de las
diferentes etapas del arte y, sobre todo, a limar la esfera de comunicación
social hasta convertirla –de manos del reino de lo nuevo– en privilegiado
ámbito de diálogo ideal, de validez universal e intemporal de la obra capaz de
una recepción universalizada de la obra. El resultado, de seguir estas
premisas, eran difíciles de desarbolar de un solo golpe: una democratización del
arte en el sentido de continuar las “expectativas que definen en rigor el
Proyecto moderno” y que “se han ido revelando irrealizables”.
Frente a esta
situación, la labor de Brea
consistió no ya en poner paños calientes sino en negar la mayor: de lo que se
trata es de proponer para el arte “un destino más alto en su problematicidad”,
un destino que, lejos de seguir anclado en un proyecto, el de la Modernidad,
que ya ha dado demasiados signos de inviabilidad y de su naturaleza antitética,
subraye el impulso paradójico que lo anima y poder así mantener “conjuntas
aspiraciones difícilmente compatible, como la de asegurar la absoluta autonomía
de la esfera sin renunciar a la vocación de compromiso con el proyecto
civilizatorio de la organización social”. De seguir esta senda el arte remitiría
a la certidumbre de que no hay otra opción que “habitar el delgado filo
constituido por sus contradicciones programáticas. Y de que, en el curso del
desarrollo progresivo del nuevo orden de su hiperinsitucionalización, éstas
habrían de exacerbarse”
Para ello Brea expone que “el posmodernismo es un
vanguardismo, que la conciencia posmoderna representa un refinamiento a la
contradicción, el disenso, la diferencia, la fuga, la desviación, la violencia
crítica”. Pero, ¿cómo puede ser esto si la empresa de limpieza y pulido del
fracaso de la Modernidad nos ha dado a pensar la postmodernidad como la panacea
del eclecticismo y de un cierto retorno al orden que, según los adalides de las
neovanguardias, era lo que más convenía?
Para tal fin Brea rearticula la impronta
vanguardista en las estrategias estéticas actuales y pone en limpio el
diagnóstico Benjamin referente a la
desauratización de la obra de arte: sólo con esos dos movimientos la
concatenación de paradojas y antinomias que pueblan la supuesta autonomía
estética da para bastante más que un simple desmontar todo el tinglado
postmoderno en relación a los nuevos lenguajes figurativos y expresionistas,
toda aquella maquinaria puesta en marcha por Achille Bonito Oliva, Rudi
Fuchs y la Documenta 7, o Christos
Joachimides y Norman Rosenthal
con su Zeitgeist o New Spirit in Painting.
Schnable, adalid de la nueva figuración |
En lo que refiere a
las tesis de Benjamin referentes a
la pérdida del aura, el pulsar generalizado en las prácticas artísticas es que
lo importante, la novedad que traía la reproducción técnica, era,
efectivamente, la pérdida del aura: un rasgo epocal a explotar y para el que
una mala y simplona interpretación del gesto rupturista de Duchamp sirvió de detonante para entender que de lo que se trataba
era de forzar la máquina para hacer del antagonismo copia/original germen de
una supuesta crítica estética. Una vez perdida el aura, una vez perdida la
función cultual de la obra de arte, el propio arte entraba en una nueva era
donde la reproducción técnica hacía que los antaño valores de original y
autoría quedasen totalmente eliminados. Esa senda fue sin duda transitada por
aquellos que comprendieron que todo remitía a un problema de copias frente a
originales, de desplazar unas fronteras, las del arte, que pese a todo era conveniente
mantener como límite de un territorio al que poner por nombre “autonomía
estética”.
En este sentido,
señalo –Brea no lo hace– la empanada
mental y confusión de uno de los teóricos más importantes, Arthur Danto, que vio en la ineptitud de esta senda intransitable
el rasgo que hacía de Warhol el
filósofo contemporáneo más importante: cuando la institución-arte se desarrolla
hasta el límite de hacer indiscernibles el ‘objeto de la vida’ con el ‘objeto
del arte’ lo que se tiene no es una epifanía reveladora del momento del arte
sino la cortedad de miras de una arte afanado en confundir un problema
adyacente del arte –el de la copia y original, ya en danza desde el Clasicismo–
con su núcleo antinómico fundamental .
Warhol, Danto y cierto confusionismo |
Por el contrario, y
como piedra angular desde la que elevar al arte a un destino más alto que aquel
al que se le tenía enclaustrado, la tesis de Brea es que si bien hay que reconocer la capacidad analítica de Benjamin en descubrir el
acontecimiento, el desplazamiento que supone la reproductibilidad mediática en
el ámbito del arte, lo cierto es que no interpretó el sentido en toda su rotundidad.
Es decir, su diagnóstico es claramente “impreciso, insuficiente”. Lo que ha
sucedido no es una pérdida sino un enfriamiento del aura, una
desintensificación que conlleva multitud de efectos encadenados en la esfera
del arte.
No es que el aura sin
más, y merced a esa eliminación de “una lejanía que se hace presente” que
imprime la reproducción técnica, desaparezca: lo que sucede es que el aura se
pliega al nuevo modo de distribución y exhibición de la obra de arte, se
concita alrededor de la función secularizada que la técnica dota al objeto-arte
en detrimento de su función cultual o religiosa. Es decir: si en el anterior
régimen de producción artística teníamos un aura fuerte como receptáculo de una
densa carga de memoria, con el régimen estético que inaugura la reproducción
técnica el aura no se pierde sino que se enfría, pierde intensidad al quedar
ahora referido no ya a la legitimidad ritual de la comunidad sino en el
continuo desplazamiento desde el objeto hasta su representación en los media,
en la absorción de su caudal estético por los canales de distribución y
exhibición mediática, de manera que el objeto como tal, la obra de arte, viene
a ser entonces el ostentador de todos los flujos transaccionales en los que su
representación mediático forma parte. La consecuencia principal es que “el
nuevo aura tiene su origen, precisamente, en el lugar en que Benjamin preveía la causa de su
desaparición: la reproducción mecánica”.
A partir de aquí la
red de puntos de fricción va creciendo sobre la base de dos pilares o polos
que, operando dialécticamente, entablan el conjunto de paradojas desde donde el
arte debe ser producido y pensado. Por una parte esta desintensificación
conlleva, con la implementación del régimen mediático en régimen de
reproducción de la realidad, una suerte de estetización difusa, una conquista
de todos y cada uno de los ámbitos de los mundos de la vida por una industria
cultural y mediática que, a años luz de la caracterizada por Adorno, no ya solo filtra o manipula la
información que representa lo real, sino que lo real ha pasado a ser ahora
enteramente producido y precedido por los mass-media. Por otra parte hay que
señalar que esta estetización, comprendida sin duda como una colonización de la
vida a manos del arte, es uno de los reclamos y puntos fuertes de la vanguardia
–el “desbordamiento-rebasamiento del lugar del arte a favor de la inundación de
los mundos de vida”– y que como tal debe ser mantenida por aquellas estrategias
estéticas que quieran ser llamadas críticas. En este sentido, y en la seguridad
de que “sin el trabajo de la vanguardia, el sistema del arte avanzaría
calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia su enrarecimiento, hacia su
muerte por tedio”, si hay algún impulso que las vanguardias hayan dejado en
herencia a la práctica artística ese no es otro que la capacidad del arte para
habitar en un terreno minado de antinomias y, con ello, “la lúcida asunción de
la dificultad de resolverlas, de superarlas”.
Lo fundamental es que
es solo recorriendo esta paradoja cómo el arte puede superar la afasia que
supone su reconducción a la formalidad estilística del todo vale y a ese eclecticismo
con el que equivocadamente se saludaba al postmodernismo. Si por una parte la
legitimidad de la obra como arte no viene ya dada por su inserción cultual en
el seno de la comunidad pero tampoco, dada la aceleración social y la vorágine
de tensiones que el régimen mediático vehicula, es ya posible pensar un campo
social consensuado de diálogo sin fin, un campo kantianamente formalizado donde
el juicio del gusto se construya en confrontación directa con el objeto-arte, por
otra parte –tal legitimidad del arte– queda a expensas de un régimen de
reproducción mediática de la realidad que, al tiempo que pone la etiqueta de
arte a algo, lo desontologiza, lo desmaterializa, lo colonializa para las
tectónicas del capital administrado.
Erigido sobre esta
paradoja, alimentada por un lado por una desintensificación del aura y por otra
por una expansión que toca tanto el núcleo central y deconstructor de las vanguardias
–núcleo e impulso que hay que mantener ya que sin este cumplimiento del
programa general de las vanguardias de borrado de una lógica de la representación
mimética y de todo el entramado idealista de conceptos, “de ninguna manera
tendríamos acceso a la experiencia de una relación no-aurática con la obra si no
fuera por el legado irremisible de todo ese fiero trabajo de autonegación
radial de la obra de arte”– como el proceso social de producción mediática de
la realidad, de precesión simulada de la hiperrealidad (Baudrillard atraviesa de principio a fin este ensayo), concitando
al arte a un proceso de “progresiva
desmaterialización –un devenir-in-material– de todos los intercambios y lazos
de interacción que articulan su cohesión” y que, de hacer tabula rasa y
eliminar todo impulso crítico, va de la mano con el diluido de realidad favorecido
por el capital, el arte sufre una transformación radical hasta el punto “que
tiene sentido hablar de una variación rotunda del modo de darse la experiencia
artística contemporánea”.
Desde esta atalaya,
no se trata de hacer de la muerte del arte idea regulativa epocal ni de tampoco
dejarse llevar por los hervideros del ecleciticismo neovanguardista que ven la
oportunidad para el surgimiento de un pluralismo donde, por fin, cabemos todos.
De lo que se trata es de, insistimos pues este es el latir nuclear de la reflexión
de Brea, asentarse en esta red de
paradojas, empeñarse en problematizarlas, abogar por una “lúcida conciencia de
las contradicciones que animan sus expectativas en tanto definidas bajo el
signo de lo moderno, pero no necesariamente la decisión de renunciar a ellas
sino el mantenerlas, en tanto expectativas, como reguladoras efectivas tanto
más necesarias bajo el signo de la complejidad”.
Mucho más, sin duda, podría
decirse. Pero basta para al menos ensayar una cartografía general. Y basta, sin
duda también, para sabernos herederos directos de estas premisas. Porque,
pensamos, es este ensayo incipiente de Brea
–redactado en los años 89/90 y publicado en 1991– el que guarda, dentro de
aquella su primera época dedicada en profundidad a la alegoría, más y mejores
pistas para rastrear en el presente y el que toca puntos que atraviesan su
reflexión y que vienen a desembocar, de manera todavía no asimilada del todo, en
su obra cumbre, Las tres eras de la
imagen.
Entre
ellas, como no, enumeramos:
La elevación de la
tarea y misión del arte por encima de la catástrofe que la asunción
emancipatoria de la Modernidad pretendía hacer posible; fin del tiempo del
cansino lamento por las exequias de un tiempo aparentemente mejor; inicio,
algún día, de una senda abierta a la rotundidad de la diferencia. Si de hablar
de arte toca, “nada de tolerar esa práctica inofensiva, sólo sostenida en la credulidad
estadística que adormece al tejido social”. Y, como premisa única y
fundacional, “o vanguardia, o liquidación fulminante de toda la mentira del
arte”.
Fin también de toda
secuenciación histórica y progresiva del arte, de toda operación de barrido y
puesta en limpio de un escenario donde eclecticismo, todo-valismo y una
pluralidad a-crítica operen con el descaro que han venido –y continúan–
haciendo. Conciencia clara que el arte es un terreno minado de antinomias y que
no se trata de superarlas sino de hacer noche en ellas. Y, ahí, esperar a la
aurora.
Dar por cerrado el
sueño de la autonomía: la transformación en el ámbito del arte provocada por el
desplazamiento del aura a su efervescencia mediática genera una situación
catastrófica para el propio arte: la “plena homologación del conocimiento
estético al de cualquier otro orden del acontecimiento, en su administración
mediática”, una homologación que, sin duda, da por cerrado cualquier intento
del arte a aspirar a su plena autonomía.
Y, sobre todo, ser
fiel a la profundidad del cambio epistémico que la reproducción mecánica y
telemática han infringido a la (re)producción de la (hiper)realidad y a los
desplazamientos que como tsunamis han asolado el terreno del arte mimético y
representacional y que pueden ser validados en la premisa de que “el viejo aura
cuyo desvanecimiento había augurado
Walter Benjamin ya no preside, ciertamente, la experiencia estética”. Y eso
porque la experiencia estética –y la legitimidad que de ella pudiera inferirse–,
como comunicación que es, y al verificarse ésta a través de los mass media, no
es una trasmisión de información de modo que su verificación pública pudiera
estar simplemente afectada por los mass media; no es tampoco “una experiencia
valorativa, la de la enunciación de un juicio de gusto” de modo que “la legitimidad
de éste sólo podría asentarse en el encuentro directo, empírico, experiencial,
con la fisicidad material del objeto, de la obra”. La experiencia estética –y esta
es la fundamental tesis de este ensayo– se da en mediación con un aura que “va
a ser ya sólo el sentido: un efecto de campo que se genera en la velocidad
circulatoria, en la comunicación. A partir de ahora, sólo eso: y nunca más un
efecto de creencia”; aura como “fría decisión seducida de participación
ceremonial en el consenso mediático, eléctrico, que da nuevo signo a la
experiencia estética”. En definitiva, es solo en la inmanencia mediática de una
realidad desproduciéndose a velocidad infinita que la experiencia estética se
da, desplazándose desde el objeto hasta su representación en los media de modo
que el objeto como tal, la obra de arte, viene a ser entonces el ostentador de todos
los flujos transaccionales en los que su representación mediática forma parte.
Pero, y esta podría
decirse es la segunda tesis, esta legitimación secularizada de la obra de arte,
referido ya solo a un juicio comunicable formulado en un régimen hipermediático
en el que las cosas no son representadas sino que son montantes de información,
bloques inmanentes de luz y energía, mero efecto itinerante de significancia y
en el que el consenso es producido como efecto dromótico, debe crear ciertas
disensiones en su seno, ciertas irrupciones de desplazamientos disruptivos;
debe, de alguna manera, ser fiel a la herencia de las vanguardias pues,
repetimos, “sin el trabajo de la vanguardia, el sistema del arte avanzaría
calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia su enrarecimiento, hacia su
muerte por tedio”.
Y estas
consideraciones de hace veinticinco años, ¿a qué traerlas a la memoria? Nuestra
época es ya otra pero sin duda que es común la formulación de estrategias artísticas
que, desde la nueva sensibilidad que propone la generación cibernética de la
realidad, vehiculan estrategias estipuladoras de consenso, formas “artísticas”
que lo único que hacen es estetizar –y con ello depotenciar– toda carga de resistencia
y crítica. Con la emergencia de las nuevas tecnologías, con el anudamiento de la
red de paradojas que bombardean al arte y que se han exacerbado con la paulatino
diluido de la realidad en efectos mediáticos de superficie, muchos hay que
abogan –de nuevo y como a mediados de los años ochenta– por una pluralidad de
estrategias ya que el potencial de significancia de la telerealidad “puede con
todo”, por un barrido de toda toma de posición crítica y, sobre todo, por la
vehiculazión de una nueva sensibilidad formateada y consensuada en el conjunto
de displays que permite la tecnología. Como resultado, el arte pervive como
forma privilegiada de formulación de consenso a escala global: la
implementación mundial del régimen de producción y exhibición de –en la
absoluta inmanencia de la visión– lo que es,
de lo dado. Este es, sin duda, el
punto nodal de la ideología estética: la limpieza que de formulaciones
disruptivas lleva a cabo un entramado artístico que ya tiene muy poca fuerza
tanto para sortear el reinado definitivo de su muerte como para aspirar a
destinos más radicales, contentándose con servir como reclamo de al
estetización difusa que el capital necesita para su hegemonía.
Así las cosas, y
trayendo al presente las reflexiones de Brea,
basta ya de un arte melifluo, preocupado con chispeantes formulaciones
telemáticas pero ahíto de capacidad verdaderamente crítica, basta ya de un arte
paniaguado que toma la desmaterialización del objeto ya en su radical reconversión
a dato informacional como oportunidad para jugar no ya a la indiscernibilidad de
objetos sino a la cacatonia de una realidad absolutamente moldeable y reconstruible
pero sin abogar por procurar disenso alguno, basta ya de un arte que se otorga
para sí la capacidad excéntrica de quedar referido a algo más que a su pulsión
mediática, basta ya de un arte que cree que la técnica está a su servicio cuando
lo cierto es que es sólo su forma tecnificada la que puede ser insertada en la
dinámica de flujos informacionales en que ha devenido el mundo, basta un arte
aún con ínfulas de grandeza, un arte con la tarea de remontar escena alguna, de
creer en proyecto alguno, de vislumbrar algún sendero utópico que recorrer.
Basta ya de connivencia y complicidad.
Basta de creer en el
arte. Basta de creer en la capacidad de superación de la técnica para este
aparente momento epilogal el arte. Pero, claro está, dejar de hacerlo de esa
forma en que lo hacemos –como apertura a una supuesta fase nueva que comprenda
así –que continúe haciéndolo– el arte como progreso y continuidad; como
contenedor con el que formatear formaciones discursivas enunciadas en la complejidad
de la sociedad hipermedial– para atrevernos ya a ser nómadas en este desierto
de lo real, para atrevernos a habitar en el cierre representacional, en la ubicuidad
topológica, en la heterocronía temporal, para recrear políticamente la realidad
a cada instante.
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