jueves, 29 de diciembre de 2016

LAS AURAS FRÍAS (JOSÉ LUIS BREA): VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS


Veinticinco años de Las auras frías. Y no, no sé si se trata de un libro capital, de una importancia que le haga merecedor de traerlo aquí a colación de semejante efeméride. Digo esto porque no quisiera incurrir en el recurrente hagiografismo que nos bombardea. Sin embargo, a veinticinco años vista…cuantas cosas han cambiado. Para bien. Subrayo: para bien. Y cuanto hizo ese ensayo por, si no abrir horizontes nuevos, sí al menos despejar algunos de la contaminación postmoderna que nos tenia presos de una serie de tics estéticos que, fácilmente, nos habría llevado hacia un recrudecimiento de las posiciones conservadoras y reaccionarias.
Porque quizá nuestra cobardía sea manifiesta, quizá nuestra impronta agorera y agonística –calificativos que el propio Brea utiliza para comenzar su reflexión– sea aún demasiado profunda como para dejarnos soñar con el ímpetu suficiente. En todo caso, somos –quizá no lo dejemos de ser nunca– los últimos hombres, supervivientes de una catástrofe mayúscula que ha dejado como ruina un solar desértico donde es imposible orientarse. Pero sin duda que un logro que se destila de las páginas de este ensayo es que mejor que simular una superación de nuestros síntomas es enfrentarnos cara a cara con nuestros fracasos: dejar que el arte habite en la frontera antinómica de su indecibilidad, que el arte surque y transite todas y cada una de las paradojas que cierto impulso postmoderno daba por superadas de manera torticera y fútil.
Y es que, hay que reconocer, la tesitura en la que estábamos encallados hace veinticinco años era digna de tenerse en cuenta. Por un lado la empresa de elevación de la transvanguardia, neoexpresionismo y nueva figuración a los primeros puestos de las estrategias artísticas de más altos rendimientos –traducido tanto en éxito comercial como de crítica. Por otro lado, lo panfletario de un cinismo epocal y de un pensamiento débil que veía en la pluralidad postmoderna la posibilidad última de un “todo-valismo” encaminado a erigirse como superación de las diferentes etapas del arte y, sobre todo, a limar la esfera de comunicación social hasta convertirla –de manos del reino de lo nuevo– en privilegiado ámbito de diálogo ideal, de validez universal e intemporal de la obra capaz de una recepción universalizada de la obra. El resultado, de seguir estas premisas, eran difíciles de desarbolar de un solo golpe: una democratización del arte en el sentido de continuar las “expectativas que definen en rigor el Proyecto moderno” y que “se han ido revelando irrealizables”.
Frente a esta situación, la labor de Brea consistió no ya en poner paños calientes sino en negar la mayor: de lo que se trata es de proponer para el arte “un destino más alto en su problematicidad”, un destino que, lejos de seguir anclado en un proyecto, el de la Modernidad, que ya ha dado demasiados signos de inviabilidad y de su naturaleza antitética, subraye el impulso paradójico que lo anima y poder así mantener “conjuntas aspiraciones difícilmente compatible, como la de asegurar la absoluta autonomía de la esfera sin renunciar a la vocación de compromiso con el proyecto civilizatorio de la organización social”. De seguir esta senda el arte remitiría a la certidumbre de que no hay otra opción que “habitar el delgado filo constituido por sus contradicciones programáticas. Y de que, en el curso del desarrollo progresivo del nuevo orden de su hiperinsitucionalización, éstas habrían de exacerbarse”
Para ello Brea expone que “el posmodernismo es un vanguardismo, que la conciencia posmoderna representa un refinamiento a la contradicción, el disenso, la diferencia, la fuga, la desviación, la violencia crítica”. Pero, ¿cómo puede ser esto si la empresa de limpieza y pulido del fracaso de la Modernidad nos ha dado a pensar la postmodernidad como la panacea del eclecticismo y de un cierto retorno al orden que, según los adalides de las neovanguardias, era lo que más convenía?
Para tal fin Brea rearticula la impronta vanguardista en las estrategias estéticas actuales y pone en limpio el diagnóstico Benjamin referente a la desauratización de la obra de arte: sólo con esos dos movimientos la concatenación de paradojas y antinomias que pueblan la supuesta autonomía estética da para bastante más que un simple desmontar todo el tinglado postmoderno en relación a los nuevos lenguajes figurativos y expresionistas, toda aquella maquinaria puesta en marcha por Achille Bonito Oliva, Rudi Fuchs y la Documenta 7, o Christos Joachimides y Norman Rosenthal con su Zeitgeist o New Spirit in Painting.

Schnable, adalid de la nueva figuración

En lo que refiere a las tesis de Benjamin referentes a la pérdida del aura, el pulsar generalizado en las prácticas artísticas es que lo importante, la novedad que traía la reproducción técnica, era, efectivamente, la pérdida del aura: un rasgo epocal a explotar y para el que una mala y simplona interpretación del gesto rupturista de Duchamp sirvió de detonante para entender que de lo que se trataba era de forzar la máquina para hacer del antagonismo copia/original germen de una supuesta crítica estética. Una vez perdida el aura, una vez perdida la función cultual de la obra de arte, el propio arte entraba en una nueva era donde la reproducción técnica hacía que los antaño valores de original y autoría quedasen totalmente eliminados. Esa senda fue sin duda transitada por aquellos que comprendieron que todo remitía a un problema de copias frente a originales, de desplazar unas fronteras, las del arte, que pese a todo era conveniente mantener como límite de un territorio al que poner por nombre “autonomía estética”.  
En este sentido, señalo –Brea no lo hace– la empanada mental y confusión de uno de los teóricos más importantes, Arthur Danto, que vio en la ineptitud de esta senda intransitable el rasgo que hacía de Warhol el filósofo contemporáneo más importante: cuando la institución-arte se desarrolla hasta el límite de hacer indiscernibles el ‘objeto de la vida’ con el ‘objeto del arte’ lo que se tiene no es una epifanía reveladora del momento del arte sino la cortedad de miras de una arte afanado en confundir un problema adyacente del arte –el de la copia y original, ya en danza desde el Clasicismo– con su núcleo antinómico fundamental .

Warhol, Danto y cierto confusionismo

Por el contrario, y como piedra angular desde la que elevar al arte a un destino más alto que aquel al que se le tenía enclaustrado, la tesis de Brea es que si bien hay que reconocer la capacidad analítica de Benjamin en descubrir el acontecimiento, el desplazamiento que supone la reproductibilidad mediática en el ámbito del arte, lo cierto es que no interpretó el sentido en toda su rotundidad. Es decir, su diagnóstico es claramente “impreciso, insuficiente”. Lo que ha sucedido no es una pérdida sino un enfriamiento del aura, una desintensificación que conlleva multitud de efectos encadenados en la esfera del arte.
No es que el aura sin más, y merced a esa eliminación de “una lejanía que se hace presente” que imprime la reproducción técnica, desaparezca: lo que sucede es que el aura se pliega al nuevo modo de distribución y exhibición de la obra de arte, se concita alrededor de la función secularizada que la técnica dota al objeto-arte en detrimento de su función cultual o religiosa. Es decir: si en el anterior régimen de producción artística teníamos un aura fuerte como receptáculo de una densa carga de memoria, con el régimen estético que inaugura la reproducción técnica el aura no se pierde sino que se enfría, pierde intensidad al quedar ahora referido no ya a la legitimidad ritual de la comunidad sino en el continuo desplazamiento desde el objeto hasta su representación en los media, en la absorción de su caudal estético por los canales de distribución y exhibición mediática, de manera que el objeto como tal, la obra de arte, viene a ser entonces el ostentador de todos los flujos transaccionales en los que su representación mediático forma parte. La consecuencia principal es que “el nuevo aura tiene su origen, precisamente, en el lugar en que Benjamin preveía la causa de su desaparición: la reproducción mecánica”.
A partir de aquí la red de puntos de fricción va creciendo sobre la base de dos pilares o polos que, operando dialécticamente, entablan el conjunto de paradojas desde donde el arte debe ser producido y pensado. Por una parte esta desintensificación conlleva, con la implementación del régimen mediático en régimen de reproducción de la realidad, una suerte de estetización difusa, una conquista de todos y cada uno de los ámbitos de los mundos de la vida por una industria cultural y mediática que, a años luz de la caracterizada por Adorno, no ya solo filtra o manipula la información que representa lo real, sino que lo real ha pasado a ser ahora enteramente producido y precedido por los mass-media. Por otra parte hay que señalar que esta estetización, comprendida sin duda como una colonización de la vida a manos del arte, es uno de los reclamos y puntos fuertes de la vanguardia –el “desbordamiento-rebasamiento del lugar del arte a favor de la inundación de los mundos de vida”– y que como tal debe ser mantenida por aquellas estrategias estéticas que quieran ser llamadas críticas. En este sentido, y en la seguridad de que “sin el trabajo de la vanguardia, el sistema del arte avanzaría calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia su enrarecimiento, hacia su muerte por tedio”, si hay algún impulso que las vanguardias hayan dejado en herencia a la práctica artística ese no es otro que la capacidad del arte para habitar en un terreno minado de antinomias y, con ello, “la lúcida asunción de la dificultad de resolverlas, de superarlas”.
Lo fundamental es que es solo recorriendo esta paradoja cómo el arte puede superar la afasia que supone su reconducción a la formalidad estilística del todo vale y a ese eclecticismo con el que equivocadamente se saludaba al postmodernismo. Si por una parte la legitimidad de la obra como arte no viene ya dada por su inserción cultual en el seno de la comunidad pero tampoco, dada la aceleración social y la vorágine de tensiones que el régimen mediático vehicula, es ya posible pensar un campo social consensuado de diálogo sin fin, un campo kantianamente formalizado donde el juicio del gusto se construya en confrontación directa con el objeto-arte, por otra parte –tal legitimidad del arte– queda a expensas de un régimen de reproducción mediática de la realidad que, al tiempo que pone la etiqueta de arte a algo, lo desontologiza, lo desmaterializa, lo colonializa para las tectónicas del capital administrado. 


Erigido sobre esta paradoja, alimentada por un lado por una desintensificación del aura y por otra por una expansión que toca tanto el núcleo central y deconstructor de las vanguardias –núcleo e impulso que hay que mantener ya que sin este cumplimiento del programa general de las vanguardias de borrado de una lógica de la representación mimética y de todo el entramado idealista de conceptos, “de ninguna manera tendríamos acceso a la experiencia de una relación no-aurática con la obra si no fuera por el legado irremisible de todo ese fiero trabajo de autonegación radial de la obra de arte”– como el proceso social de producción mediática de la realidad, de precesión simulada de la hiperrealidad (Baudrillard atraviesa de principio a fin este ensayo), concitando al arte a un proceso de progresiva desmaterialización –un devenir-in-material– de todos los intercambios y lazos de interacción que articulan su cohesión” y que, de hacer tabula rasa y eliminar todo impulso crítico, va de la mano con el diluido de realidad favorecido por el capital, el arte sufre una transformación radical hasta el punto “que tiene sentido hablar de una variación rotunda del modo de darse la experiencia artística contemporánea”.
Desde esta atalaya, no se trata de hacer de la muerte del arte idea regulativa epocal ni de tampoco dejarse llevar por los hervideros del ecleciticismo neovanguardista que ven la oportunidad para el surgimiento de un pluralismo donde, por fin, cabemos todos. De lo que se trata es de, insistimos pues este es el latir nuclear de la reflexión de Brea, asentarse en esta red de paradojas, empeñarse en problematizarlas, abogar por una “lúcida conciencia de las contradicciones que animan sus expectativas en tanto definidas bajo el signo de lo moderno, pero no necesariamente la decisión de renunciar a ellas sino el mantenerlas, en tanto expectativas, como reguladoras efectivas tanto más necesarias bajo el signo de la complejidad”.
Mucho más, sin duda, podría decirse. Pero basta para al menos ensayar una cartografía general. Y basta, sin duda también, para sabernos herederos directos de estas premisas. Porque, pensamos, es este ensayo incipiente de Brea –redactado en los años 89/90 y publicado en 1991– el que guarda, dentro de aquella su primera época dedicada en profundidad a la alegoría, más y mejores pistas para rastrear en el presente y el que toca puntos que atraviesan su reflexión y que vienen a desembocar, de manera todavía no asimilada del todo, en su obra cumbre, Las tres eras de la imagen.
            Entre ellas, como no, enumeramos:  
La elevación de la tarea y misión del arte por encima de la catástrofe que la asunción emancipatoria de la Modernidad pretendía hacer posible; fin del tiempo del cansino lamento por las exequias de un tiempo aparentemente mejor; inicio, algún día, de una senda abierta a la rotundidad de la diferencia. Si de hablar de arte toca, “nada de tolerar esa práctica inofensiva, sólo sostenida en la credulidad estadística que adormece al tejido social”. Y, como premisa única y fundacional, “o vanguardia, o liquidación fulminante de toda la mentira del arte”.
Fin también de toda secuenciación histórica y progresiva del arte, de toda operación de barrido y puesta en limpio de un escenario donde eclecticismo, todo-valismo y una pluralidad a-crítica operen con el descaro que han venido –y continúan– haciendo. Conciencia clara que el arte es un terreno minado de antinomias y que no se trata de superarlas sino de hacer noche en ellas. Y, ahí, esperar a la aurora.
Dar por cerrado el sueño de la autonomía: la transformación en el ámbito del arte provocada por el desplazamiento del aura a su efervescencia mediática genera una situación catastrófica para el propio arte: la “plena homologación del conocimiento estético al de cualquier otro orden del acontecimiento, en su administración mediática”, una homologación que, sin duda, da por cerrado cualquier intento del arte a aspirar a su plena autonomía.
Y, sobre todo, ser fiel a la profundidad del cambio epistémico que la reproducción mecánica y telemática han infringido a la (re)producción de la (hiper)realidad y a los desplazamientos que como tsunamis han asolado el terreno del arte mimético y representacional y que pueden ser validados en la premisa de que “el viejo aura cuyo desvanecimiento había augurado Walter Benjamin ya no preside, ciertamente, la experiencia estética”. Y eso porque la experiencia estética –y la legitimidad que de ella pudiera inferirse–, como comunicación que es, y al verificarse ésta a través de los mass media, no es una trasmisión de información de modo que su verificación pública pudiera estar simplemente afectada por los mass media; no es tampoco “una experiencia valorativa, la de la enunciación de un juicio de gusto” de modo que “la legitimidad de éste sólo podría asentarse en el encuentro directo, empírico, experiencial, con la fisicidad material del objeto, de la obra”. La experiencia estética –y esta es la fundamental tesis de este ensayo– se da en mediación con un aura que “va a ser ya sólo el sentido: un efecto de campo que se genera en la velocidad circulatoria, en la comunicación. A partir de ahora, sólo eso: y nunca más un efecto de creencia”; aura como “fría decisión seducida de participación ceremonial en el consenso mediático, eléctrico, que da nuevo signo a la experiencia estética”. En definitiva, es solo en la inmanencia mediática de una realidad desproduciéndose a velocidad infinita que la experiencia estética se da, desplazándose desde el objeto hasta su representación en los media de modo que el objeto como tal, la obra de arte, viene a ser entonces el ostentador de todos los flujos transaccionales en los que su representación mediática forma parte.
Pero, y esta podría decirse es la segunda tesis, esta legitimación secularizada de la obra de arte, referido ya solo a un juicio comunicable formulado en un régimen hipermediático en el que las cosas no son representadas sino que son montantes de información, bloques inmanentes de luz y energía, mero efecto itinerante de significancia y en el que el consenso es producido como efecto dromótico, debe crear ciertas disensiones en su seno, ciertas irrupciones de desplazamientos disruptivos; debe, de alguna manera, ser fiel a la herencia de las vanguardias pues, repetimos, “sin el trabajo de la vanguardia, el sistema del arte avanzaría calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia su enrarecimiento, hacia su muerte por tedio”.
Y estas consideraciones de hace veinticinco años, ¿a qué traerlas a la memoria? Nuestra época es ya otra pero sin duda que es común la formulación de estrategias artísticas que, desde la nueva sensibilidad que propone la generación cibernética de la realidad, vehiculan estrategias estipuladoras de consenso, formas “artísticas” que lo único que hacen es estetizar –y con ello depotenciar– toda carga de resistencia y crítica. Con la emergencia de las nuevas tecnologías, con el anudamiento de la red de paradojas que bombardean al arte y que se han exacerbado con la paulatino diluido de la realidad en efectos mediáticos de superficie, muchos hay que abogan –de nuevo y como a mediados de los años ochenta– por una pluralidad de estrategias ya que el potencial de significancia de la telerealidad “puede con todo”, por un barrido de toda toma de posición crítica y, sobre todo, por la vehiculazión de una nueva sensibilidad formateada y consensuada en el conjunto de displays que permite la tecnología. Como resultado, el arte pervive como forma privilegiada de formulación de consenso a escala global: la implementación mundial del régimen de producción y exhibición de –en la absoluta inmanencia de la visión– lo que es, de lo dado. Este es, sin duda, el punto nodal de la ideología estética: la limpieza que de formulaciones disruptivas lleva a cabo un entramado artístico que ya tiene muy poca fuerza tanto para sortear el reinado definitivo de su muerte como para aspirar a destinos más radicales, contentándose con servir como reclamo de al estetización difusa que el capital necesita para su hegemonía.  
Así las cosas, y trayendo al presente las reflexiones de Brea, basta ya de un arte melifluo, preocupado con chispeantes formulaciones telemáticas pero ahíto de capacidad verdaderamente crítica, basta ya de un arte paniaguado que toma la desmaterialización del objeto ya en su radical reconversión a dato informacional como oportunidad para jugar no ya a la indiscernibilidad de objetos sino a la cacatonia de una realidad absolutamente moldeable y reconstruible pero sin abogar por procurar disenso alguno, basta ya de un arte que se otorga para sí la capacidad excéntrica de quedar referido a algo más que a su pulsión mediática, basta ya de un arte que cree que la técnica está a su servicio cuando lo cierto es que es sólo su forma tecnificada la que puede ser insertada en la dinámica de flujos informacionales en que ha devenido el mundo, basta un arte aún con ínfulas de grandeza, un arte con la tarea de remontar escena alguna, de creer en proyecto alguno, de vislumbrar algún sendero utópico que recorrer. Basta ya de connivencia y complicidad.
Basta de creer en el arte. Basta de creer en la capacidad de superación de la técnica para este aparente momento epilogal el arte. Pero, claro está, dejar de hacerlo de esa forma en que lo hacemos –como apertura a una supuesta fase nueva que comprenda así –que continúe haciéndolo– el arte como progreso y continuidad; como contenedor con el que formatear formaciones discursivas enunciadas en la complejidad de la sociedad hipermedial– para atrevernos ya a ser nómadas en este desierto de lo real, para atrevernos a habitar en el cierre representacional, en la ubicuidad topológica, en la heterocronía temporal, para recrear políticamente la realidad a cada instante.

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