miércoles, 28 de noviembre de 2012

NURIA FUSTER: EN CAMINO HACIA UNA NUEVA MATERIALIDAD



NURIA FUSTER: DON QUIJOTE TAMBIÉN ESCULPIÓ EN EL AIRE
GALERÍA MARTA CERVERA: hasta 31/12/12

 Sí, el concepto quizá pueda ser ese, el de una nueva materialidad. Y el momento vital del arte también. Porque, y siguiendo a Lucy Lippard, una vez todo se ha desmaterializado, toca hacerse fuertes para intentar detener la maraña inmaterial en una fisicidad concreta, en una corporalidad desde donde hacer emerger potencialidades más capaces de hallar resistencia que no aquellas que van de suyo con el latir propio de los tiempos.

De lo que se trataría por tanto, frente a los nuevos mitos que conforman nuestro pathos postmoderno –el simulacro de Baudrillard, la liquidez de Baumann,  etc-, sería condensar esa ingravidez propia de la fugacidad que quiere congeniarse con un tiempo-presente instantáneo y eterno, para hacer aparecer olvidos pretéritos, promesas evanescentes y destruidas en la patochada de lo hiperfluídico. Para, en definitiva, reconstruir la historia y reelaborar la realidad.

Porque la rotura, la novedad, los ejercicios de resistencia, no vienen ya –o al menos no únicamente- de lo conceptual-inmaterial como antagonista al poder fetichizado del signo-mercancía, sino que lo objetual, lo a-la-mano de todo objeto, remite en igualdad de condiciones a la necesidad de obturar drásticamente y, frente al imperio de la mercancía, proponer otras lecturas, otras estrategias de conglomerado y de estipulación de lo corpóreo.
 
 

Crear otros modos y maneras, alumbrar de nuevo la utopía, son capacidades que surgen únicamente como rearticulación de lo ya sido, de lo ya sedimentado en forma de objeto o de relato acabado. Abrir las esclusas, dejar que el poso del tiempo resintonice con otro pulso, con otra pulsión, dejar que la fisicidad de lo orgánico reconstruya la memoria.

Y en el germen de todo este desarrollo está la idea capital de que, por muy rápido que esto fluya, por muy cerca que estemos de la evanescencia absoluta, por mucho que nuestra realidad se haya reconvertido en una pantalla global por donde pulula el flujo intangible de la imagen, siempre quedará un cuerpo, una huella imposible de olvidar, una materialidad que podría dar buena cuenta de la ignominia de todo tiempo, de las historias silentes y silenciadas. Poco más o menos, y a grandes rasgos, esta es una de las tesis adelantadas por Miguel Ángel Hernández Navarro en su último libro.

Así, este retorno de la materia tiene que ver con el acto de reescribir, de recordar para no transigir con el olvido. Tiene que ver con la capacidad que tiene toda fisicidad de apelarnos a reordenar la realidad, a rehacerla de modo estético. Tiene que ver, en definitiva, con ese núcleo donde se forjan las preguntas más indecibles, ahí donde se anudan el pensamiento y la forma, la ficción y la realidad: ¿cómo dar forma al pensamiento, a las ideas?, ¿las formas son ya encarnaciones de alguna idea del pensamiento?, ¿se pueden crear formas nuevas?, ¿se puede pensar algo diferente?, ¿se puede siquiera intuir ese pensamiento? De serlo, de existir, las ideas que destilen tal pensamiento sin duda que remitirían a la novedad radical, a la imposibilidad de lo posible, a la posibilidad de llegar ser la posibilidad.

Es este mismo recorrido el que la propia Nuria Fuster busca en el magisterio de Beuys: “el hombre no es libre en muchos aspectos. Depende de las circunstancias sociales, pero es libre en su pensamiento y aquí está el punto de partida de su escultura. Para mí la formación de pensamiento ya es escultura”. Esta frase del artista alemán y que preside la web de Fuster sirve de declaración de intenciones de la propia escultora. Materia y forma, pensamiento y cuerpo físico, realidad y ficción: el juego dialéctico entre opuestos es siempre el mismo, el que marca el espectro de nuestro devenir. Marcar donde termina uno y empieza otro, operar una fractura, un disenso, en las relaciones dadas como válidas para cada uno de los pares: en este sentido, el arte contemporáneo se erige como modular potencial de diferencias.


Indagar en el concepto de escultura es la forma que tiene Fuster de insertarse en la realidad, de proponer desajustes nuevos entre el pensamiento y el cuerpo, entre lo inmaterial y la forma. Porque es creando, igual que don Quijote, como el arte es capaz de proponer nuevas realidades, nuevas relaciones entre regímenes ficcionales. Así, como en los encuentros fortuitos que dictaba Lautréamont de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección, las esculturas de Fuster dinamitan las relaciones consensuadas y operan una fisura entre la potencia del pensamiento y la materialidad que le da forma.  

Sus esculturas por tanto son dispositivos de apertura a lo diferente, nuevos encontronazos con pensamientos aún no encarnados en formas. La apertura al pensamiento que proponen estas esculturas indaga en la capacidad de articular nuevas formas materiales, nuevas vibraciones entre los objetos y los cuerpos, nuevas relaciones que hagan restallar el presente ignoto de lo dado. Son, en la línea del trabajo de Oteiza, propuestas de modificación –y construcción- del límite y, consustancial a ello, preguntas acerca de qué está hecha la realidad.

Así por tanto, como don Quijote, que esculpió la realidad a través de su visión, las obras de Fuster nos apelan a ser nuevos quijotes, a dar rienda suelta a esa ‘locura’ innata que llevamos dentro y que parece adormecida por la capacidad del lenguaje de relacionar de forma biunívoca realidad y pensamiento. Volver a empezar a hablar, volver a comenzar a mirar, toparse con la novedad de una forma sin pensamiento previo.

En definitiva, las Esculturas amplificadas de Fuster remiten al hecho de que la realidad excede al lenguaje, de que hay pensamientos sin forma aún determinada y que nuestra labor, nuestra labor creativa y disensual, debe de trazar nuevas operaciones entre objetos y materiales para, así, acercarnos más a lo real.

viernes, 23 de noviembre de 2012

ROOM ART FAIR: REDECORA TU VIDA


ROOM ART FAIR
Hotel Praktik Metropol: 23, 24 y 25/11/12



En estos tiempos de globalización lo que no se escenifica no existe. O, dicho de otra vez, lo que no es celebrado y concelebrado, lo que no entra dentro de la fanfarria de la explosión circense y la mitología del buenrollismo, no existe.



Las coordenadas son entonces obvias y precisas: concelebrar la nada, aplaudir la inopia vivida en comunidad. Porque de eso va la cosa: verse en grupo y estar justamente ahí, donde la pamema y el cameo carnavalesco se hacen fuertes, tan fuertes como para lograr esos cinco minutos de fama que nos darán de comer para toda una eternidad. Porque cuando el ruido mediático hace efecto doopler, cuando la pulsión informativa se ha tornado en pulsión de muerte postmoderna, hacerse con un instante en la inmanencia de la pantalla global es el fin de todo acontecimiento. En el desierto de lo real, lo único que acontece es la fiesta de lo inocuo, la retrasmisión de la nadería y el mimetismo con la confabulación infantiloide que lo colapsa todo.



De un tiempo a esta parte hemos visto como el gusto dionisiaco por la fantochada está tomando tintes de obscena exhibición. Se trata de una puesta en escena calculada y medida al milímetro: el organigrama fiestero goza de todos los síntomas más precisos para lograr lo único que vale: visibilidad.



Así, el recorte de espacios remite en la actualidad a un recorte de visibilidades donde lo cibernético funciona como rizomático panel de anuncios: si ha sucedido, es que está en las redes, listo para consumir y conglatularnos todos de la cantidad de gente que ha ido a gozar del espectáculo. Porque esa es otra, que bajo el mito de las sinergias e interrelaciones, de la innovación y el feedback, el gremialismo grupal se torna en razón de ser para toda práctica, a un paso incluso de la parodia de la tribu urbana, ya se trate de vender bolsos o de vender pinturas. Siempre los mismos en las mismas partes para celebrar la nada bajo nuestros pies que nos devuelve especularmente nuestra propia imagen: el placer de habernos conocido.



Y que coste que nada de lo hasta aquí dicho supone una especial crítica para esta Room Art Fair. Simplemente es tomar constancia de donde estamos y hacia donde vamos. Es decir, saber porqué las cosas son así y porqué ahora, y no antes, tiene sentido hacer una feria de –mediocre- arte contemporáneo en un hotel de esos tan modernos de diseño. ¿Será porque el espectro del capital necesita una fragmentación más fina en el campo social para poder penetrar con más fuerza? Es decir, para quien no lo pille, ¿hasta qué nivel de “emergencia” debe de elevarse el arte para codearse con el esteticismo más cool?



Que sí, que vale, que hay que hacer comisarios nuevos, artistas nuevos, coleccionistas nuevos, hay que retrasmitirlo vía online al globo, y, sobre todo, hay que agenciarse un territorio no conquistado, un territorio donde el flanêur tecnoexistencial se encuentre como en casa. OK. Pero hay que saber que movidas como ésta, tan necesarias para mover el cotarro capitalino, tan necesarias para que la sensación de estar justo donde uno tiene que estar (¿hay sensación más excitante y retronihilista que esta de crearse la escenografía precisa para pensar que estamos en el lugar adecuado?), poco o nada tiene que ver con el arte. Tiene que ver con la emergencia y necesidad de hallar un lugar de visibilidad para crear nuevas capacitaciones en la compra-venta, para transaccionar a un nivel capaz de subsumir ese pose intelectualoide y descafeinada, adolescente y de psuedo-malditismo que exuda el arte emergente. Y para ello la táctica es seductoramente acertada, obscenamente pertinente. Pero poco más. Nada más. Y quizá, y esta es la tragedia, con eso sea más que suficiente.

LOUISE BOURGEOIS: ARQUEOLOGÍAS DE LO TRAUMÁTICO



LOUISE BOURGEOIS: HONNI soit QUI mal y pense [MAL haya QUIEN mal piense]
LA CASA ENCENDIDA: 19/10/12-13/01/12

(texto publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=422)

          Para celebrar su décimo aniversario, La Casa Encendida propone una gran exposición acerca de los 10 últimos años de trabajo de Louise Bourgeois (París, 1911-Nueva York, 2010). Su obra, mostrada en contadas ocasiones hasta que en 1982 el MoMA le dedicó una retrospectiva, se ha convertido en fundamental para comprender el desarrollo de la escultura contemporánea y los caminos que el arte puede y debe rastrear para toparse cara a cara con lo radicalmente novedoso: aquello que ha permanecido oculto y en silencio hasta ahora.

Toda la obra de esta singular artista puede concebirse como un intento casi desesperado por dar forma a los miedos, a las fantasías secretas y a los deseos femeninos; un intento de dar forma a lo invisible de toda experiencia traumática, de frenar lo verbal para alegorizar. Su obra empieza justo cuando muchas terminan: ¿cómo hacer presente el olvido, cómo olvidar el pasado, cómo decir lo que no se puede decir?

           

ANTECEDENTES

La Modernidad no es ningún movimiento de autonomización de ámbitos hasta entonces sellados y protegidos bajo la égloga paternalista del Estado o la Iglesia. La Modernidad es el proceso por el cual las cosas suben a la superficie, descentrándose y desplazándose de inmediato. No hay ningún movimiento de autoreflexividad y, sí lo hay, es siempre deudor de este movimiento de ascensión a la superficie.

El régimen de representación que queda violentado por las nuevas expectativas de la Modernidad no viene dado por un proceso exógeno de autoreferencialidad, sino por un desarreglo en las coordenadas fijadas por una mirada deudora de un determinado poder válido hasta entonces. Lo que surge no es una instancia ‘ciudadano’ capaz de darse carta de ciudadanía, sino una mirada que desgarra al sujeto en su quedar remitido a la jerarquía teo-cosmológica; lo que surge no es una instancia moral autónoma, sino un pliegue de la conciencia sobre sí misma, un régimen de desidentificación del sujeto respecto a sí mismo que le consigna a un desfondamiento original, a una grieta en su propia fundamentación.

La Modernidad, en definitiva: cuando el mostrar y el decir se hacen añicos a manos de una mirada que no infiere la distancia adecuada para un juego de realidades donde la imagen ya no hace pie.        

Si hay sospecha es precisamente de eso mismo: ¿qué habrá bajo las imágenes? O lo que es lo mismo, ¿porqué seguir remitiéndonos a realidades ideológicamente acalladas bajo el peso de la imaginería colectiva de turno?, ¿porqué no perderle miedo a las imágenes y refutar la relación biyectiva –la que media entre imagen y mundo- en que parece quedar amparada la realidad?, ¿porqué no enfrentarnos cara a cara con la realidad, con lo nouménico real?
 
 

Si hay sospecha es precisamente de eso mismo: ¿qué hay bajo la mercancía?, ¿qué hay bajo los valores?, ¿qué hay bajo el ’yo’?  Pero, ¿cómo nombrar lo que ya no está oculto, aquello para lo cual ya no hay pantalla-tamiz, la cortina de humo que disemina el desgarro?, ¿cómo mirar cara a cara a lo que ha permanecido hasta entonces invisible?

Porque, sin suelo bajo sus pies, la nominación explota y la simbolización gana enteros. Nada puede ser representado y todo deviene alegoría. De ahí a nuestro mundo hiperbarroquizado, un suspiro. Todo, en su ascención a la superficie, en desasirse de la mirada dogmática representacional, queda en sustitución de otra cosa, de cualquier otra cosa. Todo es lo mismo y lo mismo es el todo. La obscenidad recubre los objetos porque la mirada ha de hacer tope, ha de quedar disciplinada de alguna forma: la mirada del capital-máquina se muestra, para esta tarea, perfecta.

Pero vayamos al asunto que nos ocupa: la tarea del arte es enfrentarse a la distancia no disciplinada, operar una apertura de la mirada donde lo reificado se desanude en una multiplicidad de acontecimientos sin dueños. La tarea del arte es proporcionar a la mirada las herramientas necesarias para que aquello que flota en la superficie no se esfume entre nuestros dedos, dotar de procesos subjetivos capaces de hacer del devenir un marco operacional capaz de conocimiento.

Y es que, en este camino de desvanecimiento de la mirada cultural, en esta irrupción en la superficie, el devenir y el fragmento, el acontecimiento y la multiplicidad, llenan una superficie comprendida no ya como verticalidad jerárquica, sino como a-significatividad rizomática. El arte entonces como modo de escapar a la simbolización impositiva de la técnica, el arte como instancia de reordenamiento de las visibilidades renuentes a caer en el fango de la estetización de los mundos de vida, ahí donde la mirada haya el gozo sintomatológico de lo ya-consumido.

 

CONSECUENTES

En la Modernidad, desde las profundidades del yo emerge un ‘yo’ ahora no canonizado bajo la impronta cartesiana de la subjetividad, sino fragmentado en una multiplicidad de instancias las cuales, en relación no dialéctica, sesgan y rasgan la imagen icónica del ‘yo’. No hay imagen del yo: Freud da por acabado el discurso bien pensante del sujeto-total. Ahora el ‘yo’ es una rémora, un dispositivo de castigo y de placer siempre derivado, una instancia genuflexa con cualquier forma de poder. Resentimiento, culpa, trauma: el ‘yo’ se desmigaja bajo la mirada del otro, del gran otro: el deseo libidinal.
 
 

Toda historia es la historia de un fracaso gestado desde la más tierna infancia. La familia, más que ser lugar de educación, traza y vertebra una racionalidad enmascarada donde los mitos se tocan con lo traumático para engendrar un enclave miedoso, atravesado por los continuos deseos de un super-yo ante los que el ‘yo’ no puede hacer nada salvo confirmar la hecatombe.

 Para ello, para dar cuenta de este ‘yo’ siempre en fuga, no cabe una representación canónica del sujeto. Solo vale dar testimonio de su huella, de su pasar, de los miedos que le aterran y del insondable espanto que siente al hallarse en las cercanías de lo Real. Así pues, descascarillar lo Simbólico, asomarse a los lindes de lo nouménico, ahí donde su realidad coincide con un tropezón, con su trauma fundacional. Es decir, lo que ha estado haciendo Louise Bourgeois durante su trayectoria artística.

Y es que, si por algo la artista francesa ocupa un lugar privilegiado dentro de la historia más reciente del arte contemporáneo, es porque ella ha sabido como pocos enfrentarse a ese pánico original que nos consustancia y resimbolizar la realidad. Su obra queda emplazada entre dos orillas: el feminismo y el psicoanálisis. Y, entre ambas, la fuerza política de lo innombrable, de lo inquietante, de lo que acecha en su (in)visibilidad.

El arte, para Bourgeois, era la posibilidad única de dar sentido original a sus experiencias, sobre todo a las gestadas en el entorno del núcleo familiar en su infancia: la figura del padre, el arrinconamiento de la madre, la muerte de hermanos varones, la imposibilidad de ser aceptada por el padre, etc. Y todo entre tapices, entre agujas, entre remiendos de telas, entre remiendos y despojos. Cómo ella mismo dice, “me hice artista a partir de la situación familiar. El arte se me presentó en principio como algo muy útil”.

            Así, la función artística está preeminentemente dirigida hacia la catarsis, a lograr de algún modo la cura no ya por la palabra, sino por la resemantización. El arte cura y sana, y ser artista, para ella, no es sino un privilegio: “el arte es un privilegio que me fue concedido y tuve que ejercerlo y estar a la altura, más todavía que con el privilegio de tener hijos. (…) El privilegio era el acceso al inconsciente. Tener acceso al inconsciente es un gran privilegio. Sentía entonces que debía merecer ese privilegio, y ejercerlo. Tener la posibilidad de sublimar a través del arte era un privilegio. Hay que aprender a sublimar”. Y siempre,  la catarsis, orientada a soportar el abandono, a hacer más llevadero el dolor de no poder expresarnos adecuadamente, a hacer más comprensible la indiferencia y la ignorancia que suscitamos en todos los demás: es decir, a conservar la cordura. Su obra entonces nace de una incapacidad, de una resistencia que el medio siempre ofrece a ser aceptados y queridos y, recíprocamente, a querer y amar. 



Cuatro quizá sean los temas que más le han interesado alegorizar: la sexualidad, el sentimiento de culpa, el tabú del deseo y la fragmentación del cuerpo. Yen todo ello, una misma estrategia: ahí donde el psicoanálisis se encuentra con el existencialismo. Es decir, desvelar la verdad, correr el velo de la belleza que todo lo tapa y dejar que lo Real asome bajo la figura de lo siniestro. Porque ese es su trabajo: en esa subida a la superficie que hemos dicho consiste la Modernidad, ayudar a que esta ascensión sea sincera consigo misma, que no se camufle en los beneplácitos de la forma, la medida y la belleza, sino que se tope con su propio límite: lo inhóspito de la cotidianeidad, esa extraña realidad que presagia como una premonición el hecho de que sea precisamente lo más familiar lo más lejano. Y es que, si como dejó dicho Eugenio Trías, lo siniestro es aquello que teniendo que mantenerse oculto, termina por desvelarse y salir a la luz, su trabajo consigna los modos de visibilidad de esa herida, de esa cicatriz interior.

Pero la dificultad radica en su misma postulación: ¿cómo representar lo oculto más cercano, la cercanía de lo inhóspito?, ¿cómo hacer para situarnos en el intervalo que media entre la presencia de una ausencia y su posibilidad de hacerlo visible? Es decir, como decir lo indecible, como representar lo irrepresentable. Para ello, dos pilares sobre los que levantar lo indescifrable de su discurso: el tiempo interior y el cuerpo.

Porque, si a fin de cuentas es el tiempo condensado en la imagen lo que garantiza la función representativa, el tiempo-interior que hace funcionar Bourgeois es el de una conciencia fenomenológica donde el tiempo instantáneo hace intersecar el presente con el ya-sido del pasado, con el fin no de reconstruir ficcionalmente las historias sino para revivir el pasado, para operar otra relación con él: olvido y recuerdo forman entonces un duplo donde el exceso siempre posibilita otra vuelta de tuerca, la posibilidad de otro futuro, de otro por-venir, un ya-sido nunca ocurrido, una alternativa a la caída.

Quizá el tejido y quizá también la aguja como metáfora de una reconstrucción constante en busca de un reparación, de la demanda de perdón, de la condonación de un miedo al abandono y las emociones. Y, con ello, la revitalización de una labor olvidada entre sus recuerdos: la figura de la madre, hilando y deshilando, ignorada y despreciada, pero, al mismo tiempo, con el poder mágico de proteger y dar cobijo, de exhortizar la presencia ignominiosa de lo siniestro que acecha en el hogar, la figura de la madre como “Femme-Maison”. Los cuerpos de sus enormes arañas funcionan como un refugio en el que cobijarse.


Y en esa búsqueda, en esa inmanencia del dolor, siempre el cuerpo como lugar de la inscripción, como pliegue donde la huella –entre el olvido y la recordación que provoca lo instintivo y totémico- encuentra su acomodo para decir lo no-dicho, para significar precisamente ese lugar vacío. Porque el cuerpo siempre es, al mismo tiempo, la ausencia del cuerpo. Otra cosa, otro vacío. La parataxis que propone Bourgeois es precisamente la que invoca la ciencia psicoanalítica: cuando la palabra no puede decir, es el cuerpo el que habla. Jorge Fernández Gonzalo, en una obra reciente, lo dice de forma perfecta:  “el cuerpo actúa como represión de algo mas oculto que aún denominamos cuerpo, y su hegemonía no deja de poner en relieve que el lenguaje es insuficiente para decir ese fondo inalcanzable, que la mirada no bordea, sino que limita y recluye”.

Es decir, ¿qué oculta mi historia, qué ocultan mis experiencias?, ¿qué se quedó en el núcleo familiar? Cuando la palabra es incapaz de des-ocultar verdad alguna,  es el cuerpo el que cataliza esa pulsión oculta únicamente capaz de revelarse en sus síntomas, en su patologías y represiones. El cuerpo como presencia de lo (im)presentable.

Si el psicoanálisis vincula en los casos de histeria el cuerpo con el lenguaje, y si la patología histérica queda estigmatizada como la enfermedad femenina por antonomasia, los estudios de Bourgeois acerca de la histeria - los cuerpos arqueados simulando las mujeres histéricas de Charcot- bien pueden comprenderse como un intento de hacer hablar al cuerpo de otra manera, de desclasificarlo de una taxonomía general que asociaba a la mujer con una serie de coordenadas explicativas. El arco de la histeria, ahí done el placer y el dolor se mezclan, donde el cuerpo dice lo que no se atreve a decir de otra manera: el sustituto del orgasmo en alguien que no tiene acceso al sexo.

Otro, por lo tanto, punto nodal: sexo y placer. O, ¿cómo decir el deseo? Es, de nuevo aquí, una subida a la superficie, un acto de sublimación por el cual el cuerpo queda integrado en una totalidad comprensiva provocada por la cultura, por la civilización. Pero, ¿y si el deseo no cabe en esa vasija prefabricada? Aquí la obra de Bourgeois converge con algunos puntos teóricos de Lacan y de Deleuze: el cuerpo se desgrana y explota en una serie de zonas erógenas que no hallan identidad global. El cuerpo se fragmenta en una multiplicidad de pulsiones sin centro organizador. El falo –Significante perdido- está en constante desplazamiento. En estas condiciones, la subida al mundo de lo Simbólico supone el desmembramiento de una unidad que en un principio parece ser el cuerpo, pero que es poco más que un guiñapo, el quantum de voluntad necesario para sobrevivir a un deseo siempre zigzageante alrededor de un centro pulsional vacío, una sedimentación de represiones y patologías donde el habla apenas acierta a balbucear.

El cuerpo entonces como remiendo, como suma de partes sin un todo omnicomprensivo: un cuerpo restañado y zurcido –como en sus propias esculturas-, donde cada pespunte remite a una cicatriz interior, al trauma del abandono, a la ausencia siempre marcada y a la imposibilidad de recuperar lo perdido. Cuerpo narcisista, cuerpo psicótico, paranoico, esquizoide: cuerpos nuestros, cuerpos-texto donde inscribimos nuestro vacío, el anhelo del otro que nunca vendrá, el deseo nunca satisfecho.

En definitiva, cuando las cosas suben a la superficie, solo cabe representar la huella del vacío que dejan a su paso, la tachadura velada de una ausencia fundacional: ese ha sido el trabajo de una artista para quién el arte era una cura, una tabla de salvación ante lo incognoscible. 
 

lunes, 19 de noviembre de 2012

ENTRAR "EN LA CASA": NOTAS SOBRE LA LITERATURA Y EL ESCRIBIR


 
No tienen razón. Aquellos que de forma tajante separan el reino de la realidad del de la ficción, no tienen razón. Ninguna. Más bien todo lo contrario, la realidad es la ficción suprema, la ficción que en cada caso vence en el pulso que sobre lo visible, lo decible y lo pensable establecen ciertos discurso, ciertas visibilidades, ciertas reverberaciones entre cuerpos.

Digo esto a colación de una soberbia película (“En la clase”) cuya temática versa sobre la literatura y los efectos que esta puede -y debe- tener sobre la “realidad”. Porque el “versar sobre”, el “ir sobre algo” de esta película, no remite a problemas de personalidad del escritor, a dicotomías referentes a su destino, a pulsos existenciales ni a la desnuda dialéctica éxito/fracaso tan querida a los efectos sensibloides de Hollywood.

El asunto del que trata esta película es la literatura en su estado más puro; objeto y sujeto, el arte supremo de la ficción, la literatura, es el tema principal a tratar por una película que se enfrenta cara a cara con la praxis de una actividad condenada al “fracaso”, a abrir el fracaso, a purgar el tiempo-presente de los injertos de artificialidad y reinventarse en cada tirada de dados que propone.

Y es que, como hemos dicho al principio, y pese a que su generalizada creencia bien puede considerarse la gran-ficción-única, realidad y verdad no van nunca de la mano. La realidad no es más que una construcción determinada, un efecto dado desde un punto de vista muy concreto, una comprensión ideológica y política construido para dotar de visibilidad determinadas estructuras, determinados puntos nodales.
 
 

Pero queda siempre lo otro, la diferencia de lo construido con lo real, de lo dicho con lo mostrado, de lo significado y el significante: en el simple hecho del decir ya hay una grieta, una imposibilidad de decir la precisión, la totalidad. Siempre, en el lenguaje, el desgarro, el olvido de lo que no acude puntual a su cita: un sentido que se eleva y sube a la superficie de la historia y otro que se hunde en la profundidad de lo indecible.

La literatura surge en este punto: rescatando del olvido aquello otro, la gran diferencia del decir consigo mismo. La literatura toma la palabra para decir la promesa que fue negada, que fue arrinconada por un acontecer que prefirió otro enlazamiento, otra destinación, otro reparto de las sensibilidades con el que construir ‘realidad’. Porque, no por quedar sedimentado bajo la espesa capa de la realidad-verdad, lo no-dicho queda a expensas de su inminente olvido: cabe escribirlo. Porque escribir es salvar al tiempo de sí mismo, es reencontrar la fuente de la ficción que pudo tener la llave para comprender el ‘ahora’. Escribir es siempre un acto redentor: mirar al pasado para abrir el futuro a la novedad. O se escribe o se está muerto

La escritura no juega proponiendo una salida a la realidad: la escritura se ceba con ella, con la realidad, la desmonta y vomita sobre ella. Porque la realidad no es más que el pariente rico de una miseria que necesita ser revelada. La literatura no cuenta historias, cuenta justo la mitad que falta de una narración lacónica y dogmática como pocas: la que da forma a nuestra realidad. Pero no, no son historias: el escribir es un puro devenir, un acontecimiento en sí mismo que se pliega y repliega con la realidad proponiendo nuevas salidas.

No se enfrenta la realidad a la ficción; la literatura no es mentira frente a la verdad de la realidad. Más bien ambas forman un conglomerado, una mónada acribillada de agujeros como un queso gruyere por donde el sentido se escapa y donde solo caben dos posturas: o sellar la grieta, hacer como si todo tuviese un sentido “verdadero”, o sumergirse en la vorágine que propicia una realidad siempre desenfocada, oblicua y escurridiza. Así, escribir para detener un tiempo desquiciado y volverlo a desquiciar; para hacer saltar la diferencia en lo continuo y que se instaure, quizá en un leve parpadeo, la novedad de lo discontinuo.

Y solo en esa tarea, en la tarea de poner diques para luego derribarlos, acontece algo parecido a una verdad, una verdad no transferible ni dicha, una verdad esponjosa y multiforme para la que no hay comunicación posible. Porque la verdad de la escritura es su continuo fracaso: siempre se escribe por última vez, bajo la promesa de decir esa secuencia oculta, para desempolvar el olvido, para zaherir y sonrojar de forma definitiva a la verdad dogmática de la realidad. Pero no hay forma: siempre el decir dice lo otro, siempre el escribir se escurre entre su propia huella, entre la propia firma del autor que no hace más que claudicar ante su huella, que no es más que al promesa de su muerte.



Porque siempre escribir es decir nosotros desde el yo, siempre es instaurar la secesión en la propia identidad: pero siempre al precio de enfrentarse cada vez con la radical alteridad, la de ese tiempo que se escurre de entre las manos. Escribir es crear comunidad desde la propia memoria finita de lo ya-sido. Escribir para morir escribiendo, para decir la muerte mejor, para morir mejor.

Pero ante todo, escribir es desvelar la otra cara, lo silenciado y oculto. Lo mismo que hacen los dos personajes en la última escena, escribir es hacer operar un nuevo conocimiento, un nuevo poder, es dirigir la mirada a una escena primordial y descubrir los poderes mágicos y dionisiacos de lo oculto: lo secreto, que es igual a lo siniestro; la belleza, que se equipara a lo terrorífico; lo sagrado, que se identifica con la putrefacción. No hay historias que contar, sino realidades que desvelar: acercarse al abismo de lo oculto y saltar.  
          Un último apunte: la utilidad, el merecer la pena, ¿por qué traspasar el espejo? El viejo profesor sonríe como un dios nietzscheano pese a perderlo todo; el joven estudiante sonríe al saberse un demiurgo capaz de hacer vibrar otras fuerzas, otras potencialidades hasta entonces ocultas: el “normal hogar de clase media” termina por ser el mismo…aunque es otro bien diferente. En su núcleo ha acontecido lo indecible, la posibilidad de lo imposible, el silencio traspasando cada instante de vacuidad: la morralla de la mierda salpicando, lo empalagoso del deseo ortopédicamente cortado de raíz, la desnudez frente a las caretas y disfraces que simulan purgar el fracaso, el tedio, la propia muerte, etc.  

Es precisamente ese conocimiento el que merece la pena y sin el cual no se podría vivir ya que todo saltaría en el cortocircuito provocado por una realidad que, exasperantemente, coincidiría punto por punto con ella misma. Porque, ¿qué sabemos de Dios que no sea la misericordia y expiación de la culpa en Dostoyevski, qué sabemos de la inquina gestada durante décadas en esta España que no sea el odio que destila el “Volverás a Región” de Benet, qué sabemos de fundar y refundar mitos que no nos venga dado por el Yoknapatawpha de Faulkner?, ¿qué sabemos de los mundos que somos capaz de crear si no es por la medida que un día nos puso en frente el "loco" de Cervantes, qué sabemos de lo (in)actual de nuestra (des)memoria si no es por la magdalena de Proust, qué sabemos de nuestra insondable impiedad si no es leyendo a Céline?

Y es que, si vivimos, si estamos vivos, es porque la vida siempre responde con un exceso, con una violencia de un decir que no dice nada pero señala precisamente aquello que calla; si vivimos es porque hay un acontecer que separa sentidos, que se abre a lo abisal de toda vida y la interroga. Si no hubiera literatura, si no escribiésemos, estaríamos muertos. Puede que al escritura sea también una manera de morir, pero es la única forma de morir en libertad.

martes, 13 de noviembre de 2012

ANTONIN ARTAUD: UNA EXPERIENCIA DEL AFUERA



 “soy el que conoce los rincones de la pérdida” A.A.

ESPECTROS DE ARTAUD: LENGUAJE Y ARTE EN LOS AÑOS CINCUENTA
MNCARS: 19/09/12-17/12/12

Es cierto que en algún momento al idealismo se le dio la vuelta como a un calcetín convirtiéndose en romanticismo. Incluso que las diferencias que pueden verse entre una primera etapa de éste y una segunda más sombría y oscura es precisamente la conciencia de ese reverso tenebroso en que parecía haber encallado el pensamiento: la imposibilidad de desplegar una conciencia autocreadora, la impotencia ante una grieta que (des)fundamenta al ‘yo’ y ante la cual no se halla forma humana de sortearla. Los primeros malditos son los que se sitúan en el abismo de la grieta y, desde allí, se disponen a dinamitar una razón que ya da sus primeros síntomas de acabamiento.

La razón, desenmascarada como deficitaria, no vale de anclaje entre lo finito y lo infinito, entre la libertad y la necesidad, entre la vida y el pensamiento. Un encallaje, un punto vacío, no ya una mónada sino una nómada: el ser hace aguas por todas partes y, más que poner parches, de lo que se trata es de coger una buena posición para contemplar el espectáculo. Claro que el precio a pagar no es poco: la locura o la genialidad.

Porque, ¿cómo decir la falla?, ¿cómo decir lo indecible, lo que no tiene nombre? Solo con un gesto de genialidad o de locura: ahí donde el pensamiento diverge de sí mismo para proponer lo otro, lo que al pensarse es arrinconado, lo que al decirse es silenciado. Precisamente Blanchot, al hablar de Artaud, lo dice con meridiana claridad: “que el pensamiento se encuentre vinculado a esa imposibilidad de pensar qué es el pensamiento, he ahí la verdad que no se puede descubrir, pues siempre se desvía y lo obliga a experimentarlo por debajo del punto en que verdaderamente la experimentaría”.

Un desnivel, un escalón insalvable: no hay más pensamiento que el de su propia imposibilidad, el de ir siempre a rebufo de la vida, el de nunca estar a la altura de la necesidad y ansia de infinito del ser. Pensar es por tanto sufrir, no dar con la palabra exacta a pesar de que en su impotencia la huella es esa reverberación del pensamiento consigo mismo: un intento inagotable.


Y la pregunta viene inmediatamente después: si el decir dice la nada de lo que no tiene nombre, si la huella de tal decir es siempre una tachadura, ¿porqué no callar?, ¿porqué, si nada tiene que decir, no dice, en efecto, nada? Es que es una nulidad tan radical que, por la desmesura que representa, exige la formación de una palabra inicial por medio de la cual se aparten las palabras que dicen y representan algo.

La experiencia radical del loco o del genio es enfrentarse a la tara de no poder decirlo todo y, sin embargo, tampoco tener nada qué decir, tampoco contentarse con “no tener nada que decir”. Porque, quien nada tiene que decir, ¿cómo se esforzaría en comenzar a hablar y expresarse? Decir la nada no es no decir nada: es ingeniárselas –en la genialidad o la locura- para decir precisamente esa nada primigenia.

Siempre entonces decir o escribir, comenzar a decir o escribir, es lanzarse al abismo, aceptar el riesgo de una responsabilidad frente a un decir que no existía antes y que se sabe no llegará a decir esa nada absoluta. Si escribir es siempre el intento de escribir por última vez es aquí donde puede comprobarse el calado vital de tal aseveración: escribir es vérselas cara a cara con la nulidad de nuestra existencia que solo puede remontar el vuelo diciendo esa nada. Llegar a decir la nada es la (im)posibilidad misma de nuestra existencia, una existencia que tiene en la experiencia de la escritura para no-decir-nada su más radical prueba.

Derrida confiesa haber sufrido esa misma experiencia, la de la imposibilidad de decir, siquiera por única vez, esa nada, ese nada-que-decir: “durante mi adolescencia (qué duro mucho tiempo, hasta los 32 años) empecé a sentir pasión por la escritura, sin escribir; tenía una sensación de vacío: sé que es necesario que escriba, sé que quiero escribir, que tengo cosas qué escribir, pero en el fondo, nada tengo qué decir que no se parezca a algo que ya ha sido dicho”

La experiencia de Artaud es el enfrentarse con ese pensamiento violentado que no se piensa, una expropiación que es un sufrimiento y de cuyo clamor queda constancia en el proceso de escritura y para el cual el problema del lenguaje se torna fundamental. Porque el lenguaje, la perfecta confrontación y relación con la realidad, impide ver los hechos y la vida, impide acercarnos a la disyunción donde vida y pensamiento se alejan para siempre. Un lenguaje que de buena cuanta de la vida no es más que una calumnia, una cochambrosa mentira tufada de miedo. La escritura de Artaud pretende ascender, alzar el vuelo y alejarse de los parámetros de la vida encorsetada donde él se siente una tasa inferior incapaz de tomarle el pulso al pensamiento. Artaud dice: “trato de devolver al lenguaje de la palabra su antigua eficacia mágica, su esencial poder de encantamiento, pues sus misteriosas posibilidades han sido olvidadas”.

La de Artaud es una terrible lucha contra el lenguaje, contra esta razón miope y cortoplacista incapaz de seguirle el juego a un pensamiento que sufre de verse cercenado por la conceptología, por la trabazón epistémica que siempre supone un juego representacional donde la repetición consigue enajenar a una mitología inicialmente liberada en una mímica ahora ya prohibida, en una reverberación fónica ahora ya sin importancia. Contra la repetición del dogma, contra el decir que converge con un mostrar racionalmente dispuesto, la suya, la de Artaud, es una búsqueda demoníaca, irracional, una búsqueda por el lenguaje prohibido y original, por la invención –siempre por primera vez- fundada en sí mismo y capaz de decir lo imposible.


Artaud tensa la cuerda de la sospecha para desvelar una realidad falseada ante la que solo cabe una experiencia primigenia de la desposesión: una máxima desesperación (“estoy por debajo de mí mismo, lo sé y sufro por ello”) pareja a una máxima desposesión: la del lenguaje, la del cuerpo, la de la razón. Una máxima desposesión porque entiende que su cuerpo ha sido sustituido por convenciones, porque el ser ha sido recluido en conceptos, en una gramática presa de mecanismos de repetición y adecuación. Ese impoder, ese ser experimentado como carencia y por el cual Artaud sufre enormemente, es su propio poder: abrir la herida, mantenerla sangrante, es la única manera de saberse cercano a la verdadera vida. Es decir, esa pérdida central, esa imposibilidad del pensamiento, es al mismo tiempo la certidumbre de ser la única expresión posible de ese pensamiento. Porque, cuando el pensamiento se pierde, ¿cómo decir la perdida?

La experiencia enferma de Artaud de ver como su pensamiento es incapaz de fijarse y concentrarse en nada, es experimentada por él como el robo por parte de otro de lo que serían sus palabras, las cuales, una vez proferidas siente como le son arrebatas, robadas por ese Otro. La escritura entonces es el modo que tiene de fijarla, de fijarlas en el cuerpo. Pero ¿cómo inventar un lenguaje donde sus palabras no sean sustraídas?, ¿cómo decir el robo del Otro sin que las palabras sean al mismo tiempo también robadas?, ¿cómo decir, de nuevo, lo que nunca ha sido dicho? Artaud descubre que no hay más que una salida: crear un lenguaje que no esté fijado por los regímenes de representación; un lenguaje donde su cuerpo quede inscrito siempre por primera vez, no sedimentado y zaherido por capas de significantes expúreos, que le atenazan y le enfrentan a la experiencia de la alienación de su propio pensamiento.

Para tales fines, la consigna es volver a un teatro no de la representación, sino que sea capaz de crear mitos y donde sea la misma vida lo que tenga lugar. Una mímica asignificante, una prosodia sin discurso, una corporalidad liberada de la traición de la cultura, un teatro atento a la vibración del eco en la palabra, a ese sentido oculto y que solo se desvela a través de su aspecto físico y afectivo: es necesario por tanto que se “vuelva brevemente a las fuentes respiratorias, plásticas, activas del lenguaje, que se relacionen las palabras con los movimientos físicos que las han originado, que el aspecto lógico y discursivo de la apalabra desaparezca ante sus aspecto físico y afectivo, es decir que las palabra sean oídas como elementos sonoros y no por lo que gramaticalmente quieren expresar”.

El teatro de la crueldad apostaba por la búsqueda de un lenguaje no original sino originario, no impuesto por ningún código representacional, un lenguaje no gramatical ni semántico, un teatro de la no-representación. Porque, más que representar, de lo que se trataría es de provocar en el espectador un tratamiento emotivo de choque, una libración emocional respecto del pensamiento lógico y discursivo. Es cruel en un doble sentido: cruel como el espanto que causa el tedio, la muerte de vida y el letargo, el espanto ante el mundo petrificado; pero también cruel como síntoma positivo al tronarse en energía, en actividad. El horror del mundo trabaja como potenciador, como ejercicio terapéutico para curar la que considera enfermedad mortal de Occidente: la incapacidad de entrar en contacto con todo lo que no encuentra palabras para ser nombrado.

No decir ni representar la culpa, sino revelarla; no decir ni representar el pecado, sino experimentarlo: ética y estética remiten a un plano único, ahí donde representación y vida convergen, sin necesidad de conceptualizaciones, sin necesidad de extender el velo de la razón. Danza, mímica, delirio psicológico, reverberaciones fónicas, despersonalización, despertar de los automatismos dormidos por la razón dogmática: retornar al mito, al hogar, ahí donde el lenguaje es uno con el ser.  
 
 

Si para Brecht el espectador debía tomar distancias, para Artaud se trata de lo contrario, de eliminarla. En el núcleo de todo su pensamiento está la eliminación de un espectador como simple contemplador. Todavía quedan unas pocas décadas para que Débord sentencia con su “sociedad del espectáculo”, pero lo que Artuad describe va en la misma onda: si el primero dice que, en el espectáculo, el espectador “cuanto más contempla, menos es”, el segundo ve la necesidad inminente de eliminar esa separación de forma radical. 

Claro que a donde llegamos por esta vía es a la paradoja del espectador descrita y ampliada recientemente por Rancière: “no hay teatro sin espectador”. El arte de Artaud remite a problemáticas que nos atañen de cerca: ¿cómo convertir la experiencia teatral en un ritual purificador en el que una comunidad pasa a estar en posesión de sus propias energías?, ¿cómo establecer nuevas relaciones entre las posiciones de nuestros cuerpos, nuestros saberes y nuestras competencias?, ¿basta una crítica convencional a la separación para provocar una ruptura en el tejido de lo sensible? Es decir, ¿cómo apelar a una verdadera emancipación en estos tiempos de espectáculo global? Desarrollar estas preguntas nos llevarían a dar buena cuenta de gran parte de las estrategias del arte contemporáneo; pero basta aquí con situar a Artaud no como una enajenación de la propia razón, sino como un teórico que abrió con su locura vías hasta entonces inexploradas y que hoy en día forman parte de toda práctica artística verdaderamente disruptiva.  Quizá unas palabras de Peter Brook desvelen la raíz “infructuosa” del teatro de la crueldad: “Artaud quería del teatro algo que este no podía darle, y cuando descubrió que no había una forma de expresión que pudiera decir todo lo que él necesitaba decir, se volvió loco” 

Pero queda algo por decir. Ya hemos aludido pero su importancia hace necesaria un último apunte. Hemos dicho: Artaud busca desesperadamente el afuera para acceder al núcleo esencial, un retorno al centro del ser pero desde afuera. Y, ¿cuál es el elemento que, prescindiendo de las palabas, facilitaría el retorno? El cuerpo. Porque para Artaud no se trata del yo, de la conciencia, ni de nada parecido, sino de la materialidad del cuerpo, de la carne, por un lado; y por otro, de las palabras mismas, también en su corporeidad y su materialidad. Si ya hemos aludido a las segundas, nos quedaría lo primero: el cuerpo.

            Artaud descubre que bajo el lenguaje se esconde una lógica de construcción del cuerpo: el cuerpo no es más que el lugar de inscripción, una superficie donde la marca del significante queda siempre como huella. De ahí que aniquilar el lenguaje signifique otro modo de cuerpo: un cuerpo que ya no cabe comprenderlo como superficie orgánica capaz de dar cumplido sentido a los significantes, sino un cuerpo como fragmentación ante lo real, ante una gramática sin referencias a ninguna realidad.

Aquí, nuestro autor se desvela como un prolífico heredero de Nietzsche, quizá el eslabón perdido entre el impulso vitalista del alemán y los desarrollos post-estructuralistas en torno al cuerpo. Y es que para Nietzsche el cuerpo no se reduce a un conjunto de condiciones biológicas ni a un simple catálogo de impulsos, sino que más bien es a partir de él cómo hay que comprender la lógica de crecimiento y decadencia de la voluntad de poder: el cuerpo es una ficción, una creación conceptual simplificadora para designar la fuerza –voluntad de poder- que inventa, que piensa y que quiere. Cuerpo como efecto de un querer, de un espasmo creativo llamado Vida. Lo importante –y que marcará tesis como la de Foucault- es que existe una relación genética entre cuerpo y cultura, ya que el cuerpo evidencia –como superficie mediática donde ese inscriben todos los signos- todas las interpretaciones de la realidad engendradas por la actividad de la voluntad de poder que da forma y constituye a una determinada cultura.

Así, el cuerpo actúa como represión de algo más oculto que denominamos cuerpo. Sedimentado bajo una opaca capa de discursos, es imposible decir el cuerpo. El cuerpo siempre es otra cosa, está en otra parte. Para decir el cuerpo habría que romper todos los discursos, deconstruir el decir, situarse en ese afuera al que trata de llegar Artaud.  Porque el cuerpo es la ausencia de cuerpo, el cuerpo solo se escribe a través de la falta. Pero, de nuevo, la locura, ¿cómo abandonarse al afuera del cuerpo?, ¿cómo pensar el cuerpo de modo no inclusivo, fuera de los andamiajes que propone el pensamiento de la subjetividad?

La respuesta es clara: enfrentándolo a lo real, vaciándolo de significaciones e interpretaciones, negándolo a la pluralidad de discursos que tratan de darle forma, haciendo de él el nicho de la desposesión.
 
 

Así por tanto, un cuerpo que nazca cada vez por primera vez, un cuerpo libre de las cadenas del discurso, es siempre un cuerpo renacido, un cuerpo para el que ya no cabe culpa ni deuda ninguna. ¿Tendrá algo que ver sus experiencias de haber sufrido más de 50 electroshocks? Un cuerpo hecho jirones, un cuerpo capaz de fluir: un cuerpo de real puro. La mierda, el semen, la sangre: el ser huele a heces: “todo lo que huela a mierda huele a ser”. El cuerpo que surge ante ese radical de un lenguaje a-significante es un cuerpo puro y real, un cuerpo sin órganos, como un catálogo de fragmentos, no adscrito a la totalidad de ningún organismo, sino implosionado ante el enfrentamiento que supone plantarle cara lo real: “el cuerpo es el cuerpo, está solo y no necesita órganos, el cuerpo nunca es un organismo, los organismos son los enemigos del cuerpo”.

Claro que, ante esta experiencia de la desposesión, se hace imposible decir el cuerpo. Porque decirlo será darle la razón a alguna forma de discurso, a alguna interpretación que venga en nuestra ayuda; una interpretación que fije lo decible y lo haga expresable y comunicable. El cuerpo nunca tiene historia, nunca puede ser fijado. De ahí la animadversión que a Artaud le produce la psicología clínica de corte freudiano. “Estoy asqueado del psicoanálisis, de ese ‘freudismo’ que se las sabe todas”, llega a decir en uno de sus últimos textos.

Porque el psicoanálisis trata de reunir lo disperso, curar lo enfermo, reorganizar funcionalmente  a un cuerpo que no puede hacer converger sus grietas. En definitiva, crearse una historia, una coartada cuya interpretación convenga con una narración significativamente aprovechable por el sujeto. El esquizoanálisis de Deleuze, claramente, tomó esta postura de Artaud como fundacional.

Pero entonces, ¿cómo poner diques a lo fragmentario de una multiplicidad orgánica?, ¿se puede, si no decir, sí al menos señalar al cuerpo?, ¿escarbar debajo de ese entramado de pliegues y repliegues llamado cuerpo?, ¿no será ese escarbar una condena sisífica donde arribar a la nada? Ciertamente que sí. Pero es una condena por la cual podemos tratar de decir lo aún-no-dicho, decir ese no-tener-nada-que-decir, justo el instante antes de sumirnos en el más pavoroso de los silencios. Derrida, corrigiendo –o, mejor dicho, completando- a Wittgenstein, lo dice con claridad: Aquello de lo que no se puede hablar, tampoco se puede callar: hay que escribirlo”. Escribirlo para enfrentarse al afuera de lo nunca-dicho, para deshilvanar los hilos de lo discursivo y proponer, como la escritura blanca de Blanchot, una escritura que en su llevarse a efecto vaya dejando el hueco de su propia ausencia. Una escritura que deshaga los hilos de su propio poder y deje tan solo la huella tachada, el emborranamiento de su emplazamiento.

La escritura abre el espacio donde el cuerpo acontecerá. Lo mismo que el ser en Heidegger se oculta y solo es desvelado en su ausencia, el cuerpo es la ausencia que queda después de que, una vez dichos todos los discursos que se apoderan de él, queda una falla, una ausencia, un impensable. Jorge Fernández Gonzalo –en un libro esclarecedor, “La muerte de Acteón”- lo dice de manera notable: “el problema del cuerpo representa, en este punto, un problema de escritura, es decir, un problema sobre cómo escribir para dejar de escribir, cómo ausentarse de la literatura, abrir la palabra a su propio vacío, hacer emerger la nada en el corazón de la presencia, el silencio en el centro parlante del discurso”.

Una escritura sin poder alguno, que no sedimente, que no territorialice. Una escritura sin nada que decir, que diga la nada de un decir ya no preso de la repetición del discurso, del poder de ningún saber que lo valide. Una escritura que inaugure a cada intento el lenguaje capaz de abrir el cuerpo aún en la seguridad de un imposible. Porque, como bien supo Artaud, nunca puede decirse el cuerpo: sólo se llega a sus desechos, a las huellas, al esqueleto de su falta, a una tachadura.

En definitiva, la experiencia de Artaud es la de saber que no hay lenguaje para decir el cuerpo pero tampoco para decir su imposibilidad: su lenguaje, el lenguaje del paranoico, es incapaz de adscribir ningún régimen simbólico ni libidinal. El cuerpo es una pantalla-desagüe capaz de filtrar todos los espasmos y las pasiones produciendo así un cuerpo-sin-órganos, un cuerpo cuya imposibilidad remite a la imposibilidad misma de lo real. Y la experiencia es esa, no el trazo ni la huella, sino la implosión fragmentada: el tartamudeo fónico igual que la mierda, la mímica ancestral como la sangre, la danza onírica como el semen. Su crueldad, la crueldad del despedazamiento, es la de no hallar medicación simbólica ni real, la de fluir persiguiendo una nada.

viernes, 9 de noviembre de 2012

LA CIUDAD PARAISÍACA: FICCIÓN EN EL DESIERTO DE LA POST-UTOPÍA



JORDI COLOMER: PROHIBIDO CANTAR/NO SINGING
MATADERO MADRID. ABIERTO X OBRAS: hasta 09/12/12


Pocos mitos fundacionales tan fascinantes como aquellos que dan cuenta del nacimiento de una ciudad. Porque en ellos parece quedar sedimentado todos los estratos que configuran al ser humano en todas sus facetas y, sobre todo, puede rastrearse la labor de simbolización de la que se ha servido la humanidad para su desarrollo.


Anta la pluralidad de fenómenos incomprensibles para el humano, la solución más aparente era reducir el caos universal a un orden muy particular: aquel que quedaba figurado en un entorno muy concreto, en la circunferencia que rodeaba un punto concéntrico, un punto de máxima territorialización: el tótem, la figura que horadaba todo significante, la figura capaz de deslizarse y complementar cualquier falta, cualquier punto de fractura en la incipiente cosmología. Mircea Eliade, a este respecto, comenta que “una piedra, entre tantas otras, llega a ser sagrada –y, por tanto, se halla, instantáneamente saturada de ser- por el hecho de de que su forma acusa una participación en un símbolo determinado, o también porque constituye una hierofanía, posee mana, conmemora un acto mítico, etc”. Ahora como entonces, mito y repetición se instalan para dotar al espectro de lo real de simbología capaz de establecer un sentido.


Porque dado ya un territorio concéntrico a una figura multiforme (figura que lacan …), el proceso de comprensión del mundo no hace más que empezar: porque señalar es dar nombre, y nombrar es imponer una ley, una jerarquía, un antes y un después y un deseo que ya nunca pueden satisfacerse. Freud, en las líneas generales que marcan su concepción de la cultura como sublimación de todos los deseos reprimidos ("Tótem y tabú"), ya indicó que el desarrollo de las sociedades primitivas tienen un origen común con el esclarecimiento psíquico que se forma entre el deseo y la prohibición. Así, civilizar es prohibir, es poner vallas a un deseo que no desea más que más deseo. Construir una norma no es más que sublimar la satisfacción producida en aras de un bien mayor: el de la comunidad al completo, el del bien común.

Antígona, en la prohibición de enterrar a uno de sus hermanos acusado de haber traicionado a la ciudad –Tebas-, es figura mítica al enfrentarse a una dicotomía fundamental: la que opone las leyes de la ciudad a las de la sangre. Seguir las leyes y dejar el cuerpo de su hermano Polinices fuera de los límites de la ciudad para servir de carroña a los buitres, o seguir los dictados de la sangre y darle sepultura aún a sabiendas de la desdicha que ello le puede acarrear. Sus deseos o el bien de la comunidad; la norma para todos, o la fidelidad a lo particular de unos lazos de sangre.


Pero, claro está, eso era antes. Ahora los reglajes que siguen los procesos de simbolización son más bien otros diferentes. El dinero, elevado a la enésima potencia en su radical abstracción, entra en liza como el nuevo tótem dejando como rastro una huella de deslizamientos en referencia al antiguo régimen mítico.


El dinero fluye más rápido, territorializa ámbitos cada vez más amplios, simboliza cada vez de forma más perfecta. Contra el dinero ya no hay resistencia posible. El dinero supone, ahora en la época del tardo-capitalismo, la más perfecta de las igualaciones: las que nos remite a todos y cada uno a una simple superficie monádica y libidinal capaz de atesorar y ser atravesados por cuantos más flujos transaccionales mejor. Y el dinero, además, tiene la capacidad de servir de vehículo proyectivo descomunal: todo puede ser alcanzado, todo puede ser consumido.


Claro que, la perversión del sistema aparece en su misma enunciación: todo puede ser alcanzado con el compromiso de adelgazar cada vez más los parámetros temporales en los que nos movemos. Es decir, la temporalidad queda fagocitada en su triple reverberación fenomenológica en aras de vertebrar un único vector: el del tiempo-cero, el del instante epifenomenológico. O todo o nada, pero ha de ser ya. Todo queda proyectado en la utopía en que consiente el minuto siguiente. Así las cosas, el presente se hace global e infinito: todos hemos de proyectar los mismos deseos en un tiempo condensado y uniforme. Si la democracia es odiada –como actualmente lo es- no es sino por esta situación paradójica de unos efluvios que dictan una igualdad a base de institucionalizar unos mismos deseos preconcebidos con antelación por el sistema.


Y de eso va la obra aquí presentada de Jordi Colomer: de cómo proyectamos, de cómo damos forma a nuestros deseos en esta era de la pantalla-global y la imagen-total. Porque, como bien sabemos todos nosotros, la ficción suele adelantarse a la realidad: la ciudad imaginada por Brecht en su obra "Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny" fue construida y hecha real en el desierto de Nevada apenas una año después del estreno de la pieza en 1930.


 

Porque la pregunta hecha por el arte, la pregunta que le capacita siempre para anticipar el sentido al que se adscribirá lo dado, no debe de ser insertarse en los regímenes de lo real, no debe tampoco plantearse como crítica: todo ejercicio de resistencia planteado en tales términos termina antes o después valiéndose de los mismo primados conceptuales del espectáculo al que critica. La pregunta, decimos, ha de quedar establecida en los términos de una farsa, de una ficción que interseque con la realidad no para desvelar la verdad de lo real, sino para trazar otro mapa topológico, otra fantasmagoría especular de la primera.


La farsa de Colomer señala la patochada de un régimen para el cual los intentos denodados de trazar una utopía terminan –y casi diríase que empiezan- en un fracaso mayúsculo, en un oropel de decisiones políticas e institucionales que tratan de anticipar los cauces del deseo cuando la realidad es que la obscenidad del signo-mercancía es tal, la abstracción del dinero es tan inconcebible, que ha terminado por aunar entorno a sí toda maquinaria disruptiva: nada hay contra la ignominia de un futuro nihilizado a través de la maquinaria fantasmagórica del dinero, nada hay de posible que no entre dentro de los parámetros establecidos por la sublime obscenidad del dinero.


Desear, proyectar los deseos mancomunados en esta situación de atrofia libidinal, no puede por menos que ser un gesto de cinismo e ironía: cualquier atisbo de realidad bajo el velo del deseo no es más que la fachada a la que nos lanza el poder maquínico del signo-mercancía. Así, ¿qué hay bajo las proyecciones de desarrollo a la que nos enfrentan nuestros políticos?, ¿qué hay de esas megaurbes concebidas para el desahogo de un capital que, en época de crisis, no termina de fluir como debiera? Nada. Solo los encomios de una clase por ganar la confianza de la gente a base de tratar de reterritorializar flujos desiderativos sin saber que tales bloques libidinales funcionan estrategizándose, escapándose de lo obvio para instalarse en las cercanías de lo hiperreal, de lo capaz de promover más obscenidad.


 

¿Qué hay de ese proyecto llamado Gran Escala situado en el desierto de Los Monegros que debía atraer a 25 millones de visitantes? Nada. El propio Colomer, en una entrevista reciente lo dice claramente: “Eurofarlete es una ciudad distópica. Lo que me hace gracia ahora con el proyecto de Eurovegas es que todo el mundo se ha puesto a imaginar y especular con lo que va a suceder allí. Y no se sabe nada, no hay planos, ni una sola imagen, nada. En realidad esperaba el resultado de esa operación para realizar este proyecto, pero el de Monegros es igualmente rico en planes delirantes. Desde el principio me pareció evidente la vergonzosa similitud con el Mahagonny de Brecht”.


¿Cómo “denunciar” esta situación?, ¿cómo representar el estado vegetativo de una voluntad carcomida por los estertores del mainstream más disciplinado? Por supuesto que Colomer acierta de lleno: una farsa, un ejercicio de pantomima que trata de levantar deseos ahí donde no hay más que viento y desierto.


Antígona, como mito fundacional, sería ahora invitada a jugar a las tragaperras o a ser strepear, a dejar que sus deseos se volatizasen en la más simple imposibilidad. Porque lo otro, el apelar a un nomos diferente al instaurado por “la ciudad sin nombre”, se vuelve cada vez más difícil.