viernes, 29 de abril de 2011

GILBERT & GEORGE: ARTE IRÓNICO & IRONÍA VITAL



GILBERT & GEORGE: URETHRA POSTCARD PICTURES
IVORY PRESS: hasta 14/05/11
(artículo original en 'arte10.com':  http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=389)

Elevados hace ya tiempo a iconos del arte moderno, la pareja de artistas Gilbert & George hace escala en Madrid para presentarnos su última serie, la Urethra postcard pictures. Retomando la postal como material único de composición, su trabajo sigue la senda de reelaborar críticamente representaciones nacionales y religiosas como, sobre todo, la bandera y la cruz. Cuestionando burlonamente que la simbología política dé buena cuenta de lo que, por decirlo así, pasa en la calle, la labor de esta pareja de irónicos artistas despierta escándalo y glamour a partes iguales. Sin embargo, pocas veces –por no decir ninguna- se ha tratado de ver debajo de esa máscara cínica e irónica con que se cubren. ¿Es su arte tan contestatario como se presume?, ¿es su actuación constante la vacuna perfecta contra los dardos envenenados –autoreflexivos- que lanza el propio arte? Perder calado socio-político para ganar en indulgencia en el Olimpo del arte contemporáneo: el equilibrio nunca parece perfecto, pero esta pareja parece haber hallado la clave.

Gilbert Proesch (San Martin de Tor, Italy, 1943) y George Passmore (Plymouth, United Kingdom, 1942) forman una de las parejas de artistas más reconocidas del panorama artístico contemporáneo. Decir que han ganado el Turner Prize (1986), que han representado a Gran Bretaña en la Bienal de Venecia (2005) y que la Tate les dedicó una excelsa retrospectiva (2007), es ya de por sí dejar claro que se trata de artistas pertenecientes al selecto club de los elegidos para la gloria.

Pero no solo eso: artistas mediáticos, irreverentes pero no antisistema, punkies antes del punk, padrinos de la Young British Generation, gentlemen dispuestos a subvertir la clausula arte elitista/arte popular, etc. Muchas son las etiquetas con las que referirse a esta pareja de artistas que siguen en la brecha después de más de cuatro décadas.

Es decir, y por decirlo brevemente, Gilbert & George, en su pantomima perpetua, juegan al despiste. Al despiste de hacernos creer que son lo que parecen, que su arte es –antes que nada- su propia imagen, que su aroma subversivo es el que surge implícitamente de una estetización del arte que nada tiene de oportunista, que su opción es la más congruente con la situación de la institución-arte de hoy en día. O lo que es lo mismo: que sus trajes y sus corbatas siguen tan impolutas como el primer día.

Artistas nacidos a finales de la década de los 60, cuando ya el intelectualismo minimal y conceptual empezaba a ser vituperado por todos los frentes, Gilbert & George tuvieron la suficiente vista como para traer para sí todo el vendaval warholiano del elitismo para el populacho y el glamur de lo cotidiano. La vida es para el arte, y el arte es para la gente. En estas dos ecuaciones –tan sucintas como problemáticas- se encuentra cifrado la filosofía existencial-simulacionista de esta pareja de popes iracundos de la pose contestataria y febril.




 

Obviamente, situándose en semejante páramo, no son pocas las contradicciones en que han caído ni tan poco deja de ser problemático la situación de pastosa blasfemia en que han venido a encallar: siendo ellos mismo, como bien dicen, su mejor obra, difícil –o al menos paradójico- que lleven a buen término (me explicaré más adelante) las insobornables negociaciones que todo arte –y no solo el tildado como político- a de establecer con la circunspecta realidad que nosrodea.

Adquirido el rango de notoriedad pública casi desde su inicio con su perfomance “The Singing Sculpture” –presentada por primera vez en 1969 y en la cual aparecen con sus manos y caras cubiertas de pintura dorada, permaneciendo sobre una mesa y cantando repetidamente una melodía de la época de la Depresión titulada “Underneath the Arches” (Debajo de los arcos) mientras realizan pasos de baile algo robóticos- el resto de su obra, aunque haciendo hincapié más en sus obras fotográficas a gran escala, conocidos como The Pictures, sigue esas mismas trazas que pregonan la estetización de todo ámbito vital. 

Así, reactualizando el leitmotiv de las vanguardias según el cual el arte debía de invadir las estructuras de la vida por completo, el grueso de su obra trata de operar una relación unidireccional entre la vida y el arte según la cual todos los proceso comunicativos, de experiencia, todos los procesos vivenciales, han de comprenderse integrados en el ámbito del arte. El modus operandi, obviamente, nos lo sabemos al dedillo: postular un imaginario diferente al dado por los regímenes institucionales, apuntar a la sospecha de que algo diferente permanece escondido en algún sótano, atreverse a inferir que de tal cúmulo de relaciones la solución no es siempre la suministrada por los ámbitos políticos.

Para ello, al igual que Warhol, al igual que toda la generación pop, usan imágenes tomadas del imaginario colectivo que surge con la más que incipiente segunda revolución industrial. Pero, a diferencia de ellos, no modifican esas imágenes, sino que las toman tal cual. Para llevar a cabo su trabajo, disponen de signos callejeros, graffitis, mapas, pero, sobre todo, de cruces y banderas. El uso recurrente de la Union Jack opera como dispositivo omnicomprensivo de todo aquello que permanece silenciado debajo de la ficción privilegiada que es la realidad, al tiempo que los puntos en común que tiene con la cruz lo hacen campo de batalla visual privilegiado para fundamentar la dupla política/religión como diana perfecta de sus irónicos ataques.

En este sentido, atrincherados bajo ese traje de corte perfecto y de su acostumbrada ironía, el trabajo de esta pareja de ‘cómicos’ apunta a una emergencia de los dispositivos críticos a la hora de mirar y de construir socialidad en torno a un imaginario determinado. Así, sus primeros trabajos usaban imágenes encontradas en sus recorridos a través del East londinense –su lugar de residencia- para que zonas que permanecían invisibles –y no me refiero tanto a zonas urbanas sino a constructos sociales- tuviesen su posibilidad de emergencia visual.

Así las cosas, lo que –al menos para nosotros- está claro, es que Gilbert & George, en esa ‘mal’ disimulada pose de personaje circense, en esa ‘malditismo’ burlesco, camuflan –y creo que a sabiendas- toda la vertiente política de su propio arte. Porque, si no nos equivocamos, si no les tomamos como meros oportunistas de tomo  y lomo –y aquí estamos convencidos de que no lo son-, su arte solo puede comprenderse dentro de los espectros de producción de imaginario y visualidad -maneras ambas que se constituyen dentro de un territorio de enorme resistencia y creatividad-, y que en su mero gesto productivo permiten ellas mismas erigirse como herramienta activa y participa del propio proceso  político de reconfiguración de lo social. Desinflando notablemente la profundidad erosiva de su imaginario –identificándose incluso como conservadores de toda la vida-, Gilbert & George permiten que su gesto quede indemne de posibles reactualizaciones políticas que debilitarían su labor artística. 




Obviamente que, por el contrario entonces, situado a medio camino entre convertirse en arma de resistencia o quedar referida a práctica de imaginario, su trabajo corre el riesgo de quedar sepultado por la violencia visual de alguna de sus obras y por su irreverencia.

En esta ocasión, la pareja nos muestra 76 piezas de las 564 que originalmente conforman los  Urethra Postcard Pictures – primera serie basadas en postales desde hace casi veinte años sin hacerlo. El título de la serie remite al teósofo Charles W. Leadbetter (1853 - 1934), que firmaba sus cartas con “Urethra y besos”. Enfatizando así el vínculo entre el trabajo de esta pareja con la misión progresista y moralista que pretenden, el símbolo de la uretra queda dispuesto -12 postales formando un cuadrado y una en el centro- en todas las piezas como la referencia a un mismo nexo común de progreso y libertad.

Las postales, encontradas o compradas en las tiendas de souvenirs que pueblan Londres, hacen todas ellas referencia a la bandera inglesa o a picantes anuncios sexuales. La función es entonces más que clara: o el escándalo archirepetido de entablar diálogo entre la bandera flemática inglesa y las pornográficas referencias al sexo sucio o –nos quedamos con ésta- poner en jaque la construcción tradicional del cuerpo social. Cifrada en, como sostendría Rancière, la época de la estética representacional, la bandera, la simbología monárquica en general, operaba una identificación entre todos los campos de visibilidad referenciándolos a una misma política. Ahora, con su patearse Londres, con su mapearlo de arriba abajo, con el simple gesto de salir a la calle y comprar aquello que se ofrece a los turistas o entrar dentro de cabinas de teléfonos en desuso, Gilbert & George ponen encima de la mesa la patraña fabuladora de dicho régimen representacional.

Queda, como no, lo excluido, lo invisible, lo que no hace patria; lo que, como diría Machado, pasa en la calle; lo que no queda englobado en ninguna bandera. Así las cosas, quizá la pose un tanto circense de esta pareja de artistas viene a confabularse con la única salida posible: el arte como posibilidad única de otorgar identidad. El perfil bajo que antes hemos querido ver en la profundidad de su cuerpo teórico a la hora de ser capaz de inmiscuirse en las redes de resemantización políticas, queda entonces como tarea para el espectador: que él también mapee su ciudad, su entorno, que también vea lo que permanece invisible. En definitiva, que él también sea una ‘escultura viva’.

martes, 26 de abril de 2011

NEOAPROPIACIONISMO O EL RETORNO DE LO ARCHISABIDO



MARCO MOJICA: 'UNA FRÁGIL CONSPIRACIÓN'

GALERÍA FERNANDO PRADILLA: hasta fianles de abril.

En estos tiempos que corren, parece que la célebre frase de Baudrillard según la cual el arte se ha convertido en el lugar privilegiado para la emergencia de una profusión de imágenes donde, a ciencia cierta, no hay ya nada que ver, goza de una estupendísima salud.

El bombardeo mediático de imágenes nos tiene acostumbrado a pensar que la realidad ha sido sustituida por la eugenesia teleadictiva que irrumpe en la sala de estar como sintomatología de pulsión visceral al zappeo.

Así, de la imagen-tiempo como eclosión estética de un nuevo arte –sobre todo cifrado en las nuevas tecnologías-, nos embobamos ante el cañón de proyección que asume la imagen-realidad como superficie ontológica desde donde se eleva la fantasmagoría postmoderna. De esta manera, y también con Baudrillard, la imagen –toda imagen en su inmediata profusión- ya no es imagen sino que deviene real: el dominio simbólico de la ausencia queda deslizado constantemente en una profusión de imágenes que, en su brutal inmediatez, devienen realidad.

Warhol, genio maligno de la simulación, de la mercancía y de la seducción, es el primero en situar al arte dentro de su banalización: situándose en el núcleo de la imagen logra anestesiar su carácter de representación y de ilusión. El juego mimético queda entonces reducido a cero ya que el régimen de las analogías que pudiera funcionar como virtuosismo de la representación, es sustituido por la ironía del objeto. En su mero aparecer, la máquina de producción –el ‘yo quiero ser una máquina’ warholiano- sustrae la imagen a su función representativa para fetichizarla como signo-mercancía.

Sabedores –al tiempo que continuadores bufónicos- de esta estrategia adscrita a la dinámica propia del capital, el típico artista postmoderno se enfangaba en tareas de vanguardistas –principalmente el collage- para rentabilizar al máximo al poder de banalización de la imagen-realidad. Y es que, una vez reconvertida la imagen en bien de consumo, lo que -y para seguir con Baudrillard- deviene artículo no es el significado o la utilidad de la imagen en sí, sino lo que la diferencia como signo de otros signos: “la apariencia fáctica, diferencial, codificada, sistematizada del objeto”.

Así pues, una última diferencia, una última vuelta de tuerca cuando ya la imagen ha sido calibrada en su precisión: apropiacionismo, el grado Xerox de la cultura. Recontextualizando la imagen-realidad dentro de la institución arte, ésta logra desasirse de su egimen de producción/distribución para venir a soliviantarse en su mismo juego: valor de cambio y valor de cambio, dialéctica fantasmal donde las haya, son despojadas de su carácter demiúrgico para terminar desveladas en su estrategia.

Marco Mojica (Colombia, 1976) parece seguir estas estrategias que, jejos de aparecer ahogadas por al eclosión de las nuevas tecnologías, lejos de aparentar una frívola y acrítica estética referencial e historicista –al menos en su origen-, tratan de, mediante una reubicación contextual constante, abrir un campo de reflexión dirigido hacia las esferas de lo social y lo político.


Si en un primer momento estas estrategias trataron de llevar a cabo un proceso por el cual imágenes familiares y emblemáticas se hacían distantes y opacas, la labor de Marco Mojica está más dirigida a actuar precisamente en esas imágenes que ya supusieron, en su originalidad, un momento en la historia del arte más reciente. Es precisamente sobre imágenes que ya pertenecen al constructo social adquirido –pero que en su origen pertenecían al incomprendido mundo del arte- sobre las que trabaja Mojica. Duchamp, Warhol, Beuys, Koons, son algunos de los iconos –más que artistas ateniéndonos a la meta que se propone Mojica- que aparecen en esta exposición.

Así, por ejemplo, el urinario, la Brillo Box, la liebre, el conejito… no se trata de artistas, sino de las imágenes totémicas que ha dejado la historia reciente del arte en su devenir.

Sin embargo, esto que a casi a nadie escapa, ¿qué efecto tiene?, ¿no se trata, a estas alturas del partido como quien dice, de un preciosismo de última hornada, de una iconoclastia apoyada en lo consabido? Mucho nos tememos que así es. Hoy en día la cita, el pasaje y el fragmento, si bien siguen remitiendo a este mundo neobarroco ya conceptualizado en la deriva de Benjamin, ha visto como se sustituía el entramado imagen-texto –en referencia clara a un funcionamiento de las imágenes como signos y a un arte estructurado como lenguaje-, por un mundo-imagen pleno y global, sin hueco alguno para las diferencias transaccionales sino para una red de resemantizaciones caladas en los dispositivos sociales, económicos y políticos de construcción del imaginario colectivo.

Susan Buck-Morss, enfatizando esto mismo, no duda en sostener que “el mundo-imagen es la superficie de la globalización. Es nuestro mundo compartido (…), es toda nuestra experiencia compartida. El objetivo no es alcanzar lo que está bajo la superficie de imagen: sino ampliarla, enriquecerla, darle definición, tiempo. En este punto emerge una nueva cultura”.

Así pues, si de verdad se quiere traer a colación a dispositivos mediales que operan como aglutinadores de eso-llamado-arte, si de veras se quiere operar con ellos una última diferencia, ésta ha de dejar de comprenderse como juego de imagen-signos, para encallar como verdadero dispositivo político capaz de abrir el campo de al experiencia –de los actos de ver, diría Brea- a una nueva totalidad de sentido.

¿No es esa, en última instancia, la labor de un arte que no remolonee con lo archisabido?

martes, 19 de abril de 2011

RECONFIGURACIONES DE LA IMPOSIBILIDAD




TODO CUANTO HICIMOS FUE INSUFICIENTE
GALERÍA CÁMARA OSCURA: 02/04/11-30/04/11

Apenas se veía ya venir el desplome epistémico del edificio sobre el que se elevaban las premisas fundamentales de la modernidad, ya algunos –popes aventajados- se aventuraban a dejar zanjada la cuestión en términos de poética de la rememoración del olvido fundacional (Heidegger) o en una negatividad que invitaba a hacernos cargo del horror pretendidamente olvidado (Adorno).
Encallados ambas reflexiones –y similares- en callejones sin salidas, la cosa no tuvo más remedio que saltar por los aires en forma de constitución de una pluralidad radical a la que llamaron Postmodernidad. Cifrada ésta en una pluralidad de juegos de lenguaje, formas de experimentación y formas vitales heterogéneas, la experiencia fundacional de la Postmodernidad supuso, en palabras de Wolfgang Welsch,  “el derecho intransgredible a formas de saber, proyectos de vida y modelos de acción de gradación diferentes en alto grado”.
Eclecticismo radical, deconstrucción, fragmentación, vienen a ser enfatizadas en un proceso de fuga donde, y por poner un ejemplo, Charles Jencks ve como rasgo más específico de la Postmodernidad una nueva hybris de “belleza disonante” o “armonía disarmónica”. Dicho de otra manera: multivalencia, equivocidad intencionada, etc, y, junto con ello, la alegoría, la ironía, el cinismo, etc. Todo ello en un totum revolutus que convertía este mundo nuestro en una andanada neobarroca.
En el límite, como no, Lyotard: “finalmente debería ser claro que lo que nos incumbe no es aportar realidad, sino idear alusiones a algo pensable que no puede representarse”. Es decir, el arte de la Postmodernidad remite siempre, como en el centro ausente de su construcción, a lugares vacíos.
Reinterpretando lo sublime kantiano como escena de una separación fundadora entre la idea y toda representación sensible, el postmodernismo entró demasiado pronto en, como dice Rancière, “el gran concierto del duelo y del arrepentimiento del pensamiento modernitario”. Es decir, la fiesta duró poco: la exaltación carnavalesca de los simulacros se transformó rápidamente en autocuestionamiento de su propia libertad. Todo entonces se vuelve escena primordial y la separación sublime de Lyotard resume toda tipo de escenas de pecado y separación original.
Si la modernidad entonces se tornó destino fatal debido al olvido fundacional, al heideggeriano peligro esenciante de la técnica, la Postmodernidad ha venido a poner nombre a lo ya innombrable: “el postmodernismo se ha convertido entonces –otra vez Rancière- en el gran treno de lo irrepresentable/intratable/irredimible, que denuncia la locura moderna de la idea de autoemancipación de la humanidad del hombre y su inevitable e interminable acabamiento en los campos de exterminio”.    
Estando así la cosa, lo que uno no deja de atisbar en el panorama artístico actual es una especie de cansancio ortopédico de tanto sufrimiento, de tanto mirar de reojo la carga pecaminosa que todavía supone, por poner por caso, la huida heideggeriana de los dioses, lo irreductible freudiano del objeto insimboliante y de la pulsión de muerte, o la voz de la Absolutamente Otro que pronuncia la prohibición de la representación. Y es que, en definitiva, nos sentimos tan solos que incluso ya estamos desgañitados de tanta claudicación.


¿Qué hacer entonces después de errar por el páramo desolado de la postmodernidad? El yo, barruntado como el efecto de superficie de una tectónica de placas disciplinantes, queda a expensas de tantos efluvios libidinales que apenas es un vestigio fetichizado en su propia insatisfacción. Obviamente, se diría, posturas tales como la estética de la existencia de Foucault ya no son posibles…
Pero la paradoja habita la (im)posibilidad: “todo cuanto hicimos fue insuficiente” –título de la exposición- nos invita a renovarnos en el fracaso de un pasado renuente a dar dos oportunidades pero en el cual se ha abierto la distancia estética precisa para reactualizar la posibilidad. Intentarlo de nuevo para, como diría Beckett, fallar de nuevo y fallar mejor. Pero intentarlo. No dar por cerrada la historia, no dar por claudicadas nuestras intenciones, no contentarnos con la estetización de la vida que propone el espectáculo, sino reabrir la sutura que sella pensamiento y acción mediante la mediación de otra distancia.
No ya proponiendo alternativas al relato hegemónico, no ya oponiendo realidades a simulacros estetizados, no ya cifrando al arte como político y subversivo per se. Sino permitiendo el deslizarse de una temporalidad diferenciada, de una diferenciación en los efectos, de un proyectarse desde el ruborizante pasado a un futuro abierto de nuevo a la utopía.
En este sentido, el conjunto global de las obras seleccionadas para la exposición –comisariada por Edu Hurtado-, tienen en común la apertura de la narración hacia lo abierto de lo no-dado de antemano, y una tensión que conecta, como decíamos antes, temporalidades diferentes con el fin –logrado en todos los casos- de reconfigurarlos en una nueva reasignación espacio-temporal. Lo colectivo y lo individual, la acción y la reflexión, la representación y la identidad, etc, quedan dirimidos en lo abierto de la configuración de otra posibilidad.
En definitiva, esta exposición se inserta de manera precisa y ejemplar dentro de los cauces estéticos que tratan de prefigurar el escenario para un último desacato: si, como dice Konrad P. Liessmann “es indudable que siempre hay que estar prevenido de que, tras el juego postmoderno de las formas y los colores, irrumpe en ocasiones una nostalgia desatada por al vida auténtica que con impactante brutalidad se impone como reivindicación de lo propio”, esperemos que no se quede solo en nostalgia y que el arte –exposiciones como esta en particular- se atreva a operar un nuevo recorte en el régimen de lo posible y de lo experimentable.  

lunes, 11 de abril de 2011

FEMINISMO 5G: RETRATO POLIÉDRICO



JUGADA A TRES BANDAS: LAS TRES CARAS DE EVA
GALERÍA RITA CASTELLOTE: 02/04/11-30/04/11
(artículo original en Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/critica/21055/Tres-Caras-de-Eva-en-la-Galeria-Rita-Castellote)
 
Después de haber sobrevivido con mayor o menor fortuna a la fiebre de los postismos que tuvo lugar en décadas pasadas, parece que ahora, como suele decirse, después de la tormenta viene la calma. Aquilatados en una postmodernidad tan líquida que parece empezar a dejar paso –vía crisis financiera, todo hay que decirlo- a una segunda modernidad ya en ciernes, ya pocos se acuerdan del multiculturalismo postmoderno, de las sucesivas muertes falocéntrica y logocéntricas, para dejar paso a una reflexión más consensuada en términos de cosmopolitismo.

En último caso es que, como nos recuerda Gerard Vilar, “el éxito que tuvieron las críticas a la razón, al sujeto, a la representación y al consenso se ve hoy que llevan a posiciones insostenibles y absurdas: ¿quién está dispuesto a no ser sujeto hoy (libre de derechos, diferente) y a no tener razón cuando filosofa u opina sobre el mundo y sobre lo que hay que hacer?”.

Modificada entonces la orografía sobre la que se sustenta todo discurso, quizá sea ahora cuando los diferentes “ismos” han de virar casi en redondo y sumarse no ya al desafuero de la razón reconvertida ya en cínica, sino consensuarse en hacer efectiva una Modernidad que, sin poder renunciar a su vertiente emancipatoria, ha quedado como proyecto inacabado.

En este sentido, la exposición que hasta el próximo día 30 de Abril puede verse en la Galería Rita Castellote trata de reflexionar sobre las condiciones en que aún cabría apelar al feminismo, a un feminismo de ya quinta generación. Y es que, como bien dice la hoja de exposición “sin remontar a la historia de los derechos de la mujer y el sufragio incluido, además de las reivindicaciones iniciadas en los sesenta y ya conseguidas, el feminismo de quinta generación, de nuestra actualidad, consiste en un escrutinio a nosotras mismas, no de lloriquear sino de tomar la vida por las riendas”.

Comisariada por Catherine Coleman Mchugh, Jefe de Servicio N26 del MNCARS y dentro de ese gran evento que ha supuesto Jugada a tres bandas, la exposición reúne a tres artistas que, de modo autobiográfico, enfatizan mediante un antes y después las nuevas condiciones en las que cabe insertar el discurso feminista.

Veronika Márquez (Montevideo, 1979) dispone en sus fotografías de modo aséptico y sin ningún efecto ilusorio a dos mujeres que, a fuerza de dejar el hilo narrativo desconectado, produce una honda impresión de extrañeza en el espectador. Incluso, dudando de si son o no la misma persona, las preguntas que uno puede hacerse ahondan de manera radical en ese espacio comunitario en que se da toda comunicación. La artista recupera su pasado como prostituta para realizar un striptease también ideológico a ritmo poético en el vídeo que acompaña a las fotografías. ¿No será eso que se ve aún sin ser visto, todo lo que venga a llenar el espacio donde hacer emerger una identidad propia, en este caso la de la mujer?

Cabello/Carceller (París, 1963 y Madrid, 1964), dúo de artistas españolas que ya de por sí representan en sí mismas, como artistas, un dispositivo de comunicación y debate, participan con una obra que ha de insertarse dentro del conjunto de sus preocupaciones acerca de la problemática sobre identidad y género, redundando en lo hegemónico masculino como ámbito de confrontación, lucha y violencia. Aunque la obra expuesta no pertenece a sus últimas producciones, se puede ver en estos días una exposición más completa de su obra en la Galería Elba Benítez.


Por último, la obra más radical, aunque sea solo en la puesta en escena, es la de Jana Leo (Madrid, 1965). Violada en 2001, al poco de mudarse a Nueva York, su labor artística desde entonces se ha focalizado principalmente en la documentación –a través de fotografías, documentos tanto privados como policiales, e incluso registros sonoros del juicio- de tal acontecimiento. La muestra que tuvo lugar en el 2009 en Nueva York y en la cual la artista reunió todo ese material tiene ahora su réplica –en modo reducido obviamente- en la exposición que nos ocupa

Roto el ciclo normal de la memoria por ese brutal y salvaje acontecimiento, la artista se afana, desde una mirada asombrosamente objetiva y que no deja nada a la censura, en explorar el régimen de las ausencias en que toda su vida se ha convertido. Dos fotografías, una del antes y otra del día después dan buena prueba: lo que se persigue es capturar ausencias, ver en el documento fotográfico eso que ahora se ha tornado en invisible. En este sentido el trabajo de Leo se inserta dentro de las prácticas hacia las que la comisaria se ha dirigido con mano magistral: no ya un feminismo revolucionario, sino un feminismo que postule por la emergencia de aquello que sigue olvidado y silenciado, un feminismo como modo de comunicación y debate, de emergencia procesual de una identidad no ya como confrontación falocéntrica sino como efecto de una praxis comunicativa propia.

Así, es fácil concluir que, por poner por caso, nada tiene que ver este ejercicio autobiográfico con la famosa cama de Tracy Emin, al igual que tampoco tienen mucho que ver las fotografías disfrazadas de Cindy Sherman con la obra de Veronika Márquez. Si antes se trataba de expurgar fantasmas, de dejar un rastro de perdidas, de luchar por la propia identidad, ahora todo remite a la plausibilidad de un ámbito que medie entre un ‘antes’ reprimido y acongojado, y un ‘después’ que no sea la mera violencia de lo impuesto ni la melancolía de la negación.

En definitiva, no es que Eva tenga solo tres caras: es que tiene infinitas. Misión del arte –y en el caso de esta exposición superada con nota- es ayudar a hacerlas visibles.





jueves, 7 de abril de 2011

JUGADA A TRES BANDAS: CARAMBOLA GANADORA




‘JUGADA A TRES BANDAS’
VARIAS GALERÍAS: 02/04/11-30/04/11

No creemos estar confundidos al decir que un evento como este, además de ser absolutamente necesario, se veía venir de lejos. Y no me refiero ya al hecho de que sea una idea importada de otras ciudades, sino que ya en los últimos años se ha podido constatar una necesidad de las propias galerías madrileñas a replantearse la situación expositiva en algunas líneas maestras.
No me estoy refiriendo a la dinámica comercial –que eso imagino cada uno sabe bien lo que hacer- sino al propio dispositivo ‘exposición’ como lugar preeminente –y casi único- de visibilidad para el arte. En este sentido, y ahí ahondamos en nuestra particular loa al ‘creer no estar confundidos’, si uno hecha un poco la vista atrás –tan solo un año- no deja de sorprenderse, gratamente eso sí, de que dos de las mejores exposiciones que se pudieron ver el año pasado en Madrid fuesen sendos ejercicios de comisariado. Me refiero sin duda alguna a la exposición Huis Clos de la Galería Elba Benítez –comisariada en este caso por Magali Arriola-, y a The pipe and the flow en Espacio Mínimo –esta comisariada por Omar Lopez-Chahoud. Incluso, recuerdo ahora más claramente, Travesía 4 y Pilar Parra & Romero también realizaron ejercicios de comisariado nada desdeñables.
Sea como fuere, lo que sí que está claro es que nada sucede porque sí. Que el arte tenga necesidad de otros modos de exposición, que haya que aunar fuerzas, que conceptualizar antes de mostrar, es la imagen invertida que nos devuelve el espejo de la banalización y la espectacularización en que parece haber encallado todo discurso sobre el arte.
Pero es que, claro está, los efectos son siempre perversos: cuanto más parece haberse desactivado la ‘profundidad’ con que opera el arte, éste, en su efectiva destinación, toma cualquier operador –en este caso la denostada y condenada al silencio mediático ‘galería de arte’- y la pone de nuevo en órbita para que la cosa coja algún aliento dialéctico de más.

 
No creemos que sea este el lugar más indicado para entrar a debatir los rasgos estructurales del arte o de la estética, pero si la dualidad autonomía/praxis vital se ha desvelado por fin como ilusoria y profundamente ideológica, al tiempo que incapaz de resolver problema alguno, es ahora cuando –olvidándose de efectos de desartización, pero riéndose también a carcajadas de la mercadotecnia publicitaria en que él mismo cae- el arte ha de optar por un cambio de registro, por una vuelta de tuerca que obture hacia, como diría Rancière, un disenso en las prácticas dotadas de visibilidad.
Y creo que es esto lo que está en juego pero, y esto es lo sorprendente, no porque nos empeñemos –se empeñen-, no porque los galeristas se hayan, como quien dice, atado los machos y hayan dado el todo por el todo con una jugada –¡esta sí que sería a tres bandas!- para salir momentáneamente de la crisis y tomar algo de visibilidad prestada. Sino que, como decimos, es lo que está en juego porque el arte es precisamente eso: romper, rasgar, descentrar, redistribuir y repartir. El juego de la visibilidad y de la exhibición es aquí fundamental y, aupado como está el arte en lo fastuoso del turismo cultureta y en el musealización como primera necesidad a la hora de captar dividendos, son pequeños gestos como el que nos ocupa realizados desde dentro del arte los que han de postularse sin miedo –¡pues es imposible fracasar!- no ya como contrarréplica al inamovible sistema-arte, sino como ejercicio sincero y radical contra el actual régimen de lo dado.
Se me dirá que no es para tanto, que la cosa no es tan así, que se trata de un evento en unas cuantas galerías –y no las más consagradas- en una urbe que a duras penas soporta el tirón de la ilusoria globalización que, pese a quien pese, sigue teniendo sus cuatro o cinco centros neurálgicos no existiendo nada más que el páramo glacial fuera de ellos. Pero justo por eso: justo por su cándidez, por la impotencia en que quedará todo de nuevo cifrado una vez hayan pasado unos días,  por la, en una palabra y pese a su rotundo éxito, destinación al fracaso, es por lo que eventos así pueden ser significados como radicalmente importantes dentro del actual régimen de mercantilización y exhibición.


Y es que, y se me permitirá decirlo, que uno deambule por la ciudad, que coja su tiempo –incluso, y por lo menos es mi caso, lo robe de algún otro sitio-, que se esfuerce en mirar y comprender, en enfrentarse a modos de exhibición y producción diferentes, a artistas con escasa visibilidad, son experiencias artísticas que incluso para el asiduo visitante de galerías son muchas veces echadas en falta. Es decir, no es que eventos como este tengan que venir a suplantar a la neurosis esquizoide del bienalismo ni a la catatonia arítmica en que el turista medio entra después de enfrentarse a alguna exposición de arte en su periplo veraniego; no es tampoco que la figura del comisario deba descender del púlpito en el que a veces parece estar elevado; no es, por último, que exposiciones echas para inflar datos de ventas de entradas tengan que ser eliminadas de los planes expositivos del museo ni que los ‘collective shows’ de las galerías de arte deban ser barridos del mapa.
Pero sí que es necesario al menos poner en claro que otra manera de hacer las cosas también es posible, que puede existir una sinergia muy positiva entre artista, galería y comisario, y que el público puede acercarse a ver la exposición comprometiéndose libremente en el rango y medida que desee, sin necesidad de hacer caso a los meapilas caretos del telediario, ni a las guías estandarizadas que sentencian ‘lo que hay que ver’ y a ‘quién hay que ver’    
  

Sin ánimo ninguno de exhaustividad ni de querer realizar una aguda crítica de lo visto -creo que la necesidad del evento en sí mismo es lo que debe ser destacado-, si que voy a destacar algunas obras que en general hasta finales de abril pueden verse en las diferentes galerías participantes.
En Aranapoveda destaca la instalación construida a base de diapositivas recogidas en Nueva Orleans tras la catástrofe de Will Steacy; en Blanca Soto, Gastón Persico y sus retratos poliédricos en forma de notas y documentos dejados en el suelo; la soledad del trampolín de Julia Fullerton-Battan en Camara Oscura; la siempre perturbación que supone la simpleza de Claire Harvey Nicolás Paris y la instalación de en Maisterravalbuena; en Raquel Ponce las esculturas maquínicas de Luc Mattenberger; las fotografías hieráticas de Veronika Márquez y la autobiografía extrema de Jana Leo en Rita Castellote; en Travesía 4 la naturaleza poderosa y extraña, fantasmal y artificial  de Carlos Irijalba.

        En definitiva una propuesta necesaria en su planteamiento y brillante en su ejecución, que esperemos tenga largo recorrido en un panorama, el artístico madrileño, que parece que tener más ganas que medios y más propuestas que dinero. Esperemos, para segur el juego, que esta carambola enlace con otras.


martes, 5 de abril de 2011

TEORÍA DE LA MUGRE


KRITOFFER ARDEÑA: ¿QUIÉN ES JOSÉ RIZAL?
GALERÍA OLIVA ARAUNA: desde 24/03/11


En la era postconceptualista en la que nos movemos, el triunfo antiretiniano de Duchamp puede catalogarse de total. Estrategias de ocultación, formas que dan gato por liebre, que descentran la apriorística cualidad del arte como visual, se han instaurado como pathos general con el que postularse como último ejercicio de resistencia ante la hipernormalización en que encalla, más pronto que tarde, todo ejercicio de subversión.

La cosa viene de lejos y, aunque hayamos ya elevado a totémica la alargada sombre de Duchamp, las teorías postestructuralistas del signo no han dejado de hacer hincapié en la prioridad ejercida desde lo visual –esta vez como imagen-texto. El propio Deleuze comenta que “el límite del lenguaje es la cosa en su mutismo, la visión”. Así, en una trabazón esquizoanalítica con la producción de signos, se concluye que es la actividad de lectura-visión como deseo la que vendrá a satisfacer la producción de signos puestos en juego. Es decir, si el deseo toma forma en el lenguaje, el límite de éste llega hasta su disolución radical en el silencio que supone la visión -dando por sentado entonces que la producción de signos visuales no tiene otra razón que ser sino satisfacer la demanda impuesta por el deseo.

Y es que, en el meollo de todo este asunto está siempre lo mismo: un arte que dispara con bala a los fundamentos sobre los que se levantan el conglomerado llamado ‘realidad’. Es en este sentido, y apelando aquí a Rancière, que “la realidad no es más que una cierta presentabilidad, una determinada forma de exhibición de aquello que se postula como dado a la visión, una determinada forma de anudar lo decible, lo factible y lo visible”.

Como ampliando la celebérrima fórmula parmideana de que ser es ser en el lenguaje, el poder –como forma de articularse un determinado régimen que establece qué puede ser tenido como ‘dado’- conjuga con maestría lo que es posible decir, posible pensar y posible ver –en definitiva, enlazando otra vez con Deleuze, qué es posible desear. Así, otra vez con Rancière, “la representación no es el acto de producir una forma visible, es el acto de dar un equivalente” al que se pueda referir uno desde cualquiera de estos tres frentes.

Kristoffer Ardeña lleva a cabo en esta exposición un ejercicio deconstructivo de los ejercicios que construyen subjetividad y que, como no, quedan también anclados sobre la plausibilidad de esas tres instancias: lo decible, lo visible y lo pensable. Con el nombre genérico de “¿Quién es José Rizal?” –héroe nacional filipino-, Ardeña explora la relación que media entre las estrategias de construcción de la identidad y los paradigmas estéticos. Y es que, en tanto en cuanto los regímenes que articulan lo dado tienen gran interés en erigirse en instancia normativa que opera desde la visualidad, las formaciones de identidad como constructos condensados de poder están íntimamente ligados a las prácticas artísticas.

Para ello, Ardeña se ‘apropia’ de ‘copias’ de lienzos de Malevich, Reinhart y Rauscheberg para transformar su finalidad propia. Si tanto las vanguardias como la actualización de ellas mismas en los años sesenta buscaba una claudicación del arte autónomo por las bravas, unas veces con mayor énfasis en su trascendentalidad, otras poniendo sobre la mesa sus querencias hacia la manufacturación industrial, ahora Ardeña reinterpreta los negociados de la vanguardia para retorcer el primado conceptual que opera de trasfondo en los devaneos históricos del arte contemporáneo.

Si el ready-made revela los aspectos más ilusorios de la institución-arte, revelando como fantasmagórico la pretendía autonomía del arte y desvelando dicha estructura normativa del arte como eminentemente ideológica, Ardeña realiza una actualización de los primados teóricos en que se basa el ready-made para remitirse a la formación –mugrienta como veremos- de la subjetividad: Ardeña ejecuta esas piezas usando spray adhesivo para atraer el polvo. Con este simple gesto, la funcionalidad operativa del arte obtura casi 180 grados siendo la tripleta antes puesta sobre la mesa –lo decible, lo pensable, lo visible- lo que sufre un cambio radical.


Y es que la herencia de Duchamp es aquí más que clara: éste, con su “Criadero de polvo”, pervirtió la manera que hasta entonces se tenía como adecuada de enfrentarse a la obra de arte: un simple dirigir la mirada a aquello que ya, de por sí, era tenido como arte –es decir, había adquirido ya una determinada relevancia en el régimen de lo visible. El concepto duchampiano de infamince –infraleve podría traducirse- viene a ser algo que está ahí pero que la visión es incapaz de ver. Es lo impensado, lo no dicho, lo no hecho, lo que sobra de lo hecho, lo que sobra de lo pensado; es lo que tiendo a lo imposible: el reflejo y la superficie, la sombra y el suelo, la huella y el terreno.

Es decir, y al hilo de lo dicho más arriba, infraleve vendría a ser la sutura en que la realidad toca con la ilusión sobre la que se yergue: la cara adhesiva donde converge el régimen de visibilidad dado por válido y todos los demás denostados por el ejercicio propio de su contraréplica. Lo visible y no visible en su intersección; lo decible y no decible en su sutura; lo pensable y no pensable en su tocarse: es decir, lo imposible como cara oculta de aquello que, en el régimen político-estético de turno, sea tomado como posible.

En este sentido, y yendo un poco más lejos, si algo caracteriza a gran parte del arte contemporáneo es una absoluta denigración y descrédito de la visión como sentido privilegiado de la modernidad. La gran paradoja entonces es que la desaparición absoluta de lo visual es imposible para el arte. En un símil perfecto que ha redundado en el tan aireado ‘retorno a lo real’, la desaparición absoluta de lo visual en el arte vendría a ser su Real lacanianao: lo que está más allá de sí mismo, más allá del arte pero que lo estructura como ausencia, como lugar vacío al que es imposible acceder.

Bien pudiera entonces decirse que Ardeña transforma la sentencia de Lacan de que el sujeto es lo que reverbera en el lugar vacío que media entre dos significantes, en el sentido de que no es sino polvo –mugre en definitiva- lo que late en la ausencia estructural sobre la que se erige la subjetividad.

En definitiva, la mugre, el polvo, equivale al ‘objet a’ de Lacan, al resto de Derrida, y al esquizo de Deleuze: la basurilla cósmica como ese plus de significatividad sobe el que se erige toda construcción –siempre fantasmal y esquizoide- de la subjetividad y la identidad. Lo que no vale para nada, lo que el sistema deshecha, lo que no es digno de ser visto: o, si se prefiere, lo que el régimen estético-político obvia en la preeminencia de lo que más le conviene.

Lo arriesgado entonces del arte contemporáneo –de la obra de Ardeña que aquí se expone- es que ya no transige con una metáfora cualquiera, sino que se sitúa en el intersticio preciso en que el sentido se produce en el sinsentido, para percatarse de que, en realidad, todo flota, todo está a expensas de un régimen disciplinario que lo haga emerger a lo visible: porque, a fin de cuentas, ¿qué es al liberad sino la elección de a quién obedecer?

Todo redunda en la normalización de una forma política de exhibición que estipula que es permitido sea dado a la vista y que, en su plausibilidad, produce siempre un exceso, un plus, un polvo, una mugre que condensa todo lo no decible, no visible y no posible, pero que, en su imposibilidad, establece un sentido. Misión, entonces, del arte: hacer visible la invisible y viceversa, sacar a la luz esa mugre que queda siempre olvidada, hacer implosionar el sentido dentro del sinsentido.

Además de los lienzos suprematistas y minimalistas reinterpretados conceptualmente, Ardeña mostrará, en sucesivas semanas, tres diferentes videos y esculturas que seguirán la brecha ya indicada: poner el foco en la imposibilidad de lo olvidado, en el polvo que construye subjetividad, en la polisémica repetición de lo mismo que determina significado y sentido, para comprobar, una vez más, que estamos andando sobre una sutil superficie tan fina que, tan pronto estamos de un lado, somos lanzados a su contrario. Visible y no visible, decible y no decible, posible y no posible: cuestiones –en último término- de ideología y política.