domingo, 30 de mayo de 2010

EL MAJESTUOSOS EJERCICIO DE MIRARSE EL OMBLIGO

JAIME DE LA JARA: ‘THE NAVEL’ (El ombligo)
GALERÍA FÚCARES: 06/05/10-19/06/10
(artículo original pu blicado en Revista Claves de Arte:
http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20604/Jaime-de-la-Jara-en-la-Galeria-Fucares)

Pensando con la profundidad que merece la frivolidad que se ha instaurado como norma de conducta, normal que las teorías del fetichismo hace ya tiempo que hayan encontrado el fetiche preferido para esta época: el cinismo. Desde que Sloterdijk postulara la razón cínica como la actual racionalidad de la era postmoderna, nadie trata siquiera de disimular. Y es que, cuando el saber es un juego discursivo en manos de sujetos como la MTV, la CNN, el FMS o la OMS, nada ni nadie nos tiene porqué importar un bledo. Hacer como si tal cosa y no dejar de mirarnos el ombligo, esa y no otra es la regla de oro en la que se premia al que más rápidamente fluya, al que esté mejor preparado para soportar la velocidad límite del hipercapitalismo postmoderno.
Mucho han cambiado las cosas desde las antiguas épocas en las que el error era entendido no como fallo en el sistema, sino como lo previo y necesario para el conocimiento. Sir Thomas Browne, imbuido del método de ensayo y error de Francis Bacon, dejó dicho, y sin inmutarse, que “el hombre sin ombligo aún habita en mí”. Como fieles descendientes de Adán, aquellos primeros empiristas sabían que sólo la inducción empírica, fundada en un constante y necesario error, era lo único que nos llevaría al conocimiento certero.
La actual exposición de Jaime de la Jara (Madrid, 1972), y que hasta el día 19 de Junio puede verse en la Galería Fúcares, intenta desmontar la falacia telemática que nos conduce a hacer de la verdad entelequia sobre la que asentar nuestra más que problemática identidad. Y es que el hombre postmoderno, como un nuevo Adán renacido de las ruinas en que lo dejó la modernidad, ama su ombligo y prefiere el gesto cínico de, aún sabiéndose constantemente engañado, vivir plácidamente en la fantasmagórica inversión a que ha conducido el reino del simulacro.
Los trabajos aquí expuestos, en ese alegato a problematizar la relación entre del error, normal que causen un estupor desacostumbrado, un extrañamiento cercano al desasosiego. Estando como estamos anestesiados contra la epidemia de la vulgaridad del error, acercarnos a una exposición que trata justo lo contrario, nos deja poco menos que tocados.
La serie titulada ‘Keys’ es altamente conceptual y hermética. Unos interruptores deformados o en estado de desaparición remiten a la actual circunstancia en la que los posibles errores no solo son eliminados, sino totalmente excluidos. Las llaves de la luz aluden a Eva, aquella que aún sin defecto está en condiciones más que óptimas de cometer el primer error. Buscando la desaparición de estos objetos resignificados en su deformidad, el artista pone sobre la mesa la prohibición más que angustiosa a la que somos sometidos: un solo error, y en el instante siguiente seremos in-terrumpidos, desconectados de la hiperconectividad global.
La siguiente serie, ‘Flags’, abunda en esa idea de engaño perceptivo al que somos sometidos en masa y para ellos dispone de tres radiadores construidos en madera y escayola y que, colocados a la altura de los ojos, interactúan componiendo una instalación que va trasformando el espacio circundante. Con el a primera vista misterioso título de ‘Banderas’, el artista alude a un poema mejicano donde la bandera debe exponer las necesidades de un pueblo, sin necesidad de que sean repetidas de continuo. La bandera, como símbolo del ámbito de lo público donde poder dialogar acerca de las necesidades de un estado, es puesta en referencia a un espacio cambiante a cada paso, donde no es que la repetición se haga innecesaria, sino simplemente imposible. Las verdades sobre las que se asienta el ejercicio político de lo público son ahora reconducidas a ejercicios de simulación y relativismo, donde solo los intereses tienen el poder de postularse como validaciones discursivas.



Por último, la instalación ‘Radiant 1’ quizá sea la más lograda. Llenando un fragmento de espacio vacío, un radiador de suelo es recreado y puesto en ese espacio. Entendiendo que las dimensiones de la galería son aún pequeñas para la obra, para la presumible infinitud del espacio vacío, el que sea un ‘fragmento’ de vacío lleno por el radiador nos hace pensar que es la relación que media entre el vacío y el objeto lo que realmente se está aquí conceptualizando. La apelación a Heidegger en la nota de prensa nos pone definitivamente sobre la pista:
Si ser y verdad van siempre juntos, lejos de que la verdad esa que antes hemos cifrado como omnipotente queda amparada en el ser, es más bien en la nada de donde extrae sus últimos condicionantes para postularse como poder absoluto. Así, la verdad de la que la postmodernidad hace gala no es aquella del des-velar al ser, sino precisamente la que se ha ido haciendo fuerte en el retornar siempre del ser a la mismidad del objeto, del ente; justo ahí donde al ser no le queda nada, donde el ser retumba en la infinitud del vacío.
Normal entonces, recapitulando, que el cinismo sea elevado a los altares del fetichismo postmoderno: de no mediar una relación fraudulenta y tergiversada siempre a nuestro favor de la realidad, tendríamos que asumir una existencia cuya esencia sería arrojarse al pozo sin fondo de esa nada abismal para rescatar de allí al verdadero ser de las cosas. ¿Quién no prefiere entonces la siesteante existencia mediada en mentiras que de tan geniales las asumimos cínicamente como verdades?; es decir, ¿quién no prefiere seguir mirándose el ombligo?

lunes, 24 de mayo de 2010

UN SUEÑO QUE EN ABSOLUTO ES UN SUEÑO


JORGE MOLDER: 'PINOCCHIO'
GALERÍA OLIVA ARAUNA: 20/04/10-05/06/10Según las crónicas, uno de los temas favoritos de discusión en la Villa Diodati en aquel verano de 1816 fue aquel que consideraba el dar vida a la materia inherente como el mayor acto de creación posible. No por nada, de aquellas veladas sacó Mary Shelley la inspiración para su Frankestein. Y es que, insuflado por el poder creador del espíritu, el romanticismo no hallaba límites. No por nada Hölderlin había dejaría dicho que “el hombre es un miserable cuando piensa y un dios cuando sueña”.
Pero ya el romanticismo supo la verdad de las cosas. El largo camino que presagiaba el reinado del absolutismo estético, por ejemplo en Nietzsche, supo intuir que la infinitud instintiva al que remitía la intuición estética de Shelling, más que a un candoroso juego de las facultades, estaba encaminado a una regresión hacia lo más oscuro del interior. Solo así cabe comprender la súbita irrupción del instinto, del inconsciente, del lado nocturno de la vida, sinónimos todos ellos de lo que se entendía por Naturaleza.
Es decir, el poder creador del yo ficheteano se cifraba en una instancia creadora que, pese a saberse infinita, hallaba su asiento en algo bien diferente. El poder de la noche más que el de la luz, el de la muerte más que el de la vida. El centro del yo como agente autocreador hallaba en las fuerzas ocultas a su mayor aliado. Al igual que el romanticismo veía en las ruinas lo fantástico de un tiempo pasado que siempre fue mejor, el yo absoluto descubría que eran las ruinas de sus propia alma las que incendiaban su poder creador.
El camino aparece despejado desde el primer momento: al tiempo que se asientan las bases teóricas para situar al hombre el poder de la omnipotencia creadora, se descubre que la razón no es sino el más poderoso de los fantasmas a destruir. El desencanto ante la razón histórica, desencanto que ahora sufrimos aunque sea en lo cómodo de nuestro cinismo, tuvo ya sus gérmenes en el origen. Así, el arte del genio no deja de ser paradójico: postulando una liberación en la creación artística, se hunde cada vez más en la soledad, en el extrañamiento que supone todo contacto con una naturaleza que se sabe ya la ruina de una herencia malograda.
El romanticismo satánico inglés no hizo más que bascular el peso de una intuición que suponía ya de por sí un escándalo para la razón. Lo gótico, el vampiro, el señor de la noche, las relaciones entre el bien y el mal, entre Dios y Satán, confluirán todas ellas en una disolución de la estética a manos de la teoría del inconsciente.
Pero, por el camino han ido quedando momentos crepusculares de la estética del siglo XIX y XX. Si lo feo, lo grotesco y el arabesco se enfrentaban a la regularidad de la belleza clásica, más tarde, hicieron aparición estéticas que desfiguraban la propia estética hasta, como ya hemos dicho, disolverla por completo. La teoría del inconsciente, la metáfora de la enfermedad, las formas reductoras de la subjetividad, la estética de lo obsceno y la pornografía, hasta las más recientes estéticas de lo abyecto y lo hiperreal, vienen a ser, todos ellos, momentos por los que el arte ha debido de pasar en su específica negatividad, en su saberse siempre remitido a unas estructuras que no son lo que se presuponían.
Pero los réditos que de todo ello ha sacado el multivariado poder creador del yo trascendental han sido, no solo escasos, sino hipertrofiados en una inanición absoluta. Si el romanticismo se atrevía a asociar la vida y la muerte, a insuflar vida de aquello que antes no era sino lo cadavérico, ahora es el propio sujeto quien queda disuelto en una nada espectral, en un crear que apenas es capaz de remontar el vuelo y concebirse como humano.
Las fotografías de Jorge Molder se esfuerzan en incidir en esta estética funeraria que ve en el sujeto no ya el garante de la autonomía del arte, sino la prueba más fehaciente de que el arte lo ha deglutido todo en su maquínico poder. Hasta aquello propio en que quedaba cifrado su producción, ha venido a ser un mal suelo, una nada angustiosa a la que no se sabe como dar sepultura. Al final, va a tener razón Foucault: el ser humano es un invento reciente, tan reciente que ya va siendo hora de ponerle el punto y final.
Y es que, de todas las epistemes que Foucault ha considerado en su labor de arqueólogo, de entre todas las formas de ser de las cosas que se han podido rastrear desde el siglo XVI, solo una de ellas, la surgida a principios del siglo XIX, ha dado la ocasión para que nazca la figura del hombre. Justo el momento en que el genio creador se asocia con Prometeo.



Pero lo demás, es ya bastante conocido. Si el sujeto jugaba a ser él mismo el nuevo Prometeo capaz de darse él mismo las leyes, si después la intuición maestra de Mary Shelley vino a decir que solo desde la muerte podríamos ser redimidos (Frankestein también como nuevo Prometeo), ahora Jorge Molder acierta de lleno en poner el epílogo. El hombre mismo no es que sea salvado desde la muerte y para la muerte, sino que todo él no es otra cosa que un despojo inanimado.
Si Mary Shelley quiso dar vida a lo inane, Molder representa el límite de tal imposibilidad: de la idea de que lo inanimado -la máscara- se convierta en inanimado con forma –la máscara con blusa- se pasa a una foto culmen: un hombre trajeado con la máscara. De Frankestein, el ser inerte traído a la vida, del nuevo Prometeo, se ha llegado hasta Pinocho, mascarada perfecta del estatus existencial propio del sujeto posmoderno. Vaciado en sus entrañas, haciéndose remitir a una máscara que le identifica con su estado de difunto en vida, el sujeto actual ha recorrido inversamente el camino que presagiaba la asunción de su autonomía plena.
El dejarse plegar a los dictados del inconsciente, a la fuerza brutal del malditismo ha tenido el premio que se buscaba: socavar todas las premisas en que quedaba cifrada la identidad. Como el residuo que queda después de que la economía libidinal haya puesto contra las cuerdas la idea misma de sujeto, no somos más que marionetas, Pinochos de madera que nos creemos nuestra propia mentira. Suele decirse que en los sujetos propuestos por Molder no hay rostro. Pero eso no es cierto. Sí que lo hay; sólo que el rostro es la máscara funeraria de aquel hombre que nunca hemos llegado a ser.
Todo un sueño, un error del que una vez nos quisimos creer héroes prometeicos venidos de no se sabe muy bien donde, para terminar como la máscara funeraria de una inanidad mortecina. Un simple efecto de superficie más, el que remite al simulacro de creernos aún con las garantías suficientes como para ser dueños de nuestros destinos. “Tuve un sueño, que sueño no fue en absoluto; el brillante sol habíase extinguido y las estrellas vagaban oscuras en el espacio eterno” decía el poema de Lord Byron, anfitrión perfecto para aquellas veladas de 1816. Quizá es que lo específico humano sea seguir anhelando el mismo sueño que sabemos nos destruye.

martes, 18 de mayo de 2010

HAGIOGRAFÍA DEL BUENISMO


MIQUEL BARCELÓ
CAIXA FORUM MADRID: hasta 13/06/10

Posiblemente tomemos la parte por el todo y adolezcamos de manifiesta injusticia, pero quizá sea ahora cuando empezamos a intuir que aquellos virulentos ataques lanzados por el nuevo salvajismo postulados por el retorno a la pintura que llenó el espacio del arte a principios de los ochenta, no era más que la última vuelta de tuerca para que el arte derribase las pocas puertas que le quedaban ya por derribar: transformada la genialidad del artista en esplendor renacido de la hipersubjetividad del expresionismo abstracto, el artista realiza el remiendo necesario para dar cabida a lo kitsch y asilvestrado dentro de la institución-arte. Siguiendo la interpretación de Hal Foster de la “acción diferida” con respecto a las vanguardias, el retorno a la pintura fue eso, y solo eso: una necesidad para que lo kitsch entrase también en unos límites que quedaban ya definitivamente conformados en un solapamiento brutal con la más pueril de las cotidianeidades.
Sumidos en la historicidad propia del cinismo postmoderno, la única diatriba a la que los artistas se veían sometidos era a aquella que Thomas Lawson, en un ‘premonitorio’ ensayo (tan premonitorio como confundido en las conclusiones) de lo que iba a ser toda esa pintura, puso de relieve: “no merece la pena continuar haciendo arte, puesto que ya solo puede darse o bien aislado en el mundo real o como una fruslería irresponsable”.
Ese elefante (‘Gran Elefant dret’) que nos recibe a la entrada haciendo el pino con su trompa, ese alegato a favor de lo kitsch postmoderno como sobrepujada frívolidad de los ejercicios de incipiente crítica llevados a cabo por el expresionismo alemán de principios de siglo XX, nos da la respuesta: Barceló, incuestionablemente, se decidió por la segunda opción. Pero sigamos un poco más antes de entrar de lleno en nuestro “artista”.
Cierto es que la pintura de principios de los ochenta tuvo su lugar vital en la historia del arte contemporáneo, que se pueden rastrear por doquier interesantes reinterpretaciones deconstructivas, desesperaciones semióticas o atropellos intertextuales que avecinaban lo que nos esperaba; pero no menos cierto es que, quizá nacido al amparo de tanta confusión, la historia del arte comenzó a desarrollarse únicamente en la autobiografía, en el manierismo vacío y autocompulsivo que hacía del pastiche el contenedor perfecto donde digerir todas las megalomanías del mediocre artista antes de saltar al estrellato.
En definitiva, si es cierto que el neo-expresionismo jugaba a la perfección la carta del cinismo que consistía en usar un medio que se sabía ya angostado para los propósitos con el que, nihilistamente, le querían cargar, no menos cierto es que la estrategia benefició a una serie de pintores que se frotaban las manos al intuir que bastaba con una gran carcajada quínica detrás del lienzo para labrarse un porvenir. Una caricatura, una bufonada de pretender utilizar la pintura para reconfigurar un mundo en deconstrucción epistémica, una simulación operada por un arte que había encallado ya en el límite de la negatividad de su concepto: aquel que descubre que solo muriendo (de éxito) puede lograr la promesa de su autonomía.
La situación, hemos de reconocer, no era nada fácil: si sus padres y hermanos mayores habían hecho sus revoluciones, si todos tenían un Mayo del 68 que llevarse a la boca, por primera vez, el artista se encuentra sólo ante una historia que no es más que el cadáver dejado a los pies de la barbarie, y ante una sociedad que, pese a saber que en el arte no les va nada, realizan el mismo gesto cínico de elevar iconos a la megalomanía. En estas condiciones, también es lícito reconocer que estos artistas no hicieron más que seguir a pies juntillas el cinismo imperante y tan de moda. Si Kafka se atrevió a decir que “entre tú y el mundo, intenta siempre seguir al mundo” no hay que culpar del todo a los pintores de haber subvertido la frase, no solo para seguirse a sí mismo, sino para hacer del arte la actividad propia del autobombo y la publicidad.
No obstante, ayunos de conciencia histórica, el desastre es mayúsculo, la confusión demoledora. Eran tiempos difíciles, sí, pero los resultados no pudieron ser más catastróficos. Una barroquización de los procesos semánticos que solo saben de actuaciones por aglomeración y derribo, de pegotes de nihilidades sin esperar nada a cambio, de ejercicios de autosuficiencia que se saben herederos del divismo warholiano pero carentes de cualquier atisbo traumático en la pantalla-lienzo. Todo es exceso de lo pueril, canibalismo acrítico, amaneramiento de la expresión. El cinismo era perfecto: en la sobrecodificación operada como disimulado y torpe problematización del proceso pictórico, se camuflaba lo que desde hacía tiempo se sabía: que la rebeldía estaba colapsada, que a nada cabía apelar ya porque los dispositivos habían sido agenciados por la ya más que poderosa economía del signo-mercancía. Con un ulterior gesto de salvajismo, el arte se dispone a capitular ante una sociedad que solo le exigía al arte una cosa: que no molestase.




Llegados a este punto, el elefante, otra vez el elefante. Porque tamaña osadía solo cabe comprenderse si el triunfo del arte ha sido total: una tropelía al buen gusto en pleno Paseo de Recoletos y que, efectivamente, además de que a nadie le importe un bledo, pueda y de hecho lo haya hecho ya convertirse en genuina y verdadera obra de arte, ¿cabe cifrar más alta la conquista de Barceló? Después de ‘conquistar’ Venecia con un mono (‘La solitude organisative’), después de perpetrar el engendro de la Sala de los Derechos Humanos y de la Alianza de Civilizaciones del Palacio de las Naciones Unidas, Barceló se dispone a llevar a cabo la pantomima preferida para la España zapateril del momento: un elefante haciendo el pino como, según sus propias palabras, suplantación de su propia persona. Y es que una vez conseguido lo imposible de ser, todo y a la vez si hace falta, el pintor de la transición, de la movida, el ‘enfant terrible’ del boom del arte español nacido al socaire del felipismo, el artista de la ceja y del gotelé de los 20 millones de euros, Barceló tiene aún los arrestos de manejar la situación tan cínicamente como le viene en gana: una vez comprendido el arte como gran boutade, como enorme fruslería endogámica al sistema, el único gesto, cínico pero gesto al fin y al cabo es simplemente ese, tener el descaro suficiente de hacer ver que ese elefante de siete metros de alto es la personificación perfecta de un arte que se retroalimenta de la intulsticia manifiesta .
Una vez dejado el elefante atrás, lo que nos espera en el interior es indescriptible. Ver una basta selección de las obras de Barceló diseminadas por un laberíntico recorrido cuya única misión parece ser la de desnortar al espectador más aún si cabe, tiene algo de cara-a-cara con la reciente historia de la desmemoria de un arte, el español, que ha ido dispendiando bulas a diestro y siniestro según sea el color de la chaqueta del figurante.
En Barceló, el intento de basar la pintura en la fisicidad del soporte y la superficie, queda anulado en una masa informe que no remite nada más que a su carácter de nihilidad cosificada, sin ninguna opción de problematizar el hecho de la pintura, sin ser capaz de trascender en ulteriores resignificaciones al amparo de siquiera una rebeldía, de un golpe de efecto, de un apelar a todavía la necesidad de operar el gesto, la huella de lo indescifrable de un arte que abre el abismo a nuestros pies. Los gestos que se adivinan tras los brochetazos de gruesas capas de pintura, juegan a simular una hermandad con lo informe pero son apenas capaces de traspasar el límite de su propia cosificación como obra; adormecido en los parabienes del neoexpresionismo, sus obras redundan en la mismidad de lo insípido y lo banal. Cualquier remitir a aspectos semiológicos, psicoanalíticos o dialécticos queda negado en el tartamudeo interpretativo más pueril.
En sus pinturas es imposible alentar el trazo vigoroso y radical con que los neo-expresionistas alemanes dotaban a sus obras en un intento claro de contestar ferozmente al aburguesamiento general en que había caído el arte. Más que una regresión brutal y violenta, las obras de Barceló obturan entre la impostura de la desfachatez simplista de un gesto cínico y la incapacidad manifiesta de problematizar la pintura en su propio territorio.
Pero, si uno se fija bien en la genealogía, todo viene a ser bastante normal. Si el retorno a la representación mimética se postuló en los neo-expresionistas como un gesto desafiante que intentaba desasirse de las coordenadas en que quedaba cifrado desde el final de la Segunda Guerra Mundial el hecho mismo de “ser alemán”, por extensión, la ola figurativa dio a cada uno precisamente aquello que estaba buscando. Si a los Estados Unidos les dio a Schnabel, a los españoles nos dio la figura de Barceló. Al fin y al cabo, nada es tan sorprendente. Bajo la norma de que ya no hay normas, bajo la historia reducida a pastiche y bajo los indicios más que claros de que el arte era, antes que cualquier otra cosa, un negocio, cada uno tomó de esta corriente lo que estaba buscando para hacerse, si no con una identidad histórica, si con un nombre y conseguir, de una manera u otra, ‘llegar a ser alguien’. De esta manera tan simple España tuvo lo que le convenía en aquellos momentos: la figura emergente de un talento joven al servicio de la recién nacida democracia.



Y es que, cuando los propios críticos alemanes rechazaron casi unánimemente los obras de Kiefer y Baselitz expuestas en la Bienal de Venecia de 1981 por emplear “métodos obsoletos para fomentar una mitología alemana no menos obsoleta”, cuando los cuadros de Kiefer fueron adjetivados en su presentación en los Estados Unidos como “ciénagas de espeso empaste”, el asunto no tenía aún la suficiente distancia temporal para ser calibrado todo en su justa medida. Pero el arte, en la historiografía negativa de su propio concepto, realiza aunque diacrónicamente siempre el gesto necesario para desasirse de las tropelías a las que es sometido. Así, si la figuración salvaje de Baselitz arremete contra lo abstracto convertido en representación dominante, si con un gesto silente de regresión consigue devolver al gesto pictórico toda la profundidad del que había sido desposeído, Barceló no hace más que hipostasiar ese gesto y reconducirlo hacia una estética, la suya, que tropieza continuamente en el amaneramiento en que unas formas inocuas y vacías pululan por el lienzo en busca de no se sabe qué. La amplia colección de acuarelas que se pueden ver en esta exposición dan fe de esto.
La tensión indómita de un Kiefer, las energías emergentes de una abstracción renuente a darse por vencida, son en Barceló colapsadas en una pletórica a-significatividad del gesto. No se adivina en él ningún gesto de crítica a la representación desde la propia representación, sino un abotargamiento de los pigmentos, un querer beber en las fuentes de la artesanía local pero sin trascenderla por ninguna parte.
Para terminar, una cita del texto de Thomas Lawson: “Sencillamente resulta difícil creer las repetidas advertencias de que el final está cerca, en particular cuando quienes hacen esas advertencias han sentado la cabeza y se han instalado confortablemente en sus propias instituciones. Buena parte de la actividad que en cierto momento se consideró potencialmente subversiva, más que nada porque prometía un arte incapaz de mercantilizarse, es ahora completamente académico”.
Aunque Lawson erró el tiro y era contra la incipiente pintura neo-figurativa contra las que iban dirigidas estas palabras, parece que la carrera de Barceló se ha esforzado en darle al fin la razón. Porque él y solo él tiene la clave: ni académico ni subversivo, mientras el elefante se sostenga sobre su trompa, nada hay por lo que preocuparse, el arte seguirá con sus efluvios de domingueros petando exposiciones como esta y de dirigentes que desde la poltrona dirijan con talante y buenismo las directrices de la cultura patria. Lo grandioso es que, al igual que tótems como Hirst, Murakami o Koons, solo Barceló tiene la llave del destino del arte. Porque, ¿se imaginan a Murakami renegando de sus efectos de mercadotecnia, a Hirst confesando que sus tiburones y calaveras son un engañabobos, o a Koons exponiendo que sus decorados pornográficos no son más que tropelías en el sinsentido de lo banal? No, ¿verdad? Pues eso, que no hay de que tener miedo, que el elefante podrá seguir haciendo el pino con la trompa o con las orejas si le viene en gana todo el tiempo que haga falta, es decir, el tiempo que Barceló necesite para hacer otra cabriola más con coste al erario público.
Parafraseando el título de la célebre exposición que significó el rutilante triunfo de la pintura neo-expresionista, Zeitgesit, en Berlín, si que se puede decir que Barceló, quizá más que ningún otro, sigue al dedillo el espíritu de los tiempos.

sábado, 15 de mayo de 2010

MADRIDFOTO: EL TRIUNFO DE LA CEGUERA


MADRIDFOTO 2010: 12/05/10-16/05/10
PALACIO DE DEPORTES COMUNIDAD DE MADRID
(artículo original en Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/)

En esta estética bourriaudiana y neopostmoderna donde el valor de la obra queda a expensas de la red de significaciones en que quede circunscrito según todos los estamentos del arte y, principalmente, del no arte, la fotografía ha emergido con fuerza de maremoto. Y parece que, ya por fin, para quedarse.
Haciendo caso de la relación existente que Deleuze supo ver entre las diferentes fases de la sociedad y sus tecnologías maquínicas, a nadie escapa que la fotografía ha sabido como nadie insertarse en los recovecos del arte para, desde ahí, postularse como estrategia perfecta para realizar la taxonomía crítica de imágenes y de sus lógicas propias en la actual sociedad postutópica
Fiel reflejo de la situación boyante en que se encuentra la fotografía es esta segunda edición de la feria internacional de fotografía MADRIDFOTO que se puede ver hasta el próximo día 16 de Mayo. En ella, a pesar de que uno de sus objetivos es dinamizar el mercado del arte, se puede palmar las diferentes estrategias que la fotografía ha seguido hasta postularse como punta de lanza de un arte que reinventa sus muertes a cada instante. Las cifras no dejan lugar a la duda: más de 350 artistas, diecinueve galerías madrileñas y otras veinte del resto de España, más veintidós extranjeras siendo cuatro de ellas de Nueva York, dejan bien a las claras que estamos ante una feria por la que hay que apostar.
El panorama general que se desprende de un primer paseo por la feria es que dos siguen siendo las estrategias preferidas por la fotografía, ambas bebiendo de tradiciones que nos llevan casi hasta el origen del asunto.
De los resultados del plan fotográfico de la Farm Security Administration en la época de la Gran Depresión (Dorothea Lange, Walker Evans), se puede seguir una línea evolutiva que trata de realizar retratos asépticos y descarnadamente desnudos. Sólo que de la sordidez del campo norteamericano en época de depresión se ha pasado a una morbidez fantasmal: la del propio retrato del sujeto postmoderno, huérfano de toda profundidad psicológica y de toda dimensión humana La soledad del este sujeto rasga la película hasta inocularnos por completo. Ya sean los retratos más bien taxonómicos de Charles Freyer, de Juan del Junco o Miguel Trillo, ya sean las agrietadas caras de Liu Guanyun o las poses playeras de Lluís Artús, todo responde a lo mismo: a proponer la imagen como algo en descomposición, en busca de su identidad perdida.
Un paso más allá, acentuando la disolución del cuerpo, problematizándolo en estrategias que nada tienen que ver con los rituales performativos de Abramovic o feministas de Sophie Calle (ambas presentes en la feria), sino que van hacia la evanescencia de todo lo subjetivo, nos encontramos varias fotógrafas que, al igual que hiciera Francesca Woodman (también presente y también mujer) juegan a disolverse en una cotidianeidad que no coincide nunca con el lugar que ocupan: Eva Davidova y una fantástica Tricia Zygmund son más que dignas herederas del dramatismo existencial que siempre supone la carga de nuestros cuerpos.




Y, por último, un poco más acá si se quiere ya que sus obras parecen apelar a escenas de normalidad, aquellos que se recrean en la hipervisibilidad simulacionista de la telerealidad actual. El magisterio de Gregory Crewdson es aquí total. Cotidianeidades que se disuelven en lo siniestro que postulaba Freud, “aquella suerte de sensación de espanto que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”, y que remiten al decorado teatral en el que toda vida común parece desarrollarse. Bruce Wrighton (un poco más kitsch), Fernando Bayona (un poco más obsceno) o Soledad Córdoba (un poco más intimista) son alegatos perfectos que nos reducen a meras ficciones dentro de un escenario al que, en espera de que alguien nos dé el papel a representar, nunca quisimos acudir.
La otra estrategia sería la que viene directamente del matrimonio Becher. Los paisajes arquitectónicos como manera más rápida y simple de llegar a la armonía compositiva requerida por una práctica artística en constante evolución. Solo que, de las simetrías armónicas de unas arquitecturas que todavía coqueteaban con la plenitud de autonomía racional, hemos pasado a unos paisajes arquitectónicos como coartada perfecta para la disfuncionalidad presente: emplazamiento y desplazamiento, sobreposición y cohabitación, estratificación y reificación. Los modos de construcción actual (ya sean estos sociales, epistémicos, subjetivos o arquitectónicos) devienen tan fantasmales que apenas se sustentan en sus débiles bases de hormigón armado.
Los ejemplos son múltiples y las estrategias variadas. Las fotografías del Hong Kong de Juan Manuel Ballester atraen hasta la extenuación de la mirada, hasta el pervertir un mirar que queda ciego de pura hipervisibilidad. Oswaldo Ruiz trae a colación la puesta al día del concepto de no-lugar: como des-apareciendo de un fundido en negro, surgen emplazamientos sin identidad propia, sin lugar definido. Itziar Okaria prefiere reivindicar lo mausolítico de unas construcciones que nos llevan a la quiebra del espacio público y se fotografía en perfomances en las que los escala. Vincenzo Castella propone una construir casi sin la mirada, donde la deslocalización planea sin lugar donde hacer posar la mirada. Roland Fisher y Aitor Ortiz son dos de los grandes que cabe citar también en esta relación tan ideal que la fotografía ha sabido trabar con lo arquitectónico.



Pero quizá lo más interesante sean las terroríficas fotografías en las que el vaciamiento epistémico en que toda construcción actual se sustentada queda tan desnudo y a simple vista. Luis Veloso, Tomás Ochoa y Juan Fernando Herrán se enfrentan con la radical sospecha de que, en el fondo, debajo de toda construcción, no hay nada. El esqueleto de un edificar perfecto y al mismo tiempo fantasmal es la metáfora perfecta para un tiempo que ejerce el peor de los poderes: el de hacernos creer que, de tanto mirar, realmente hay algo bajo la pantalla global.
Pero, y además de estas dos grandes corrientes, la relación antes puesta sobre la mesa entre el régimen social y el régimen escópico nos ha deparado en esta feria los más gratas sorpresas. La profusión de imágenes a velocidad límite como núcleo duro de la actual economía del signo-mercancía tiene en la fotografía a su más claro crítico. Anna Malagrilla propone unas fotografías en las que no hay nada que ver, en las que, como en la realidad hipervisual actual, de tanto mirar conseguimos no ver nada. Con las mismas intenciones, problematizando la mirada, ha trabajado desde hace tiempo Gerhard Richter, también presente en la feria.
Otros como Isidro Blasco, Eduardo Valderrey o Bondía fragmentan la representación remitiendo a un cubismo fenomenológico pero esta vez sin totalidad que reunifique. Pero sin duda es Joan Fontcuberta el que más sabiamente sabe hacer conjugar la técnica fotografía con la producción actual de imágenes: el tránsito de imágenes no ya reproducibles sino producibles delinea unos nuevos modos de subjetivación más íntimos si cabe con los flujos de deseo. El ‘Prestige’ hundiéndose o el Cristo de la Última Cena de Da Vinci son producidos de nuevo (que no producidos) en un cut-and-paste que tiene todo de azaroso y de teledirigido. Y es que en la inminente era posthumana, la imagen, al devenir puro fantasma, al no quedar adherida a una memoria ni incardinada en una historia, está en condiciones de, en palabra de José Luis Brea, “fulgir con el brillo breve de la mercancía en su captura total de los flujos de deseo”.




Por último, un apunte indispensable: la obra ganadora del Premio Comunidad de Madrid de la pareja de artistas Días & Riedweg. Subvirtiendo el principio duchampiano de hacer de un objeto cualquiera una obra de arte, ellos proponen objetos de arte, en este caso cintas de videoarte, ocultos dentro de maletas comunes. De esta manera, la mirada estética queda obstruida en un mirar que nunca encuentra aquello que busca. “En el corazón de esta videocultura siempre hay una pantalla, pero no hay forzosamente una mirada”, adelantó Baudrillard hace ya años. Esta feria vendría a ser el epílogo a tal sentencia: el triunfo incontestable de la fotografía ha sucedió cuando, de hecho, ya no hay nada que ver.

lunes, 10 de mayo de 2010

CALIGRAFÍAS DEL CUERPO



SCENE GRAMMER
GALERIA PILAR PARRA Y ROMERO: 29/04/10-29/05/10

(artículo original publicado en Revista Claves de arte: http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20559/Scene-Grammar-en-la-Galeria-Parra-&-Romero)

Fue al leer a Einstein por casualidad y su idea de que no existen puntos fijos cuando Merce Cunningham se percató del abismo que se abría a los pies de una danza tradicional incapaz de seguir el rebufo del arte contemporáneo: “cuando dice que no hay puntos fijos en el espacio, pensé: esto es perfecto, es lo que yo considero para el espacio escénico”. Eliminación de puntos fijos, ningún pensamiento involucrado, eliminación de la narrativa y de la relación tradicional con el espacio escenográfico. Solo movimiento y azar.
En un mundo flotante como el nuestro, apuntalado en el simulacro que devuelve la copia descentrada de una realidad cambiante, normal que la danza contemporánea tenga mucho que decir. Este interés por la danza contemporánea trasciende el propio ámbito de su disciplina para insertarse de lleno en un arte que trata de enfatizar el cruce de caminos que pueda existir entre una danza como escritura caligráfica, y los movimientos cotidianos, ligados a nuestros rutinas, códigos sociales y de conducta
Porque, si bien es cierto que la danza de Cunningham, así como gran parte de la obra de uno de sus más célebres colaboradores, John Cage, se apoya en ideas zen y budista en referencia a invertir la episteme occidental y primar el movimiento sobre el espacio y el tiempo, los artistas visuales dotan al cuerpo humano de una efectividad atrapada entre lo objetivamente real y lo interiormente virtual para, así, canalizar los actuales intereses del arte. Estos, en relación con la danza, suelen ser dos: o bien explorar la mecánica gestual y mimética de generación de sentimientos en un mundo en el que parecen no tener ya cabida, o bien realizar condensaciones simbólicas y comportamientos codificados donde hacer plausible la génesis de algún tipo de identidad.
Con la colaboración de la Merce Cunningham Dance Foundation, y de la mano de siete artistas internacionales de todavía escasa repercusión en nuestro país, pues en la mayor parte de los casos es esta su primera exposición española, la Galería Pilar Parra y Romero hace un espléndido recorrido sobre la relación que actualmente existe entre arte visual y danza contemporánea. De esta exposición, que puede verse hasta el próximo día 26 de Mayo, nos detendremos en cuatro artistas.
Tim Lee (Seúl, 1975), haciendo uso de una cierta dosis de humor y de un descentramiento en la mirada, reactualiza en su obra (‘Apocalipsis 91’) los trabajos de Bruce Nauman adscritos al movimiento del body-art. Si para este movimiento el cuerpo era considerado la primera herramienta con la que trabajar, y de la que se podían inferir causalidades tanto perceptivas como sobre todo políticas, para Tim Lee parece que el cuerpo es una minusvalía, un despojo orgánico atrofiado en su propia corporalidad. La obra de Lee, priorizando la perfomance, es capaz de provocar diferentes niveles de profundidad: desde el nivel perceptivo que ve en el cuerpo un recurso visual más, hasta aquel más profundo que incide en la cada vez más obvia desfundamentación de un sujeto que ve en el cuerpo un obstáculo más que un medio.
Hanna Schwart (1975) retoma el caudal político que toda reflexión sobre el cuerpo ha tenido en el arte contemporáneo, pero para esta vez enfatizar lo fragmentario de toda narrativa que se quiera hacer depender de sociabilidad alguna. Combinando, en un montaje que recuerda a la Nouvelle Vague, escenas de baile con otras de unas decenas de personas que pasean coreográficamente diferentes carteles, alternando la música con el silencio, la artista provoca rupturas de sentido en la obra haciendo frustrante cualquier intento de totalidad narrativa. El que el video esté proyectado en un loop de cuatro minutos acentúa este carácter huidizo y fragmentario. La música, codificada siempre como punto de ruptura, la localización imprecisa de los personajes, así como sus motivaciones más íntimas, llevan al espectador a un estado de movilidad absoluta, donde ningún punto fijo, donde ninguna verdad es contada.
El video de Ulla von Branderburg (Karlsruhe, 1975) titulado ‘Singspiel’ y que se pudo ver en la última edición de la Bienal de Venecia sigue la línea suya de crear obras basadas en “tableaux vivant” en los cuales grupos de dos o tres personas permanecen congelados en una determinada pose. Reactualizando una estética muy fin de siécle consigue dotar a sus obras de una atmosfera donde la angustia se puede cortar con un cuchillo.





En esta obra, sin embargo, los personajes se mueven. Una familia, parece, se va reuniendo para comer o para jugar a las cartas. Costumbre, hábitos, coreografías gestuales, etc, todo ello va componiendo un puzle donde la vida se construida como un gran teatro tan elíptico como alusivo. Cada escena tiene lugar en un umbral que está entre el pasado y el presente; cada gesto, en una falta de expresividad absoluta, adquiere una relevancia impropia; la interioridad anímica de los personajes vaga como fantasmas en estados de desorientación o de bulimia emocional. Comer, jugar, abrir una puerta, traer una caja: no sabemos muy bien porqué pero la vida que una vez se quiso construir perfecta deambula hoy en una atroz distopía. Si apuntamos que el video fue grabado en la Villa Saboya de Le Corbusier, todo viene a coincidir en las intenciones de la artista: la vida, para la que estaban reservadas las más perfectas de las arquitecturas, ha quedado desmontada en construcciones por las que el sujeto, más que habitar, vaga en una falta exasperante de sentido.
Por último, Kelly Nipper (Minnesota, 1971), artista que usa la coreografía para dar forma a ideas acerca del espacio y del tiempo, haciendo surgir todo tipo de emociones, es la que más claramente sigue los dictados de los ‘descubrimientos’ de Merce Cunningham. Preocupada por la mímica gestual del cuerpo en sus movimientos cotidianos, ritualiza éstos para generar una danza que reconfigura performativamente el espacio. Danza, mímica y palabra se fusionan en ‘Sapphie’, donde una voz recita un texto en francés mientras una bailarina enmascarada danza acompasada. Regresión al principio de la palabra, al salvajismo de un logos que recae continuamente en mito, al movimiento de un cuerpo que habla de aquello precisamente que queda siempre ahogado en lo indecible de una expresividad a-lógica.

lunes, 3 de mayo de 2010

LA PERVERSIÓN POSTMODERNA DE LO HIPERVISIBLE


PABLO VALBUENA: ‘QUADRATURA’
MATADERO MADRNegritaID: 26/03/10-9/05/10

Desde Piranesi y su célebre serie de las ‘Carciere’, es bien sabido la íntima que relación que existe entre espacio, percepción y subjetividad. Quizá el hecho de que los dispositivos de adiestramiento y control inherentes a la razón ilustrada hayan sabido de esta relación desde casi sus inicios, ha hecho que el arte se haya preocupado desde siempre de esta perversión de la propia razón que necesita de procesos de autosometimiento para postularse como autónoma.
Foucault fue sin duda el primero en poner sobre la mesa la imbricación que existía entre la genealogía de los procesos de subjetivización y la propia genealogía del poder que, silenciada bajo la racionalidad imperante, operaba impune en estrategias panópticas como dispositivos emergentes de control. De esta manera, es inexcusable que una serie como las ‘Carciere’ solo podía llevarse a cabo gracias al giro subjetivista que toda la filosofía de Descartes había supuesto. Así, el primado de la conciencia como conciencia de sí viene desde su misma gestación de la mano de una perversión en el mirar y en el percibir hacia donde el poder sin duda se dirigió. Kant, ajeno aún al pensar praxiológico de las instancias de control y poder, quiso hacer de la precepción del tiempo y del espacio un ‘a priori’ sobre el que se levanta la experiencia y que más tarde sería enjuiciado bajo conceptos. De esta manera, Kant entiende que el sujeto trascendental se basa en una apercepción trascendental que toma al tiempo y al espacio como instancias previas de todo percibir. Pero las ‘Carcieri’ de Piranesi venían a, quizá sin saberlo, hacer ver que producción de la conciencia, control y percepción, se remiten el uno al otro en un bucle que poco tiene de apriorismo fenomenológico.
De la cárcel como mazmorra hasta las hipermodernas instancias de control, el sujeto ha ido desarrollando una subjetividad que cabe entenderse como producción endogámica al sistema de control impuesto desde las altas instancias de una razón, la ilustrada, que ofrece tanto caudal a la libertad, como doctrinario sometimiento necesita para su puesta en marcha.
El último eslabón en esta serie de dispositivos de control consiste en la autoproducción de un sujeto que él mismo es comprendido como instancia de control. Él, más que ningún otro, es el que se vigila; él, más que ningún otro, es el que se autoproblematiza en relación siempre el estatus óntico de lo ‘ahí fuera existente’. Y, justo ahí, es donde todo viene a confluir. De la mano de una absolutización del poder maquínico del signo, la ulterior disolución de lo real ha producido una implosión de las estrategias disciplinarias a escala global. Porque la producción de la realidad como simulacro perpetuo consigue que todo recaiga en una virtualidad que opera la mayor de las perversiones: que todo, absolutamente todo, necesite de una hipervisibilidad para poder postularse como ente. Nada existe que no sea televisado o retransmitido; el tiempo óntico remite a un ‘live’ telemático al que todas las pantallas del globo están conectadas.
Y esto, llevado al nivel subjetivo de autoproducción, conlleva un sometimiento disciplinario de la conciencia en el propio mirar. Ella, la mirada, produce en su mirar el régimen escópico al que desea conectarse y al que, en la acción propia de mirar, se verá sometido disciplinariamente. La perversión, como decimos, es atroz: la mirada genera la propia ley escópica al que será sometida la propia conciencia del mirar. Así, en la hipervisibilidad, la mirada, creyendo encontrar el perfecto camino hacia su autonomía plena, crea los recursos necesarios para mantener a la mirada que mira bajo el control disciplinario de su propio mirar. Sólo existe aquel que mira y que, en su propio acto de mirar, se deja mirar impunemente.



La hiperrealidad del simulacro telegénico consiste en este autoadiestramiento a escala global: la construcción perceptual del actual sujeto postmoderno consiste en levantar arquitecturas virtuales de hiperconectivdad donde todos los sujetos puedan, al mismo tiempo que ver, ser vistos. Por tanto, la subjetividad se construye así: como proceso de conectividad a ciber-arquitecturas que prometen la hipervisibilidad plena. Todo son trampantojos, juegos perceptivos, teatros de sombras, pero de ellos necesitamos para someternos al régimen escópico de lo hipervisible y, de esta forma, llegar a ser.
Lo fundamental es que se ha logrado dar la vuelta al planteamiento original. Si la mazmorra existía pese a su imposibilidad de ser vista, pese a su permanecer escondido a los ojos de la sociedad, es ahora cuando el panóptico virtual al que nos sometemos todos no solo es hipervisible, sino que existe sólo en la medida en que hay un mirar que lo mira absorto.
Hacia estas preocupaciones de percepción virtual es hacia donde se dirige la actual obra de Pablo Valbuena que se puede ver en el Matadero de Madrid. Ya su título, ‘Quadraturas’, remite al término utilizado en el Barroco para designar las ilusiones arquitectónicas. El artista, arquitecto de formación, actualiza los dispositivos ilusionista para dar cabida a toda la problemática postmoderna del mirar y del construir, del percibir y de la producción de subjetividades.
En una total oscuridad, el espectador se inserta en la producción perceptiva de un espacio circundante que surge en la virtualidad efectiva de su propio mirar. El espacio se va creando bajo la mirada de un espectador que primero se sorprende de los trampantojos visuales que tienen lugar a su alrededor, pero que pronto es comprendido como eminente productor virtual debido al hecho de que es solo mediante la mirada como el espacio se crea.
El sujeto queda insertado en una realidad que se virtualiza merced al efecto de hacerle creer que es él mismo quien, mediante su mirar, genera el espacio arquitectónico. A los engaños perceptivos de Piranesi como metáfora perfecta de los callejones sin salida a los que el cogito cartesiano estaba llamado, la instalación de Valbuena remite a una nueva subjetividad, la postmoderna, que se regodea en la virtualidad de un efecto de superficie, en una trampa visual que le hace creer que es él quien mira cuando, en realidad, su mirada es dirigida por una hipervisibilidad que le utiliza para postularse como poder de control.
El sujeto mira y, en su mirar, crea la arquitectura perfecta desde donde hacerse, él también, visible. Al final, el régimen escópico de la hipervisibilidad del simulacro conlleva una perversión en el hecho mismo del mirar. Mirando, llegamos a confundir nuestra percepción: ¿somos nosotros los que miramos y construimos perceptivamente el espacio, o es el espacio el que nos termina por construir en un remitir ineludible a nuestra condición de aletargados habitantes del panóptico generado por la hiperconectividad?