domingo, 31 de mayo de 2009

PURO TEATRO


GONZALO PUCH: “INTRODUCCIÓN A LA METEOROLOGÍA”GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 08/05/09-20/06/09
Desde que el minimalismo se definió, vía negativa por parte de Fried, como el lugar de la escenografía y la teatralidad, el arte ha ido dando pasos cada vez más veloces a la hora de ampliar el horizonte de su propia escenografía. Si al principio la estética de LeWitt y compañía era un forzar hasta el límite las actitudes formalistas y de llamada al orden por parte de Greenberg, pareciera que con ellos sucedió otro tanto: estirar lo expandido del escenario que la mera recepción contemplativa de la obra hacía necesario, para ir derribando tabique tras tabique hasta que las fronteras quedasen irreconocibles. Nos referimos, como no, a aquellas que separaban la vida del arte y que ya, como triunfo irrefrenable de la negatividad del arte, han quedado minimizadas dentro de un esteticismo absoluto y absolutista de cualquier forma de vida actual.
Del campo expandido de Rosalind Krauss hasta el efectismo monumentalista actual, de la desmaterialización del objeto artístico en artes tan escenográficas como la performance o la instalación hasta la espectacularidad de lo banal como arquetipo arquitectónico y teatral. Apertura de límites, sí, pero a riesgo de verse sacudido por el espasmo de la pantomima de la teatralidad maquínica del fetiche y el simulacro.
Y es que la densidad conceptualizadora de lo performativo y escenográfico adolece muchas veces de una falta total y absoluta de criterios a los que agarrarse, dejando cualquier resultado tanto al divertimento como, aún hoy, a una inocente querer dárselas de rompedor.
Aún así, la instalación, en un principio, fue entendida como el lugar de intersección de tres momentos: un primer encontronazo con el poder simulacionista y relacional del objeto, a manos del cual tuvo lugar el verdadero asalto a conceptos tales como autoría y originalidad; una dilatación del campo expositivo a través del cual el espectador experimenta la obra de manera que la experiencia estética tiene lugar ya más como vivencia que como pasiva contemplación; y, filosóficamente, una imposibilidad manifiesta de encerrar al ser de la obra de arte, ya entendido como acontecimiento o evento en su generalidad, dentro de la aparatología formalista de la obra cerrada o, cuando menos, susceptible de ser hermeneúticamente portadora de sentido.
Es decir, la relaciones se multiplican exponencialmente, el artista empieza ha entenderse como aquel que ofrece relaciones más que como aquel que las establece, el objeto inaugura su ascendencia despótica, el ser se cuela entre la tramoya de la escenografía de un arte que comienza ha tenerse como tomadura de pelo.
Las conclusiones han sido palmarias: el arte ejerce de director en su propia representación y, eso, no gusta. De ahí que las posibilidades sean mínimas: o uno está encantado de conocerse y canta las glorias de un arte que rompe esquemas dentro de un fulgor esteticista como impostación del teatro general del mundo como simulacro, u opta por dar el pésame a un arte que no supo pensarse más allá de su producción tardocapitalista.



Aún con todo, la instalación de los ochenta y primeros noventa todavía creía en poder seguir jugando a que jugaba, y que, en su juego, demasiadas cosas estaban en juego. Podríamos hablar de las bifurcaciones de lo abyecto hacia la perversión escatológica en Paul McCarthy, de la sobreexposición biográfica de Tracy Emin, de la provocación del mal gusto de Martin Kippenberguer, de los sórdidos parques infantiles de Mike Kelley como lugares de coacción y represión, de la poesía conceptual de Félix González-Torres o de la problemática corporal en Mona Hatoum, por citar sólo algunos casos relevantes y de temática (o “jugadas”) bien diferente.
Hoy en cambio, adormecidos en el parque infantil globalizado de la pantalla mediática, la instalación corre el riesgo de verse arrastrada por la implosión del simulacro y no poder ser entendida sino como otra escenografía más, prefabricada y lista para admirar y consumir. Voraces como somos a la hora de deglutir decorados simulacionistas, de creernos cualquier fachada que nos salve de tener que mirar debajo de la pantalla telemática, capaces como somos de estar sometidos a su poder narcótico horas y horas, la instalación se decanta más por seguir la onda y dejarse experimentar como otro simulacro más, bastándole para ello con ofrecer un lugar para el divertimento y lo espectacular con un mínimo de barata conceptología de andar por casa.
El ejemplo de Gonzalo Puch tiene muchos de estos males que hace ya años se empiezan a advertir en la instalación. La instalación de que consta esta exposición parece querer incidir en la problemática sujeto/naturaleza en torno a un habitar de lo humano en entornos cada vez más artificiales. Pero el resultado es tan evanescente como la frágil escenografía empleada para el asunto.
Uno se pierde en lo insulso de unas propuestas que parecen van encaminadas hacia unos fines pero que no logran asentarse embrolladas en reflexiones acerca del cambio climático o de lo meteorológico, descafeinadas en ambientes de saloncito de Ikea, o enquilosadas en alegorías dialécticas entre tecnología y naturaleza tan naives como decorativas.
Las fotografías que documentan la puesta en escena de la instalación no consiguen desempañar la molicie siesteante que produce la obra como tal, sino que dañan todavía más el despropósito al hacer patente que nada en absoluto había detrás de la tramoya escenografiada de la instalación. A lo más que se podría aspirar sería a una ulterior reflexión sobre el hábitat de lo humano como corporalidad en relación con un espacio y un lugar que le son, al tiempo, conocidos y ajenos dentro del artificio de la hipertecnologización. Pero tal propósito necesitaría de una aparato teórico y formal que se atreviese a descorrer el velo fantasmagórico de un arte tan melifluo como adocenante y que no se contentase con casitas de muñecas.

sábado, 30 de mayo de 2009

EL BOSQUE: NATURALEZA MUERTA


CONCHA GARCÍA: “EN LO PROFUNDO DEL BOSQUE”
GALERÍA FÚCARES: 25/04/09-30/05/09
El romanticismo, como cruce de caminos entre la pasión descarnada por la heroicidad de toda subjetividad y lo oscuro que toda idealidad, la del individuo como otra cualquiera, lleva consigo, no tuvo reparos en elevar al bosque en metáfora del propio camino interior que todo sujeto debe recorrer en pos de su esencia, tan valerosa y heroica, como (y ahí está el asunto) perversa y oscura.
De esta manera, el bosque es lo mistérico, el otro lado de la razón, el más allá de lo sublime kantiano, lo paradójico que surge en el mismo centro de la nueva mitología romántica, el punto de fuga del poetizar de Novalis como reverso del proyecto ilustrado, es lo nocturno de la razón, aquello que produce monstruos. El bosque es la pasión por el abismo que toda razón, como productora, lleva en su seno a modo de estigma, es la antesala del bailar narcolépsico y dionisiaco de Nietzsche, el lugar inconsciente para la pulsión de muerte de Freud.
Y es que, en el pliegue que opera toda racionalidad, el lado externo y el interno no van de la mano a la hora de trazar geografías de lo conocido. Todo consiste en acercarse, al abismo, tanto como uno quiera, hallarse a las puertas de la muerte, de la locura, bajar al Hades y, como Ulises, regresar indemne. Proyectos de otra época, desde luego, pero que merecen tenerse en cuenta a la hora de diagnosticar los síntomas de una sociedad, la nuestra, paralizada por una subjetividad amorfa y pueril, que clama en el desierto de su libertad (simulacro bien aprendido) al tiempo que sólo tiene el valor de comprenderse como hecho liberticida.
El romántico, en cambio, pasea, contempla, se deja seducir por lo tomentoso del paisaje, por lo sublime de la naturaleza que escapa a su propia razón como fundadora y, en ese pasear, descubre por primera vez en la historia que su racionalidad escapa de un mero producirse utilitarista con arreglo a fines. Descubre que, él también, posee su propio interior y que no es ningún ‘claro del bosque’, sino que más bien se trata de un lugar tortuoso y enfangado en sus propios horrores.
En este sentido, la ‘buildinroman’ romántica como novela de formación alcanza su cota de hecho artístico al ser capaz de entender que sólo enfrentándose a los bosques que pueblan el interior nocturno del alma humana es como la subjetividad llega a conformarse. “El camino misterioso va hacia el interior”, decía Novalis. El romántico es el que invierte los términos, el que prefiere sumergirse en los terrores del interior que abrirse a los encantos del exterior, pero también el que, en su inversión, halla la infinita libertad de darse a sí mismo como subjetividad creadora. El romántico es el viajero de su propio ‘yo’, el que practica el nomadismo de su propia libertad.
La excelente exposición de Concha García es fiel reflejo del estado detrítico y de urna museística en que el proyecto romántico ha devenido en la actualidad. La subjetividad, moldeada a expensas de la tecnología límite del simulacro, no halla ni siquiera el mínimo de fuerzas para vérselas cara a cara consigo mismo. Su deseo, porque de deseo se trata en una sociedad que ha perfeccionado hasta el límite los canales de producción libidinal, queda mediatizado e idiotizado en la pantalla de la telegenia global.
No hay lugar para la heroicidad en una época en la que el friki campa a sus anchas, no hay lugar ni momento para enfrentarse a nuestros propios miedos en un mundo en el que la esquizofrenia globalizada genera la angustia implosiva de la mercancía y el fetiche al tiempo que trata de curarla a base de librito de autoayuda. El bosque, hoy en día, es lugar para el dominguero o el neo-progre de salón.
El bosque es entonces eso que la artista nos muestra: arbolitos dentro de copas de champan, geométricamente dispuestos y inestables en su formación. Un golpe de aire y todo se vendrá abajo. Una belleza que aterra en sí misma. El bosque como algo que contemplar desprovisto de todo matiz de trasgresión o gesto libertario. Y lo peor es nuestra seguridad, nuestra bien aprendida domesticación a la hora de saber que no vale la pena ni intentarlo, que los miles de cristalitos en que se convertiría el bosque en caso de heroicidad o de gesto disciplente, no reflejaría más que nuestra renuncia a intentar siquiera agacharnos y recomponerlo según nuestra propia voluntad.
Pero, aún más lejos en su propósito, en otra sala la artista nos muestra la instalación de lo que vendría a ser un bosque en miniatura. Sillas descompuestas hacen las veces de madera mientras abetos de plástico intentan dotar de profundidad y grandiosidad a la escena. La proyección sobre la pared de pájaros hitchcochianos ponen la guinda al simulacro. La maestría de la artista no consiste en querer que su obra haga las veces de bosque, cosa que sería tan ridícula como irrisoria, ni tampoco consiste en coquetear con el povera a modo de reflexión sobre las relaciones arte/naturaleza vía, por ejemplo, Giusseppe Penone.


Esta obra nos enfrenta a aquello que cabe esperar y de lo que se nos hace difícil hablar: del estado del arte, de la forma en que éste nos guía en nuestro propio autoconocimiento, a través de una artificiosidad del artificio, de unos miedos fetichizados como transculturales, de una puesta en escena que nos exige pero al que apenas reconocemos como lugar de algún acontecimiento. Siendo la naturaleza, el bosque en particular, objeto de explotación y dominio del mercado sociopolítico, quizá no sea culpa del arte no poder ofrecer más que una artificiosidad donde apenas adivinar algún vestigio de tiempos heroicos.
Descarnadamente, sin paliativos ni aditamentos, dentro de una delicada fragilidad tanto formal como conceptual, la artista nos muestra como, en lo profundo del bosque, no queda sino el espejismo, a modo de vajillas rotas (la tercera obra de la exposición), de lo que un día nos atrevimos a soñar y ser.

lunes, 18 de mayo de 2009

GENEALOGÍA DEL MIEDO

MUNTADAS: ESPACIOS, LUGARES, SITUACIONESGALERÍA LA FÁBRICA: 21/03/09-23/05/09
Desde que Foucault en su microfísica del poder teorizase acerca de las relaciones existentes entre poder y subjetividad, apelando a que los dispositivos de poder no se conforman como normalizadores sino que tienden a ser constitutivos, lo cierto es que se ha ido produciendo un plegarse de las individualidades en sí mismas intentando guardar su parcela de fantasmagórica libertad. Aún sabedoras de que no hay salida posible, pues estar dotado de subjetividad es, al mismo tiempo, ejercer un poder y ser sometido a otro, la mónada postmoderna ha intentado plegarse y sellarse aterrada de sí misma y, sobre todo, de los otros. La misma mirada ya no contempla, ni siquiera enjuicia: la mirada ahora controla y, como tal, aterra. Sartre lo sabía: ‘el infierno son los otros’. Toda subjetividad es, como tal, un control panóptico.
Parejo a este proceso ‘la instancia control’ ha ido haciendo ver en la sociedad momentos de inusitada fe en las propuestas más tecnológicas como ‘el nuevo emplazamiento donde todas las subjetividades podrán verse libres y convivir en democracia plena’. La trampa es mortífera: el poder ofrece nuevos canales y nuevos medios al tiempo que los mina con una subjetividad más carcomida e infantilizada. El deleite orgasmático del sujeto actual a la hora de establecer sus relaciones y vínculos dentro de la pantalla telemática y cibernética es prueba de que las tecnologías de control cada vez necesitan menos para moldear una subjetividad.
No se trata ya de la superestructura piramidal, ni mucho menos de la coacción estatal. Da cierta grima seguir constatando cómo marxistas ‘bien enterados’ siguen privilegiando el momento teórico que antaño se daba al Estado. Violencia de Estado, coerción, estado policial, etc. Fantasmas que hace tiempo se apolillaron en manos de la reflexión postestructuralista. No sabe uno muy bien si es que, o no se han enterado, o es que prefieren seguir apelando a una lucha contra un ejercito que no existe. Más bien será lo segundo: además de no salir derrotado nunca, es que la hipotética lucha puede durar eternamente.





Deleuze, en su texto ‘¿Qué es un dispositivo?’, ya lo anunciaba: ‘es verdad que estamos entrando en sociedades de control que ya no son disciplinarias’. Y es que la sociedad ya no funciona a base de códigos y territorialidades, sino que lo hace sobre el fondo de una descodificación y una desterrItorialización masiva. El sujeto postmoderno, el esquizoide actual, no para de desterritorializarse de sí mismo.
Siguiendo un poco más con Foucault, lo que en Nietzsche era la vertiente externa del poder la que producía efectos corporales, de manera que podía entenderse la voluntad de poder como una antropología del poder, ahora es una determinada tecnología de poder la que se interioriza como tal en la vida psíquica del sujeto configurándose así es la subjetivación del individuo.
La función sujeto es el efecto último de los mecanismos disciplinarios vehiculizados en un primer momento por instituciones y luego por formas más flexibles, e interiorizado por el propio sujeto como subjetividad propia. El sujeto para Foucault consiste en el carácter integral de los mecanismos de sometimiento.
No sólo es Foucault el único en apelar a esta forma de construcción del sujeto. De forma similar Althusser define el sujeto en función de una forma individual primera que no es sino una ficción necesaria. Únicamente que en su caso, en vez de remitir a formas de disciplina, es la ideología la que interpela a los individuos concretos en tanto que sujetos concretos por el funcionamiento de la categoría ‘sujeto’.
Lo curioso es que, si bien Foucault entiende la sociedad panóptica como conformada por dos tecnologías, la tecnología de sí, y la tecnología de poder, una siempre remitiendo a la otra en su condición de productor/producirse, de manera que el sujeto no se da nunca como tal de una sola vez, sino que es un proceso en el que la relación que en cada caso sea la suya entre tecnologías de poder y tecnologías de sí confiere cierta subjetivación al sujeto, Deleuze sí que privilegia un momento en la formación de subjetividades e incluso del poder mismo.
Para él, un dispositivo de deseo no implica dispositivo de poder. Es más, son los dispositivos de deseo los que distribuyen el poder. El poder únicamente aparece allí donde tienen lugar reterritorializaciones. Lo que sucede es que la reterritorialización es una característica esencial de la sociedad, de manera que, por tanto, el deseo y el poder actúan casi de manera pareja en un movimiento por el cual el deseo desea el poder. La pregunta en Deleuze sería entonces la siguiente: ¿cómo es posible que esto suceda, cómo se puede llegar a desear el poder?
Debido a que, como ya hemos dicho, la sociedad no es otra cosa que una reterritorialización constante. Para Deleuze la sociedad no se contradice a sí misma ni tampoco se la ideologiza ni se la reprime. Simplemente sucede que actúa por estrategias, fugándose constantemente y escapándose por todas partes. E, incardinado en esas líneas de fuga, está el deseo: flujos libidinales intersecan constantemente el campo de inmanencia, todo se define por zonas de intensidades, umbrales, gradientes o flujos.
El dispositivo de poder surge entonces como reflejo de la fuga de al propia sociedad que desea la estrategia siguiente que la reterritorialice. Así, el poder es deseado como garantía de que se efectuará la fuga.
A poco entonces que nos pongamos marxistas y apelemos a modos de producción, y a poco que hagamos un poco de historia reciente, las consecuencias prácticas y teóricas para la actual sociedad son bien patentes.


Y es que la burocracia socialdemócrata surgida allá por los años cincuenta en el incipiente estado del bienestar era clara: hacer que cada categoría profesional ejerciese funciones policiales y de control. Policías, psiquiatras, pedagogos, profesores, todos al servicio de una nueva sociedad a la que vigilar. A partir de entonces el proceso no ha ido (en su misma fuga y reterritorialización) sino creciendo exponencialmente.
Ahora el sujeto, incardinado dentro de esta red panóptica que el mismo produce, se le deja solo en su red de producción con el fin de que produzca lo máximo al mismo tiempo que se le subsume dentro de toda la colectividad. El resultado de esta doble operación es la creación de un nuevo sujeto histórico y social: la masa.
La masa es el efecto de superficie que el poder, en su producirse, genera como residuo que queda después de implantar unas nuevas relaciones de producción basadas en catexizar el deseo del individuo. En el efecto de acción–reacción en que el poder debe ser entendido, va creando un remanente de flujos libidinales cuya catexis modela al propio poder en sí. De ahí que el individuo, como primera prioridad, por el mero hecho de estar incardinado en las relaciones de producción, desee pertenecer a la masa.
De ahí que la masa sea fascista. El fascismo es la adecuación perfecta entre deseo y poder, entre clase dirigente y masa. Sólo que, en su exacta perfección, impide que fluyan cargas energéticas libidinales. En el fascismo, llega un punto en el que no se reestrategiza más al no haber ya campo intensivo que reterritorializar. Todo coincide consigo mismo: la masa desea justamente la estrategia que la sociedad como tal ha elegido en una nueva reterritorialización de manera que el poder puesto en juego para tal fin es tan perfecto y adecuado a los deseos de la masa que lo paraliza todo.
La nueva perfección tardocapitalista con su perfecto y fluido círculo de cargas desiderativas hace que el poder sea máximo, que el control sea máximo, que el deseo del individuo fluya más rápido que nunca, que quede investido una vez tras otra en la vorágine del fetiche, del consumismo impulsivo y de la aceleración del simulacro en el que todo encalla.
Pero, la consecuencia última de tanta perfección viene al final: el deseo fluye mejor, el control se ejerce mejor y, como no, el miedo, es también mucho mayor. Miedo, pánico generalizado, sensación de abandono... El sujeto postmoderno desea ser controlado, encerrado, catalogado, masificado. El sujeto desea pertenecer a la masa pero ahora, ésta, no logra estrategizar la fuga perfecta perdiéndose en un flujo constante que no cesa de investir objetos fetichizándolos hasta la paranoia, hasta la esquizofrenia desiderativa postmoderna. El triunfo del capitalismo como estrategia sin fin donde los flujos libidinales no cesan es total.
Como profetiza Virilio es el miedo al Accidente: las relaciones de poder, entendidas como microfísica del poder crean “un incesante feed-back de las actividades humanas (que) engendra la amenaza invisible de un accidente de esta hiperactividad generalizada cuyo síntoma podría ser el crack bursátil”. Nada acontece, todo ocurre. El miedo es latente. El mundo entero queda fagocitado en la implosión esquizoide del fantasma global del simulacro. Todo es, por tanto, fantasmagórico y aterrador.
Según Foucault fue la cárcel la primera vez que el poder se hizo visible. Antes no era necesario: no habiendo subjetividad como tal, nada había que vigilar y castigar. Tuvo que venir Descartes y la Ilustración completa para que, habiendo ya a quién castigar, el poder se hiciese visible. Hoy el proceso se ha dado por completo la vuelta: la época de mayor libertad es también la del mayor miedo y la de mayor bunkerización.
La estrategia capitalista de investir los flujos libidinales con arreglo al fetiche otorga mayor parcela de subjetividad al que más posee, al que más poder tiene. Esa subjetividad, deudora también del simulacro que la ve nacer y ante la que tiene que dar cuentas en forma de autoexposición publicitaria, ha de bunkerizarse para no ser deglutido en su misma sobrexposición. Así, grados de subjetividad son proporcionales al grado de hipervisibilidad que esa subjetividad adquiera y, por tanto, al grado de bunkerizaión que necesita para no ser devastado por la misma estrategia simulacionista que la vio nacer. La última vuelta de tuerca es obvia: grados de subjetividad van también parejos al grado de miedo que sea capaz de soportar a la hora de hacer fluir sus flujos desiderativos.
Así pues, la estrategización social a la hora de fugarse y reterritorializarse merced a la hipertrofia del simulacro que todo lo fetichiza en la mercancía cuya catexización permite el flujo incesante y a velocidad límite, es ella misma la que impone los condicionantes al poder que la pueda llevar a cabo: hipervigilancia, drástica separación espacio público/espacio privado, bunkerización y aislamiento de las élites haciendo más patentes aún su calidad de pantallas-mediáticas y convirtiéndose en fetiches de la siguiente estratificación social, jerarquía social que permita dicha estrategia, simulacro de las nociones ilustradas de igualdad y libertad, propiedad privada como subjetividad naciente al tiempo que como posibilidad del miedo…
De todo eso es de lo que habla la primera muestra de fotografías que podemos ver en la galería La Fábrica. En ellas, Muntadas realiza una especie de trípticos en la que se nos muestran tres fotos diferentes pero relacionadas: la casa-bunker, la operativa de vigilancia y lo que hace de conexión entre ambos (entre el exterior y el interior). En ellas queda reflejado todo lo que más arriba hemos tratado de teorizar: poder y terror, hipervigilancia y subjetividad. Estrategias libidinales de reterritorialización puestas en marcha por la misma sociedad para su constante fuga.



viernes, 15 de mayo de 2009

EL TEDIO DE UN ARTE FESTIVO


FEDERICO HERREO: “AMALGAMA”
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 04/09-05/09

Quizá, como si el arte estuviese deseoso de salirse por la tangente, su estado actual se muestre ambiguo en relación a la necesidad de seguir llevando sobres sus hombros la carga que en tiempos pasados se le encomendó. Visto lo visto, y siendo testigos de cómo la realidad siempre pareciera ir un paso más allá del propio arte, él mismo se parapetó en la estrategia de la negatividad que Adorno propuso: ni un paso atrás ni un paso al frente, simplemente se trata de que el arte ha de ser entendido también como producto ilustrado y que, por tanto, la negatividad (negatividad dialéctica) es su definición más propia.
Pero quizá eso estuviese bien para una posguerra que necesitaba antes que nada dejar claras y bien patentes las nuevas condiciones que Auschwitz había dejado al arte y a su producción. Tanto es así que la onda, vía postconceptual, quizá ha durado más de lo que nunca se pudo imaginar dada la urgencia con que el arte trató de comprenderse a sí mismo.
De hecho, prueba de esta fatiga del propio arte consigo mismo se pueda rastrear en lo innecesario que parece ser ya toda teoría y en lo incapaz que se muestra ya de vérselas con las contradicciones no ya herederas del mundo ilustrado y racional, sino las implosionadas en la pantalla telemática de la sociedad del simulacro hipertecnológico.
Si, por poner por caso, la vía ya referida postconceptual fue capaz de, asentada en el pensamiento postestructuralista de la diferencia, vérselas cara a cara con un modo de producción y comprensión basado en el logocentrismo de la masculinidad y dar voz así a la minoría femenina y silenciada, hoy en día, donde la dialéctica mayoría/minoría ha saltado por los aires conjugada con el poder panóptico de la televigilancia del mundo telemático actual, nadie cree ya en estas estrategias de asimilación de contrarios vía reflexión crítica.
Hoy en día, todo lo que no lleve el claro signo de lo espectacular, de lo frívolo y del negocio, no tiene nada que hacer. Por ejemplo, otra minoría (en relación siempre al producir artístico como producir capitalista y occidental), la de las periferias, se las ve y se las desea para intentar ser vista, aún hoy, como algo más que un exotismo con rango de moda pasajera o como mercado virgen con el que arramplar mientras uno se pregunta, con gesto disciplente, por el carácter global de las crisis.


Lo curioso del caso es que los síntomas ya se venían gestando casi desde la piedra angular: ya Adorno no simpatizaba en absoluto con las vanguardias al entender que habían capitulado con el mundo de la cotidianidad para forzar así un entendimiento mutuo y un ámbito de no agresión. A partir de ahí, el camino ahora se comprende como despejado: muerte del arte por éxito, el que le ha propiciado el esteticismo brutal de la vida cotidiana; demolición de todo entramado teórico y reflexivo; capitulación del entramado artístico como producirse en la negatividad propia del racionalismo ilustrado.

Esos síntomas se han convertido ya en arritmias crónicas de manera que uno no sabe ya muy bien si celebrar el carácter desenfadado del arte o velar por su cadáver todavía caliente. A eso, precisamente, es a lo que nos referíamos con el apelar a la tangencialidad que el arte guarda consigo mismo como una vieja coraza de la que salirse ya para siempre. Disfrutar, gozar del espectáculo, de lo fugaz que se muestra todo en la pantalla telemática y global… ¿Por qué ha de seguir el arte enclaustrado en sus viejas coordenadas de negatividad, contradicción y reflexión?
La pintura ha tenido su propio viacrucis y, tras salir con vida de innumerables muertes profetizadas desde lo más sagrado del entramado artístico, ahora se puede comprobar cómo se ha desprendido de sus mortajas y velorios y no hace otra cosa más que apelar a un ‘tempus fugit’ impropio para siquiera la generación precedente. Incluso, el pastiche arreflexivo de los años ochenta guardaba en una sola de sus pinceladas más reflexión que centenares de obras pictóricas de la actualidad.
¿Seguirá la pintura, como siempre ha hecho, mostrando antes que ninguna otra disciplina, el carácter del arte del futuro?, ¿seremos invadidos en poco tiempo por la celebración del arte como mera producción de lo banal irreflexivo en que su comadreo con la cotidianidad nos ha ido llevando?, ¿será el esteticismo tan absoluto y dogmático que no habrá ni por donde hallar una grieta, una sutura, que nos redima de la idioticia festiva del momento?
Asistiendo a esta exposición, lo cierto es que las respuestas toman el tono más tétrico que uno pueda imaginar. Ejercicio de belleza sin más que su propio deleite, vehículo para el goce de los sentidos, apelación a estados casi narcolépsicos de excitación o de mistificación en la redención, incluso ejercicio terapeútico o profiláctico. Narcisismo, puro narcisismo de un medio, el pictórico, fatigado de apelaciones en busca de sentido que vayan más allá de este nuevo paradigma estético.

Y, aún con todo, todavía se siente deudor de cierta dialéctica. Incluso en el título de la exposición se puede comprobar como lo festivo de su proceder se conjuga con un intento de amalgamar estilos: superficie plana asaltada por el uso del spray, puntos de contacto entre tonalidades despejadas o sintiendo la sutura en el empaste de lo matérico del óleo, intersticios vacíos y neutros o lugares donde pululan pequeños seres salidos del imaginario del artista.
Campo expandido del hecho pictórico, guiños al graffiti, uso de lo matérico, apelaciones a estados de embriaguez creativa con el recurso al garabato y al gesto, arte como celebración naive y cómica. Todo cabe porque la fiesta es eso: establecer relaciones desenfadadas y cuantas más mejor.
Y lo logra, por supuesto que lo logra sin saber que cae en otro círculo vicioso: el que eleva a rango de obra de arte aquella que no deja de hablar de sí misma en una recursividad sin paliativos a la autoreferencialidad y autoreflexividad que, entendida como característica principal de la postmodernidad, se ha ido trasladando a innumerables ámbitos de producción.
Narcisismo, a fin de cuentas, el de un arte que para celebrar y disfrutar de la fiesta no sabe hacer otra cosa que hablar de sí mismo. ¿No será que el arte tampoco sabe disfrutar, que su embriaguez le ha sentado mal?

EPÍLOGO DE UNA PERVERSIDAD O LO INFANTIL DEL ARTE

ANTONIO BALLESTEROS MORENO
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: 16/04/09-24/05/09

Cuando uno opta por deshacerse de cualquier remanente intelectual con el que pudiera siquiera tropezarse de improviso, cuando uno se faja en el terreno de lo infantiloide de la celebración de formas y colores, cuando uno ve en la teoría simples constricciones que impiden el vuelo en libertad, suelen perpetrarse obras con tan poco que ofrecer como la exposición que se puede ver en la galería Maisterravalbuena actualmente.
Porque ver un alegato a favor de la confusión entre arte y artesanía sin apelar a nada más que a una relación directa con el bolígrafo y el papel, y a un intento de alejarse de la hipertecnologización actual, se nos antoja del todo insuficiente como para soportar sobre sus espaldas todo el peso que cualquier obra, por mínima que ésta sea, ha de tener. Quizá, después de todo, la culpa sea nuestra por empeñarnos en pedirle todavía algo al arte en estos tiempos de hipertrofia y encefalograma plano en el que el arte suele acampar. Pero una cosa es denunciar la parálisis, cosa que muchas obras hacen compartiendo más de lo que sería conveniente con dicho estado catatónico, y otra, bien distinta, concelebrarse en lo irrisorio de las actitudes con que el arte puede y suele ser producido actualmente.
Y lo curioso es que obras de este tipo intentan salir a la superficie con una aquilatada reflexión teórica detrás: nada de exponerse sin más a la mirada inocentona del espectador, sino que se parapetan, ellas también, en la necesidad que tienen de indicar un camino, una manera de proceder y argumentar. Es decir, aunque denosten el conceptualismo hipertecnologizado tachándole de hipertrofia artística, nadan en sus mismos fangos.
En este sentido, esta pequeña muestra constituida en gran parte por una especie de mosaicos infantiles donde, como ya hemos dicho, brilla con luz propia el carácter artesanal del objeto, pudiera comprenderse como el epílogo (aunque quizá adjetivar de tal modo con los tiempos que corren sea un riesgo innecesario) de muchas cosas, demasiadas para ser claros.
Por un lado, la locura del fetiche ha arrasado de tal manera que después de Murakami todo ámbito puede ser dysneilanizado e infantilizado según a cada uno le pete. Cada vez es más común ver a figurillas pululando por el lienzo, a pequeños monstruitos que habitan la superficie pictórica sin ninguna otra razón que la que el artista le quiera dar: un no tener muy claro qué hacer y optar por el camino del medio: el de la juerga y el desparrame del color y la idioticia subsiguiente.



Por otro, este regreso a las fuentes de la niñez, lejos de entenderse como un purgarse las heridas, debe ser entendido como el camino lógico recorrido por gran parte del arte de los años noventa en donde de lo abyecto se saltó, vía excremental y extrañamente pornógrafa y perversa, al mundo de la inocencia y la niñez.
Los dibujos animados, el ambiente del parque infantil, el candor del peluche, etc, empezaron a poblar las galerías y museos a partir de los ochenta. Una vez el mundo maduro se disgregaba en una multiplicidad de experiencias cada vez menos obvias las cuales ya se entendían formaban parte del ajuste mediático que el poder tuviese a bien realizar, lo importante era salvar, como fuese, alguna de nuestras perversiones.
De los conejitos de Jeff Koons a las muñecas de Cindy Sherman, de los ambientes de Mike Kelley a lo perverso-escatológico de Paul McCarthy, todo formaba parte de una misma estrategia: proponer nuevas perversiones al sujeto postmoderno. Perversiones, claro está, que cupieran dentro de la subjetividad chabacada y parásita son que se le estaba formando. Así, el recurso escatológico e infantiloide que el arte proponía tenía bastante más de crítica social e ideológica de lo que pudiera pensarse en un primer momento.
Toda esta amalgama de tradiciones, desnaturalizada de su propia contexto y, sobre todo, renuente a seguir cualquier camino crítico o teórico, existe en el arte actual dentro de la modorra actual sin ser capaz ni de balbucear sus primeras palabras.
En un mundo sobrearchivado y en el que todo tiene rango de hipervisible los recursos que hasta hace poco funcionaban con relativo éxito se han visto mermados de raíz: la sutileza de la ironía ya no funciona, lo perverso es ya demasiado poco visible, la parodia necesita, se quiera o no, cierta originalidad y talento, el fetiche ha quedado implosionado vía Hirst y compañía, y la alegoría se ha fagocitado dentro de un espacio representacional que ya no es que esté barroquizado sino que está encapsulado en el simulacro global.
Únicamente pudiera quedar un ambiguo juego con el código de manera que, mientras unos lo tensan y lo retuercen en una esquizoide sobrecodifiación, otros (como es el caso de nuestro artista) lo desmontan por completo intentando apelar así a un regreso, a una inmediatez y a una pretendida germinalidad que tiene tanto de farsa como de artístico. Este obrar consiste en hacer de la necesidad virtud, de ver en el desesperanzador estado actual del arte la vía perfecta ‘para lo que usted siempre deseó’: lo festivo y el regresar a las tardes del celofán y la cartulina.

domingo, 10 de mayo de 2009

LA NATURALEZA COMO PANTALLA: EL PAISAJE EN LA FRONTERA


CLARE WOODS: CEMETERY BENDS
PILAR PARRA & ROMERO: 26/03/09-16/05/09

El ejercicio estilístico de Clare Woods propuesto en esta exposición se sitúa en el ámbito, tan querido a la tradición inglesa, del paisaje. El paisaje, la naturaleza: aquello que hay que dominar pero también con lo que deleitarse, se nos aparece desde siempre como el lugar “mágico” para experimentar lo sublime. Sin embargo, los ingleses, siempre con su ramalazo pragmático, optan por la vertiente de lo pintoresco más que por lo sublime, aquello que se escapa a los sentidos y puede llegar a aterrar. Así, en un primer golpe de vista, las obras expuestas nos remiten a Turner y Constable, es decir, más a lo plácido de la contemplación que a su dramaturgia desgarrada.
Clare Woods recoge el testigo de su propia tradición y nos muestra una naturaleza caleidoscópica pero inherente, donde cabe más el aspecto formal que la locura dramatizada del espíritu romántico, una naturaleza, a fin de cuentas, plana. Sabedora de esta dialéctica de la naturaleza objetuada, su intento de enfatizar el aspecto formal y objetual de su obra nos desvincula ya del todo de pasados mejores. Es decir, no propone ni siquiera un diálogo bucólico, sino plantear lo objetual del paisaje en el presente.
Es entonces cuando la importancia en la estructura del cuadro se acentúa y donde su apuesta técnica gana puntos. Porque es en la elección que ella hace de realizar sus obras con lacas sobre la que añade alguna pincelada de óleo donde radica gran parte de su valor y originalidad.
La superficie pulida de la laca dialoga con las más mates del óleo recalcando al mismo tiempo lo fractal y compartimentado de cada zona. La naturaleza resultante se nos da por tanto como fraccionada, no como un todo en el que opera lo matérico de la profundidad conjugado con los matices lumínicos de color. Una naturaleza, en resumidas cuentas, más escultórica que paisajista donde lo exuberante de lo indeterminado gana al detalle concreto del paisaje.
Pero, en esa apuesta por lo plano y bien pulido de la superficie pictórica , más que haber logrado una originalidad en el trato, queremos ver también una toma de posición respecto a lo que puede ser entendido por naturaleza hoy en día. Porque, lo plano de sus composiciones, que buscan más el vibrar entre zonas bien delimitadas del cuadro que en intentar trasmitir algo “sublime” al espectador, hay también algo de atracción y de repulsión, una ambivalencia propia de la modernidad tardía que no sabe si atreverse a soñar o celebrar su completa renuncia.
El título de la exposición nos puede dar también alguna pista. Hoy la naturaleza se encuentra en lo excluido, en lo limítrofe, en lo fronterizo del recodo y en aquello que ya no se está dispuesto a franquear nunca más. Es el lodazal, el suburbio; donde, en palabras de la artista, “alguien puede ser concebido y de igual manera ser exterminado”.
La pregunta es entonces única: ¿qué es la naturaleza hoy en día? Asilvestrada en esos pozos de negrura a los que antes no hemos referido, la naturaleza puede llegar a no existir. Nuestro saber acerca de ella es proporcional a los dramatismos apocalípticos del gurú de turno del neoecologismo ecumenal. De esta manera, la naturaleza se nos muestra como una pantalla abstracta a la que le conviene ser dominada, cuidada, explotada o mimada según dicte la moda del momento.

Desnuda de encanto, desprovista de cualquier cosa que se parezca a lo pintoresco, impotente a la hora de despertar en nosotros sentimiento alguno de sublimidad, la naturaleza duerme el sueño de no valernos ni para escenificar su propio derrumbe.
Recordemos que, para Kant, lo sublime se define como “lo que, sólo porque se lo puede pensar, demuestra una facultad del espíritu que supera toda medida de los sentidos”. Por tanto, fundamental en su teoría es comprender que lo sublime radica en el espectador y no en la cosa contemplada. Lo sublime es la idea que hay en nosotros de permitirnos el lujo de imaginar la catástrofe.
Antaño, era la naturaleza, subyugante y misteriosa, la que ejercía ese poder sobre el pobre sujeto romántico. Hoy en día, la naturaleza puede tener cualquier poder, excepto ese. Asentados en el mundo esquizofrénico del instante, todo, absolutamente todo, nos excede en la tragedia de ni siquiera poder imaginar un futuro. Todo, por tanto, es sublime al hacernos remitir a la catástrofe de nuestro propio tiempo: el de estar desquiciado en su absoluta inmediatez.
Así, la pantalla lacada del paisaje propuesto por Woods muestra lo sublime de nuestro tiempo: nuestro propio terror a ser confinados a la pantalla donde ni siquiera cabe imaginar ningún futuro ni ningún mal porque todos pueden ser efectivos a corto plazo,
¿No será que no es su derrumbe, el de la naturaleza, lo que se platea sino el nuestro propio?, ¿No será que lo sublime se ha desplazado a la existencia esquizoide del sujeto postmoderno? ¿No será que la naturaleza devuelve nuestra propia imagen invertida, nuestra propia pantalla lacada?

domingo, 3 de mayo de 2009

DE LA ‘PARADA DE LOS MONSTRUOS’ AL ‘COW PARADE’: METAFÍSICA DEL FRIKI


COW PARADE
MADRID, 16/01/09-21/03/09
Bien pudiera ser que el arte hoy en día no se halle, después de todo, tan replegado en sí mismo como acertadamente teorizó Sloderlijk(1), sino que, como propio reverso de ese mismo pliegue, exponga la negatividad que le es propia mediante recurso a lo trillado y manido del repertorio de estrategias tardo-postmodernistas. Visto con cierto detenimiento, esto no significaría más que una definición de lo artístico mediante una apelación a toda dejación de sus propios principios y asumiendo su propia inoperancia como característica primordial (cosa que, a pesar de lo sugerente que pudiera parecer, no sería sino una salida fácil y cómoda al callejón sin salida en el que se encuentra el arte actualmente). Pero lo cierto es que uno halla, en esos encontronazos con lo aterrador del panorama, ya sea por la repetición que se adecúa ya fácilmente a lo experimentado o por negarse a experimentar ya el desasosiego (aunque lo más seguro sean unas ansias extremas de pertenecer, aunque sea negándose, a la masa), un placer casi sublime en ser testigo directo del desastre de lo artístico.
Si Baudrillard asumió que “la nulidad es una cualidad que no puede ser reivindicada por cualquiera”, que “la insignificancia –la verdadera, el desafío victorioso al sentido, el despojarse de sentido, al arte de la desaparición del sentido- es una cualidad excepcional de unas cuantas obras raras y que nunca aspiran a ella”(2), parece que verdaderamente el arte, como han ido anunciando los diferentes popes de la teoría, desde Hegel a Danto, ha alcanzado su pleno autoconocimiento y sabe por donde tirar para, al menos, “sobrevivir”. Atrincherarse en lo fascinante y espectacular, ser cómplice en la antesala de la narcolepsia generalizada y hacer gala de dicha nulidad, jugar con la misma materia que conforma la realidad y no cejar en la iconoclastia de su empeño: “fabricar una profusión de imágenes donde no hay nada que ver”(3).
Pero quizá, yendo un poco más lejos, no sea mero capricho el hallar ciertas dosis de estética en la decadencia postmoderna. Porque, si cada época es dueña de sí misma, por descontado que la nuestra es la época de lo insignificante, de la banal infantilizado y de la anorexia perceptiva y teórica. Por tanto, tener el arrojo de vérnoslas, cara a cara y en estas circunstancias, con la impostura del arte, no deja de tener cierto grado de dignidad y de experiencia estética: la que se empeña en dar fe de la inadecuación que existe, en relación al arte, entre lo definido y la definición.
Porque, está visto, que ni lugar para la negatividad ni ámbito para el desarrollo de los antagonismos y contradicciones de la razón ilustrada. La teoría estética como negatividad de Adorno, resumida en la sentencia de que “el arte es su propia negación determinada”(4) o “racionalidad que critica a ésta sin sustraeré a ella”(5), se ha dado por completo la vuelta. Más bien ahora el arte redunda en una adoración nada vacilante por lo frívolo y en un plegarse a los dictados de la moda del momento basando toda su actividad en la proclama de que “ninguna teoría puede arruinar el espectáculo”
Para más señas, se trataría de la desarticulación de toda utopía, del enmierdarnos hasta las orejas pero disfrutando del espectáculo sin más razón que el porque sí. Quizá también sería la postura más lógica y prudente visto el escaso eco que tienen ya las propuestas de salvar algo del naufragio. A este respecto, Hal Foster no se ha andado por las ramas al plantear que la estética del archivo, la museografización del esperpento social en vida , será capaz de “convertir el no lugar de los restos del archivo en el no lugar de la posibilidad utópica”(6). Visto lo visto, casi más vale hundirse de lleno en la nadería frívola del espectáculo artístico que tener que vérnoslas aún con semejantes intentos, ya de todo punto desesperado, de querer ver una luz al final del túnel.
Y es que, debajo de ese impulso ya casi hasta libidinal al que hemos hecho referencia de desear, como fuera, pertenecer a la masa, se esconde más antropología de la que se pudiera pensar. Una antropología, por descontado, de lo maquínico, del habitante de la superficie panóptico-mediática tardocapitalista; una antropología de los flujos libidinales fetichizados hasta el simulacro global. Una antropología, en resumen, de la máquina.
Porque consiguiendo como ha hecho la prerrogativa warholiana del “yo soy una máquina” adquirir calidad de rasgo universal, lo propio sería dejarnos, nosotros también, seducir por la implosión de lo mediático. Sólo existe la máquina: el engranaje perfecto de simulación se ha erigido como poder central de la dromótica postmoderna y nada escapa a ella. Aquello que sorprendió, a pesar de venir de lejos, en la figura fantasmal de Warhol, hoy es el centro configurador, el pathos general.


Pero, es que más aún, transitando esta vaga hipótesis de plegarnos a lo maquínico-impulsivo del esquizoide ciudadano medio, situándonos en el centro del huracán simulacionista, si uno de verdad alcanza cierta experiencia estética (podríamos cifrarla en una estética del derrumbe) la sensación de parálisis es tan honda, llega a causar tal desesperanza, que nuestra misma experiencia llega a ser el replegarse mismo del arte. Conseguiremos devenir entonces máquinas puras, fantasmas a-significativos, pantallas que devuelven la imagen amplificada de Warhol.
No conformándonos con los quince minutos de fama a la que se nos dijo tendremos acceso, ahora “cada cual se museografía en vida”(7) ejerciendo nuestra propia subjetividad como forma de visibilidad, como publicidad de sí mismo. Como si de un readymade se tratase, nos exponemos a la mirada del otro, pero no ya la mirada sartreana de “el infierno son los otros”, sino la mirada del que nos contempla como la pantalla-mediática que también nosotros llegamos a ser. El Gran Hermano global hace que percibamos la mirada del otro no como poder de control panóptico, sino como momento de la economía del simulacro publicitario de nuestra propia vida como mercancía. Solo siendo visible se existe; sólo autopublicitándonos existimos.
Pero la estrategia de nuestra propia simulación acaba al comprobar en nuestro ahogo que hoy todo coincide en su espesura maquinal, en el simulacro que todo acontecimiento es. Hoy, ya por fin, como adelantó Marshall McLuhan, el medio es el mensaje.
A este respecto comenta Susan Sontag que “cuando estaba viendo la retrasmisión televisiva de la llegada de los hombres a la Luna, algunos de los presentes afirmaron que todo aquello no era nada más que una escenificación. Entonces, ella les preguntó: “Pero entonces, ¿qué estáis viendo?” y ellos respondieron: “¡Estamos viendo la tele!””(8). El ahogo de nuestra propia simulación puede venir entonces más del lado de darnos cuenta de la pantalla-mediática en la que también nosotros nos hemos convertido que del remitir, por enésima vez, a “lo mal que están las cosas”; en darnos cuenta que no estamos conquistando ningún planeta sino que somos la escenificación de nuestro propio simulacro.
Tanta hipnótica adecuación, la que se da ya en la pantalla que no diferencia entre medio y mensaje, supone que los signos ya no se desplazan silenciosamente. Antes, el signo tenía que actuar siguiendo una estrategia, tenía que deslizarse por la pantalla mediática con sigilo no fuese a despertar sospechas aterradoras. Para ello, el modus operandi ha sido, a lo largo de la historia múltiple y variado. Tanto como caras haya podido tener la pantalla. Una historiografía de la pantalla semiótica es fácil de articular: “para Platón, el archivo divino de las Ideas eternas resultaba indestructible. Igualmente indestructible es para el cristiano el archivo de la memoria de Dios, donde se custodia el recuerdo de los méritos y los pecados de cada uno. Pero incluso en la Edad Moderna aparecen una y otra vez doctrinas que interpretan el archivo como indestructible. Así, el psicoanálisis freudiano describe el inconsciente como el medio de un archivo indestructible. (…) También muchas teorías estructuralistas describen el lenguaje como archivo indestructible”(9).
Pero hoy en día el signo opera, atrincherado en el poder fáctico de la propia máquina de simulacros que lo eleva a tótem, con total impunidad. Así, no es sólo que desde una “postura metafísica fundamental” se entienda como indestructible, sino que lo mediático y lo submediático (allí donde el signo siempre ha operado anudando y desanudando el nudo lacaniano entre lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico) coinciden merced a una membrana hiperfina que permite que todo fluya al ritmo del tiempo global de la dromótica de la velocidad límite. El tiempo, como sustrato del acontecimiento en la pantalla semiótica, ha sufrido en sus propias carnes la locura del signo en su producirse vertiginoso. Ya no es que “el tiempo esté desquiciado”, como dijo Shakespeare, sino que “el tiempo del mundo finito se extingue”(16).


En la dromótica del signo solo existe como real el instante: el punto de contacto de ambas caras, entre lo mediático y lo submediatico, el significado y el significante, el producirse y el representarse. Y, ese instante, cada vez es más fino, casi tanto que no llega a ser sino nada: “una videosfera omnipresente –nuestra pantalla-mediática del tiempo del simulacro global- tendría el cinismo por virtud, el conformismo por fuerza y por horizonte un nihilismo consumado”11.
Toda mercancía es primero objeto; y, como objeto, remite a un significado y a un significante. Es decir, actúa como signo. Como tal, está dispuesto a ejercer su derecho a lo maquinal del simulacro. Y, hoy en día, no es sólo que lo ejerza, sino que el poder absolutista del signo-mercancía ha terminado por drenar las estructuras de lo simbólico hasta enterrarlas en lo esquizoide. Como decimos, no es ya la máquina- Warhol que irrumpe con el poder hipnótico del fantasma del fetiche, sino que es ya el signo el que ha tomado conciencia de sí e impone su ley.
Su poder es el que consigue equiparar medio y mensaje, el que borra el límite entre lo mediático y lo submediático, el que hace de lo nuevo la categoría ontológica en la economía desiderativa tardocapitlasta, el que impone que el arte, como garantía del simulacro, sea archivo o no sea nada en absoluto.
Porque, quizá sin quererlo, la jugada le ha salido doble: en la omnipotencia desnuda del signo, en la fagocitación inmisericorde de todo lo que es expuesto en la pantalla mediática y deglutido al instante por los medios, quizá tenga razón Sloderlijk al proponer el replegarse del arte. Pero, sin tiempo para nada, más bien ha tomado el camino opuesto y el arte se ha apuntado al frenesí de lo espectacular, a lo frivolidad de lo vacuo y al infantilismo que acampa impune detrás de la inoperancia teórica y conceptual de infinidad de artistas.
Prueba de ello es que el esteticismo cotidiano se ha alcanzado merced a dinamitar las fronteras del archivo. Arte y vida, por fin, se dan la mano en su propia disolución: “en ella no se cumple ninguno de los objetivos: ni se transforma el mundo de la vida de manera que propicie el aumento del grado global de emancipación de la humanidad, ni se asegura una intensificación real de las formas de vida, ni se produce reapropiación alguna por el sujeto de la totalidad de su experiencia”12. Es decir, quizá el arte se haya replegado o haya muerto, pero no ha sido sino para hacer patente el más ampuloso de los éxitos: el de hacer ya por fin coincidir, igual que el signo consigo mismo, igual que lo mediático y lo submediático, al arte con la vida.
Ese borrado de límites que ha acontecido gracias al poder absoluto del signo hace que la función que Marshall McLuhan otorgaba al arte, como el agente capaz de “proporcionar una distancia soportable”(13), ya no se pueda sostener. Hoy no hay distancia; “La abolición de la distancia, del pathos de la distancia, hace que todo quede indeterminado. Incluso en el ámbito físico la proximidad excesiva del receptor y de la fuente de emisión crea un efecto Larsen q interfiere e la sonadas. La proximidad excesiva del evento y de su difusión en tiempo real, genera indeterminación, una virtualidad del evento que lo despoja de su dimensión histórica y lo sustrae de la memoria”(14).
Si para José Luis Brea “cualquier objeto puede ser empujado hacia su límite, llevado más allá, hasta valer otra cosa”(15), está claro que el territorio semiótico de este posible deslizamiento se ha replegado en una barroquización tan extrema que todo intento de alegoría o de resistencia semiótica queda imposibilitada en el mismo cierre del pliegue. “La barroca semiotización del mundo”(16) tensa tanto el pliegue que ha terminado por colapsar el espacio representacional. El límite se ha alcanzado: “nuestras sociedades, a fuerza de sentido, de información y transparencia, han franqueado el punto límite del éxtasis permanente: el de lo social (la masa), del cuerpo (obesidad), del sexo (la obscenidad), de la violencia (el terror), de la información (simulación). En el fondo, si la era de la transgresión ha terminado es porque las mismas cosas han transgredido sus propios límites”(17).
De esta manera la máquina de generar sentido postestructuralista ha quedado cerrada en sí misma al descubrirse que toda diferencia no era sino también un simulacro generado por el propio signo: la propia labor de deconstrucción logocentrística es imposible, pues es el signo el que habla; la ‘a petit’ de Lacan ya no tiene referencia a lo a-significativo de una ausencia fálica, sino que en la satisfacción inmediata de toda necesidad que la paranoia del simulacro cumplimenta dentro del poder maquínico del signo (en este caso como signo-mercancía), toda ausencia queda subsumida en la compulsiva satisfacción. El lugar del falo queda a-significativo, pero no ya como ausencia, sino como implosión paralítica de la dupla significado/significante que en su ya total adecuación al deseo (en este caso gracias a la máquina capitalista del signo-mercancía), solo tiene que mostrarse para ser deseado.
Lo que para Mario Perniola constituía el problema esencial de la modernidad, “el problema teórico básico de la imagen reside en su relación con el original”(18), queda silenciado debido a que, siguiendo a Brea, “el espacio de la representación deviene máquina que se autoproduce”(19). Es decir, al no temer ya a la sospecha del signo, al coincidir, siguiendo la noción de infrafino de Duchamp, superficie externa e interna, espacio mediático y submediático, al ser deglutido todo acontecimiento por la dromótica de la tecnología cibernética al mismo tiempo que es archivado y museografiado, el poder maquínico del signo se puede dar por cumplimentado.
Así, si por una parte la generación del simulacro en tiempo real requiere de una dromótica de la velocidad límite, por otra parte todo se enfanga en el lodazal de la mismidad a la que llegan significado y significante dentro de la economía maquinal del signo. Nada hay que desear pues lo deseado se nos da con antelación a nuestro propio deseo; nada que ver pues todo es visible en la pantalla global; nada que saber pues a todo se tiene acceso y además de manera inmediata. Si el espectáculo del simulacro es capaz de generar la más espectral de las fascinaciones, “¿qué es la fascinación, si no la neutralidad en su forma más aguda?”(20).
En la parálisis toda realidad es simulacro, y todo simulacro es a-significativo. Nada tiene significado porque la pantalla, dominada por la máquina de significar perfecta, no permite ninguna vacilación, ninguna interferencia que permita la acción o si quiera el gesto de indicar con el dedo que “esto es de lo que estoy hablando”. No habiendo frontera, todo pertenece a lo mediático como a lo sub-mediático, todo es información y acontecimiento a un tiempo, medio y mensaje, espacio público y privado. La sospecha no existe. Todo coincide en su fantasmal mismidad.
Así, todo es legitimado en su mismo antagonismo. Y lo cierto es que, al ser imposible toda subversión, todo está permitido, siendo el disfraz de la tramoya de lo reaccionario una sobrecodificación hermética del sistema que apura los últimos tragos del simulacro: simular aún que hay lago detrás, fingir cierta subversión.
Pero es inútil: ya todo es visible. Y, como tal, desactivado mediante recurso a la estetización en la experiencia de lo naif e infantilismo postmoderno. Desde lo más cotidiano hasta la violencia de la masacre, todo se ha convertido en entretenimiento para la masa. Rendido a los pies del simulacro, de la máquina perfecta del signo, todo se hace hipervisible. La máquina semiótica del simulacro colapsa todo intento de rebelión.
Porque ahora, cuando la brutal mismidad del poder del signo aborta todo intento de oposición a la hora de cargar libidinalmente las intensidades desiderativas del inconsciente, todo intento de fuga está llamado al fracaso. Poder y subjetividad se dan el uno al otro en su plena adecuación. La resistencia semiótica subjetiva queda cercenada debido a que la misma circulación de flujos libidinales queda en manos de la máquina simulacionista del signo.
Deleuze lo intentó desesperadamente: aprovechar la energía libidinal puesta en marcha por el absolutismo del signo para generar otra posibilidad al pensamiento. Oponer a la representación psicoanalítica del deseo (un deseo ya bloqueado en cuanto surgido de la implosión dogmática del signo) un modo diferente, a-representacional y a-significativo, de hacer pensable el deseo y sus flujos libidinales lejos ya del dominio de la esquizofrenia capitalista.
Para ello teoriza acerca de la necesidad de pasar de una semiótica relacional arborificada, a una estructura rizomática que diese cuenta de la energía esquizoide puesta en marcha a la hora de hallar un punto de fuga en el campo semiótico de la pantalla-mediática absoluta. “Continuar siempre el rizona por ruptura, alargar, prolongar, alternar la línea de fuga, variarla hasta producir la línea más abstracta y más tortuosa de n dimensiones, de direcciones quebradas. Conjugar los flujos desterritorializados”(21).
Pero no hay nada que hacer: “Os romperán vuestro rizoma, os dejarán vivir y hablar a condición de bloquearon cualquier salida. Cuando un rizoma está bloqueado, arborificado, ya no hay nada que hacer, el deseo no pasa, pues el deseo siempre se produce y se mueve rizomáticamente“(22). No hay nada que hacer porque el juego de significantes no remite a una subjetividad que asegure el sentido (ni siquiera aún poniéndolo entre paréntesis), ni a una postergación en la diferencia, sino que, habiéndose colapsado el espacio representacional, todo se juega en el reino de lo hipervisible. La violencia es extrema porque ante nada se detiene; el poder es absoluto porque el poder policial se ha convertido en el poder de lo hipervisible; lo mismo que ajusticia a la masa es lo que la protege: “es aquí donde se anuncia un acto de fuerza psicopolítica sin parangón alguno: el intento de proteger a las masas móviles, envidiosas, impulsadas por la reivindicación de sus derechos y enfrascada en la incesante tarea de competir por alcanzar los lugares privilegiados, de caer en las peligrosas depresiones de los perdedores”(23). El showman es el encargado, en la pantalla-mediática, de hacer converger lo despiadado de la dromótica del signo en la velocidad límite del simulacro con la carcajada con la que la masa se autoprotege.
De esta manera, una vez visto el recorrido de nuestra inocente postura inicial, se puede decir que el arte camina dubitativo entre dos sendas. O se mantiene firme en lo cínico de ejercer aún el gesto reaccionario o díscolo, para lo cual se sirve de una serie de trucos basados en un gran hermetismo conceptual, o, tomando el camino del medio, se deja seducir hasta lo más profundo de la paranoia del espectáculo.
La primera de ellas apela a una pasión por el código tratando de exprimirle hasta la última gota fingiendo sumarse a la confianza pretérita en el potencial del arte. En lo candoroso de su tergiversación, pues bien sabe que no queda nada a lo que apelar, exhibe una sobrecodificación hermética que no hace sino hacer patente la comodidad del manierismo del arte contemporáneo. Adheridos a la pose contestataria, a la neo-utopía de la estética del quinceañero en la puerilidad dominante, el arte crea monumentos a lo frívolo.
Se las da de capaz, pero, en el bricolaje compulsivo que nada entre el neo-apropiacionismo ya caído en la estanflación de lo burdo y la recodificación del momento traumático haciendo gala de una abyección infantilizada como momento de choque con lo real, no hace sino sumarse al nihilismo postmoderno: el que nace de lo difuso de ciertas fronteras antes remarcadas (principalmente entre el espacio mediático y el submediático).



Y es que, deglutidos en la vorágine del signo y del simulacro, el arte también ejerce su poder simulacionista: el que no hace otra cosa sino acumularlo todo ya que es consciente de que nada hay ya que guardar y que valga la pena. La pulsión de archivo hace las veces de la pulsión de muerte freudiana: toda sociedad tienen en su seno la capacidad de progresar al igual que la de autodestruirse. Y el actual y vano intento de guardarlo todo cuando se sabe que nunca hará falta ni siquiera el buscarlo, no es otra cosa que la constatación última de que la negatividad inscrita en el seno de la racionalidad moderna y capitalista ha llegado a desquiciarse en su propio simulacro: el que apuesta por la arqueología museografiada de la mercancía absoluta.
La otra senda es, retomando nuestra original posición de esforzados espectadores del arte contemporáneo y apostando por un disfrute en su degradación y decadencia, la más interesante. Montados a toda velocidad en la apoteosis del arte como espectáculo de ocio, se permite el lujo de hundirse hasta lo más visceral: sabedor de que sufrimos un irresoluble síndrome de Medusa que nos hace estar catalépticos ante la pantalla disfrutando de cualquier horror, nos ofrece todo lo que le pidamos.
Este arte es la vuelta ya definitiva de tuerca al culto kitsch. Es la parodia del simulacro del propio kitsch como objeto huérfano de toda sensación. Para Umberto Eco el kitsch “llega a las masas o al público medio porque ha sido consumido; y que se consume precisamente porque el uso a que ha estado sometido por un gran número de consumidores ha acelerado e intensificado su desgaste”(24).
Pero ahora ya incluso lo kitsch “significa” demasiado: demasiado para unos sentidos abotargados y erosionados en la superficie lisa del mero coincidir de todo signo con su objeto-mercancía merced a la implosión maquínica del simulacro y del signo; demasiado para el mundo del simulacro global capaz de amputar de raíz toda reacción.
Ni siquiera hace falta que “llegue a las masas”. Está ahí, visible en su absoluto poder: es el objeto de la brutal a-significancia. Es el objeto, mercancía igualmente al tratarse de objeto artístico, al que le sobra ya todo etiquetarse según viejas concepciones anteriores al triunfo del signo. En él no se realiza ningún deslizamiento de significado, ninguna diferencia habita en él; tampoco es necesaria la recurrencia al sentido. Es la realidad más absoluta porque su realidad es ya a-significativa.
Es, como condensación de la fascinación y neutralidad a la que antes aludíamos, la vacuidad absoluta; la ejemplificación de lo real postmoderno: el objeto que encierra en sí mismo lo real, el trauma y su solución. Es decir, lo puro a-significativo. Es la mordaz pantomima de la ‘distancia cero’ absoluta: entre arte y vida, entre ocio y cultura, entre masa y espectador.
Este arte es el último reducto, en sentido negativo por supuesto, de la representación: la que viene a acabar, en su pura a-significatividad, con el ronroneo que se escucha aún detrás de la pantalla-mediática. Porque, como comenta Boris Groys, “la sospecha mediático-ontológica no se deja apagar o desactivar a voluntad: uno se siente secretamente observado también –y sobre todo- cuando se le dice explícitamente que no hay ningún sujeto que temer al otro lado de la superficie mediática”(25).
Hace falta, por tanto, abotargados en el espectáculo del horror de lo hipervisible, el tiro de gracia que impida incluso toda referencia a una posible reacción. Hace falta el tótem que represente la esquizofrenia brutal que, tras la disgregación del ‘yo’ en la catalepsia de la vorágine telemática, consiga que el ‘yo’ esté ausente. Ese tótem, pura a-significatividad, vendrá a silenciar la neurosis del horror que el simulacro global conlleva. Porque la máquina semiótica perfecta conlleva la hipervisibilidad de absolutamente todo: el horror como material de distracción, la memez elevada a cuestión de estado, lo aberrante y escandaloso como discurso televisivo propio. El signo impone su dominio y el ‘yo’ queda pertrechado en la idioticia más ramplona que consigue que ni se le pase por la imaginación el reaccionar.
Este arte, por tanto, sería el que efectúa el último desanclaje del signo en la pantalla-mediática del simulacro global: el del signo como posibilidad de generar lo traumático en el choque violento con lo real. La figura totémica, ejecutada a la distancia cero del simulacro perfecto, a la que no se la puede tildar ya de mercancía ni de objeto en sí mismo, amputa de raíz los últimos rescoldos de la injerencia subjetiva en los procesos de significación.
Pero, sólo queda entonces una pregunta: ¿cómo se las compone el poder maquínico del signo para simular incluso una subjetividad, una subjetividad deforme y paralítica, pero subjetividad al fin y al cabo? La única forma de fundamentar una subjetividad neurótica como la del espectador de la pantalla-mediática puesta en marcha por lo maquinal del signo es aquella que desasista ya definitivamente cualquier injerencia de una subjetividad en su dimensión transformadora: es aquella que desee el eterno retorno del objeto a-significativo para investirlo constantemente con el último hálito de energía puesta en marcha en la pasividad del espectador.
Así, saturado de horror, el yo se disgrega en la repetición de gestos con los que apaciguar y hacer dormitar la reacción: se trata de la risa nerviosa del esquizoide que teme ante todo aburrirse ante la pantalla. Es, en último término y como gestualidad a-significativa, la risa del friki.
La risa boba del friki que se relame ante el horror de lo hipervisible es la risa como gesto impotente, como gesto del querer desconectar lo maquinal del signo pero que sabe es imposible y por ello no trata sino de hallar placer en su angustia. “Un rasgo intensivo se pone a actuar por su cuenta, una percepción alucinatoria, una sinestesia, una mutación perversa, un juego de imágenes se liberan, y la hegemonía del significante queda puesta en entre dicho”(26). El único problema es que ya no hay intensidades libidinales recorriendo topología alguna. Todo queda enclaustrado en la similitud espectral de la pantalla maquínica del signo y la risa como repetición ya no funda ni recompone ninguna subjetividad.
El friki, la figura para la que está construida la obra de arte como pura a-significatividad, es el último eslabón: después del idealismo romántico, del desdén del dandy, de la nostalgia decadente, del rebelde sin causa y del cínico postmoderno, es ahora el friki el que de verdad conoce las habilidades de la máquina del simulacro total. Sloterdijk ya intuía que lo que se nos avecinaba traía ya detrás de sí un largo recorrido: “los ominosos años veinte inician la época de la cosmética de las masas. En ella surge como psicológico tipo conductor el sonriente y distraído esquizoide, el “simpático”, en el peor sentido de la palabra”(27).
En la película “La parada de los monstruos”, aglutinante del espíritu freak, el espanto está ya aletargado y lo terrible se soporta e incluso causa placer. Hoy el friki, en su risa boba, todo lo soporta. Ya no se siente como monstruoso porque hasta lo monstruoso, y sobre todo ello, ha alcanzado el rango de hipervisibilidad. Con él el signo sí que puede acelerar lo maquinal de su poder: todo lo aguantará. Su risa bobalicona es el espejo invertido de la ironía desplegada por el objeto en su triunfo absoluto. El nihilismo friki es la estrategia para soportar el horror de lo hipervisible en la maquinaria representacional del signo devenido perfecto simulacro.


El friki es el entendido, el enrollado, el que está a la última de la bobada de hoy mismo, de la anécdota anestesiante del momento, de la frivolidad que le soluciona el último espasmo ante la pantalla. Adolece de “buenrollismo” y enfatiza lo anecdotario elevándolo a categoría de evento mediante la bobada y el divertimento que encuentra en todo. Es la plasmación de la idiotez como categoría estética. El frikismo es la nueva ética de la era del tele-simulacro global.
Adorno ya lo adelantó: “lo nuevo no es una categoría subjetiva sino que lo impone la cosa“(28). Sabedores por tanto que nuestra posición en la pantalla-mediática del simulacro global queda relegada a la de mero efecto de superficie de los objetos en su hipervisibilidad, no nos queda otra que recurrir a lo metonímico de un gesto, una risa de memo, que nos haga tranquilizarnos en nuestra angustia. Una risa enlatada ante la última sit-com o ante el último chiste del showman de turno y hallaremos la fuerza necesaria en nuestra aletargada idiotez para soportarlo todo un poco más, un día más.
Como ya hemos expuesto, la aceleración en la máquina de significar, y que en su último estado ha llevado al repliegue del espacio de representación (en la mismidad del signo, no habiendo diferencia, no hay lugar para la representación), no es sino un momento, quizá el epilogal, en el proceso de racionalidad capitalista. Porque, basándose como se basa en la paradoja de investir al objeto como significatividad pura en el que valor de cambio y valor de uso hacen las veces de significante y significado, ha sido precisamente el campo del signo- mercancía donde se ha dejado sentir con mayor velocidad el poder del signo.
Por tanto, el friki también hunde sus raíces en los procesos capitalistas del mercado y su relación con el mundo del producir capitalista viene ya haciéndose patente desde los años sesenta sobre todo en Estados Unidos. Y es que, como pathos existencial, el friki se ha basado siempre en una guerra constante al horror de lo hipervisible y también al aburrimiento.
El aburrimiento es entendido, desde el punto de vista de la sociedad del bienestar que irrumpe ya en los años cincuenta, como aquello contra lo que hay que luchar pero, igualmente, aquello que garantiza la conveniente de sostener la dupla sociedad del bienestar-sociedad del espectáculo. El confort desmedido de la sociedad hipertecnologizada no trae consigo sino un endógeno aburrimiento que solo haya distracción en el espectáculo y el ocio. Deseado como garantía del estado del bienestar, odiado como su consecuencia más nefasta, el aburrimiento se convierte, al mismo tiempo, en el tótem y tabú de la sociedad hipercapitalizada.
Es el friki aquel que no se deja seducir por las garantías del mainstream bienpensante y que, no queriendo tampoco tomar el camino de la exclusión rebelde, pone todos sus esfuerzos en combatir el aburrimiento mediante el recurso a elevar a rango de acontecimiento cualquier sandez o idiotez. En la mecánica por él puesta en marcha también en un primer momento fue un excluido pero, habiendo tomado parte por el signo en su más brutal irrupción en la pantalla-mediática, ha terminado engullendo todo lo que se ponía a su paso y su triunfo, junto con el del signo, es incuestionable. Hoy, o se es un excluido, un friki, o no se es. En un mundo en el que todo es hipervisible, no hay lugar para nada que no asuma esas mismas directrices y no se atreva a convertirse en su misma pantalla, para nadie que no se entienda como una pantalla simulacional más.
El pacto social roussoniano, como buen hijo de la debacle ilustrada, queda fagocitado y deglutido en la misma maquinaria del signo: “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”(29). El friki es aquel que da fe de la esperanza de tal disutopía.
Y en este punto, precisamente, todo viene a coincidir. Poco después de que Le Monde, en febrero de 1968, expusiese que “Francia se aburre”, Danny el Rojo concluye la aventura sesentayochista con un lacónico y profético “fuimos la primer generación televisiva”.
Aburrimiento y rebelión, bienestar y contracultura. La máquina semiótica de la pantalla-mediática se perfecciona y ya todo empieza a ser comprendido como efecto de superficie gracias a la implosión del signo.
Conclusión: el friki es hijo del yuppi y nieto del hippie: la misma sonrisa boba solo diferenciada por aquello que la hace emerger. Paralizados en la marihuana maoísta y hippiosa que simulaba una rebeldía de niños de papá, esclerotizados en la anfeta nihilizadora cuyo espectáculo era el de la pulsión por la mercancía y la escala social, o abotargados ante la pantalla que nos promete cada día un espectáculo diferente y cada vez más perfecto y entretenido, poco les diferencia.
Todo este camino para constatar que debajo de los adoquines, debajo de la pantalla-mediática, nunca estuvo la playa, sino hierba para las vacas, para las vacas del Cow Parade, la hecatombe del frikismo. Porque esos objetos “artísticos” son la constatación más precisa del objeto a-significativo con el que hemos tratado de caracterizar buena parte del arte actual. En ellos queda resumido la victoria anestesiante del signo: el ocio se mezcla con el arte, el espacio público con el privado, el espectador es la masa entera, el turista se deleita y se fotografía junto a ellas.



Todo, claro está, sufragado por las instituciones cuyo simulacro es el más encantador de todos: aparecer en la pantalla-mediática (ya sea el periódico, la televisión o internet) con la misma sonrisa de friki simulando ser del todo necesarios ‘para el buen funcionamiento de la sociedad’.
Hoy, lo fugitivo, la belleza que Baudelaire pretendía vislumbrar en sus paseos por París, se hace patente en vacas tuneadas, patrocinadas por multinacionales (de manera que cada empresa tiene “su” vaca) y que luego serán subastadas de manera que el dinero que se saque irá a parar a los más necesitados: aquellos que no tienen acceso a lo pantalla-mediática y que por tanto no pueden realizar su propio simulacro y hacerse visibles (sidosos, enfermos de cáncer, huérfanos, pobreza extrema, mutilados de guerra... la maquinaria del signo les devuelve o que les quita). El círculo de la máquina perfecta del signo queda cerrado.
Quizá, después de todo, ese intento, al que hemos aludido al comenzar, de gozar estéticamente del simulacro de lo artístico y de su innata esterilidad fagocitada en lo espectacular, lo frívolo y lo infantiloide, no sea sino una treta a la hora de querer conjurar la risa bobalicona del friki. De esta forma, quizá también haya que corregir a Zizek diciendo que no sólo hay que comprobar curiosamente que los dos gritos más famosos de la historia han sido inaudibles (en referencia al cuadro de Münch y a la película “El acorazado Potemkin” de Eisenstein”), sino que toda experiencia estética actual acaba en un grito también ahogado al comprobar, nosotros también, haber devenido puras pantallas-mediáticas, puro efecto de la hipervisiblidad de nuestro propio simulacro.
Aterra saberse como perteneciente a la “alucinación consensuada”(30), pero, nos pese o no, el espectáculo debe continuar.


1- “Replegarse en sí mismas y no entrar en la historia del arte en la forma más elevada, es la treta para la que menos preparadas estaban las obras de arte hambrientas de reconocimiento” en http://www.observacionesfilosoficas.net/elarteserepliega.html
2- Baudrillard, J. El complot del arte, Ed Amorrortu, Buenos Aires, 2006.
3- Baudrillard, J. “La ilusión y la desilusión estéticas” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed Monte Ávila, Caracas, 1997, pág. 21.
4- Adorno, Th. W., Teoría estética, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 42.
5- Ibid, pág. 79.
6- VV.AA. Arte desde 1900. Modernidad, Antimodernidad y Posmodernidad, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 669.
7- Debray, R., El estado seductor. Las revoluciones mediológicas del poder, ed. Manantial, Buenos Aires, 1995.
8- Baudrillard, J., La agonía del poder, ed. Circulo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pág. 66.
9- Groys, B., Bajo sospecha. Una fenomenología de los medios, ed. Pre-textos, Valencia, 2008, pág. 24.
10- Virilio, P., La bomba informática, Cátedra, Madrid, 1999.
11- Debray, R., Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, ed. Paidós, Barcelona, 1994, pág. 307.
12- Brea, J. L., “Distancia zero” en Los manifiestos del arte postmoderno, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 235.
13- Mcluhan, M., y Powers, B. R., La aldea global, ed Gedisa, Barcelona, 1994.
14- Baudrillard, J., La agonía del poder, ed. Circulo de Bellas Artes, Madrid, 2006.
15- Brea, J. L., “Por una economía barroca de la representación” en Los manifiestos del arte postmoderno, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 228.
16- Ibid, pág. 227.
17- Baudrillard, J., El otro por sí mimo, ed. Anagrama, Barcelona, 1988, pág. 69.
18- Perniola, M., La sociedad del simulacro, Roma, 1980
19- Brea, J. L., “Por una economía barroca de la representación” en Los manifiestos del arte postmoderno, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 225.
20- Nittve, L., “Implosión. Una perspectiva postmoderna.”, en Los manifiestos del arte postmoderno, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 205.
21- Deleuze, G., Rizoma, ed. Pre-textos, Valencia, 2008.
22- Ibid, pág. 32.
23- Sloterdijk, P: El desprecio de las masas. Pre-textos, Madrid, 2002, pág. 95.
24- Eco, U., Apocalípticos e integrados, ed. Lumen, Barcelona, 1968.
25- Groys, B., Bajo sospecha. Una fenomenología de los medios, ed. Pre-textos, Valencia, 2008, pág. 53.
26- Deleuze, G., Rizoma, ed. Pre-textos, Valencia, 2008.
27- Sloterdijk, P., Critica razón cínica, Ed. Siruela, Madrid, 2007, pág. 706.
28- Adorno, Th. W., Teoría estética, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 37.
29- Baudrillard, J. El complot del arte, Ed Amorrortu, Buenos Aires, 2006, pág. 101.
30- Así caracterizó Williams Gibson al ciberespacio en su novela Neuromancer.