lunes, 30 de noviembre de 2009

APOLOGÍA DE LA CEGUERA


CARLOS LEÓN: 'SUPERPOSICIONES'
GALERÍA MAX ESTRELLA: 10/11/09-10/01/10


El pliegue se ha cerrado. El tiempo queda desanclado de su origen. Como dijo Canetti, la historia, desde cierto momento, desde la sutura del pliegue si no incluso antes, ha dejado de discurrir.
¿Qué queda entonces? Si como decía Brea en uno de sus ensayos sobre el efecto barroco en la postmodernidad, “el espacio de la representación deviene máquina que se autoproduce”, lo cierto es que dicha máquina ha sufrido un colapso, un fallo, un accidente debido a la hiperactividad que todo simulacro conlleva.
Tensionado hasta los límites de la semiótica barroquización del mundo, el hecho mismo de significar ha devenido fantasmagoría pura en un mundo en el que la diferencia entre espacio profano y espacio sagrado (en terminología de Boris Groys) se ha convertido en una fina y permeable membrana que hace que el ansía por lo novedoso, por la novedad, la convierta en algo tan inestable que el propio hecho de significar, de representar, haya terminado por rendirse a los dictados del oprobio tardocapitlsita.
Todo vale otra cosa, todo remite a otro lugar, todo señala el lugar vacío. ¿Y el arte entonces? El arte, como teorizó Sloterdijk, se repliega en sí mismo, como apunta Perniola, permanece en la sombra. Pero, es eso, y también mucho más. Es saber que, a estas alturas del partido, o quedan ya sólo los minutos de la basura y lo suyo es esperar momentos mejores, o todo queda aún por definirse. Así, quizá es que el arte haya hecho dejación de principios viendo lo que se le viene encima, pero también, y aquí es donde creemos no equivocarnos, permanece ahora más que nunca ensimismado con su propia negatividad, con sus excesos originales, que no son otros que hacer de lo invisible lugar para la resistencia, para, de una vez por todas, en el límite que la absoluta cosificación de la obra como mercancía propone, verse libre de la primacía de lo visual y proponerse como negatividad pura
Si como decía Benjamin los objetos se nos han venido encima, el arte sabe que su estrategia ha de ser, se quiera o no, definitiva: retirarse a ámbitos de lo invisible, extremar la negatividad inherente al concepto de arte y proponerse como resistencia en el límite de lo visible.



Quizá fue Lyotard el primero en percatarse de tal momento de gloria del arte cuando todo parecía perdido. En el prólogo al libro de escritos de Kosuth sobre la supuesta tautología conceptual sobrellevada al arte, el filósofo francés escribe: “lo perceptible no se percibe completamente; lo visual es más que lo visible”. Y continúa: “la tautología visible y legible This is a sentence, insinúa la frase antinómica necesariamente ilegible This is not a sentence, but a thing.”
Una cosa, a thing, das Ding, dice Lyotard. El arte, en su exceso, en su no-coincidencia consigo mismo es una cosa que falta siempre a su lugar. Estamos en los alrededores de lo psicoanalítico: lo siniestro es la alteración de lo que se da a la visión, lo que se supone que tendría que estar ahí; el objeto perdido pese a la promesa de que nunca faltaría a la cita. Es la mirada, la mirada de la falta del objeto, la mirada que descubre la falta genital de la madre, y que inaugura el trauma. Lo originario queda por tanto ligado a la ceguera de la mirada, la mirada que mira sin ver.
El origen del arte, ahí de donde le viene toda la negatividad que después ha ido desarrollando como producir ilustrado, coincide con la ceguera del ver, con la mirada que no mira nada salvo la falta del objeto a su lugar.
En este sentido, lo siniestro en Lacan sería la imposibilidad de lo Real, la evidencia del lugar vacío. Sería un más allá al “realismo traumático” sostenido por Hal Foster a la hora de trazar las líneas maestras de un arte que operaría “desde lo real entendido como efecto de la representación a lo real como evento del trauma”. Porque, en este sentido, la invisibilidad del arte de lo siniestro sería evidenciar ‘la falta de la falta’, darse de bruces con el hecho de que la mirada traumática de lo Real, una vez agujereada la pantalla-tamiz, no consiste en abyecciones escatológicas o hiperrealistas como pruebas del trauma, sino en la angustia del no ver nada.
Quisimos ver y, de tanto ver nos hemos quedado ciegos. No es sólo la premisa de Baudrillard de que el arte postmoderno produce imágenes donde ya no hay nada que ver, sino que hemos visto la escena primordial, el acontecimiento originario: que, tras el señuelo, no hay nada. Lo siniestro es precisamente eso: la imposibilidad de lo Real como lugar vacío y ante el cual nuestra mirada ya nunca más podrá ver.
Las pinturas de Carlos León que actualmente se pueden ver en la galería Max Estrella, parecen querer seguir esta atrofia del ver que hemos intentado delinear hasta aquí. Sus obras parecen cercanas a las representaciones románticas de bosques y paisajes, solo que hipertrofiados en la vorágine de la imagen, anuladas por las interferencias y fricciones de un representar que, una vez alcanzado el límite de su semiótica, se deshacen en borrones, en manchas, en estratificaciones procesuales como huellas de la hiperactividad libidinal capitalista. Sus obras, por tanto, parecen evidenciar que, como ya hemos dicho, ya no hay nada que ver.
Sus pinturas ejemplarizan lo siniestro del paisaje postmoderno: después de la física y de la metafísica, nos encontramos en la patafísica de los objetos y de la mercancía, en una patafísica de los signos y de lo operacional. Lo mismo que teorizó Virilio: después de que el objeto fuese masa, después también de que su esencia fuese la energía, ahora le toca el turno a la información como esencia del objeto. Así por tanto, todas las cosas quieren hoy manifestarse. Los objetos técnicos, industriales, mediáticos, todos los artefactos quieren significar, ser vistos, ser leídos, ser registrados, ser fotografiados, ser museografiados. La conclusión, una vez más, es más que obvia: la dromótica de la velocidad límite del signo-mercancía hace que, después del accidente, ya no quede nada que ver.



La realidad ha devenido lugar insoportable, lugar de la ceguera y del vacío. Lo Real se ha convertido en imposible: la angustia nos esencia porque no vemos ya más que la huella de una huella, la falta de una falta. Borrones, interferencias, fricciones, cúmulos, inestabilidad procesual. No se puede hacer más. Carlos León es pintor abstracto y sabe que, en el límite, lo abstracto ah de coincidir con el repliegue de la representación en sí misma, en el pliegue hipertrofiado en una mirada incapaz ya de ver nada. El arte se compunge ante esa doble caricatura que hace de la necedad status estético y de la frivolidad ámbito desde el que postular la completa simbiosis entre arte y vida. Es su otro, su cosificación redundante en publicidad la que ha logrado tal simulacro. Después del hiperrealismo traumático, del hiperrealismo de lo abyecto, el arte sabe bien cual es el siguiente paso: recluirse, hacerse invisible siguiendo los dictados de su original negatividad.
Sólo así el arte puede dar cuenta de su original negatividad y postularse como ámbito de resistencia. Porque, ¿cuánto tiempo soportaremos así?, ¿cuál es nuestro destino como ciegos habitantes en la superficie libidinal del simulacro hipercapitalsita? Esperamos el Accidente. La máquina fallará y todo saltará hecho añicos. Pero lo realmente siniestro es que, como siempre, la negatividad del arte irrumpe con su afilado corte: si no cabe ya nada que ver, es porque lo hemos visto todo y sabemos que, detrás de lo Real…no hay nada. Es decir, nada saltará por los aires y aún así hemos de resistir. ¿Porqué?, ¿para qué? Somos siniestros, muy siniestros…

martes, 24 de noviembre de 2009

LA COCINA DE ABRAMOVIC: MISTICISMO ENTRE PUCHEROS


MARINA ABRAMOVIC: 'LA COCINA. HOMENAJE A SANTA TERESA'
GALERÍA LA FÁBRICA: 06/11/09-12/12/09
(artículo originalmente publicado en 'Revista Claves de Arte': http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20333/Marina-Abramovic-en-La-Fabrica-Galeria)

Cuenta Mario Perniola que Giorgio Agamben, al presentar al público italiano la obra de Guy Debord, estableció una sutil conexión entre el concepto de ‘situación’ y la idea nietzscheana del Eterno Retorno de lo Mismo. Según él, añade contra lo que pudiera pensarse, la situación no es ni la espontaneidad creativa que huye de cualquier objetivación, ni la vitalidad desbordante que no se deja atrapar en ninguna forma, ni mucho menos la liberación de la subjetividad. Concluyendo, la situación es un tránsito de lo mismo a lo mismo, mediante el cual se establece una diferencia radical.
Así, más que liberación de procesos constitutivos de la subjetividad, la situación se comprende mejor como evento en el que surge la sorpresa, la diferencia, que permite el desvelamiento de un momento del proceso formador de la propia subjetividad. Es decir, al igual que no hay subjetividad sin repetición, tampoco hay situación sin repetición.
Incluso ya en la propia definición de discurso performativo, discurso incapacidad de ser reproducido o repetido según Austin, está ya asumida esta necesidad, por otra parte imposible, de repetición para poder plantearse como diferente. De igual manera, para Derrida, la escritura performativa promete fidelidad sólo a la pronunciación de la promesa: ‘yo prometo proferir esta promesa’. Es decir, solo en el discurso que se erige como mismidad absoluta de sí mismo, cuya repetición es inviable, se es capaz de trascender el corto ámbito de un presente siempre el mismo. La promesa, como la muerte, como el rito, son acontecimientos performativos que se deslindan del presente-ahora para plegarse al tiempo pasado (quizá incluso un pasado que nunca fue) y al futuro (quizá también un futuro que nunca sucederá). La performance, en definitiva, tiene la cualidad de integrar los tiempos.
Armados con estas armas, la obra de Marina Abramovic (Belgrado, 1946) se comprende de manera casi inmediata. Porque lo radical es entonces no entender sus performances como momentos liberadores, sino como el intento de que surja lo ya olvidado, lo ancestral casi de un rito iniciático donde la subjetividad empieza a levantar el vuelo.
Su cuerpo, flagelado, torturado incluso, no sufre en busca de un camino a través del cual encontrarse ni tampoco mediar en una ascética de la trascendencia, sino que se trata de repetir a las bravas el camino gestado en una historia milenaria que entiende y sigue entendiendo la subjetividad como el traer a la presencia aquello que choca, que vibra en una conciencia que huye de vacíos y nadas y que se comprende siempre como exterioridad pura.
Bien puede pensarse que la frontera, en el límite, es siempre demasiado débil y permeable, pero sus performances están más cerca de desvelar el misterio que para el propio superhombre supone una conciencia que consigue sellar el pacto entre ‘ser’ y ‘deber ser’ merced a un amor al destino casi beatífico, que del chamán o yoguini más preocupado con fusionarse con la eternidad de una nada, aunque sea una nada en la pueda caber todo.



En esta ocasión, la exposición que hasta el día 12 de Diciembre acoge la galería La Fábrica de Madrid, consta de cerca de media docena de fotografías cuya temática son las performances que sobre la vida de Santa Teresa de Jesús hizo la artista en la cocina de La Laboral de Gijón. En ellas, más que apelar a la fisicidad corporal, se hace remitir a los propios límites mentales del cuerpo y a la relación que pueda haber entre ellos. En ellas son tratados temas como el misticismo, la levitación, la meditación o la contemplación. Pero estamos en las mismas: no se trata de una mística tomista como camino de acceso a Dios, sino de una mística que nace como poder mental en relación directa con un cuerpo. Casi estas performances dan ‘cuerpo’ a lo que una vez dijo la propia artista: “mi cuerpo es a la vez condición, oportunidad e impedimento; un punto de partida existencial para cualquier desarrollo espiritual”. Porque, a fin de cuentas, y a pesar de los avances científicos, nuestras preguntas se mantienen aún cercanas a plantearse un dualismo de corte cartesiano. Y es que lo cierto es que nos sigue fascinando ese ámbito de lo incognoscible, el umbral en que nuestra mente se separa del cuerpo o viceversa, el límite en el que el cuerpo deja de ser útil para convertirse en una cárcel. Y, en definitiva, quizá también por ello, y a pesar del nihilismo embaucador del que ha hecho gala a lo largo del último siglo, no sepamos otra manera de pensar que no haga pie en la repetición de un retorno que sea siempre el mismo: en la mismidad, bien lo sabe la economía del capitalismo y la mercancía, está siempre la salvación.
Por tanto, transgredir el límite, poner un pie en el abismo de un tiempo, el performativo, que no sabe de identidades ni de idealidades: lo propio de Abramovic es abrir la herida del tiempo y medir su propio tiempo a través de su cuerpo. El tiempo entonces queda restituido merced a una innata capacidad de ‘dar tiempo’ que el rito tiene y que se efectúa en relación directa siempre con el cuerpo, ya sea este entendido desde la primacía de una fisicidad tan abruptamente entendida como cualquier corte en la viscosidad sangrante de la carne, o como el efecto de superficie que responde a ese algo más con lo que siempre viene a chocar una mente que trabaja en los límites de un exceso que necesita plegarse a los dictados de lo Mismo.
Si el año 2010 será el año Abramovic debido a la gran retrospectiva que de ella se espera en el MOMA de Nueva York para este próximo Marzo, con esta exposición en La Fábrica se da el pistoletazo de salida a lo que será el siguiente año para la artista y Madrid: Abramovic abrirá las puertas del Teatro Real para llevar a cabo una performance de 4 horas, ‘La vida y la muerte de Marina Abramovic’, además de la más que posible itineración de la exposición neoyorquina en el MNCARS.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

UTOPÍAS DE HORMIGÓN


PIER STOCKHOLM
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 27/10/09-05/12/09


Si algo ha ayudado a la arquitectura a labrarse una posición dentro del campo de las artes desde luego que es el caudal de utópica reflexión que es capaz de poner en movimiento a lo que primero cabría apelar.
Tanto es así que hasta el momento en que la arquitectura no se vio liberada de su carácter de mera ‘tecné’, hasta que dejó de plantearse como un saber sobre la construcción de viviendas, la arquitectura era condenada sin ningún tapujo al último escalón dentro de las artes.
Pero lo cierto es que, callada, silenciosa en su postración, la arquitectura sólo esperaba su momento: lo descomunal, el mausoleo gigante, el lugar ideal en el que se desarrolla una ciudad o incluso un país, todo ello puede ser plasmado sobre un papel de manera que, aunque se sepa es algo imposible de llevar a cabo, plantee, dentro de esa misma capacidad utópica que hemos indicado, una nueva forma de pensar las relaciones del ser humano con el entorno que le rodea.
De esta manera, la arquitectura guarda hoy en día en su seno mayor potencial que muchas otras prácticas artísticas: la reflexión que se ha de hacer previamente a la propia construcción conlleva en sí misma una potencialidad utópica desconocida para la práctica totalidad de las demás artes.
En su faceta de pensar utopías, la arquitectura se sitúa por pleno derecho como una de las artes más específicas de cada tiempo. Y es que, a fin e cuentas, todo habitar conlleva siempre una metafísica y es en sí mismo una cuestión política. Así, de Piranesi a Virilio, la arquitectura hace gala de un poder de reflexión sobre el futuro que se acerca a veces a pura ciencia ficción pero que, al mismo tiempo, pone al ser humano en contacto con lo más primigenio de su esencia: habitar un lugar, darle forma, producir en él y desde él.

No es entonces circunstancial el punto de contacto que pudo haber rastreado Foucault en su genealogía del saber con los dibujos de cárceles de Piranesi: con la autonomía del sujeto que nace en la modernidad, el espacio pasa a ser un dato subjetivo, no algo dado ya de antemano. Es decir, el individuo, situándose en el espacio circundante, puede generar o percibir el espacio de manera exclusiva. Pero siendo como es la razón ilustrada deudora de su propia contradicción interna, ¿qué pasa si ese sustrato que es el espacio no se da o si el sujeto es imposible de tenerlo claro? A eso es a lo que da respuesta precisamente Piranesi. De acuerdo que el espacio es ahora solo posible si el sujeto lo recompone en su mente. Pero las cosas se tensan, las escaleras de sus cárceles no terminan, o terminan para comenzar de nuevo detrás de un pilar, las puertas no van a dar a ningún lugar, los puentes se entretejen entre ellos dando lugar a situaciones arquitectónicas imposibles. Conclusión: el apenas emergente sujeto emancipado es libre… ¡para perderse! O, mejor aún, es libre sólo para que alguien le indique la salida.
Quizá los últimos utópicos que hayan podido utilizar el dibujo dentro de esa vertiente utópica y metalingüística a la que nos hemos referido, puedan haber sido Rem Koolhas con su ‘Delirious New York’ y Bernard Tschumi. Una vez derruido el funcionalismo pragmático y el racionalsimo metodológico del que hacía gala la modernidad, había que sentar las bases (o quizá trascenderlas) a golpe de boceto utópico de lo que sería la nueva construcción.
La exposición que actualmente se puede ver en la galería Casado Santapau y que tiene a Pier Stockholm como protagonista, parece seguir estas mismas derivas metalingüísticas y utópicas del dibujo arquitectónico. Bajo el lema que reza en una de las paredes de la galería, “God (and L. C.) promises a safe landing, (but not a calm voyage)’, su obra parece vérselas cara a cara con el legado arquitectónico de Le Corbusier. En sus bocetos pueden verse edificios que explican por si solos una época, como puedan ser la Villa Saboya o la Cité Radieuse, alterados en escala y relación, o nadando bajo el peso ingrávido de una gravedad cero que lo hace desconectarse de su eminente carácter funcional. Otras veces se trata de un cruce de caminos entre el edificio en sí y unas columnas griegas que hacen de inusitados ejes de perspectiva.



Quizá lo común a todos los bocetos sea una extraña sensación de movimiento, de extrañamiento cinético frente a unas formas que nos son del todo conocidas. Pero hasta ahí creemos que llega todo. Sin duda alguna, el apelar al arquitecto suizo para plantear una suerte de utopía deconstructiva más que constructivista, se nos antoja un esfuerzo que, al igual que los edificios que propone, se desfondan en una modernidad que ya ha sido ampliamente superada.
Pero, aún así, quizá toda la gracia radique precisamente ahí, en vérnoslas con una sociedad, la nuestra, que sigue atrofiada en la densidad burocrática que llevó a Le Corbusier al fracaso, se mire por donde se mire, de su ciudad hindú de Chandigarh. Porque, al igual que él, nosotros también fracasamos al plantear una sociedad igualitaria y justa que, por el contrario, no hace más que crear puntos dinámicos de entropía cero donde las estructuras de control y la topología de las redes sociales se transforman en macizos de hormigón que disimulan a la hora de deslizarse por la pendiente del simulacro global.
Ver el diálogo absurdo entre la modernidad y los ornamentos griegos, descubrir aún la construcción sobre unos pilotes que se hacen puntiagudos antes de saber que no hay ya suelo que les afiance, comprobar los rudimentos del brisoleil en la época de la cibernética, quizá no tenga más que una salida airosa: crear con ellos una nueva forma de ruina para desde ahí, con toda la candorosa inocencia de la que se pueda hacer gala, plantear nuevas soluciones para unas sociedades que se periclitan en fosilizados y burdos mamotretos de hormigón.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD: RAZONES PARA EL ARTE EN UNA SOCIEDAD SINRAZÓN


VV.AA: 'LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD'
SALA ALCALA31: 8/10/09-22/11/09
(publicado originalmente en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=356)

Bajo el significativo título de ‘Libertad, igualdad, fraternidad’ la exposición que actualmente se puede ver en la sala Alcalá 31 de Madrid intenta generar un diálogo entre artistas españoles y franceses intentando prefigurar cual haya podido ser la historia de estos tres conceptos y, más aún, la forma actual en que dicha proclama, casi fagocitada en la era postmoderna como ridículo eslogan, sigue ocupado un lugar preeminente en cualquier discurso. Sin embargo, y casi como corolario, otra problemática al menos igual de interesante surge al recorrer esta exposición: enfrentando el arte al verdadero núcleo gestante de la Ilustración hace que él mismo, como propio producto ilustrado, se vea apelado por esos mismos fundamentos que no ha tardado en dejar olvidados en cualquier rincón. Por tanto, no sólo pensar estéticamente en la libertad, sino, y casi con mayor urgencia, ¿es capaz aún el arte contemporáneo, tildado de frívolo y elitista, de vérselas con el núcleo duro de su utópica legitimación?
El retraimiento del arte a posiciones en las que el objeto se ha evaporado o en aquellas otras que enfatizan lo efímero del arte, si no incluso su mera frivolidad consumista, no son sino una consecuencia de esta espera fantasmagórica en la que la razón postilustrada nos tiene sumidos. Porque, agazapados como estamos en esta razón fracturada cuya única dialéctica es la de o no ser capaces de desear el futuro (Jameson) o imaginarlo únicamente como catástrofe, (Sontag), habitamos la ambivalencia de no desfallecer aún en nuestras posiciones ilustradas y, en palabras de Benjamin, no olvidar la “oportunidad revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido”.
Ya solo el plantear una exposición como esta es decir bien a las claras que no todo da igual, que aún es necesario sellar la sutura de la injusticia y que nuestra razón ha de vérselas con una responsabilidad que trasciende los meros impases del “ahora” para afianzarse como solidaridad entre generaciones. En este sentido, no hay futuro sin la conciencia clara de un pasado oprimido.
Coincidiendo en que fue Hegel el primer filósofo que se las vio directamente con la modernidad de una razón que siempre peca por exceso o por defecto, quizá el problema no sea muy distinto al que tuvo que enfrentarse él mismo: ¿qué hacer con la Historia, con nuestra Historia? A este respecto, quizá convengamos con Habermas en que nuestra posición hoy en día no dista mucho de ser semejante a aquella de los jóvenes hegelianos, tanto de derechas como de izquierdas. Para ser más concisos: sabedores de que el desgajamiento de la omnipotente razón ilustrada llevada acabo por Kant ha terminado tanto, vía unión del Estado con la sociedad, en una burocratización de toda estructura emancipadora a la manera de Weber, como, vía enfatización de momentos negativos, en un guiñapo de razón genuflexa ante el poder dogmático del signo, hemos de vérnoslas con una Historia que no ceja en su empeño de devolvernos la ulterior posibilidad de una redención definitiva, de un tiempo donde no habrá víctimas y todo será restituido.
Quizá nuestro cinismo nos lleve a haber capitulado con la Historia en una postmodernidad tan vacía en las formas como en los contenidos, pero detrás de toda esa máscara no se esconde sino el más aterrador de los gritos: aquel que ni siquiera nuestra hipertrofiada humanidad en la modorra de la que hacemos gala conectados a cualquier pantalla logrará nunca silenciar.
La paradoja fundamental de la razón es que, teniendo al principio de subjetividad como principio rector, su más elemental proyección no puede seguirse sino de una primaria objetivación que de sí mismo hace el sujeto: el sujeto ha de tornarse en objeto. Por tanto, roto desde sus fundamentos la reconciliación que se le suponía a la autoconciencia emancipada (imposibilidad por esa duplicidad que como sujeto y objeto la subjetividad hace de sí), se le hace indispensable una proyección intersubjetiva que, además de problemática, rompe por completo el absolutismo previsto para el sujeto. Es decir, el sujeto se ve incapacitado para fundamentarse en la propia libertad que dice esenciarle.

De esta manera, la modernidad nace enferma, como un remiendo de sí misma; emerge en discordia consigo misma, y su historia no es sino la historia de esta ocultación original.
Si bien palabras tales como libertad o fraternidad siguen ejerciendo la tan consabida fascinación, pocos son los que aún desconocen que detrás de ellas no se haya sino el simulacionista juego de espejos en que la realidad global ha devenido. Sin embargo, no es sólo que la tradición sea la tradición, o que sigamos aún recelosos en nuestra parcela del ‘como sí’, sino que, si la razón ilustrada llevaba en su germen sus propia paradoja, tres cuartos de lo mismo le sucede a esta forma tan nuestra de dar soluciones a golpe de emancipación semiótica. El propio Derrida lo sabía: “tan pronto como se intenta demostrar que no hay significados trascendentales o privilegiados y que el dominio o juego de la significación ya no tiene límites, se debe rechazar incluso el concepto y la palabra de ‘signo’, que es precisamente lo que no se puede hacer”. Es decir, el dilema epistemológico de la postmodernidad no es ni mucho menos, desde sus fundamentos, ajeno a la propia dimensión contradictoria de la episteme moderna.
En este sentido, la implosión límite del signo aparece como el deseo de muerte de un humanismo fallido, en el que el capital y la cultura de masas resultan culpables de, como dría Adorno, “la eliminación de lo trágico”. Hoy en día, cuando la implosión del signo ha trasgredido sus propios límites y parece periclitada en un colapso endogámico al propio sistema del capital, ¿qué lugar ocupa palabras tales como libertad, fraternidad, o igualdad? O lo que es lo mismo, ¿cuál es nuestra relación con la Historia?
Sea como fuere, las respuestas no pueden ser muy alentadoras. Este pensar la razón que solo cabe entenderlo desde la modernidad como crítica de la razón, se ha devaluado tanto que hoy en día, privando “de su aguijón dialéctico a la crítica de esa razón contraída a racionalidad con arreglos a fines” (Habermas), deambula fagocitada en un mundo en el que todo el mundo la mira de soslayo. El ‘negocio’ de la crítica de la razón ya no apela a ningún “bando”: cado uno toma de ella lo que necesita para seguir sobreviviendo y salir pitando.




Y es que, cuando la razón ni unifica ni supera oposición alguna, ¿de dónde hemos de sacar aún fuerzas de flaqueza para seguir arrastrando tesis como al de la igualdad o libertad? Y, más aún, ¿por qué seguir enfangados en tales disquisiciones si desde Lyotard sabemos que la única legitimación que se le pide al discurso del saber es que se sustente en el principio de ser producido para ser cambiado y vendido?
A modo de breve historiografía de una razón desgarrada desde su mismo acta de nacimiento, si las derechas trivializaron la razón en una especie de vaga facultad del entendimiento y, cerrando los ojos y prometiendo que dicha fractura se llenaría gracias a flujos de capital, no consiguieron sino supeditar toda razón a una racionalidad con arreglo a fines, por su parte las izquierdas, errando el tiro desde el principio, no hicieron sino cosificar dicha diferencia cegados por las promesas que todo signo guardaba detrás de sí: ¿quién les dijo que detrás de toda emancipación semiótica algo revertiría a la hora de afianzar una subjetividad que seguía viéndolo todo desde su postración?, ¿quién les dijo, por ejemplo, que debajo de una pleitesía a lo inconsciente vendría una proporcional dosis de libertad? Obviamente, preguntas sin respuesta, pero lo claro es que detrás de todo signo desmembrado en su univocidad no acampa sino el poder absolutista de un signo, que como objeto-mercancía, se felicita que otros le hayan hecho el trabajo.
Siguiendo el ejemplo psicoanalítico, angustias, esquizofrenias, neurosis, no son sino momentos límites de un poder que agoniza en su propio éxtasis triunfal: el del signo produciéndose a velocidad límite en la pantalla del simulacro globalizado. Podemos entender que el culto nietzscheano a Dionisios pudiera resultar atractivo para una época que empezaba a quedarse desconcertada ante sí misma, pero hoy en día, cuando la propia locura como momento esquizoide opera de estructura normativa en el tránsito de flujos libidinales a velocidad límite, tal culto se nos antoja como el momento original en el que las tornas se voltearon y, creyendo revelar el mito del eterno retorno como asunción del superhombre, no se consiguió más que una enfatización de la reificación semiótica gracias a la cual el objeto gana cada vez más terreno en cada repetición que se lleve a cabo.
¿No será entonces que las izquierdas han caído en la trampa que les puso las derechas a la hora de pensar la libertad desde la eticidad que solo puede venir dada en el seno de la sociedad y el Estado? Sí y no. ‘Sí’ porque las izquierdas siempre han pensado que en cuanto se deshiciese la apariencia del capital, podría restituirse el horizonte del mundo de la vida y que este tendría lugar en el seno de la sociedad. Pero lejos de haberse realizado su ‘profecía’, lo que ha ocurrido es que el capital lo ha llenado todo sumiendo la realidad en el hábitat perfecto para el desenvolvimiento del signo-mercancía, no solo camuflado baja la apariencia que quiso desvelar Marx en el fetiche, sino, sobre todo ya en esta época nuestra del hipercapitalismo, en flujos libidinales.
Y ‘no’ porque, lejos de lo que cabría pensar, lo cierto es que pensar la libertad y la igualdad ha sido desde el comienzo pensar cual es el lugar para una eticidad que se supone ser aquello que falta para que se pueda garantizar el paso consensuado de un principio de subjetividad desgajado en sus fundamentos a una intersubjetividad plena. Por tanto, pensar la sociedad, pensar el Estado, son maneras privilegiadas de pensar una eticidad que, heredera de la racionalidad, medie en la fractura en la que el sujeto ha sido arrojado. De ahí que, si no se quiere acabar en un pensar la razón como crítica de la razón, haya que trascenderla gracias al necesario impulso de normatividad intersubjetiva; y de ahí, por último en que, como Adorno intuyó, “toda razón que no trascienda terminará degollada”.

Por tanto, la paradoja última a la que cualquier conceptología ilustrada nos arroja es en este caso aquella que, si por una parte, intuye con Marx que el Estado en modo alguno transporta a la sociedad a una esfera de eticidad sino que más bien es él mismo, el Estado, expresión de la ruptura con el mundo ético, por otra parte, no es solo que ninguna filosofía de la praxis haya conseguido nunca dejar de pensar la realización de una idea de totalidad ética, sino que cualquier otra formación conceptual de la libertad, al menos entre aquellas que se sientan herederas de los principios ilustrados, no ha escapado de los dictados de una eticidad que englobe, de una manera u otra, esta unión garantizadora que Estado y/o sociedad prometen.
En este estado de cosas, la exposición que actualmente se puede ver en la sala Alcalá 31 de Madrid se dirige más a comprobar los restos del embalaje que hemos dejado por el camino que a plantearse siquiera una posible resolución a tal paradoja. Y es que los restos, que ya puede decirse son los del naufragio moderno, se dieron desde el principio: doscientos años después de que Francia invadiese España no trayendo otra cosa que la guerra bajo promesa de renovados aires ilustrados, hoy en día, con esa idiota querencia hacia los dogmas publicitarios en forma de juego onomatopéyico para las masas, las cenizas de la proclama ‘libertad, igualdad y fraternidad’ goza de un renovado esplendor en su remake postmoderno: LIF. Bajo esas letras, el arte, esta exposición, pretende aún dárselas de ducho a la hora de tomar el pulso a una sociedad que hace tiempo dejó de problematizar cualquier paradoja.
Y lo cierto es que lo intenta e incluso llega a conseguirlo por momentos. Pero, como tomando en serio sus mismos orígenes ilustrados, las obras aquí seleccionadas esquivan a menudo el entrar de lleno en el asunto temiendo que, en ese doble juego de mostrar sin ser descubierto, otras muchas paradojas que revierten en el arte puedan ser delatadas.
Porque al final todo conduce al mismo callejón sin salida: fagocitada en la misma razón ilustrada que lo acogió en su seno, quizá el arte también alegue una tregua, un parón a modo de escarceo con la frivolidad del espectáculo postmoderno. De esta manera, esta exposición abre la herida para quedarse en la mera contemplación.
Siesteando entre los conceptos de banalidad, memoria, historia, alienación, terror o marketing promocional de ideología, la exposición hace un repaso de todas y cada uno de los estratos en los que una realidad fantasmagórica ha devenido sin ser capaz de jugarse el todo por el todo. La tesis de Adorno según la cual, y en sus propias palabras, “el arte es la antítesis social de la sociedad”, de modo que “no se puede deducir inmediatamente de esta” parece ejemplarizarse a la perfección. Y no sólo eso, sino que, a mayor superficialidad en la pantalla telemática, a mayor fractura de una razón desclasada de sus propios ideales, al arte cada vez le corresponderá menos a la hora de erigirse como portaestandarte de ningún vínculo mediador entre teoría y praxis, entre realidad y mundos de vida.
De entre las obras que se pueden contemplar cabría señalar las 54 placas fotografiadas por Fontcuberta en el claustro del Hotel des Invalides, todas ellas apelando a la palabra ´memoria’; la instalación videográfica de Boltanski con imágenes captadas de todos los 6 de septiembre y emitidas a gran velocidad; la radiografía que Canogar nos propone de la futilidad y divertimento en que la más miserable de las alienaciones se ha convertido; la legitimación propagandística de cualquier realidad política resumida en el ‘tout va bien’ de Muntadas.


Todas ellas, como puede apreciarse, tienen un común denominador: la pregunta por ese alguien que falta. ¿A quién le importa una memoria que ha terminado calcinada en la instantaneidad de la hipertecnologización?, ¿quién es capaz de enfrentarse con un mundo que camina desquiciado en una reprogramación a velocidad límite de informaciones?, ¿quién puede dejar de jugar al jackpot en la era de la cibertecnología para proponer nuevos lugares para la reconfiguración ética?, ¿quién puede dejar de amodorrarse otra noche más con el ‘todo va bien’ del showman de turno? Evidentemente, la respuesta es doble: o nadie o, en todo caso, aquel que un día quisimos ser: un sujeto emancipado desde su propia razón..
Quizá por tanto la misión de la exposición se haya cumplido (si es que aún cabe alegar misiones al arte hoy en día). Porque, si es cierto que el continuo de la Historia ha quedado hecho añicos, si es cierto que como dice Habermas “las premisas de la ilustración están muertas, sólo sus consecuencias continúan rodando”, no es por ello menos cierto que aquello que sea la Historia, aquello que sean sus consecuencias, siguen apelándonos en nuestra más íntima dignidad: aquella que consiste en saberse uno con toda la humanidad y lanzados a un mismo destino de libertad, igualdad y fraternidad.

viernes, 6 de noviembre de 2009

LA TRILOGÍA KOUNELLIS


JANNIS KOUNELLIS: 'ABIERTO x OBRAS'
MATADERO MADRID: 03/10/09-15/11/09
GALERíA NIEVES FERNANDEZ: 03/10/09-15/11/09

¿Alguien se ha dado cuenta? 2009, después del 69 y del 89. Epílogo de un epílogo, o la dejación de todo intento: ningún dios nos espera ya. Si Hölderlin aún mantenía la esperanza, si Cavafis se esforzaba por rumiar los últimos vestigios, para Kounellis el fin está aquí mismo: entre las cuatro paredes de la sala del Matadero. Pero vayamos lentamente y con cuidado en nuestro recorrido.
Si bien puede convenirse que el leitmotiv del povera de que el arte debe de sustituir a la vida misma goza de una salud envidiable, seguro estamos que en absolutos aquellos pioneros pueden estar satisfechos del resultado obtenido. Si para ellos se trataba de un intento casi desesperado por dotar al arte de todo su poder expresivo y ritual, alejándose así de la epistemología del conceptualismo o minimalismo tan en boga en aquella época, ni que decir tiene que todo ese exceso que se supone origina el arte ha sido conquistado por unos mundos de vida que hacen gala de su poder dogmático, de su frivolidad y de sus ganas de espectáculo.
Así, casi más que decir que el arte ha sustituido a la vida, lo que se ajustaría más a la realidad sería apuntar que la vida ha conquistado al arte a golpe de talonario. La inocencia del povera consistía en pensar que con dar la vuelta al pedestal, todo estaría ganado, que el mundo, en un abrir y cerrar de ojos se haría uno con el arte. En todo caso, bendita inocencia. Pero vayamos todavía por laberintos más intrincados.
Si bien es cierto que en el arte contemporáneo de los últimos veinte años se ha dado lo que Hal Foster definió como una ‘vuelta a lo real’, sobre todo de mano de lo abyecto y escatológico, no menos cierto es que se ha dado también el proceso inverso: una estética de la desaparición y la invisibilidad. Pudiera pensarse que esta estética viene ya de lejos, de los movimientos minimalistas y conceptuales, o incluso dadaístas, que problematizaban la idea de objeto de arte, de obra de arte, gracias a enfatizar otros momentos creativos que no fuesen los ya consabidos de la obra-cerrada y, a poder ser, total. Pero, por el contrario, no se trata solo de una simple desmaterialización del objeto artístico como pudiera haber teorizado Lucy Lippard en su célebre ensayo.
Se trata más bien de que el arte necesita coger aire ahí donde todavía quede algo, que el arte ha perdido toda batalla a la hora de plantar cara a los procesos de reificación capitalistas y que cualquier apelación al objeto, entendido ya en todas sus dimensiones como maquina absolutista y absolutizadora, se sabe juega del lado tiránico del objeto-mercancía.
Es así por tanto que las estrategias son dobles: o apelar a un hiperrealismo que suponga un tour de force en la maquinaria hipercapitalista que lo haga perentoriamente desestabilizarse (cosa que por otra parte tiene ya poco que decir habiéndose plegado a los dictados del espectáculo y el divertimento), o hacer desaparecer al objeto mismo para que el arte, desfondado de aquello que le resulta demasiado cómodo, trate de llegar a alguna orilla antes de perecer ahogado.
La premisa de Baudrillard de que el arte se ha convertido en un sinfín de imágenes donde ya no hay nada que ver se ha hecho real: no hay nada que ver, en sentido positivo y eminentemente diferente de aquel que intentaba darle el sociólogo francés, porque el arte postmoderno todavía tiene el mínimo de sentido común para saberse dominado en su propio terreno de juego y saber que su misión ya no es la de proponer ‘nuevas’ imágenes.



Nuestra encrucijada es entonces la siguiente: o el proceso de ocultamiento con que el arte parece querer jugar sus últimas cartas resulta de veras creíble y capaz de plantar cara a la dogmática del poder maquínico del objeto o, sintiéndolo mucho, no será sino el canto del cisne de un arte que, incluso a la hora de su muerte, corre sin saberlo al encuentro con el poder que le destruye. Porque, ¿no será ese retraimiento un momento más en la economía del signo que ensaya con el arte cómo hacerse hipervisible incluso en los momentos de ceguera?, ¿no será ese ocultarse la prueba más clara de que renunciamos a las claras a correr el velo de lo Real llevando acabo el último simulacro que el objeto necesita para su hegemonía: hacer como si todavía estuviésemos al acecho aun sabedores de que nuestra pose es la de la rendición absoluta?
Lo Real de la mercancía es aquello que consigue fetichizar toda mercancía, eso que precisamente nunca se cumple, el engaño al que siempre somos sometidos creyendo en un ‘plus de goce’ que nunca termina por satisfacerse. Y, por tanto, negarnos a la pura visibilidad de la mercancía puede ser entendido como una especie de ‘epojé’ fenomenológica que simula con dejar sólo al objeto-mercancía en su juego pero que nos puede salir muy caro debido al hecho de que sea obvio que el objeto no nos necesita ni siquiera para postularse como mercancía.
Sea como fuera, y como pronosticar no es nuestro fuerte, quedémonos con la idea de que esta diatriba sobre el ocultar y desocultar no es demasiado lejana a los presupuestos del povera. Los artistas povera sabían ya que las estrategias minimalistas o conceptualista, y mucho más aún las que pudieran venir del pop, no eran más que simulaciones de andar por casa con la que querer desconectar al signo de su entramado praxeológico. Ya fuese debido a privilegiar el momento de la contemplación, o por querer sustituir al objeto por su idea como hacía canónicamente el conceptualismo, o incluso por plegarse sin ningún rubor a la propia maquinaria del signo esperando llegase de no se sabe dónde el momento de desvelamiento, lo cierto es que el arte estaba demasiado cómodo parapetado detrás de unas estrategias que poco a poco lo fueron convirtiendo, al arte, en un hacer remolón y amanerado, más preocupado por sus quince minutos de fama que por cargar sobre sus espaldas con la labor que se le suponía.
El arte povera sabe, quizá fue el primero en saber, que la partida se jugaba en los dominios del objeto-mercancía, que era necesario no solo esperar a momentos de asunción con los brazos cruzados, que nada, nada en absoluto, iba a ser dejado al azar por una economía que comenzaba ya a dar muestras de su arma más poderosa: el simulacro. Desanclado ya de su lógica del causa-efecto, consumido en una vorágine que hacía cada vez más insalvable la grieta entre el valor de cambio y el valor de uso, al objeto le valía cada vez instantes más fagocitados para postularse como lo que de veras era: quantums de información dispuesta para ser consumida de inmediato.
Así, el arte povera renuncia a seguir dictado alguno y va al centro del asunto: un arte pobre para no dejarse cegar por la luz de un arte que comenzaba a hacer acopio de poderes en forma de frivolidad, glamurismo y cortedaz de miras. Venidos los primeros artistas povera de Italia y Grecia, su arte apuntaba a un dotar al objeto de su esencia más primitiva: aquella que la conectaba casi con el principio del logos y del mito. El objeto, desanclado por completo de su dimensión mercantil, se postulaba como simple material, como pedazo de naturaleza con la que seguir la labor ancestral de creación humana. La fuerza y sentido de sus obras remitían a una activación energética de los materiales que las ponía en comunión con el origen, con el momento en que el hombre era uno con la Naturaleza: el hierro no es aún hierro, la madera no es aún madera. Eso vendría más tarde, cuando se olvidó de que, en palabras de Adorno y Horkheimer, “la falsa claridad es sólo otra expresión del mito” y que “éste ha sido siempre oscuro y evidente a la vez, y desde siempre se ha distinguido por su familiaridad y por eximirse del trabajo del concepto”.





No se trataba ya de re-presentar sencillamente porque se quería hacer el esfuerzo de rememorar un origen donde aún nada había adquirido la posibilidad de ser representado. Daba igual un iglú que una docena de caballos, la pregunta sería la misma: ¿por qué sustituir un caballo por la representación de un caballo pudiendo tener al mismísimo caballo? El sentido de la obra no hay que buscarlo en ninguna hermenéutica ni en ninguna obtusa conceptualización: no mundos de vida, sino un único mundo de vida destilado de aquel origen en el que se sabía qué era un caballo pese a no haberlo nombrado nunca, pese a no haberlo re-presentado nunca. El propio Kounellis dice que su arte “significa vivir en este espacio (en ese espacio previo) darle dimensión y así tener la libertad de crear arte”. Donde nos atrevemos a corregirle es que, en esas condiciones, ya toda creación sería, por sí misma, arte.
Así, llegamos a la primera parada. 1969: Kounellis muestra doce caballos vivos en una galería como obra de arte. A partir de aquí, las cosas toman una velocidad endiablada. 1989: Kounellis expone la carne y el esqueleto de un animal muerto. 2009: en el antiguo Matadero de Madrid, Kounellis expone… un cuchillo de matarife. ¿Demasiada casualidad o es, como dijimos al empezar, el epitafio de toda una cultura que ha sido mostrada, troceada y aniquilada en el matadero de la superficie telemática del simulacro globalizado?
Al principio, al entrar, el entramado de cuerdas es muy poco obvio, apenas una cuerda atada a una columna que luego va a otra. Pero, poco a poco, la red se hace más abigarrada, más espesa. La cuerda se va retorciendo de columna en columna en un zigzag cada vez más denso formando un laberinto que no sabemos si hay que traspasar o sólo seguir con la mirada. Pero es sólo el tiempo justo en percatarnos de que ahí, en el mismo centro de la sala, del matadero, cuelga algo. Caminamos entonces despacio pero sabiendo donde ir, engañándonos en un laberinto que ya no es tal.
Desde media distancia ya se distingue, pero queremos llegar hasta él. La luz le da cenitalmente y dudamos de que sea lo que parece ser. Pero sí, un cuchillo, limpio y como nuevo, cuelga rodeado de una tensión de cuerdas que se coagulan ya en la segunda mitad del matadero hasta casi la asfixia.


Lo que queda, ese dramatismo de las cuerdas que no se sabe muy bien si empuja al cuchillo a elevarse en su propia tensión o si, por el contrario, pretende obstruir el paso hasta aquello que no ha de verse, es lo que conforma la obra en su totalidad: una nada, un vacío, un suceso que solo nos cabe silenciarlo. La obra de Kounellis, esta obra, ya no remite, porque no puede, a tensionar elementos, a moverse en lo rememorante de un pasado que se sabe ya nunca vendrá.
Nos atrevimos a mostrar caballos porque todavía esperábamos un arte capaz de sobreponerse a la tibieza en que se había convertido la representación del imaginario capitalista; nos atrevimos, ya bien entrados en la postmodernidad, a problematizar el encuentro traumático con lo Real mostrando vísceras y restos animales para ver si lo abyecto era propicio a conjurar el poder de un objeto que ya se postulaba eminentemente como mercancía.
Pero hoy, en un mundo que ni mira ni ve, la tragedia griega es esto: un silencio coagulado en el dramatismo de una tensión que sabe que toda violencia debe ser hiper, que todo acontecimiento es tan futil como innecesario. La obra sería entonces el reverso de lo que propone esta estética de lo oculto, estética que ha de comprenderse como el límite propio de un arte que desfallece sabedor de que no el queda apenas tiempo: coger el cuchillo, tener las agallas. Simplemente eso sería suficiente, sangraría por sí mismo.
Pero aún con todo, creemos, sería igual de inútil. A raíz de una obra que consistía en unas bolsas de carbón con cortes, Kounellis decía: “No, los cortes no son heridas. Heridas, como las del apóstol Santo Tomás que introdujo sus dedos en las heridas de Cristo. Son parte de mi cultura. Los cortes no tienen nada que ver con esa clase de heridas. Las heridas están en mi sangre.” Es decir, la herida está por dentro, la sangre es ya herida, nace infestada. Interior y exterior se confunden en un infrafino duchampiano que remite a la identidad ontológica en que ha devenido el mostrar y el ocultar: cuando ser y nada se confunden en el límite del simulacro postmoderno; la aletheia heideggeriana se atrofia en un desvelar que, a fin de cuentas, resulta no ser nada.
Cansados de ser Odiseo, el hombre postmoderno prefiere a todas luces silenciar su lucha y plegarse ya con descaro al silencio de una lucha y un destino que permite sea programado por el ordenador de turno, anestesiada por la risa enlatada del showman nocturno y deglutida en impulsos libidinales de nauseabundo hiperconsumismo. Al arte le queda únicamente mostrar el lugar de la batalla. Lo que no sabemos aún es si este matadero es un ‘antes’ o ‘después’ de la batalla, pero lo cierto es que quedan ya pocas orillas donde poder arribar: incluso Ítaca puede que sea sólo un simulacro más.