jueves, 30 de septiembre de 2010

FUGAS DE LA RAZÓN: EL OTRO COMO ESPEJO INVERTIDO


ZWELETHU MTHETHWA: “CONTEMPORARY GLADIATORS/BRICK WORKERS
GALERÍA OLIVA ARAUNA: hasta el 14/10/10
(artículo original en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=375)

Cuesta mirar de otra manera. Cuesta desprenderse de todos los etnocentrismos y occidentalismos con que nos hemos ido constituyendo durante siglos. Si como sostenían ya Adorno y Horkheimer la Ilustración no hace sino recaer en mito, si la razón bienpensante, autónoma e ilustrada fue hace ya tiempo desenmascarada como estrategia de poder puesta al servicio de un irracionalismo tan contumaz como perspicaz, normal entonces que nuestros mitos aboguen por una estrategia de totalidad tan mentirosa como lo ha sido desde siempre.
Solo que, actualmente, las estrategias adoptadas por una razón que halla en su carácter entumecido y paralítico el mayor caudal de semantización social han terminado por adoptar las formas de la hipertolerancia laica, de lo políticamente correcto y de la vacuidad librepensadora a la hora de dar contenidos programáticos de un poder que halla así acomodo en cualquier discurso y que produce subjetividades nihilistas, serviles y atomizadas en un espacio público carente de cualquier instancia crítica y comunicativa.
Fue ya en los años ochenta, cuando la narración marxista de la historia encallaba definitivamente, cuando la lógica del capital encumbró a estrategia homogenizadora precisamente aquello que parecía sepultarla por completo: dar voz, de una vez por todas, a todo lo olvidado del mundo.
La razón, herida de muerte en su labor de autofundamentación, renuncia definitivamente a ella y adopta cínicamente la postura contraria: aquella que cabe cifrar como la apertura a todos los regímenes discursivos, especialmente aquellos que pudieran entenderse como contrarios, para así intentar extender la razón pluralizándola y flexibilizándola a ámbitos marginados por la razón práctica.
Hasta tal punto ha llegado la fuga de la razón a ámbitos hasta entonces supuestamente contrarios que el mito en que cabe cifrar toda la conceptología postmoderna no es otro que el ya recurrente mito del otro. De esta manera la Historia, al tiempo que queda amputada de toda resignificación utópica, coloca en su mismo centro aquello que hasta entonces había sido marginado y reprimido. Sin embargo, este recurso al otro supone una superación mística de la crisis de la razón clásica ya que otorga a estos elementos marginales el cometido trascendente de convertirse en fundamento fuerte.
Porque, sin lugar a dudas, esta posthistoria que trata de hallar sentido remitiéndose al carácter emancipador que otorga una micropolítica de las identidades, no supone otra cosa que una fragmentación del espacio público en microdensidades incapaces de reinterpretarse semánticamente en un campo social voladizo y nómada. Precisamente de este malestar a escala microsubjetiva recoge la lógica del hipercapital la energía libidinal necesaria para catexizar un campo social sin necesidad de remitirse a estructuras sociales ni jerárquicas.
Ya Guattari, quizá el primero en romper con el reinado de las mayorías, supo ver que el potencial libidinal de las minorías solo sería tal mientras se afirmasen éstas en la idiosincrasia de su propio devenir. Pero la Historia, lejos de plasmar la idoneidad de fragmentar la razón en un escenario polisémico y poliédrico, ha venido a dar la razón a aquellos que veían en esta idealización mitológica del otro la imagen especular de una razón que se resignaba a darse por vencida.


El arte, como producto ilustrado, también se las ha tenido que ver con esta apertura de miras que ha supuesto el giro discursivo de la postmodernidad y, al igual que el resto de instancias, ha desatinado el tino las más de las veces. Las palabras de Thomas McEvilley con ocasión de una de las primeras muestras de arte global, “Magos de la tierra”, que tuvo lugar en 1989 en el Pompidue, vienen a corroborar que la cosa venía ya de lejos: “Conforme los críticos occidentales de principios de siglo XX fueron dando a los objetos tribales capturados el calificativo de “arte”, y mientras esos objetos empezaban a ser trasladados de los museos etnológicos a los museos de arte, los objetos pasaban a integrarse de forma creciente en al gran seria de fetiches modernos garantes de la superioridad de Occidente”.
El acierto de sus palabras dan de lleno en la diana al sostener que, aquello que hemos llamado el ‘mito del otro’, no es otra cosa que el “descubrimiento de que las categorías y los criterios no poseen validez innata y que su transgresión puede ser un camino hacia al libertad”. Así entonces, encontrar en la apertura al otro una mera anécdota con la que estirar un discurso machaconamente insistente en su endogámica fruslería donde, con el correr de los años, se ha hecho patente que “la concentración en la diferencia que honra al otro y le permite ser él mismo” nunca ha dejado de tener una mirada occidentalizada, una mirada que, por ejemplo, ve en el gigante China no ya una otredad, sino un efecto especular con el que dinamizar mercados, no ha dejado de ser nunca la postura de un arte que, desde la atalaya que le otorga el destino de su concepto, ha estado siempre orgulloso de su origen.
No obstante, las cosas han cambiado bastante y con la nueva era iniciada por el Capitalismo Mundial Integrado no queda región, por remota que sea, que no sufra en sus propias carnes el fracaso de una utopía que, pese a quedar desinstalada de los dispositivos occidentales de producción hace ya tiempo, sigue ejerciendo una fantasmal fascinación en el Tercer Mundo.
Es solo desde esta perspectiva desde donde cabe entender el trabajo fotográfico llevado a cabo por Zwelethu Mthethwa y que hasta el día 14 de Octubre podemos ver en la Galería Oliva Arauna de Madrid. Si hasta hace bien poco éramos nosotros los que mirábamos al Tercer Mundo con bobalicona sonrisa caritativa, desde hace ya un tiempo son ellos los que, lacerados más si cabe por una utopía económica que hizo dejación de principios dejándolo todo en manos de unos mecanismos de mercado que virtualizaron toda realidad en favor del capital, tienen la suficiente dignidad como para devolvernos una mirada donde la tensión entre orgullo y miseria desencadena la última fractura de una razón que, en su huida, solo sabe correr hacia delante.



Amparados en la dignidad que supone ser colonizados por la lógica de una hipermodernidad que arrasa a nivel global, su mirada se nos muestra como la rebeldía de un imposible, como la dignidad de quien soporta un olvido. La cámara de Mthethwa se ha detenido en los suburbios, en los basureros de las urbes africanas, para mostrarnos casi documentalmente el retrato de una vida que nunca fue elegida y que se debate día y noche al borde del colapso.
Esos retratos destilan toda la amargura de saberse una víctima pero también la plomiza serenidad del que sabe que solo en la lucha está la verdadera razón, esa que no es imagen especular de ningún desastre ni otredad fantasmal de ninguna mentira. No quisiéramos caer en ningún idealismo de la otredad pero, contemplando estas fotografías, uno bien pudiera preguntarse: ¿quién, realmente, es el otro? Con tan solo plantear este enfrentamiento, esta duda donde todas las seguridades construidas por la razón occidental vienen a coincidir en un juego de espejos donde ni siquiera el origen es del todo cierto, el arte, al menos el de esta exposición, dice mucho más de lo que muchos otros callan para sí.

lunes, 27 de septiembre de 2010

IMÁGENES SIN TIEMPO


ELGAR ESSER: ‘SIN TIEMPO’
GALERÍA FÚCARES: hasta el 23 de Octubre
(texto original en Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20721/Elger-Esser-en-la-Galeria-Fucares)

Si el problema del arte está indisolublemente ligado al problema de la representación, esta posible dialéctica que transita por la superficie de la historia del arte ha quedado implosionada debido a la insólita aceleración que han sufrido los medios de reproducción en las últimas tres décadas.
Sin duda alguna, y en este sentido, al arte moderno, entendiendo por tal la producción artística que surge con la Ilustración, le ha costado comprenderse a sí mismo ya que a duras penas accedía a desprenderse de nociones clásicas tales como catarsis o mímesis. La fotografía, encumbrada ya sin ningún género de dudas a la categoría de arte, es la prueba fehaciente de lo que le ha costado al propio arte llegar a tener una intuición clara de cual era su destino. Ella misma tuvo que esperar casi un siglo a que los textos clarificadores de Benjamin pusieran luz sobre una problemática que parecía enquistada y atrincherada en posturas premodernas cifrando hasta entonces todo su potencial en la innata capacidad para la imitación y el detalle.
Para centrar el asunto, la confusión estriba en que, siguiendo al recientemente fallecido José Luis Brea en uno de sus clarificadores textos, “es un error pensar que ellas (las imágenes) tienen algo que decirnos, acaso que representan el mundo –o lo real”. Porque lo cierto es que el potencial de las imágenes desborda con mucho esa relación unívoca que para muchos aún hoy sigue siendo válida: “ellas son portadoras, por encima de todo, de un potencial simbólico, de la fuerza de abrir para nosotros un mundo de esperanzas, de creencias, un horizonte de ideas muy generales y abstracto al que nos enfrentamos movilizando, sobre todo, nuestro deseo”.
Si, por último, el deseo, a través de las diversas teorías postestructuralistas, no remite a ninguna carencia ni a ninguna represión edípica, sino que es algo que se produce socialmente, la ecuación termina por plegarse sobre sí misma: el arte, arte como producción de imágenes potencialmente simbólicas, ha de quedar ligado a los medios de reproducción con que cada sociedad produce su imaginario colectivo para, al tiempo que problematizarlo y cuestionarlo, no olvidar el carácter dinamizador, esperanzador y utópico con que dichas imágenes deben estar cargadas.
La obra de Elger Esser (Stuttgart, 1967) que hasta le día 23 de Octubre puede verse en la Galería Fúcares da cumplida cuenta de estas dos ambiciones que esencian por completo al arte de manera tan exquisita como contundente. Su trabajo hace hincapié en la memoria, en la recuperación archivística de documentos fotográficos de principios de siglo XX para reactualizarlos utilizando la tradicional reproducción del heliograbado y del coloreado manual.
De esta forma, la reproducción de imágenes ya olvidada en el archivo memorístico es reactualizada y devuelta al espacio de lo simbólico pero no utilizando para ello un nuevo medio de reproducción, sino el que le era propio en el tiempo de su primera reproducción. El juego de tiempos entra de lleno en el espacio de la reproducción de imágenes para trasportarnos a un tiempo fuera del tiempo. Lo olvidado, lo sepultado ya por la pulsión esquizofrénica de archivo de nuestra cultura, es traído de nuevo a una memoria que se ve de pronto sacudida por un intruso, por una imagen para la que ya pasó su tiempo.
La parada, el autocuestionamiento que crea semejante intrusión en el actual ritmo frenético de producción de imágenes nos hace cuestionarnos, más que cualquier otra imagen actual, si no es demasiado lo que se está quedando olvidado por el camino, si nos conviene a nosotros mismos, mónadas nómadas, habitar un espacio donde se premia la fluidez, la flexibilidad y la hiperproducción.




Para acentuar la íntima relación que tiene la formación de subjetividades en el régimen de producción sostenido por cada cultura, una segunda serie de heliograbados nos remite a una memoria que ya no es la del archivo colectivo, sino la nuestra propia. Ahora Esser invierte levemente el proceso: si las fotografías son ahora actuales, los métodos de reproducción siguen siendo los clásicos. Ahora, la asincronía es otra y es nuestra memoria la que de inmediato se ve lanzada a un pasado que nunca ha sido el suyo pero que cree reconocer.
Inspirados en el Combray de Proust, estas fotografías nos demuestran que nuestra memoria es ahora la del ‘tiempo perdido’: la otra mitad, no la que quedó olvidada, sino la que nunca fue actual, la que se mantuvo en el plano de la virtualidad absoluta. Buscarnos en las imágenes de estas fotografías es concluir que nunca hemos dejado de ser una diferencia, aquella que media entre el tiempo pasado nunca vivido y el tiempo presente que se repite en él.
En definitiva, la magnífica exposición de Esser nos demuestra algo que por sabido, nos cuesta trabajo reconocer: que las imágenes no representan nada, que ni siquiera están nunca completas. Una pátina de memoria y olvido, de promesa y esperanza, las cubre por completo como una fina capa de oro. Como decía Brea, las imágenes, solo ellas, tienen la capacidad de abrirnos el mundo.

lunes, 20 de septiembre de 2010

TOPOLOGÍAS DEL SIMULACRO: EL ARTE DEL DESPLAZAMIENTO

DESPLAZAMIENTOS
LA CASA ENCENDIDA: 09/09/10-24/10/10

Las estructuras se desplazan. El centro, licuado en la velocidad exponencial que aquellas adquieren, es un resto, una huella. Todo gira en la instantaneidad de lo hipernovedoso. Pero, al mismo tiempo, la posibilidad de una ulterior esperanza, de un destello de salvación. La tectónica es el nuevo paradigma del hipercapital. Mientras una placa se resuelve en regresión constante, la otra adquiere velocidad de crucero en la libidinal persecución de un deseo que se categoriza como antropológicamente esenciante.

Todo queda desplazado, atrincherado en su retaguardia o lanzado a explorar aperturas antes ni siquiera atisbadas. La reverberación de las series se postula como pathos donde el humano postmoderno se las ve y se las desea para hallar sustento y acomodo. El fundamento se abre ahora más que nunca a una esenciante desfundamentación. El abismo es nuestro destino.

Al quedar todo desplazado, sin ninguna estructura jerárquica a la que remitir, la visión queda narcotizada en los faustos de una hiperexposición a la novedad, al consumismo de lo que vale un aleteo en el plano de inmanencia. El consumismo, como sostiene Zygmunt Bauman, no es en anhelo de poseerlo todo, sino la capacidad innata al hombre contemporáneo de desprenderse de cualquier cosa al instante siguiente de haberlo conseguido.

La memoria queda reducida a cero en la instantaneidad de una subjetividad que se autodeglute, la cultura redunda en una pulsión de archivo como reinterpretación de una pulsión de muerte que seduce tanto como aterra, la ruina, lejos de anhelar románticamente un pasado aún por venir, patentiza más si cabe la renuncia a cualquier atisbo de esperanza.


El régimen escópico de la sociedad desplazada es la hipervisualidad de lo invisible. Si hasta hace bien poco la práctica artística sostenía aún con penurias y de forma negativa la noción de estructura en un juego polisémico que redundaba en apropiacionismos donde el hecho de seleccionar, escoger y combinar estaba considerado el grueso de la capacidad artística de un artista que seguía al pie de la letra los dictados de la muere del artista pregonizados por Roland Barthes, ahora el arte remite antes que nada a abrir aperturas de sentido en esa tectónica de base que supone el régimen de lo hipervisual sostenido por la economía del telesimulacro global.

De ahí que el arte actual, al tiempo que insiste en su capacidad de autocuestionamiento de una razón que se evade por los márgenes de lo establecido como racional, al tiempo que trae para sí la misión de seguir los devaneos de una razón que ha resultado falsa y enmascaradora, se erige como dispositivo mediante el cual operar una apertura en el cierre sellado por la tele presencia del signo-mercancía. De ahí que para el arte quede entonces la misión neobarroca y postconceptual, siguiendo aquí a José Luis Brea, de abrir el pliegue en una alegoría que más que representar señale, de promover una reverberación de más entre las placas que sugiera la radical posibilidad del accidente, de reterritorializar flujos que posibiliten una reasignación reflexiva en el imaginario colectivo.

Si lo ciber-postmoderno se inspira en lo transutópico de una colección de fragmentos, en un residuo hipertextual, en una amalgama de lecturas a saltos y en el ejercicio transbanal del pastiche donde lo paranoico, lo provocativo y excitante adquiere rango de hiperreal, al arte no le cabe otra sino crear una diferencia en la tectónica de superficie y barruntar el sortilegio necesario para que el simulacro de la geopolítica atesore una utópica resistencia al desvarío servil de la eugenesia generalizada en el hiperconformismo actual.

Y si hacemos hincapié en lo geopolítico es porque, como indica Vattimo, la transformación más radical en el cambio que media entre la modernidad y la era de lo ‘post’ ha sido el paso de la utopía a la heterotopía. Si el espacio es heterogéneo es precisamente acotando el campo de acción como las estrategias del poder, solapándose unas a otras en una heteronomía estratificada, llevan a acabo el tour de force de unos regímenes disciplinarios que meten el bisturí hasta el fondo seleccionando y acotando la muestra hasta la exclusión definitiva de todo lo social.

En este sentido, Fernando Castro Flórez señaló en un texto la heterotopía artística contemporánea como aquella que “está caracterizada por un afán contextualizador que, al fijarse obsesivamente en el territorio del museo, acaba por ser tautología”. Y eso, precisamente, es lo que hay que tratar de evitar a toda costa: que la capacidad de resignificación del arte quede cifrada y reconducida a instalarse someramente entre cuatro paredes y, desde ahí, atisbar un simulacro de generación de experiencias.

Así pues, si el arte está destinado a recartografiar el espacio, si ha de proceder genealógicamente en busca no tanto de un origen como de un comienzo, obviamente que su propia capacidad de autoreflexión es lo que en primer término ha de ponerse en cuestión, ya que un arte que no escape a sus propias heterototías poco o nada puede hacer frente al poder omnívoro del simulacro hiperreal.

Desplazamientos’, la actual exposición en La Casa Encendia y con la que se celebra el décimo aniversario de los Premios Generaciones, ha seleccionado a diez de sus hoy más afamados participantes para dilucidar las posibilidades reales del arte en relación a abrir una sutura en la tectónica de superficies que sella de modo maquínico la lógica de lo hipermoderno.

En todos ellos el material de trabajo es el mismo: el espacio. La labor de cada artista consiste entonces a generar una torsión, un desplazamiento en el plano de inmanencia en que dicho espacio queda clausurado. Las estrategias son diferentes: resimbolizar o resignificar, operar una regresión que señale una ausencia o un punto de fuga, repolitizarlo ideológicamente o problematizarlo en relación a su carácter de obra de arte.

Todo redunda, por tanto, en un asincronía entre las serie de las superficies que supuestamente estructuran nuestro imaginario. El espacio, en manos de estos artistas, deviene lugar de vagabundeo de una memoria nómada, territorios donde inscribir una semantización topológica diferente, ideológica y pulsional, geologías de lo posible/imposible, de la huella, el rastro y la ausencia.

Quizá solo así, pidiendo cuentas al arte en su labor de operar la disincronía y la fugacidad, podemos a fin de cuentas reterritorializar un espacio, el social, preso hasta ahora de la catexis impositiva de un capital que necesita pleitesía plena para proceder a la producción de subjetividades a pleno rendimiento. Si la incapacidad subjetiva para establecer analogías conlleva una desorientación existencial del sujeto postmoderno y un atrincheramiento en la seguridad que otorga la proliferación de no-lugares, quizá vaya ya siendo hora de atrevernos a derribar los muros que nosotros mismos levantamos en su día.

domingo, 19 de septiembre de 2010

ARTE EN DISOLUCIÓN: LA VERDAD PROCESUAL DEL ARTE


TXOMIN BADIOLA: “GODVIBES/LO QUE LA VERDAD ESCONDE
GALERÍA SOLEDAD LORENZO: hasta el 9 de Octubre
(artículo original en Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20710/Txomin-Badiola-en-Soledad-Lorenzo)
Si como apunta Zygmunt Bauman “la mortalidad humana es la raison d’être del arte”, lo cierto es que el cada vez mayor interés del arte por lo procesual y lo efímero nos hace pensar que es tomando la estrategia aparentemente opuesta como éste parece enfrentarse con su destino. Pero es que, y como apostilla el sociólogo polaco tomando las palabras de la artista Przybyla, “estarás vivo siempre que estés degradándote; si has de durar es que ya estás muerto”.
Sin querer desde aquí andarnos por las ramas de la nueva relación que establece el arte contemporáneo con la cuestión de la inmortalidad, lo que sí que es cierto es que, si la modernidad se explica como un proceso de aceleración de los tiempos, si el arte ha tomado la senda de autodigerirse en su instantánea fluidez, lo institucional y museístico, lo comercial y todo ámbito de exposición, suponen un límite irrebasable para el propio arte.
Y es que, si como decimos, el arte ha de evitar que la humanidad olvide su propia mortalidad, si para ello apuesta decididamente por lo fragmentario, lo efímero y lo perecedero, es obvio que su frontera está cada vez más en los anquilosados modos de exposición.
Es a esta problemática hacia la que apunta la actual exposición de Txomin Badiola y que hasta el propio día 9 de Octubre puede verse en la Galería Soledad Lorenzo. La historia es bien sencilla: a partir de tres exposiciones que debían coincidir en el tiempo en el MUSAC, los tres implicados, Sergio Priego, Jon Mikel Euba y el propio Badiola, decidieron darle un aire nuevo y promover algo bien distinto: en lugar de que la inauguración de la exposición fuese el punto final, en este caso no suponía más que el comienzo de una interacción entre los tres artistas.
Reunidos durante 40 días y trabajando 8 horas al día junto a quince voluntarios seleccionados de las facultades circundantes, dieron forma a 30 ejercicios (10 por cada artista) que surgieron a raíz de tres diferentes propuestas expositivas que contenían las condiciones para su ulterior desarrollo.
De esta forma tan aparentemente simple se consigue poner entre paréntesis las propias condiciones sobre las que se levanta cualquier exposición: la producción y recepción de las obras de arte, el papel desempañado por los actores implicados, ya sean los propios artistas o la institución museo, la naturaleza de la supuesta experiencia estética, etc. El carácter de laboratorio en que quedó cifrado este proyecto PROFORMA 2010 queda aún mejor caracterizado si tenemos en cuenta las palabras de Badiola al comentar que los ejercicios consistieron en la realización de “un momento generador de experiencia, de pensamiento o de cuerpos físicos” de manera que cada uno de ellos producía “resultados físicos o inmateriales”.
De todo esto se pueden sacar multitud de consecuencias: ¿tienen aún sentido las fórmulas de producción/exposición para un arte que intuye cada vez más que su salvación solo puede suceder fugándose de su propio concepto y cayendo en las redes de lo efímero, lo inmaterial y lo procesual?, ¿qué carácter ha de tener lo institucional y comercial para un arte que se postula como ámbito de experimentación e interacción, y donde el artista las más de las veces queda “reducido” a promotor de nuevas plataformas para la expresión?



Tres de los ejercicios que Badiola llevó a cabo en dicha PROFORMA pueden ahora verse, transformados, en la exposición que nos ofrece Soledad Lorenzo. El primero de ellos, “Lo que la verdad esconde”, alude a la imposibilidad de llegar a la verdad que ofrece un signo ya que el propio soporte mediático la ha de ocultar. Boris Groys es citado con solvencia: “el signo tapa la visión del soporte del medio que soporta. Por eso, la verdad mediática del signo sólo se muestra cuando ese signo es eliminado y retirado”. Bloques escultóricos y frases en las que se reconoce algún tipo de intensidad redundan siempre en el juego de la imposibilidad implícita de un signo a ser mostrado tal cual es.
El segundo ejercicio, “Consideraciones sobre la creación artística puntualizadas por un pusilánime en 5 jornadas”, parte de un texto confeccionado todo él a partir de citas, en el que un personaje realiza una serie de consideraciones sobre el arte dando pie para que el pusilánime y el aficionado las desarrollen. El texto se desarrolla en un doble ámbito, el de lo meramente textual y el de su ejecución en voz alta, reuniéndose para esto último grupos de tres personas que ensayarán durante la dicción diferentes posturas corporales.
Ambos ámbitos vienen sin embargo a coincidir en lo inespecífico de la autoría en que todo discurso queda disuelto. Siendo como es nuestra cultura la cultura del cut and paste y del do it yourself, todo contenido epistémico queda sepultado por una discursividad siempre fraccionaria, que hace de la cita leitmotiv y que consigue que preguntas acerca del autor o de quién habla queden anuladas. Al final, y como bien señala el autor, quizá lo propio de nuestra época no sea tanto quién habla sino que, definitivamente, hay alguien que habla.


El último ejercicio, “Goodvibes”, recoge para sí diferentes objetos que aluden todos ellos a la idea de “vanitas” y “memento mori” para que, entre ellos, reformulen a través de la perfomance puesta en juego ambas ideas. La escultura de una calavera que remite al monólogo “Alas poor Yorik” de Hamlet y la letra de una canción que alude a la fatuidad de todo deseo, son los principales objetos sobre lo que se construye una contundente reinterpretación de los aspectos más grotescos de una vanidad que no hace sino disolverse en sinsentido.
Estos tres ejercicios, junto con los otros dos que desde el 18 de Septiembre podrán verse en el CA2M, posibilitarán que el grueso de la participación de Badiola en PROFORMA 2010 sea mostrada al público madrileño.

jueves, 16 de septiembre de 2010

EPIGRAMÁTICA DE LO VIRTUAL


PABLO VALBUENA: "PUNTOS DE FUGA / VANISHING POINTS"
GALERÍA MAX ESTRELLA: 09/09/10-23/10/10


Si hay algo que caracteriza a esta época nuestra de detritus gnoseológico es la de nadar en un mar nauseabundamente lleno de conceptos manoseados hasta el infinito. Pero es que la tardo-postmodernidad es eso y poco más: crear un armazón conceptual que remita a instancias fracturadas, a lugares abotargados por lo fragmentario de un discurso que se sostiene en su propio carácter de inasible en lo ruinoso de nuestro propio tiempo. En definitiva, cuando el carácter óntico de la realidad descansa sobre un concepto tan voluble y omniabarcante como el de simulacro, poco se puede esperar.
Y lo cierto es que desde la atalaya que supone tal concepto, todo puede adquirir rango de categoría esencial. El simulacro, el eterno retorno de la diferencia, la estratificación perpetua de una mismidad que retorna ad infinitum como copia de una copia, se ha instalado con plenos poderes para, desde el poder despótico que le otorga el mito de la transvaloración, legitimar cualquier discurso.
Lo siniestro de todo esto es que el dogma del devenir que sostiene la actual cultura cibernética guarda en su esencia aquello precisamente que quería sortear. El miedo, la fatuidad en la acción revolucionaria, la oportunidad para ejercitarse de manera novedosa en el servilismo que se oculta en lo transgresor de una pose, todo ello viene a coincidir en la catatonia efectista en que todo ámbito productivo ha caído cuando menos se lo esperaba.
El arte, a la hora de afirmarse como instancia contradiscursiva, no podía ser menos. Amparado en unas prácticas que se postulan como críticas contra el imperio de la producción capitalista no hacen, las más de las veces, sino seguir el ritmo a la hipotastación de todo reducto de libertad ejercido por el poder maquínico del signo-mercancía.
Si, como sostiene Adorno, “el arte debe cargar con toda la culpa del mundo”, lo cierto es que la culpa que se destila de unas prácticas artísticas que corren parejas con la producción a velocidad límite del simulacro a escala global parece ya imposible de hallar redención.
¿No estaremos, por tanto, a las puertas del tan cacareado ‘fin del arte’?, ¿no supondrá tal fin del arte, por el contrario, la posibilidad más plausible de por fin abrir un claro que posibilite un encuentro con la esencia, ocultada en sus herejías, del propio arte? Ya que los ecos de Heidegger son aquí innegables, inferir de todo esto la posibilidad de un ereignis donde el hombre quede abierto al encontronazo con lo verdad del arte asusta más que otra cosa: ¿es tan inoperante el arte que en los últimos cincuenta años no ha sido capaz de siquiera intuir que su papel de comparsa en relación a una comprensión de la realidad como simulacro no le otorga ninguna otra capacidad que no sea la de efectiva regresión poética a un pasado nunca sido?
Así, un arte que abra las puertas a una ulterior posibilidad de salvación ha de venir, antes que nada, de una reflexión acerca de los asideros donde arte y simulacro se dan el uno al otro sin esperar otra cosa que una plácida siesta.
En este sentido, la obra de Pablo Valbuena, del que ya tuvimos una fantástica prueba en la instalación que llevó a cabo en el Matadero Madrid y que ahora en la Galería Max Estrella certifica con incuestionable solvencia, puede comprenderse como un intento de redescubrir aquello que quedó olvidado y que ahora no hace, como hemos venido diciendo, sino abocar al arte al más estrepitoso de sus fracasos.
El punto de partida de Valbuena consiste en permanecer fiel al espíritu de la diferencia que animó desde el comienzo la conceptualización de la noción de simulacro. Lejos de caer en un idealismo del simulacro à la Baudrillard, de plegarse a los dictados del fluir más descafeinado, el simulacro de Valbuena retoma para sí un pensamiento de la diferencia que, lejos de subvertir los órdenes, apuesta por un simulacro que muestra la esencia misma de los acontecimientos.


Así, su diferencia no es la que viene sobrepotenciada por un retorno siempre más desquiciado, no es la que privilegia idealmente el devenir en detrimento de la presencia. Su diferencia, por el contrario, es la que evidencia el entrecruzamiento siempre deficitario entre dos series. En su caso, como en el de Deleuze, la serie de lo actual-presente y la serie de lo virtual.
Es aquí, en la noción de virtual que vertebra toda su obra, donde el trabajo de Valbuena alcanza una renovada capacidad para repensar las posibilidades de un arte que demasiado pronto se ha dejado seducir por los cantos de sirena de la virtualidad como epifenómeno de un simulacro que prometía un sobrepujamiento afirmativo de toda instancia crítica o creativa. Lo virtual para él no puede ser otra cosa que el exceso de significante en que redunda siempre la serie del presente, la realidad simultánea pero siempre incompatible con el presente, la mitad faltante de los objetos y que no puede ser traída voluntariamente a la conciencia.
Del mismo modo que el “temps retrouvée” de Proust no es el tiempo pasado, sino su diferencia con el presente que se repite en él, las virtualidades perceptivas a las que nos somete Valbuena no remiten a la idealidad de un simulacro ni a la virtualidad de una percepción diferente, sino que articulan una estructura donde lo percibido y no percibido, lo presente y lo ausente, lo virtual y lo actual, se dan el uno al otro en un juego de las diferencias que despliegan, al igual que un yo-Combray nunca vivido, un yo-espectador nunca antes experimentado.
Así, las arquitecturas virtuales de Valbuena nos presagian la intuición fundamental de todo arte: que la realidad es siempre no–toda, que existe un exceso imposible de asimilar y de traer a la conciencia, pero tan fundamental como la otra mitad siempre presente. En definitiva, sus simulacros no redundan en idealidad alguna, sino que nos señalan el camino a seguir para un arte que debe de encontrarse, cuanto antes, con su otra mitad: aquella que, por el mero hecho de señalarla, falta siempre.