viernes, 28 de diciembre de 2012

¡¡HASTA AQUÍ HEMOS LLEGAÓ!! RESUMEN DEL AÑO 2012


Ya metidos en estas fechas tan navideñas y de epílogo de un año que solo cabe definirlo como desastroso, nos ponemos al divertimento que todo lo subsana: el echar la vista atrás para refrescamos la memoria y gozar con lo que hemos dejado atrás. Quien diga que no goza con semejante ejercicio no sabe lo que se pierde. Porque no se trata ni mucho menos de sentar cátedra, sino más bien de saber de dónde venimos para perfilar no tanto el reciente pasado sino el más incipiente de los futuros. Es, si se quiere ver así, lo contrario de la memoria involuntaria de Proust: sería una memoria salvajemente y dogmáticamente voluntaria que extrae, del arsenal de cifras y números en que termina por caber un año, una mínima parte con visos de atisbar qué es lo mejorable, qué lo reseñable, qué estamos cansados de ver y qué, por el contrario, estamos deseosos de que nos ofrezcan más.

Así las cosas, y refiriéndonos únicamente al ámbito galerístico madrileño –ámbito al que prometemos ceñirnos más el año que viene- el panorama ciertamente ha sido un poco, por decirlo suavemente, regular. Ciertamente no es extrañar: si es cierto el dicho aquel que dice que "el aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo”, cuando un país está como el nuestro en caída libre, normal entonces que algo tan descuidado, tan desatendido, tan dejado de la mano de unos politicastros cortoplacistas como la cultura, sufra no ya una retracción sino una voraz desintegración de las estructuras que nos han costado levantar dos décadas.

Pero no nos pongamos demasiado estupendos: cosas como la subida del IVA, verdadero tiro a bocajarro para la cosa de la cultura, no tienen sus causas únicamente en la propia subida de precio, sino en la inutilidad con la que el grueso de la población ve la experiencia estética: algo únicamente a consumir, para uso y disfrute del momento y nada más allá que unos momentos de entretenimiento. Así entonces normal que todo tenga que estar camelado con el disfraz del show-bussines, con la mentira de una estetización nada difusa que ha colapsado ya muchos ámbitos de experiencias. En definitiva: si estamos así no es solo por el momento en sí, sino por la atrofia generalizada que sufrimos.   

Pero dejando estas disquisiciones para otro momento, lo cierto es que se mire por donde se mire la cosa no ha pintado bien: el cierre voluntario de Soledad Lorenzo y el “cierre” involuntario –y esperemos que breve- de Oliva Arauna han dejado un boquete de magnitudes más que considerables. Eventos como “Jugada a tres bandas” o el Apertura de este año, si bien han logrado visibilidad, pensamos que no han tenido la calidad de otros años. Por el contrario, también hay que decirlo, Parra & Romero y Eva Ruíz se han hecho con un espacio estupendo, y el movimiento de Fúcares a doctor Fourquet esperemos venga a sumarse a una de las zonas más importantes en cuanto a galerías. Además, la próxima sede de La Fábrica promete ser digna de ver.

Pero dejémonos de cháchara y vayamos al lío. Antes de dar nuestro veredicto sobre las diez mejores exposiciones de este año, recorramos un poco lo visto:

Elespe, Fröhlich y –un tanto decepcionante- Tony Oursler ha sido lo más interesante de la última temporada de Soledad Lorenzo; en Marta Cervera han destacado Erin Shirreff y Clara Montoya; los fotógrafos Juan Carlos Batista en Nieves Fernández, Pablo Genovés en Pilar Serra; Ignacio Llamas y Rebeca Menéndez en Aranapoveda; en Parra & Romero, Kajsa Dahlberg; José Dávila y lo último de Juan de Sande en Travesía 4.

De entre los grandes, Marina Abramovic en La Fábrica, Anish Kapoor y Nauman en La Caja Negra, Warhol en Cayón y Pistoletto en Elvira González.

De Jugada a tres bandas destacaríamos "mcm" en José Robles -también ahí otra coleciva, “The war is over”-, “Esperando a Houdini” en Raquel Ponce y el “Comienzo del film” en Eva Ruíz.

Y ahora sí, ahora vamos ya con la lista más esperada del año, lo que a nuestro juicio dicta qué ha sido lo mejor de este año que se nos va. Sin atender a ninguna jerarquía determinada, lo mejor ha sido lo siguiente:

1-    Nuria Fuster, galería Marta Cervera 


      2-    Eric Baudelaire, galería Juana de Aizpuru



3-    Utah Barth, Galería Elvira González



4-    Jacobo Castellano, galería Fúcares



5-    Doug Aitken, galería Helga de Alvear



6-    Erlea Maneros Zabala, galería Maisterravalbuena



7-    Albert Corbí, galería Raquel Ponce



8-    Eija Liisa Athila, galería La Fábrica



9-    Luis Úrculo, galería Eva Ruíz



10- Oriol Vilanova, galería Parra & Romero



Y para los curiosos, dejamos lo que fue los años pasados:

Otros años:

jueves, 27 de diciembre de 2012

JESSICA DICKINSON: LA MIRADA ENAJENADA


JESSICA DICKINSON: UNDER
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: hasta 26-01-2013

          Parafraseando a Hamlet, bien puede decirse que el tema universal del arte es aquel que queda cifrado en la duda que nos ofrecen los fenómenos naturales: ver o no ver. Porque no es cuestión de saber, ni mucho menos de certezas racionales. Se trata de una pregunta más original que hace referencia al estatuto precientífico de todas nuestras certezas. Porque, añadida a esa duda “existencial”, otras preguntas dan forma a un ámbito que cabe referirlo a estructuras mucho más amplias que la del mero placer de la vista y que atiende, de modo genérico, al nombre de arte: qué podemos ver, qué se nos da ver, quien puede ver, etc. Preguntas todas ellas que desde hace un tiempo han sido desplazadas al núcleo mismo de la Historia del Arte y la Estética.

En este sentido, en las primeras páginas de su obra “Ante la imagenDidi-Huberman pone un ejemplo sintomático de las relaciones paradigmáticas entre arte y visión y que, por esas oscuras razones que funcionan como motor de la historia, parecen haber sido siempre ocultadas en beneficio de una conceptología bobalicona de la belleza: situada en la misma celda que el fraile ocupó en el convento de San Marcos de Florencia, justo en la pared donde más tiempo da el sol, tamizada toda la mímica gestual por un blanco hiperlumínico, una Anunciación ahí situada remite a una fenomenología de lo invisible, ahí donde anida el misterio mismo de la Encarnación: no se trata de representar, sino de señalar, de nublar la mirada, de ruborizarse ante el candor de lo no-visible

Así, antes de que Vasari dictase la normatividad de una ciencia que encontraba su objeto de estudio, antes de que el tiempo ejecutase la sentencia de la Historia, una Historia del arte que se agarra a lo visible, a una adequatio que redunde en una tipología precisa de narraciones, y un arte que intuye desde el principio -aunque, visto en perspectiva, no sea tanto una intuición como la imposición violenta que hace una razón siempre necesitada de hallar fondo bajo sus pies- que su campo de acción es más bien lo visual, antes –decimos- que todo eso, Fra Angélico sabe que el tiempo solo supone un desgarro, un síntoma intangible que perfora la propia mirada en su imposibilidad de tocar aquello que señala.



Y desde entonces hasta ahora, la misma problemática pero cambiando los decorados: cómo se traban y se crean los regímenes escópicos, cómo se anudan lo visible y lo invisible para dar como válido una determinada visualidad y cómo puede ser capaz de deslizar las fronteras entre visibilidades, cómo, según Brea, funciona ese haber “algo en lo que vemos que no vemos que vemos, que no sabemos que vemos”.

Jessica Dickinson (Minnesota, 1975) propone un ejercicio de visibilidad justo ahí donde no es solo que no haya nada que ver sino que no se puede ver nada. Es decir, situándose en un campo previo al de la política como ejercicio distributivo de potencialidades para ver y no ver, su obra se sitúa en el acto mismo del mirar, donde el lienzo, previo a ser una representación de algo, es una mezcla de colores y signos, una superficie de inscripción de texto e imagen que se van acelerando y deteniendo para abrir la visión a una novedad determinada.

Dickinson por tanto propone una aporía, la negación más fundamental de lo que se supone es el arte. Porque sus obras problematizan el apriori fundamental sobre el que se levanta la producción artística: el servir como establecimiento y nexo causal entre visibilidades, mediante el cual se conoce no solo lo que se ve sino lo que no se llega a ver.

Porque si incluso  el famoso “Cuadrado negro” de Malevich funciona como nexo relacional entre diferentes regímenes de visibilidad, entre un ver que se cierra y otro que, en la negación del primero, se abre a la utopía de lo desconocido, en Dickinson no hay relación alguna –ni mediata ni inmediata- con la alteridad: todo sucede en la superficie del medio, todo remite a la inmanencia del lienzo-pantalla.

No hay más allá ni más acá, nada bajo las apariencias: todo remite a la instantaneidad fagocitada de un pathos que hace de la sospecha (Boris Groys) su razón de ser. La frontera, para un archivo mediático que no logra duración alguna ni resistencia frente al imperio de la imagen transaccional, es “aquí y ahora” el propio acto de ver: ver coincide con la obscenidad de una mirada que se excita ante la hiperpresencia de lo real. No hay hueco por donde se desarme, no hay fractura por donde atisbe signo alguno de lo invisible: conocer y ver remiten a las mismas estructuras que exudan una fenomenología de los medios centrifugada por el poder maquínico de un signo-mercancía sin profundidad alguna.       

Las obras de Dickinson parecen decirnos que sin profundidad no hay luz, que sin una relación con los reinos de lo invisible no hay más que relaciones vectoriales en la pantalla: ahí donde la mirada se enferma en bucles infinitos, donde se torna esquizoide de tanto buscar un punto –punctum barthesiano sin lugar a dudas- por donde la mirada encuentre su punto ciego, su momento de enajenación, su lugar para evadirse y traspasar la frontera.

La pétrea materialidad de sus obras, el enyesado que cubren sus superficies, la temporalidad sedimentada en capas, alude de modo perfecto a que ya no es momento de levantar capillas a la transvisión de lo trascendente (Rothko) sino que nuestra única experiencia ya posible es la de ver, siquiera a tientas, en la oscuridad. Una mirada melancólica que sabe ya bien a las claras que el tiempo de lo sublime ya pasó.

viernes, 21 de diciembre de 2012

FINES DEL MUNDO/FINES PARA EL MUNDO: LA EXPERIENCIA TEMPORAL Y SU NECESARIO RESCATE POLÍTICO



Bien es cierto que de cuando en tanto la prensa, ese murmullo que se cierne sobre nosotros como una sombra fatídica, nos sorprende con anécdotas con las que poder ir transitando por este mundo en constante crisis. Y se lo hemos de agradecer, por supuesto. Agradecer y aplaudir lo perfecto de su maquinaria. ¿Qué sería de nosotros sin ese chute diario de “realidad”, sin esa provocación que nos pinta una sonrisa de memo en la cara pero sin la cual nuestra máscara apenas se sostendría en esta enfermiza cotidianeidad?

Muchas de las estrategias de los mass-medias van dirigidas a liquar el sinsentido y la fantochada que parece se ha apoderado del pathos mancomunado de hoy en día. Mantenernos en la superficie más bobalicona, dotarnos de potentes somníferos con los que transigir un día más, bombardearnos con un marketing nada subliminal con el que nos dan a probar nuestra misma medicina: ser espejos de nosotros mismos, practicar un tipo de libertad teledirigida según la topografía libidinal más acorde con nuestra posición en el mapa social.

            La disgregación favorece al capital y, presos de la orografía del hiperespectáculo y la máxima abstracción de tiempos y espacios, el poder de los media es darnos unas palmaditas en la espalda hasta que eructemos y podamos irnos a dormir limpios, satisfechos de saber de qué va el rollo y, encima, reírnos en su geta. La figura totémica del latenight de turno es casi profética: reparte tranquilizantes según la dialéctica que más favorece al capital: hacernos creer que sabemos, que denunciamos, que estamos indignados, que mañana será un día mejor porque pondremos todo nuestro ahínco en denunciar los atropellos, las injusticas, las calamidades.


Pero, como no, nada sucede. Y nada sucede porque, en el fondo, nada tiene el suficiente sentido como para proponerse como alternativa. ¿Qué alternativa pueden ofrecer unas parcelas de resistencia que siguen el juego y babosean ante el imperio del signo-mercancía? La sociedad, estratificada en regímenes de resistencia y crítica totalmente caducas, impotentes ante el simulacro espectral de la pantalla-mundo, es incapaz de inferir una alternativa que no vaya con resuello a la carrera tras lo que, aparentemente, trata de criticar.

Si seguimos presos de una macarrónica dialéctica basada en las posiciones de saber y poder, si estamos enjaulados en la pamema fantasmagórica que nos da a conocer solo aquello que la red desiderativa necesita para conquistar ámbitos cada vez más amplios, normal entonces que el presente se nos repita eternamente, adelgazando hasta los mínimos la profundidad temporal de nuestras experiencias.

Así, el espectáculo realmente postmoderno es el darnos a consumir experiencias temporales que nos dejen boquiabiertos frente a la pantalla, pegados como moscas a la red cibernética, escudriñando hasta el más mínimo aleteo, hasta la más insignificante de las vibraciones. Porque aquí y ahora tú eres el protagonista, tú también puedes generar tus sinergias, ser gerente de tu privacidad, exhibir tus capacidades en busca de un quantum de poder más, de una jugada discursiva capaz de, por lo menos, condensar un poco más el pánico atroz que el tenemos al tiempo, congelar el terror patológico de una sociedad que ha vendido sus esperanzas al reino de la velocidad y el capital.

No creo, por tanto, que la soplapollez del fin del mundo sea nada más que una anécdota en el enjambre de noticias con que nos alimentan los medios. Creo, sin embargo, que no es más que una realidad consustancial a la sintomatología del contemporáneo de hoy en día. Si Agamben ha dejado dicho que ser contemporáneo hoy en día no es otra cosa que ser diacrónico al tiempo actual, ser capaz de interpretar las heterocronías propias de todo tiempo, esta gilipollez del fin del mundo no es más que el acontecimiento hecho espectáculo de nuestra total impotencia frente a un tiempo que ya somos incapaces de comprenderlo como múltiple y enedimensional.
 
 

 Porque, si hoy nos falta tiempo es porque, sencillamente, ha desaparecido. Tras las huellas de un tiempo que retorna siempre y en cada caso el mismo a una velocidad casi infinita, nuestras experiencias no dejan de ser socavadas en su mismo centro: precisamente ese que, por ser comprendido como una disrupción en el caudal de la temporalidad, suponen una insumisión frente a lo ya-dado, una diferencia frente a sus propias expectativas.

Y, el acontecimiento del fin del mundo, retrasmitido en su almibarada versión chistosa a nivel global, desde Australia hasta la Costa Oeste, nos dejan saciados, satisfechos de que, al menos por un día, hordas de consumidores de realidad –de hiperrealidad mejor dicho- hayan y hayamos podido llevarnos a la boca un acontecimiento tan real como este: un acontecimiento ficcionado, imposible en sí mismo, sin otra consecuencia que su pueril inanidad. Y es que, como viene denunciando Zizek desde hace tiempo, en un mundo que consume café sin cafeína, cigarillos sin nicotina y grasas light, lo que más le conviene es un acontecimiento sin consecuencia, un acontecimiento que su propia esencia sea su simulación. En el desierto de lo real profetizado por Baudrillard, las acontecimientos son temporalidades extensivas en los espacios que logran abarcar, pero mínimamente intensivos en su poder de proponer lógicas disruptivas con el régimen de lo hipervisible.

Más que un fin del mundo simulado, esta experiencia universal debería –debería en su misma imposibilidad, claro está- abrir el tiempo a otra posibilidad, abrir la conciencia para siquiera intuir que las experiencias temporales provocadas por los regímenes sistémicos no hacen sino adocenar la ideología en una amalgama de condescendencia, indulgencia e indiferencia generalizado.
 
 

Esta, y no otra, debería ser la propuesta más urgente que acometer para el próximo año. Una labor política que se dejase de mirar día sí y día también a los mercados, a la prima de riesgo y las decisiones de prebitostes del sistema, y que fuese capaz de abrir el tiempo a otras posibilidades. Si hay una acción política capaz de hacer frente a la realidad hipersaturada no puede ser otra sino aquella que empiece y termine en imaginar otras maneras, otros escenarios para lo posible, lo decible y lo pensable. Ahora, aunque la palabra de respeto y miedo a partes iguales, es hora de alentar una utopía, porque la función política de la utopía consiste precisamente en interrumpir y/o romper nuestras ideas heredadas al respecto del futuro: romper ese futuro prefabricado.

Pero, bajo la égida de un sistema que sella a cal y canto otras futuribilidades que no sean las que el propio capital anticipa, ¿qué capacidad para imaginar podemos tener? Más bien pocas y, días como hoy, nos hacen creer que ninguna. Porque, cuando solo somos capaces de imaginar el futuro como catástrofe (Sontag) o incapaces de todo punto de hacerlo (Jameson), la realidad es ciertamente que el mundo fetichizado del capital está a un paso de hacer con todo el horizonte de posibilidades para construir realidades alternativas.

Que esto coincida con el terror mastodóntico bajo la ciberpantalla es algo que, pese a saber, no nos atrevemos del todo a cambiar. Porque, acomodados bajo la idioticia circundante, no encontramos motivo para deshacernos de este tiempo-presente infinito, maleable, previsible y exhibicionista que, acabe “acabe”, no dejará de ser el mismo.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

DE MAPAS Y TERRITORIOS: SUBVERTIR EL PENSAMIENTO


 
CARTOGRAFÍAS CONTEMPORÁNEAS: DIBUJANDO EL PENSAMIENTO           
CAIXA FORUM MADRID: 21/11/12-24/02/12

 Organizar el caos de las percepciones, fragmentar los datos, codificar el espacio: solo así podemos tener acceso –aunque limitado- a la verdad relacional que se esconde bajo las apariencias de la realidad. Late en el fondo la necesidad humana de representar para conocer. Porque proyectando en un mapa lo que se lleva a cabo es representar la realidad, domesticarla, tener acceso a ella. Pero, ¿qué media en cada representación?, ¿quién dictamina que se da a ver en cada mapa y qué no?, ¿qué relación existe en todo mapa entre lo representado y lo que se puede ver?

Las prácticas artísticas han tenido en cuenta esta problemática y se han dirigido con una batería casi infinita de estrategias a poner por una parte en jaque los procesos ideológicos que se esconden en toda representación y, por otra, a proponer nuevas relaciones, nuevas topografías que amplíen el campo de lo visible y de lo posible. Esta exposición da cuenta de manera magistral de esa ecuación tan fascinante como perversa: cómo la visión condiciona la comprensión, cómo la representación condiciona el conocimiento.

         Catalogar, clasificar, conceptualizar, proyectar, etc. Y, entre ellos, mapear y cartografiar: la violencia de la razón que trata de imponerse tiene una historia muy larga, quizá mucho antes de que Homero, en el Canto II de la “Ilíada”, desplegara un catalogo completo de naves donde enumera las regiones y caudillos que formaron la coalición de los aqueos contra Troya. Porque en eso consiste el poder de la razón: en plegar la múltiple realidad a unas determinadas relaciones que por sí solas expliciten dicha realidad de forma clara y simple.

Dos coordenadas, dos ejes: el mapa y el territorio, el dispositivo que nos ofrece el conocimiento y lo dado a conocer, el primero plegándose como puede sobre el primero bajo la premisa de que, en todo caso, el mapa no es el territorio. Dicha expresión, debida a Alfred Korzybski, alude a que la imagen que cada uno tenemos de la realidad que nos rodea no es sino una versión de la realidad misma. Dicho de otro modo, la cosa observada y la imagen de la cosa observada son objetos diferentes, por más que ante nuestras mentes pretendan identificarse en todo llegando a confundir lo que percibimos con el objeto que vemos.


Así, en semejante ejercicio despótico, en la falla que media entre el “ser” y el “parecer”, el error de la razón hace pie precisamente en aquello que trata de olvidar: que todo es una ejemplificación, una determinación siempre parcial y escueta y que, para acercarse al acontecimiento, no existe camino único ni vía directa.

Pero si durante una época la misión era ampliar cuanto más fuese posible el mapa para ampliar el conocimiento y el campo representacional, ahora de lo que se trata más bien es de dinamitar las racionalidades que han venido en dar por válidas determinadas relaciones cognoscitivas, sociales y políticas. Porque la realidad descansa en un nouménico fundacional y acercarnos a él provoca un fogonazo luminoso que nos ciega: un nudo borrodiano, un desplazamiento de placas, un no-lugar en el centro de una presencia que es siempre ausencia.

Y es que, si se ha descubierto que la razón es simplemente la mascarada de una ideología que impone su razón de ser, en el límite de esta paranoia el territorio ha venido a coincidir con el mapa. Tal proceso, acelerado por el capital, hace hincapié en el hecho de que la razón –el lenguaje, el signo, etc- es autoreflexivo y se basan en la función metalingüística: si la palabra no es la cosa representada, acercarnos a ella trae consigo una serie infinita cuya trabazón epistémica solo viene dado por la naturaleza autoreflexiva del propio lenguaje. Así por ejemplo el “una rosa es una rosa es una rosa …” de Gertrude Stein:  una serie lingüística que en su intento de mapear la realidad es incapaz de solaparse de ella. Siempre una aproximación asintótica, un epsilón como fractura cognitiva, una falla por donde el ser se (des)fundamenta, pero que en los últimos años ha sido eliminada por el poder fantasmagórico del simulacro.



  En “Cultura y Simulacro”, Jean Baudrillard recuerda un cuento de Jorge Luís Borges sobre un mapa que tenía un grado de exactitud y tamaño tan grandes, que cada punto del mapa coincidía exactamente con el punto geográfico que se buscaba señalar, de modo que para ver Pekín había que ir realmente a Pekín. Esta es la implosión mediática, el poder maquínico del signo que ha operado el ejercicio mefistofélico de adueñarse de la realidad e intercambiarla por él mismo. Ahora ya por fin, si toda realidad es comprendida como representación, obviamente que el mapa sí coincide con el territorio según un ejercicio simulacionista y de alto grado de abstracción donde “el gran signo único”, el capital, funciona de gran dispositivo de hiperrealidad.

Pero yendo ya a la problemática central que se trata en esta exposición, la representación topográfica que supone una cartografía mapeada ha funcionado desde siempre como dispositivo de visibilidad: no se representa en el mapa solo lo que se ve sino, y sobre todo, lo que no se ve. Se mapea para tener representación de ese ámbito de indecibilidad e imposibilidad, para proponer un reajuste novedoso en la realidad circundante. Porque si la realidad no es única y si es inabarcable desde el punto de vista del mapeo, por otra parte hemos de decir que el trabajo topográfico del mapa no ha de ser visto únicamente desde este aspecto negativo, sino que su misión consiste en ampliar la propia realidad, en vérselas con lo incognoscible para operar una hipótesis de trabajo.

Es, sin duda alguna, esta vertiente la que más interesa aquí: un mapa es una posibilidad de resistencia frente al imperio dogmático de la realidad que sella lo ya conocido, lo ya dado por válido. Un mapa es la consigna de un deslizamiento en las relaciones que construyen la realidad. No es tanto una puesta en limpio de lo ya sabido como un atrevimiento frente a las relaciones archimanoseadas de lo trivial: una nueva relación espacial y temporal, una nueva posibilidad para la memoria insumisa frente al dogma del vencedor, una diatriba contra la manipulación de coordenadas, una arqueología de lo distorsionado y los deslizamientos, una esperanza para otras cartografías, topografías y utopías.



Sin querer ser exhaustivo sí que merece la pena no perderse lo siguiente: Arturo Barrio y su cuchillo que mezcla el lugar con el mapa, Varcárcel Medina y sus reflexiones sobre el paso del tiempo, On Kawara y sus fechas, postales y sus ‘I met’, Sugimoto y la perversión de la medida espacio-temporal, Francis Alÿs y la tragedia de las fronteras, Ruscha y la condensación del espacio laboral, Alighiero Boetti, Marcel Broodthaers y la descontextualización norte/sur, Matta-Clark y la especulación del espacio, Oriol Vilapuig y la topografía de la memoria, Ana Mendieta e Yves Klein y sus geografías del cuerpo, Guy Debord y la deriva en la ciudad como modo existencial de catarsis, Hirschhorn y los mapas fluídicos de lo que no queremos ver, Richard Long y las huellas del cuerpo, Ignasi Aballí y su mapa “mediático”.

En todos ellos aletea una tensión, ya sea entre lo visible y lo invisible, o entre las justificaciones institucionales que dan por válido una cartografía determinada. El trabajo del arte es provocar esa tensión, desenmascarar una realidad que, pese a simular ser única e indivisible, no es más que un constructo socio-político manejable, disruptivo, asíncrono e ideológicamente construido.

Punto negativo: se echa de menos un último apartado para la reflexión de ese mapa infinito que ahora forma el ciberespacio. Lo virtual, sostenido en un tiempo heterocrónico e instantáneo y un espacio condensado en lo infrafino de una topología rizomática, ha hecho realidad el sueño hipertecnológico de la Modernidad: que, como decíamos más arriba, el mapa sea el territorio. Dinamitar esta trabazón, insertarse en las lógicas del capital que saturan los regímenes de visibilidad, es el trabajo que en la actualidad merece más la pena.

viernes, 14 de diciembre de 2012

ANISH KAPOOR: EN BUSCA DE LA EXPERIENCIA DISTÓPICA


ANISH KAPOOR: SHADOWS
GALERÍA LA CAJA NEGRA: hasta 12/01/13

            Los caminos de la abstracción, en su búsqueda incesante del otro lado, han dado en claudicar. Y hace bien. Porque si algo está más que claro es que nada hay oculto bajo las apariencias. En este sentido, si las vanguardias son un nudo gordiano aún inexplicable, es porque en ellas se vio postulada la necesidad que de aceleración tenía la propia Modernidad a la hora de vérselas con ese otro lado. Enfrentarse a la plausibilidad de lo otro, decidir si sí o si no. Y, dependiendo de la respuesta, acelerar más la marcha, pisar un poco más el acelerador.

Que la historia nos enseñe que después de ellos vino una “llamada la orden”, es razón más que suficiente para comprender que la razón eficiente se alzó con sus ansias de aniquilación: el nuevo orden como intervalo donde el nuevo capitalismo tomase la forma deseable, donde –una vez dado por válido dicho orden-, las cosas respirasen en espera de la siguiente aceleración del sistema.

Y así andamos, de latigazo en latigazo y el arte siguiéndole la pista a un capital que, se mire por donde se mire, se escapa inocente favorecido por las nuevas máquinas-dispositivo que él mismo crea. Así, la lucha por la conquista del otro lado del lienzo ha terminado en una derrota colosal para las estéticas de la resistencia. La lucha antiburguesa de los dadaísmos, la lucha antiracional de los surealistas, la lucha antimoderna de los neoplasticismos, etc: la mezcla y batiburrilo balbuceante de un mundo que se despañaba sin aún saberlo vino a concretar que no hay salida.  

Hoy en día por tanto, -y ahí quizá resida la fuerza del parallax con que Hal Foster interpreta a las vanguardias- se sabe que toda lucha ha de darse aquí y ahora, que todo se juega en la inmanencia de un juego de espejos y de poderes dónde el espectáculo es el enemigo público número uno al tiempo que nuestro mejor postor. Que se lo digan si no a Anish Kapoor, figura figurísima del panorama internacional, y cuya carrera nace y muere en el trabajo que lleva a cabo adaptando los antagonmismos de siempre a la nueva inmaterialidad de lo inmanente. Bajar las pretensiones de transcendentalidad y de resistencia, hacer de la forma el tope al que se puede someter una visibilidad siempre concentrada en lo mundano. Si Kapoor nos invita a buscar no el significado, sino el sentido de las cosas, hay que añadir que ese sentido está siempre y en caso aquí entre nosotros.



Su obra polariza nuestras experiencias dandonos a probar aquello mismo que ya hemos perdido: una filosofía que trata de superar la ya-dado, una visibilidad que se rasga ante lo invisible. El juego de Kapoor es saber lo que no somos, lo que hemos renunciado a ser, la consigna de que auqneu no haya salida nuestron trauam es querer seguri jugando. Quizá su procedencia hindú le haya permitido no solo intuirlo sino también darle forma.

Sus trabajos nos deberían de sonar a broma pesada y sin embargo nos fascinan: “el vacío no es el silencio”, dice. ¿Hay algo más impropio de nuestar civilización que unas palabras como esas?  El tiempo y el espacio como aperturas a la creatividad, como categorías difuminadas a través de la experiencia estética. Donde todo se juega en el isntante del ‘aparecer’, donde ya ni siqueira hay tiemopo para el ser, Kapoor nos ofrece el escándalo de querer “llegar a ser”.  

Pero la "patochada" va más lejos: "al final, hablo de mí mismo. Y pienso acerca de no hacer nada, lo cual lo veo como un vacío. Pero entonces sucede algo, incluso aunque realmente no sea nada” -aunque sea realmente la nada, le cabría decir. Así pues, mientras decidimos qué hacer con nuestras miserias, mientras nos loamos de todo lo conseguido, el trabajo de Kapoor es el de proponernos vías alternativas de experiencia, formas donde nuestras bien aprendidas cuatro verdades se enfrenten a una vibración ya desterrada: el límite de un sublime, un no-ver que se zafa de ver. En silencio, mientras repudiamos, todos a una, tanto este mundo circunspecto como las experecnias que nos llegan vía arte, Kapoor nos ofrece precisamente aquello que queremos olvidar: que no somos tan planos, que el imperio del presente no nos satisface tanto como habíamos creído.

En un mundo unidimensional, preocuapdo en las interconectividades a nivel virtual, donde el acto precede a la potencia y la inmanencia toca fondo con el fin de las utopías, cierto arte saca partido del cinismo reinante para operar una fisura en la ideología postmoderna proponiendo experiencias que, según la ideología imperante, no serían más que rescoldos de nuestra vida pasada. ¿Su belleza? Apelar a un sublime donde el olvido ha echo caja y la nada es omnipotente.

domingo, 9 de diciembre de 2012

LA MEMORIA COMO ÚNICO TESTIGO


OMAR JEREZ: SIN NOTICIAS DE DIOS





                                            “El principio de toda verdad es dejar hablar al sufrimiento”
                                                                                                                            Adorno




Desde el pasado martes día 4 de diciembre, y durante 8 días, el artista Omar Jerez está recluido en un zulo de las mismas dimensiones que aquel en el que estuvo secuestrado Ortega Lara durante 532 días. La idea no es ‘representar’ lo que fue el secuestro; la idea no es siquiera ponerse en la piel –cosa imposible- de la víctima. La idea, pensamos, es asumir el papel de testigo, de responsable que somos todos de no hacer desaparecer la memoria de la víctima. El artista asume para sí esa labor que, aunque necesaria en un ejercicio democrático verdadero en el cual debería de estar a la orden del día, es siempre desatendida y comprendida únicamente como un ejercicio frío de compasión del ya caído.




Ser testigo, denunciar la injusticia que acompaña siempre a una memoria nunca restaurada: eso es ser ciudadano. Si hay una indignación de todo punto necesaria es aquella llamada a no hacer del olvido una estrategia política.





Si hay una figura que bien puede decirse que marca como ninguna otra el desarrollo completo del siglo XX y lo que llevamos de este XXI es, sin duda, la víctima. Porque, si bien nuestra tragedia sigue siendo, como sostenía Benjamin, que “la catástrofe suceda aún hoy”, lo cierto es que las reflexiones filosófico-políticas de los último decenios han tenido muy presente esa diferencia que con respecto a la idealidad del progreso encarna la víctima.




Dicho con otras palabras: si bien no se puede decir que hayamos renunciado al pensamiento dictatorial de Hegel de que los costos de la historia en su desarrollo racional no son más que florecillas pisoteadas a los lados del camino, sí que puede sentirse un cambio de aptitud con respecto a la fragilidad de las víctimas. Para semejante cambio ha sido fundamental el nuevo carácter epistémico de la noción de memoria y la restitución de la universalidad negativa de Benjamin. La memoria, de un tiempo a esta parte, cotiza al alza.




Porque aunque sea cierto que nada haya cambiado bajo nuestro sol, que el imperio del progreso siga siendo nuestro horizonte más deseado, lo que no deja de ser cierto es que la “experiencia de Auschwitz” ha dejado una huella indeleble en la cartografía básica de aquellas posiciones que gritan por la sed de justicia en un mundo atemperado únicamente por el cortoplacismo de la felicidad instantánea. Y si nos retrotraemos a Auschwitz –cosa que quizá para muchos pueda resultar incomprensible tratándose en este texto de una “simple” perfomance- no es por otra razón que aquella que nos lleva a pensar de que fue justamente entonces cuando, por primera vez en la historia, se hace imposible el camuflar el sufrimiento del otro.




No es, como a menudo se piensa, un exceso con relación a otras masacres que, si se quiere –aunque en esto hablar de competencia es de todo punto inmoral-, superaron en daño y costo de vidas: es que hasta entonces, en el imperio de la razón occidental, en su labor colosal de imponerse universalmente, las víctimas eran, siempre y en cada caso, arrojadas al olvido de la necesidad de superar el momento objetivo de la razón desenvolviéndose en la historia.




Desde entonces todo terrorismo, en especial este de ETA, es fascismo en estado puro ya que desde la doctrina que separa “canónicamente” a unos de otros, a aquellos que hacen patria con el “todo es raza” de los que no, se enarbola una bandera para la cual no hay nunca costo excesivo para que la historia siga imperiosamente el destino que anticipadamente ellos han trazado. A este respecto, Benjamin insistió en numerosas ocasiones en que nada a favorecido tanto al fascismo como la idea de que es la negación radical del progreso. Más bien todo lo contrario, opina Benjamin, el fascismo, es el último estadio de una historia para la que el progreso lo es todo, es la idealidad consumada de su destinación. Es la interiorización de una razón que quiere tener razón en todo, sobre todo en ver cumplidas sus expectativas, que desea que la historia coincida punto por punto con la revolución, con el destino común de un pueblo o una raza.




Es ahí desde entonces que se hace innegociable repensar la verdad, la política y la moral teniendo en cuenta la barbarie. Después de Auschwitz Adorno establece un nuevo imperativo categórico: “hay que recordar para que la historia no se repita”. Si en Benjamin la memoria era una categoría nueva del conocimiento, con Adorno se convierte en deber, en mandato moral extremo.




Es en esta urgencia ninguneada por los poderosos donde se sitúa la obra de Omar Jerez. Porque si la memoria abre el tiempo de la herida a la espera de la justicia, si la sola presencia de la víctima ya no incomoda debido a ser la encarnación de los descartes necesarios para que el imperio del progreso avance seguro, sino porque abre y resemantiza el tiempo presente recargándole con responsabilidades que, dicho de forma clara y meridiana, nadie sabe qué hacer con ellas, Omar quiere alertar sobre la necesidad de empezar a tomarnos en serio los sufrimientos del otro, a empezar a hacer política desde este mismo instante, sin esperar a anestesias propagandísticas ni a discursos bien medidos en el efecto de telediario o en el recuento de votos. La labor, la de tomarnos en serio los unos a los otros, empieza aquí y ahora con cada uno. Responder a esa pregunta lanzada por el sufriente, responder aunque no haya palabras para hacerlo, aunque no haya gesto capaz de eliminar de un plumazo todo el dolor.






La obra de Omar Jerez alude a la responsabilidad que todos tenemos para con el otro; porque ahora, cuando el presente se piensa con esa fina pátina de espectacularidad, cuando el bombardeo mediático acecha llamando a congeniárselas con la inmediatez absoluta, el cálculo de fines y medios no redunda sino en beneficio de la nadería, de la superficialidad más deleznable, ahí donde todo discurso obtiene el pleonasmo de la fétida certeza, de la autosatisfacción onanista. Comprobar que, aún a expensas de los políticos más atroces, del mangoneo y saqueo de los hombres de estado, de la cortedad de miras del tertuliano de turno y la eliminación por ahogamiento de cualquier forma de intelectualidad más o menos creíble, el presente es más denso que una retahíla informe de lugares comunes, de síes pero noes, y de cálculos obscenos.




La denuncia por la que clama Omar es aquella que nos sigue ninguneando lo básico: que realidad e historia no coinciden, que el olvido no es ninguna estrategia mínimamente aceptable, y que el presente es siempre algo más –mucho más- que los hechos. La obra de Omar Jerez llama a la posibilidad siempre diferente de otra temporalidad no sujeta a prejuicios de cálculo alguno, no atrincherada en la racionabilidad de lo aconsejable. Un tiempo otro donde es lo silenciado, lo desesperado y ausente lo que está en el centro del debate. ¿Cómo restituir la pérdida, cómo dar justicia a lo injustificable, como reparar lo irreparable? Atender a estas preguntas es situarse en un a priori ético, en una eticidad hiperbólica, que no busca tanto la reparación como la actualidad de la memoria. Justicia y memoria son indisociables porque sin memoria de la injusticia no hay justicia posible. En todo caso, no se trata de impartir justicia, sino de reconocer que sin memoria de la injusticia no hay manera de hablar de justicia.




Ahora, cuando a punto estamos de tirar la toalla ante la mediocridad circundante que solo sabe construir un presente hecho de encuestas, de cifras y números, de medidas que cifren siempre cada día la necesidad del progreso, Omar Jerez nos recuerda que existe una tensión entre pasado y futuro, entre felicidad e injustica, entre un yo y un tú, y que nuestra infinita responsabilidad es velar por la vulnerabilidad del otro, aunque sea incapaz de pedir auxilio. Porque reparar lo irreparable remite a comprenderse como sujeto de una responsabilidad infinita para con la fragilidad del mundo, es responder por las responsabilidades adquiridas por el simple hecho de nacer.



En este sentido, la obra del artista granadino bien puede situarse en las cercanías de lo que Mieke Bal llama ‘actos de memoria’: actualizaciones del pasado a través de perfomances –de actos significativos- efectuados en el presente, partiendo del hecho de que la memoria es un lugar de contacto entre pasado y presente. Acto de memoria como una reinscripción del pasado en el presente, aunque no exactamente una representación, sino una manera de hacer que el pasado vuelva al presente por medio de una especie de eco de lo sucedido.

Casi cabe decir con Benjamin que Omar trata de “devolver a la política su rostro mesiánico y esto en interés de la política”. Es decir, frente al tiempo que marca una política para quien la realidad coincide con una facticidad creada sobre el poder de la razón occidental en sus ínsulas de creerse universal, Benjamin alentó sobre la posibilidad y, sobre todo, la necesidad, de ampliar la felicidad también a las víctimas, a los muertos. De este modo se establece que la respuesta eficaz a la modernidad es la redención, comprendida esta como extensión del derecho a la felicidad también de los muertos, es decir, reconocer significación a las víctimas del progreso.




Este mesianismo político, lejos de dar pábulo a los triunfadores del progreso, lejos de contentarse con la medida que queda cifrada en la felicidad de los vencedores, trata de insertar otra temporalidad comprendida como disrupción, como detención de los primados del progreso, de la temporalidad espuria de las ganancias. Este mesianismo solo cabe comprenderlo como extracción de esperanza de los desesperados. La esperanza solo crece ahí donde la desesperación es total, donde el fracaso no se vive como privación o fatalidad impuesta, sino como un atentado a su ser, como una injusticia irreparable.




Pero, ¿qué logra reintroducir esta redención mesiánica en la racionalidad occidental del progreso? Sólo la memoria. Sólo la memoria trae el pasado al presente haciéndonos contemporáneos de acontecimientos pasados, y solo la memoria hace valer hoy las injusticias pasadas. Es solo la memoria, su fragilidad –pues depende siempre de testigos-, la capaz de detener el avance ignominioso de la historia. Porque memoria e historia se oponen entre sí ya que es solo donde acaba la historia, donde el grito de los vencedores calla por un instante, donde surge la posibilidad de que la memoria eleve su voz para clamar en el desierto de las injusticias cometidas.




Relación esta, entre memoria e historia, que si por una parte se oponen, por otra - la parte de la política más mundana- parece que quisiera establecerse como identidad ideológica. Porque esa es la única misión del politicastro de turno: darnos a creer que no hay memoria válida sino la que emana de una concepción de la historia unilateral y prepotente. Así, el mismo Benjamin sostiene que “en la pretensión de mostrar las cosas como realmente han sido se esconde el narcótico más potente del siglo XIX”. Porque ateniéndose a los hechos –el historicismo- se crea la ilusión de aprehender la realidad cuando la realidad es siempre más que los hechos, siendo los hechos tan solo la parte exitosa de la realidad.




Según todo lo dicho la perfomance de Omar Jerez remite a destruir –o al menos reflexionar sobre nuestra posición dentro del tinglado- los posicionamientos tan mediocres y unidimensionales que son respaldos por un ejercicio democrático que solo tiene en cuenta la felicidad que pudiera destilarse de una progreso sin límites y que cualquier otra consideración, cualquier mirar hacia otro lado, hacia el caído, se produce únicamente con el beneplácito inmoral de los beneficios a corto plazo que ello pudiera traer. Saber que “para los oprimidos el Estado de excepción es permanente”, que la posible debilidad mesiánica tiene que ver solo con nuestra incapacidad para reconocer en los más débiles de nuestros contemporáneos a seres humanos, sujetos de felicidad, y no a meras piezas estratégicamente dispuestas sobre un puzle donde solo los poderosos pueden meter mano.




Dar voz al otro, no solo al tecnócrata, al experto, dar voz al silenciado, no solo la que en un momento dado puede reportarnos unas ganancias, dar voz al excluido. Eso es democracia: tomarse en serio que el sujeto es sujeto de derechos. Si las democracias se basan en el simulacro de las “posición simétrica”, en un consenso basado en una ignominia que otorga a cada uno posiciones preestablecidas y cuya legitimidad pasa únicamente por el beneplácito de discursos amañados, una democracia que se tome en serio toda la historia solo puede basarse en las posiciones que otorga la compasión: porque compasión no es en modo alguno el sentimiento que despierta en nosotros el vencido, sino la respuesta a la pregunta que nos dirige el que sufre un daño inferido por el hombre. Compasión no es paliar el sufrimiento del otro, sino unirnos a su univocidad, a su específica singularidad. Compasión es crear comunidad en una memoria que hace del presente siempre una posibilidad irredenta de restitución; “compasión, como dice Reyes Mate, es aceptar la pregunta que nos dirige el otro”.




El título puesto por Omar Jerez, “Sin noticias de Dios”, alude sin lugar a dudas a que, si bien para algunos la restitución íntegra de las injusticias ha de venir de manos de aquel para quien no hay olvido -un verdadero Mesías-, eso no quita para que la necesidad imperiosa que tenemos de formar comunidad en torno al desvalido remita a una pregunta proferida a cada uno de nosotros. Sobre nosotros recae la responsabilidad absoluta, somos nosotros quienes damos voz al político o a la víctima. Quizá baste recordar una anécdota de Primo Levi cuando, preguntado por una alumna sobre qué poder hacer, contestó sin dudarlo que “los jueces sois vosotros”. Porque ser juez es mantener viva la memoria, porque nosotros –a fin de cuentas- somos más culpable que el culpable y porque ser juez como nosotros estamos llamados a serlo es hacer pervivir la memoria en una respuesta para la que nunca puede haber fondo.

Epílogo: bien puede mantenerse, y de hecho se hace, que una obra como esta peca de simplificación, de no ser más que una pantalla mediática desde donde el artista pretende ganarse unos cuantos minutos de fama, de no ser más que una farsa que utiliza un acontecimiento traumático para echarle geta al asunto. Que, en definitiva, es demasiado fácil meterse en un zulo y extraer de ahí consideración alguna válida para una posterior reflexión acerca de nuestra posición en el entramado social.





No estoy de acuerdo: todo puede ser igual de fácil o de difícil. Comprar un billete de autobús entre Haifa y Jerusalén, vivir voluntariamente en el exilio, sacar a la luz todo tipo de testimonios, etc. De lo que se trata es de estar ahí y tener la determinación de llevarlo a cabo y de, en la manera que mejor se pueda, experimentar el acontecimiento para reactivar la memoria, para abrir el trauma en modo alguno resuelto por los gobiernos bien intencionados.




El límite sería únicamente el que el propio arte se pusiera. Claro está que tal límite, si de verdad es un límite y compete al arte, ha de ser el reverso de las políticas ninguneantes y cortoplacistas que estamos sufriendo. En definitiva, de lo que se trata una y otra vez es de cómo conseguir resistencia en un mundo herido de un presente fantasmagórico.