miércoles, 25 de enero de 2012

YASUMASA O EL VESTIDO DEL EMPERADOR: EL DISFRAZ DE LA HISTORIA


MORIMURA YASUMASA
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: hasta el 03/02/12

La estrategia es sencilla: metamorfosearse en artistas-iconos del pasado siglo XX, jugar a ser ellos durante instantes, disfrazarse lúdicamente: la cosa, en principio, no pasa de ahí. Uno se fotografía en pose más o menos pensada y hasta ahí. Pero si escribir la historia es ya un gesto siempre ideológico, reescribirla tiene matices que, si bien logran poder jugar con ese exceso ideológico y siempre violento, por otra no hace más que seguirle la pista a ese poder hegemónico de la historia.

Así, si por una parte acentúa el carácter de icono-fetiche de ciertos artistas, de determinados momentos del arte contemporáneo que no pueden ya pensarse sin un aúrea megalomaníaco y casi de leyenda, por otro lado sus disfraces logran –lo intentan- una rarefacción, un distanciamiento entre los presupuestos del arte y sus logros. En otras palabras, sus divertimentos remitirían a un castigo al arte, a esa pose de mercancía de la que nunca puede desasirse y con la que ha de cargar se quiera o no.

Siendo así, normal que la treta haya sido usada más de una vez para poder extraer de la historia una temporalidad diferente capaz de subvertir sus querencias hacia lo ya-sabido. Así, si Duchamp se convierte en Rose Selavy para subvertir códigos de género y autoría, si los “apropiacionistas” como –sobre todo- Cindy Sherman trasvisten el legado formal del arte para crear unas nuevas relaciones, es ahora Morimura quien adopta los rasgos completos de otro artista para, a partir de ahí, y quizá haciendo pie en su condición de oriental, ejemplarizar lo paradójico y enfermizo de haber creado una historia que late al unísono en una serie de puntos nodales de los que es imposible salir.

Pero ese gesto suyo, ese transformismo lúdico, al instante de proponerse –tímidamente, eso sí- como reacción contra el consenso suscitado en el urbe artístico en relación a una historia que, por mucho que se quiera pensar lo contrario, redunda en un quietismo triunfal, en una serie de nombres y fechas, de lugares y espacios, resabidos hasta la náusea, no hace más que seguirle la corriente de un modo tan efectivista como vacuo.


Porque, ¿no son esas mismas corrientes mercantilistas e icónicas, míticas y casi de leyenda, las que Morimura quisiera para su obra entera? Obviamente que su posición no es única: de ahí que muchos artistas, sabedores de esta treta ergonómica en el ideario de sus actuaciones, se camuflen, si no ya solo en el rostro de otro, sí en una pose cínica e irónica que, aparentemente, les descargue de tomar parte dentro de esa ‘suciedad’ que supone el mundo de los méritos y los prestigios.

Así pues, si hay que desconfiar y huir a la carrera de cualquier atisbo de pose contestataria basada en el cinismo como marca de una época, de lo que también habría que huir es de artistas que, bajo un preciosismo nada desdeñable, parecen seguir a pies juntillas aquello de Lampedusa de cambiarlo todo para que nada cambie.

Igual nos confundimos, seguramente, pero la distancia estética que produce el arte de Morimura es de inmediato abortada al hacer revertir en el espectador aquella misma estrategia que pareciera denunciar. Traer para sí el caudal del exceso semántico de las poderosas imágenes que nos ha regalado la historia reciente del arte, al tiempo que proponer dichas imágenes como el punto de fuga de un arte que siempre está deseoso de posarse en sus elegidos, es una ambivalencia tan compleja que, pensamos, se necesitaría lago más que unos retratos para llevarla a buen puerto sin dejarse todo por el camino.

Así, bien nos pareciera que su arte revierte en interrogarnos a nosotros mismos sobre sí el artista, la propia historia del arte, es un ejercicio vacuo y fatuo –si el emperador está desnudo-, o si de verdad lo que se puede conseguir con esa distancia geográfica de modos y maneras que propone Morimura es capaz de rarificar la mirada, de desgentrificar las operaciones de un arte que, cuando menos uno se lo espera, queda conquistado por las fuerzas totémicas de la mitomanía

jueves, 19 de enero de 2012

MARTIN CREED: EL MAGO Y LA NADA


MARTIN CREED: THINGS
SALA ALCALÁ 31: hasta 26 de febrero

Un corredor en un museo corre ‘como si la vida le fuese en ello’ durante 30 segundos y descansa durante otros 30: “la gran cosa de la Obra No. 850 es que es gloriosamente inútil, una explosión repetida de vitalidad [...] Todo tiene un contexto. Los corredores de Creed dejan un torbellino a su paso, en nuestras cabezas y en el espacio. Este es un gesto electrizante, simple y enormemente satisfactorio”. Como la verdad es la verdad, lo diga Agamenón o su porquero, y dado que hoy es fiesta en mi corazón, voy a empezar este texto como empiezan los grandes popes de la ingeniería de opinión: no creo que mis 10 o 12 lectores se molesten si convengo en decir que esta muestra del artista escocés Martin Creed es de una insustancialidad casi insultante, de una pedante nimiedad, de un gesto de máxima puerilidad.

Y lo decimos, para dejar constancia de nuestra “valentía” después de apuntar las palabras de Adrian Searle, sempiterno crítico del The Guardian. ¿Gran cosa?, ¿gesto electrizante? Debemos estar en las antípodas, porque seguir queriendo ver en la ‘inutilidad’ un gesto grandilocuente y fastuoso capaz de redimir todos los pecados del mundo, no es que sea una insobornable memez, sino que raya en lo delictivo.

Aún así, y como dicta nuestra labor, intuimos lo que pasa: en la deflagración ideológica de las últimas décadas, sumidos en la hecatombe de lo relativo, el arte es capaz de rizar el rizo sobre sí mismo y plantarse con dos bemoles ante su propia historia para seguir tirando de negatividad hasta que la cuerda se rompa. Así, en el límite de esta absurdez dos estrategias han venido a sumarse para dar por válido una formulación endémica e hiperadelgazada de los primados teóricos de toda la Estética: si Duchamp metió un urinario en un museo, yo ya puedo meter cualquier cosa –es decir, el objet-trouvée reciclado al espasmo de lo aciago-, y dado que lo postconceptual es nuestro sino, remitir ese ready-made a la lógica de lo mínimo. Así, de manera tan pueril, se logra esconder la trampa en lo más profundo: dejándola a la simple vista.


Como en el texto de Baudelaire La moneda falsa, la treta más perfecta es aquella que sucede ante los ojos. No es que ya no haya nada que ver, no es que no nos hayamos dado cuenta de que bajo las apariencias no hay nada, sino que más bien el remitirnos a la sospecha es un ejercicio crítico cauterizado hace ya décadas.

Si Kant hizo remitir al desinterés la formación de una esfera pública y autónoma donde pudieran caber los intereses de todos, si Rancière cifra la característica fundamental del actual régimen estético del arte en una desconexión en la lógica de las causalidades, la trampa es hacer de esta situación un campo abonado para todo lo que huela a ‘inconsciencia’ o ‘banalidad’. No es por otra cosa que para Creed solo haya una cosa clara: una buena obra parte de lo banal.

Luego, a partir de ahí, la mecánica es tan fácil que asusta: poner ante los ojos la puerilidad de sus discursos para que nada se sospeche, para que nada quede atemorizado en el interior capaz de suscitar inquietud alguna. Alegatos como uno que he podido leer que cifran su arte como “una metáfora de la capacidad de sacar arte de la nada” no es que sean atrofias discursivas, sino que atentan contra lo más axiomático de la producción artística contemporánea.

Creed juega a que existe aún algo tras las apariencias que él es capaz de hacer aparecer a base de inconsciencia y espíritu espontáneo y creativo para, inmediatamente después, darnos a ver una nadería insustancial, una recreación idiota de las cosas que nos rodean. Querer ver en este nihilismo fantasmagórico una metáfora precisa de nuestro día a día es muy respetable, pero poco o nada tiene que ver eso con lo que se demanda, teórica y prácticamente, al arte. Que nuestro mundo esté desquiciado, que haga gala de un aplanamiento global, no es óbice para que el artista de turno nos lo reproduzca sin ningún otor ánimo que al mera constatación de un hecho.


No obstante, y sin pretender cambiar una solo coma de lo hasta aquí dicho, es cierto que este artista da al arte precisamente aquello que éste le pide. Y me explico: como se puede rastrear en este blog, nuestras posiciones pecan quizá de algo de metafísicas e idealista, viendo en la historia del concepto de arte el ámbito propio de darse el triunfo metafísico de la técnica. Así, toda insinuación de resistencia o negatividad –el que tan solo se sepa que existan dichas posiciones- viene contrarrestado por el acomodo del propio arte a los mundos estetizados y estratégicamente desconectados de cualquier postulación o atisbo de reconfiguración política.

Si como Sloterdijk –en una reestructuración un tanto simplona de toda la estética idealista- dijo una vez, si el arte ha de permanecer replegado sobre sí mismo, es porque espera pase la tormenta y enfrentarse ya por fin a su destinación. Así, en pocas palabras, este aturdimiento de las estrategias artísticas, este aplauso consensuado a lo banal, forma parte –quizá incluso de forma privilegiada- de una historia del arte que está, en consonancia con la comunidad a la que apunta, por-venir.

El que el arte tenga que pasar por esto, el que las formas de su producción queden circunscritas al mundo propagandístico de la soflama del ‘young british artist’, es algo que no ha de preocuparnos lo más mínimo; el que el arte tenga entre sus ‘elegidos’ a artistas que siguen dando cancha al reino de la intuición y la expresividad es solo una afrenta quizá necesaria para que, por otra parte, el arte tenga aún visos de hallar resistencia.

lunes, 16 de enero de 2012

FRANCESCA WOODMAN: EL ÁNGEL CAÍDO


FRANCESCA WOODMAN
GALERÍA LA FÁBRICA: hasta el 21/01/12

Con ocasión de los 30 años de la muerte de Francesca Woodman, La Fábirca expone 30 de sus fotografías. Con esta ocasión, republicamos la entrada que en su día hicimos de la primera exposición, allá por 2009, que de Woodman hicieron en La Fábrica. 

Mario Perniola, en su ‘Estética del siglo veinte’, comienza diciendo: “La idea de que la experiencia estética comporta una agilización y una intensificación de la vida, un enriquecimiento y una potenciación de la energías vitales es algo tan difundido en la cultura del siglo veinte, que cuesta atribuirle un significado filosófico específico; y es que la misma noción de vida parece, a primera vita, demasiado vaga y genérica para gozar de una particular riqueza conceptual”. La vida, ese exceso incontenible, ese torrencial sustrato inaprensible; como bien dice Zizek, “la vida nunca es meramente vida, siempre es sostenida por un exceso de vida”.
En último término, la estética kantiana ya va encaminada a intentar digerir esos excesos bajo la primacía de la vivencia. Separando el juicio estético del juicio teleológico, hace que el primero se desentienda de consideraciones de la naturaleza como un todo orgánico en busca de un fin. Pero además, incidiendo en tal brecha, para Kant las obras de arte son expresiones de ‘ideas estéticas’, ideas que pueden ser encontradas en la experiencia pero no comunicadas. La obra de arte por tanto presenta ideas en forma sensible que, al no caer ya en el campo teleológico, de otra manera permanecerían desconocidas a la intuición.
Precisamente en esa capacidad de las ideas estéticas de presentar ideas racionales que exceden los límites de la forma sensible, es donde dichas ideas afectan a la imaginación y estimulan la mente: es donde se produce una sobrepujanza de los poderes cognitivos en un ‘sentimiento de vida’ como sentimiento de vitalidad mental. El genio es quien personifica este estado a la perfección al ser capaz de comunicar el libre juego de las facultades (el estado cognitivo responsable de la producción de ideas estéticas).
En ese estrecho vínculo entre la imaginación y las ideas estéticas es donde se plasma, lejos del formalismo que siempre se ha querido ver en la tercera crítica de Kant (vía sobre todo Greenberg) un potenciamiento de las capacidades tanto receptivas del espectador como productivas del propio artista.
Obra de arte como encarnación de una idea estética, una idea que queda incardinada dentro de los excesos intuitivos de la propia vida, de la propia vivencia que entonces se convierte en germen de la propia labor artística. Al igual que mi experiencia se asienta sobre lo que conozco, las ideas intuitivas que exceden los límites de lo sensible se asientan en ese propio exceso de vida inasible. Y es que la razón de Kant es siempre una razón trascendental pero también limítrofe, sabedora de que el cierre ontológico en la brecha que separa necesidad y libertad requiere tanto de conceptos mediadores según el esquematismo trascendental como de la facultad del imaginar y el intuir.



Lejos también de las concepciones más holistas (tanto hegelianas como marxistas) de comprender la vida, Dilthey no cree que la vida pueda ser reducida a un significado inmediato. Lo fundamental no es ya la vida empírica sino la Erlebnis, la vivencia, la experiencia vivida. La finalidad de la vida queda constituida como un infinito trabajo de reelaboración de lo ya sido y la experiencia estética asume así los visos de una continua e interminable lucha contra la muerte.
Pero quizá haya sido Nietzsche quien mejor ha sabido ver la implícita conexión que hay entre la vida y el cuerpo, entre la vida y el poder. Porque la vida para Nietzsche es el espanto continuo de creación de formas, la fuerza misma de la autoafirmación. Sometidos a una pluralidad de afectos e impulsos, la vida se entiende como la constatación continua de un intento de dar forma y de canalizar, de afirmar e interpretar: es decir, de valorar. Porque valorar es ejercer el poder propio de cada voluntad, es autoafirmarse como voluntad creadora. “Yo amo a quien crea por encima de sus posibilidad y por ello fracasa”: amor al destino porque sólo amando al destino se vive una vida digan de vivirse: aquella que se sabe creadora.
En esta teoría de la vida como afirmación creadora de una voluntad que se autoresuelve en un destino que se alcanza en el valorar y en el decir sí al propio exceso de vida, el cuerpo no se reduce a un simple catálogo de impulsos ni a un conjunto de condiciones biológicas medibles y observables. El cuerpo es la pluralidad infraconsciente de formaciones de poder. El cuerpo es voluntad de poder, es vida, juego de fuerzas que seleccionan e interpretan esa pluralidad de impulsos que transitan por ‘yo’ pre-subjetivo. Es el cuerpo por tanto quien valora, quien interpreta y afirma.
De esta manera, se puede hablar del cuerpo como hilo conductor de la interpretación, de una estructura semántica identificable como base hermenéutica para una teoría y crítica de la cultura. Porque, si la voluntad intenta dominar afirmativamente el exceso de vida por mediación de su poder de dar valores, es el cuerpo quien en última instancia realiza esta afirmación creadora. Pero, y esto es algo en lo que Foucault incidió sobreabundantemente, si por una parte existe un vínculo entre cuerpo y cultura, por otra lado, existe también una influencia configuradora de la cultura sobre el cuerpo. Es decir, toda interpretación, al igual que todo valorar, está ya de por sí mediado por una cultura que ejerce, ella también, su quantum de poder no dejándole al cuerpo más que un juego de fuerzas que tratan de afirmarse siempre en vano dominadas como están por esa tradición en la que nace insertada.
El drama es que la vida en sí misma, siendo por sí misma el propio exceso que hay que interpretar, no ofrece ni mucho menos ninguna salida mediata: la vida, o está transfigurada en sentido o queda amputada en la ampulosidad de unos excesos que la asedian hasta el derrumbe. Entre mí mismo como ser vivo que siente y yo mismo como ser cultural que toma conciencia e interpreta ese sentimiento hay un abismo de separación que no une ningún puente.
Francesca Woodman, viendo que ese abismo que separa una orilla y otra no hacía más que crecer, decidió lanzarse por él una mañana de enero de 1981. Hasta entonces, hasta ese momento en que con sólo 23 años puso fin a su vida, no había hecho sino intentar eso mismo que se nos tiene vetado a pesar de ser también aquello a lo que se nos invita constantemente: ser uno mismo y, en ese ser afirmativo que elegimos, transformar creativamente lo que nos rodea.
Sus fotografías son el archivo vital de ese intento, de ese fracaso en que toda creación, de ser creación nacida de la voluntad del mismo poder con que uno crea y valora, ha de terminar y claudicar. Experimenta con su cuerpo ya que sabe que es en su cuerpo donde radica todo el poder interpretativo, al igual que aquello que parece ser necesario dominar en un valorar claustrofóbico. De ahí que su cuerpo resulte ambiguo. El cuerpo de una mujer que trata de autopercibirse de forma diferente, de relacionarse y de habitar con un otro que siempre le exige banalice sus excesos vitales, que delegue sus procesos de posición de fuerzas, que subsuma su poder innato de creadora de formas en el poder omnívoro con que la sociedad en sí se perfila.


No hay solución y se la pide, como a todos nosotros, capitular. Hacer las paces con nuestros excesos, con nuestros cuerpos y con nuestra voluntad siempre hambrienta de darse a sí misma en un libre juego creativo y afirmativo.
Pueden rastrearse en sus fotografías posicionamientos feministas, estéticas cercanas a Ana Mendieta, pero la corporalidad que muestra no entiende de géneros ni mucho menos de lucha de sexos. La fragilidad de sus miembros es la fragilidad propia de nuestra subjetividad actual, deudora como es de una amputación original: la que se rinde ante sus propios excesos sin presentar ni la más mínima batalla. De ahí también que en sus fotos se plasme un desgarro existencial, una imposibilidad ya de simbolizar y la patentización de una ausencia, como la tristeza ante la partida de algo o alguien.
Y es que es aquí donde se puede delinear una fractura perfecta entre el mundo moderno que queda aún, aunque cifrado en la más profunda de las desolaciones, como el lugar de la utopía del encuentro ideal, y la sociedad postmoderna donde ya no hay lugar ni para el cinismo de un ‘hacer como si’ cupiese aún tal posibilidad.
Dicha diferencia podría ejemplarizarse tomando como cruce de caminos la obra de Francesca Woodman y la de Cindy Sherman. Si para la primera todavía cabe la desolación ante una falta que se presiente ya como un lugar vacío, si sus fotografías exudan el dolor de un crear imposible merced a un poder que yace desligado de toda relación a la corporalidad propia de quien interpreta y valora, para la segunda dicha angustia no es más que una máscara más, un último disfraz. Y es que las imágenes de Sherman son ya completamente postmodernas: ella misma es una imagen donde no cabe ya ninguna apelación a luchas de genealógicas de poder que provoquen una ulterior formación subjetiva basadas en el interpretar y valorar según voluntad. Ahora ya no rige la sentencia del ‘existo porque me doy valores que creo según poder’, sino la del ‘existo porque me hago pantalla hipervisible’.
De ahí que estas fotografías, ese cuerpo frágil y que parece flagelado, lacerado como un San Sebastián moderno, nos espante y nos aterre: tan abobados estamos en la panacea telemática de nuestra hipervisibilidad y socarrona verborrea de quien lo tiene todo bien aprendidito que hemos olvidado incluso el dolor que llevamos a cuestas: el de no tener ni el coraje ni las agallas de darnos la más mínima posibilidad de ejercer nuestro poder creador.
Hoy, el abismo por el que saltó Francesca Woodman en forma de ventana de su apartamento en el Lower East Side de Manhattan, queda casi ya perfectamente sellado en la hipertrofia libidinal del hiperconsumismo (los deseos no se tienen y ni tan siquiera se crean, sino que simplemente se consumen) y en el ansiolítico que regula esos mismos excesos de vida en que toda corporalidad se asienta.


jueves, 12 de enero de 2012

DON’T BE WATER: BE GIN!!



Artículo publicado en el nº 8 de 'El Bombín Cuadrado':

No sé si se han dado cuenta, o si es cosa de los lugares que frecuento, pero lo cierto es que la moda del gin-tonic se está instalando por todas partes. Antes, lo que simplemente era un combinado estrafalario y sin gracia ninguna, condenado a una suerte de aparición anual, ahí cuando en el fiestón de fin de año o se les acababan el whisky y el ron o tú mismo, en un halo de consciencia previa, te convencías de que lo mejor era ir a ginebras por aquello de ser bebida blanca y que, a la larga –allá por el decimo copazo- todos tus amargores se convertirían en sabiduría de experto, se ha tornado de la noche a la mañana en un combinado indispensable, en aquello que, de golpe y porrazo, separa lo que está in de aquello otro que (sic) no es más que zafiedad y grosería.

Uno no deja de torcer un poco el gesto cuando gente, amigotes que hasta hace dos días te gritaba al oído en la discoteca un escueto ‘pídeme un copazo’, ahora te sugiere que, por favor, preguntes si tiene Hendrick’s y que, solo en caso de tenerla, la combinen con una tónica fever-tree, y que, también por favor, me asegure le pongan un poquito de pepino. En fin, una calamidad… hasta que descubres que todo es más fácil de lo previsto: que de la marca en cuestión reposan en el estante esperando su turno dos o tres botellas, que se da por descontado que la tónica ‘tiene que ser esa’, y que en un cubilete que saca el camarero velozmente de debajo de la barra adivinas que debe de haber del orden de 5 o 6 pepinos bien troceados listos para servir.

Y la cosa no es simplemente la moda pasajera de si ahora la cerveza es sana y si ahora el vino. El asunto, me parece a mí, ha llegado para quedarse … al menos lo que nos dure esta crisis. Sí, eso es justo lo que pienso. Y es que uno, fajado en los mundos de la noche como lo ha estado, sabe demasiado bien que semejante microcosmos es perfecto para llevar a cabo trabajos entomólogos y sociológicos con el prurito de tener en ellos la avanzadilla más abstracta de los caminos por los que se dirigirá la sociedad poco más tarde.

Desde este punto de vista, claro está, nada es de extrañar: país mediterráneo como somos, lo de la cerveza siempre nos ha parecido una cosa de vikingos borrachos, y si, además, nuestra capacidad de diversificación en cuanto a modos y modelos es mínima, normal entonces que el vino haya ganado adeptos poco a poco.

Porque el vino ya es otra cosa: requiere pericia, saber, un conocimiento que distingue al lego del ya iniciado. Cuerpo, acidez, aroma, lágrima, …, las catas de vino se convirtieron desde no hace muchos años en eventos donde, al tiempo que se ganaba en conocimiento, se subía un poquitín –siquiera simuladamente- en eso de la escala social. Y es que todo redunda en esa ergonomía que, lejos de sustentarse en esa ordinariez del discurso de clase, basa ahora sus preceptos en la circulación de un conocimiento según el cual es más preciado cuanto más inútil sea, cuanto más fluídico éste sea, cuando más rápido pueda mutar en moda y, así de golpe, desaparecer del panorama social.

¿Y no es la noche, ese dispositivo ultrarápido de circulación de efectos y afectos el sustrato medial preferido para hacer de esta economía de la inutilidad epistémica el lugar preferido para su escenografía? En la compulsión libidinal, en la mezcla de efluvios etílicos, en la topología ebria de lo hiperfluídico, la adquisición de un tipo de hábitos determinados es lo que actualmente cataliza a una sociedad entera. Así las cosas, una vez el vino se quedó corto -¿quién no distingue hoy en día, en una cena entre amigos, un Vega Sicilia de un Château Margaux?- el gin-tonic ha entrado en escena con esa fuerza iracunda propia de unos tiempos no ya líquidos sino casi gaseosos.

Sin embargo, en la locura gintónica de esta época, bien he oído decir que la causante de este rito etílico alrededor del gin-tonic no es otra que la falta de capital del ciudadano medio que, en vez de ingerir copazo tras copazo para a la mañana siguiente darse cuenta que el nivel de resaca es proporcional al pastizal que se dejo la noche de antes, ha optado por retirarse del mundanal ruido y tomarse las cosas con calma: degustar, experimentar el goce de la bebida en una amigable charla parece ser ahora lo molón. Nada de estridencias, nada de dejarse llevar por “quelque liqueur d’or, fade et qui fait suer” que diría Rimbaud, reposar los agobios de la semana en la explosión de sabor de las burbujitas tónicas con el amargor de la ginebra, ... Vamos, resumiendo: que eso no hay quien se lo crea.

Y es que, pensamos, las cualidades del gin-tonic son, en este punto, las de la mercancía-fetiche en su estado más salvaje. Cuando el capitalismo parece tener que reconvertirse en su ferocidad, lo que ya no cuela es el ‘be water my friend’ disfrazado de tonadilla publicitaria, sino casi ya el ‘be gin’: ya no es el triunfo de las tesis de Lipovetsky del deseo de consumir como el apriori desde donde compulsivamente deshacernos de lo ya conseguido y seguir escalando en deseo y consumismo. Ahora, en la encrucijada financiera, los posicionamientos se tornan más salvajes y de lo que se trata es de ser único, exhibirse en su paranoia y seguirle el ritmo al capital en su tour de force. Frente al yang que vendría a ser la casiústica de lo ya explorado, el yin-tonic es la fuerza de lo irreverente compulsivo, la individualidad devenida mercancía. Justo lo que necesitan estos tiempos.

lunes, 9 de enero de 2012

SERGIO PREGO: ORIENTACIONES EN LO INFRAFINO


SERGIO PREGO:
GALERÍA SOLEDAD LORENZO: 01/12/11-14/01/12

Por tercera vez en apenas poco más de un año, la Galería Soledad Lorenzo nos brinda la oportunidad de contemplar in situ los logros alcanzados en aquel experimento a tres bandas que supuso el Primer Proforma 2010 llevado a cabo en el MUSAC por tres pesos pesados del panorama patrio: Txomin Badiola, Jon Mikel Euba y Sergio Prego. Como si de un pozo sin fondo se tratara, Soledad Lorenzo deja bien a las claras que el entendimiento entre las instituciones es tan bueno que, si de continuo se da trasbase de la galería al museo, también puede suceder lo contrario.

No obstante la con-celebración de tales eventos, recuerdo con simpatía (y admiración!!) cómo a raíz de la primera exposición ‘temática’ sobre el Proforma se oyeron voces que, si bien celebraban la posibilidad de dar cuenta de lo que se pudo hacer en aquel laboratorio experimental, también dejaban claro –a modo de alta teoría- que el contenedor es tan importante como el contenido y que ‘encerrar’ en una galería situaciones y obras específicas del Proforma era negar precisamente la idea madre desde la cual partió el querer encerrarse en una sala del MUSAC durante unos meses.

Pero bueno, parece que eso ya pasó y que ahora, en tiempo de crisis, bien vale dejarse de zarandajas y aplaudirnos todos mutuamente para no poner más piedras a unas ruedas ya de por sí bastante renqueantes.

Sea como fuere, no vamos nosotros a ser menos y no vamos a aguarnos la fiesta. Porque claro, está dabuten que después de trabajar de forma extensa sobre una serie de trabajos con estructuras neumáticas en el mencionado Proforma, después también de presentar en la Art Basel del 2009 una instalación que consistía en un cilindro neumático en forma de corredor de 2,5 m de diámetro y 120 m de largo, venga ahora a su galería a presentarnos la obra en versión site-specific (40 m x 16 m) para el propio espacio de la galería.

Los parámetros teóricos sobre los que se mueve la obra son esencialmente los mismos, si bien cabría un comentario –no nos resistimos- que aunque muy tímidamente apuntado (y no siendo su principal preocupación) si que pareciera pertinente: y es que no es lo mismo la actividad artística que surge dentro de la institución-museo (por muy amable y muy por la labor que ésta se muestre), en la institución-feria (o casi sería mejor decir en la marca-Basel), que llevarla a cabo dentro de las cuatro paredes de una galería.

Quizá sea una deformación profesional –y sobre todo formacional- ésta de querer sospechar de todo, pero quizá sea también que solo haciendo gala de una (in)creencia manifiesta en aquello que parece querer quedar atrincherado en su mero aparecer-como-arte, puede uno escrutar los destinos de una práctica –la artística- cada vez más renuente a ser investigada.

Si el arte trabaja siempre en sus límites, es en este caso que tal proposición es algo más que una abstracción genérica: la galería queda desbordada, la obra no tiene más remedio que amoldarse a la forma contenedor de quien le da cabida. Como si de una segunda piel se tratara, la escultura neumática se pega a las paredes de la galería para dejar constancia de una paradoja nunca resuelta: la que anuda indisolublemente la obra de arte con el que pareciera ser su lugar natural, la galería.


Si el museo la decapita, ¿es la galería un trampolín de lanzamiento o simplemente el primer acto de coartada y falsificación del peaje que ha de pagar la forma artística para devenir visible? La paradoja no puede escapar a nadie: si Sergio Prego nos brinda la oportunidad de la experiencia estética de la desorientación postmoderna del sujeto, si alude a cartografías mudas y a flujos libidinales multidireccionales que atrofian nuestro sentido de la realidad para convertirla en virtual, solo puede ésta llevarse a cabo dentro de una institución que, como la galería, nos oriente en nuestro mirar, nos eduque en nuestro deambular fantasmal y nos diga –nos imponga-que, esto sí, ha de ser visto y experimentado.

Si Ortega decía que filosofar era orientarse en el pensamiento, si Prego nos brinda la posibilidad de la experiencia de sabernos perdidos en nuestra existencia perceptual, apenas salimos de la gran membrana constatamos que nada es del todo así, que disponemos de las estructuras contextuales que dirigen nuestra mirada y nuestros pasos.

Quizá sea este el logro de Prego y el de Soledad Lorenzo: saber que solo de la contradicción se vive, que solo la contradicción nos apela y que, además, no hay solución posible. Contradicción entre la materialidad de la membrana y lo abstracto de la visión, entre un contenedor limitado y un contenido extralimitado, entre un contenedor que dicta sus convenciones y un contenido llamado a (dis)torsionarlas.

En definitiva, es la experiencia del infrafino duchampiano aquello que surge de recorrer el vacío neumático de la escultura. Una desorientación en lo que orienta, un exterior que invade el interior sin tocarlo, una(s) arquitectura(s) limitadas en su interdependencia mutua. Y es que, aunque no haya posibilidad de borrar la membrana que separa lo ‘interior’ del arte de su ‘exterior’, nuestra destinación es intentarlo, una vez y siempre; borrar o difuminar desde la praxis las paradojas consustanciales a una producción como la artística llamada a promover nuestra emancipación.

Crítica anterior exposición de S. Prego en Soledad Lorenzo (02/2009):