miércoles, 30 de diciembre de 2015

LÚA CODERCH: UNA VIDA COMO TAREA O LA LABOR DE ENVIAR CARTAS SIN ACUSE


LÚA CODERCH: LA VIDA EN LOS BOSQUES
GALERÍA BACELOS: 28/11/15-09/01/16

Esta crítica, este texto que me dispongo a empezar, solo puede ser un intento de narración, un narrar que quizá diga lo callado y silenciado en cada una de las películas aquí mostradas, que señale como las imágenes se encadenan unas a otras no tanto en relación a lo que el texto dice sino a lo que simplemente muestran. Pero eso, como poco, es imposible. ¿Cómo decir lo que sirve para recortar el espacio de la realidad si ya el simple nombrar lo convierte en sustrato real, en arcilla de la que están hechas nuestras realidades? Toda narración simula un empezar que es puro simulacro ya que no es más que un seguir la pista a lo ya dicho o, quizá, a lo que está por decirse. Para ser novedosos, para desvelar el misterio de lo no-dicho, deberíamos situarnos entre ambas series, entre el pasado y el futuro, entre lo ya-dicho y lo aún-por-decir. Quizá eso sea ser contemporáneo: habitar un tiempo igual pero diferente, un presente donde cabe el pasado y futuro. Quizá nuestro mayor contemporáneo sea ese pasajero venido del futuro en La Jetée y que está presente en esta exposición de múltiples maneras.
Pero, ¿cómo situarse a la distancia precisa donde lo dicho y lo por decir se anuden a la perfección? No se puede: semejante pasajero del tiempo no existe. Y es que no es tanto que se fracase en su intento sino que solo al intentarlo la secuencia del pasado y del presente se bifurcan en dos series divergentes. Lo curioso –o lo paradójico o lo trágico– es que no podemos dejar de intentarlo. Todo, en definitiva, empieza por una narración pero la narración no es nunca ningún origen ni ningún final: es simplemente el camino que tenemos para comprendernos en nuestra extemporánea contemporaneidad.  
Y de eso trata el arte de Lúa Coderch: de mostrarnos como la presencia de todos nuestros días no está hecha sino de remiendos de vacío y soledad, de una temporalidad que nunca es la nuestra, de mostrarnos cómo vivimos siempre de prestado. ¿Acercarnos? Sí, todo lo que queramos: y es que el fuego está, siempre, en otra parte. O un poquito más allá o un paso más acá. Siempre el pasado y el futuro tomándonos el pelo y haciéndonos creer que están perfectamente engarzados en un presente absoluto.


El instante memorable –instante del que habla la artista en otra película (Arkadi. Guía para los perplejos) no presente en esta exposición pero que atraviesa toda su obra– no existe: es un cruce de caminos entre el pasado y el futuro sin emplazamiento alguno, un efecto de la propia búsqueda de sentido construido según una alquimia donde entra en juego el secreto y el deseo, la memoria y la sospecha.
De este modo, si algo nos dice el trabajo de esta artista es que la realidad está poco menos que agujereada, que el sentido está siempre a la espera de ser construido. Y quien dice el sentido dice un refugio, una ciudad, una sociedad. Corrigiendo a Kafka, si hay esperanza –y de hecho la hay– está solo puede ser para nosotros: solo hemos de atrevernos a habitar en los remiendos de la realidad y construirla.
Una construcción que es una tarea que es una vida que es una narración: aquí, más que Descartes y el sesgo idealista de todo la filosofía a la hora de crear la realidad con el pensamiento (un pensar que confunde la cosa pensada con el pensamiento) cabe referirnos a la fenomenología hermenéutica de Ricoeur donde la realidad es desde el principio un dato objetivo atravesado de una subjetividad que lo interpreta a través de un texto: “la comprensión de sí es una interpretación; la interpretación de sí, a su vez, encuentra en el relato (...) una mediación privilegiada”.
Dicho con mayor profundidad: si la hermenéutica en cuanto que interpretación y comprensión ha de ser, por una parte, ontológica (Gadamer, Heidegger) por otra parte ha de quedar circunscrito a un poso de objetividad donde la subjetividad del ser-ahí pueda afianzarse. Y es en el texto donde Ricoeur encuentra la tabla de salvación perfecta ya que le permite tomar distancia respecto de una hermenéutica romántica (Schleimacher) que se sitúa en la mente del autor y de una hermenéutica ontológica que privilegia la intención del lector. No es, así, ni una cosa ni la otra sino una conjunción de ambas: no se trata de interpretar un texto –ni como autor ni como lector– sino de la comprensión de sí delante del texto.
Ser sujeto –sujeto capaz de comprenderse a sí– es un ejercicio hermenéutico que no puede quedar al socaire de una existencia donde yo mismo encuentro no sé sabe de dónde una vocación a la que responder sino que ha de encontrar un basamento, una mediación por la que nos comprendemos a nosotros mismos: el texto, la narración, la serie de relatos que dan cuenta de un nosotros colectivo donde quedamos emplazados. En suma, la interpretación es una tarea, una producción colectiva.
Es por esto que los refugios construidos tienen poco que ver con el Ereignis heideggeriano, con ese emplazamiento donde el ser acontece como espera de sí mismo: los refugios –como las cartas– son la excusa para entrar en comunicación, para empezar –o mejor dicho, para continuar– con la narración. Son, como dice una carta escrita desde un refugio, una “excusa para pensar en el tiempo y en la técnica, en las tecnologías de inscripción, en los modos que tenemos de habitar el mundo y orientarnos en él”. Pero tampoco es eso cierto del todo: de lo que se trata es de “producir un lugar donde encontrarnos”.
El acontecimiento no es la espera de ese ser que se resiste a venir –en tanto que su venida es un constante diferimiento– sino que es una construcción, una tarea, un quehacer, un ponerse a la labor conjunta unos con otros, interpretando un texto que no está fuera ni dentro de mí sino a esa distancia infinitesimalmente lejana donde pasado, presente y futuro quedan engarzados en una narración que avanza según la construimos. Lo importante, en definitiva, no es el refugio en sí mismo sino la posibilidad que me da de ponerme en comunicación con el otro, de enviarle una carta.


Más aún: ese quehacer, esa interpretación como labor, depende de que el envío de cartas no se detenga, de que siempre exista una carta que no haya llegado aún a su destino. Y es que, mientras estamos en envío, la narración está hilvanándose, construyéndose. Que toda carta llegue a su destino o que, en su defecto, no haya más cartas que enviar significa que la narración está completa, que no cabe ya nada más que decir. O lo que es lo mismo: que nuestra interpretación de sí ha acabado: que estamos muertos. ¿Será aquí donde Ricoeur estaría más cerca de Derrida y de paso también con Lacan? No hay interpretación sin narración, no hay deconstrucción sin un sentido siempre diferido.
  Ejemplificación perfecta de esto que decimos es una de las exposiciones de Coderch más singulares, la que tuvo lugar el año pasado en Barcelona en el Espai 13 titulada La montaña mágica: una exposición que no queda cerrada en círculo –como una carta que no encuentra destinatario– más que al final de los 72 días que duró la muestra. Pero no porque sea un simple work in progress sino porque cada día se sumaba una obra cerrada en sí misma pero con la capacidad de repercutir en ese todo difuso que es –que era– la exposición. Una exposición, en suma, como una narración sin fin: en parte vacía en parte llena, en parte acabada en parte solo iniciada.
Y, para acabar este intento de continuar la narración, de desear que me llegue –a mi también– alguna carta, un dato: es en una de las películas, en Night in a Remote Cabin Lit by a Kerosene Lamp (2015) donde aparece brevemente, en un recorrido visual donde todo es naturaleza, un pájaro artificial. La sorpresa no puede quedar referida a mero accidente sino que nos remite a esa obra suya de la anterior exposición en la galería Bacelos donde la artista ralentizaba el trino de un pájaro, lo imitaba y después lo ponía en sincronía con la velocidad de canto del pájaro original. Y es que quizá ese sea el tema único de esta gran artista que es Lúa Coderch que siempre existe un desfase, un diferencia entre ese original que somos –¿o que seremos?– y el accidente artificial y defectuoso que como mucho llegamos a ser.


¿Por qué existe siempre una brecha entre el canto de la naturaleza y la imitación?, ¿por qué existe una diferencia entre mi vida y la narración que de ella hago?, ¿por qué el presente no me anticipa como debiera el futuro?, ¿por qué el presente no me garantiza la memoria del pasado?  
Estamos, sí, a la intemperie y lo único que nos queda es seguir narrando nuestros acontecimientos mínimos –entre ellos cómo nos guarecemos del frío en una naturaleza que no nos quiere–, enviar nuestros desvelos a algún otro. Y es que la clave está en el otro: de ser mero autor –¿autor de cartas?– corro el riego de confundir mi vida con su pensamiento; de ser mero lector –¿lector de cartas?– corro el riesgo de hacer de mi interpretación sesgada una vocación tan ineludible como falsa.
Así las cosas el arte no es sino el lugar donde artista y espectador quedan emplazados a intercambiarse sus cartas para así, tanto uno como otro, continuar con una narración donde puedan seguir interpretándose, interpretándose cada sí mismo como un otro. El arte es ahí donde la narración trata de dar cuenta de la pregunta más íntima de cada sí mismo: ¿por qué necesito del otro?, ¿por qué no puedo habitar sin más en el bosque?, ¿por qué he de estar constantemente construyéndome?, ¿por qué nunca llego a ese yo mismo original que alguien me prometió?

Crítica de su anterior exposición en la galería Bacelos:

martes, 15 de diciembre de 2015

ÁLVARO NEGRO: PINTURA EN SUSPENSIÓN, PINTURA EN EL ORIGEN


ALVARO NEGRO: EL TAMBOR EN EL BOSQUE
GALERÍA F2: 14/11/15-09/01/16

Con ocasión de la exposición de Irene Grau en la galería Ponce+Robles, la artista entablo una conversión sumamente rica con el artista Álvaro Negro donde, sin duda, pueden rastrearse los descubrimientos que han llevado al artista a trabajos como el que aquí presenta. En dicho diálogo Negro señala, tirando de un libro de Rémy Zaugg, que todo depende de los prejuicios, de si consideramos la obra como un objeto material manufacturado fruto del trabajo del artista y un fin en sí mismo o, por el contrario, que la obra es el medio para llegar a cierta comprensión del mundo o, al menos, al esbozo de un punto de vista sobre el mismo”.
Además de esto, la conversación queda atravesada por nociones como la de trayecto, la de recorrido, paisaje no como lugar de llegada sino de tránsito, un evitar la lectura directa de lo representado, un aludir a que el hecho de que la obra esté en proceso es, sencillamente, que está teniendo lugar…pero que nunca termina por ser ella totalmente. No es un simple interactuar sino mostrar cómo la obra de arte es un “ya pero todavía no”: un campo fenomenológico donde, miremos donde miremos, está la amenaza del vacío, del aún-no, pero que a cambio nos devuelve esa comprensión del mundo a la que antes hemos aludido.   
Es por ello, concluyendo este prólogo, que la época de la pintura acabada en su propio fin hace ya tiempo –aunque todavía hay quien no se ha enterado– dejó paso a un devenir-pictórico, a un viaje en pos de un alumbramiento novedoso de una realidad que aunque está ahí no deja de ser un haz evanescente de tiempo y luz.   


La obra no surge por tanto de una lograda mímesis sino de una experiencia concreta, de un internarse en un paisaje que, aunque está ante nuestros ojos, debe ser desvelado atravesándolo. No tanto pintura procesual sino pintura en flotación, en suspensión, a la espera infinita de un posarse que nunca se dará. Para ello, como no, los primados estéticos de la modernidad deben ser no simplemente negados sino reconvertidos constantemente para comprobar hasta dónde podemos reflexionar acerca de la pintura. Y, dentro de esa reconversión a la que apelamos, la disolución de fronteras entre géneros es una herramienta sumamente eficiente.
Porque dentro de esa disolución, las prácticas artísticas se sitúan en un intervalo, en el “entre” que separa un soporte del otro. Nada es del todo lo que parece y su sentido pleno es siempre el sentido derivado que viene propuesto por la siguiente codificación. La obra, por tanto, se resuelve en una itinerancia para la que nunca hay fin. La lectura es, por tanto, diferida, pendiente de un penúltimo intento.
Pero vayamos a la obra. En esta ocasión Álvaro Negro recoge, también diálogo, la obra del escultor alemán Ulrich Rückreim que instaló en Monteagudo cuatro piezas marcando la entrada y salida del bosque. Pero también es fundamental una cita del escritor Peter Handke –recogida igualmente en la conversación arriba referida–: un trozo de La doctrina de Sainte-Victoire donde las idas y venidas, las entradas, salidas y –sobre todo– regresos son lo fundamental. Es ahí, en el ínterin donde vagan todas estas experiencias, donde late el tiempo ancestral, donde si importante es el entrar más capital aún es el volver.
¿Cómo volver?, ¿de qué hay que volver? Esa es la enseñanza fundamental de esta exposición: hacernos comprender que nada está ahí de por sí, que nada es accesorio, que todo –por el contrario– ha de ser construido y, en primer término si cabe, la experiencia. En un mundo como el nuestro que centrifuga al realidad para que tengamos experiencias que llevarnos a la boca, la exposición de Negro vuelve al origen ancestral del origen: que si bien no hay origen sí que hay una decisión, una responsabilidad, una –si se me apura– ética.
Porque, repetimos: ¿qué queda en el centro de todo este proceso? Nada, solo un lugar vacío que ya ni siquiera lo está. Dicho de otra manera: queda la memoria de lo intangible, de lo imperecedero e inaccesible. Y es que ni siquiera el monolito  de Rückreim es monumento ni origen de “nada”: ¿está en lugar de algo o es él, el monolito, lo que empieza la serie? Quizá toda la obra de Álvaro Negro no sea sino crear la desconexión para comprobar cómo el arte nada puede, comprobar cómo todo intento de atrapar el tiempo y el espacio quedan reducido a mera fachada. Sí, quizá una representación, bonita, seductora; sí, quizá un juego conceptual pero que no tiene ningún poder de sanación. Son solo intentos...


Pero a pesar de todo –¿o no será más bien gracias a todo? – el arte o es eso o no es nada: hacernos redescubrir como la experiencia fundacional, aquella que nos construye desde dentro, no es sino un constante continuar saliendo y entrando para así hacer lo único que nos llena: volver. ¿Qué es la vida sino un melancólico nostos?, ¿qué hacemos sino tratar de descubrir quienes seremos sino, más bien, quienes fuimos?
Y esa es la experiencia estética: el entrar en la galería F2 e introducirse entre los dos cuadros y el proyector para, después de un tiempo, volver, salir,…volver siendo otro.  Entre el cuadro realizado con óleo sobre lino y de más de tres metros de largo (Columna I) y su doble realizado en esmalte sobre espejo (Cadro-tumba), está una experiencia personal del artista pero que nos dona y se nos ofrece como reliquia de una realidad evanescente, poliédrica y heterocrónica.
Podríamos decir más, sin duda: pero lo suyo es que vayan, que entren. Y luego vuelvan… “volver –como dice Handke– al hombre de hoy; volver a la ciudad; volver a las plazas y puentes; volver a los andenes y pasadizos; volver a los campos de deportes y a las noticias; volver al brillo del oro y a los pliegues de una tela”. A ver si se atreven.

sábado, 12 de diciembre de 2015

MAX BRAND: FIN DE FIESTA (O LA VANGUARDIA COMO EJERCICIO NEGATIVO)


MAX BRAND: NEW WORKS
GALERÍA MARTA CERVERA: desde 01/12/15

            Sin título, ni para la exposición ni para ninguna de sus obras; sin hoja de prensa y sin nada a lo que agarrarse más que unos lienzos de gran tamaño donde la mirada busca en vano un lugar donde posarse. Así es la primera exposición en España del artista alemán afincado en Berlín Max Brand. Pero tantas privaciones no restan sino que suman a la hora de encontrar el ritmo de sus obras: su pintura, heredera directa de una vanguardia que ahora es reconvertida en pura negatividad, nos ejercitan en lo infructuoso de hallar una salida a la pueril superficialidad donde todo se juega. Su enseñanza: que por mucho que nos empeñemos en simular que todavía estamos jugando, la fiesta hace ya rato que acabó.

Sin duda alguna que estamos asistiendo a una revitalización de la pintura en toda regla. Quizá no sea más que una sensación respecto de una práctica con la que apenas se cuenta y que parece ya condenada al silencio, pero son innumerables los ejemplos de pintores que despliegan un discurso pegado a una realidad muy poco dada a dejarse plasmar en un lienzo.  
La pintura no se hace fuerte en su capacidad de remisión a la realidad sino que ejemplifica mejor que ninguna otra práctica cómo la realidad remite ya únicamente a ejercicios de repetición pulsional, de desplazamientos sintomáticos, de fugas libidinales de –en suma– juegos de diferencias donde la diferencia en sí misma no es sino un vacío estructural, una mismidad que vuelve tomándonos el pelo haciéndonos creer que todavía cabe la posibilidad.
Y es que, aunque sabemos que no hay nada, que nada nos cabe esperar, que bajo las apariencias no hay ninguna realidad real, lo nuestro es seguir jugando el juego. Porque, y aunque sea una perogrullada no deja de ser cierto: solo perderemos la partida cuando el juego haya terminado. La pintura, como cadáver intempestivo del arte que es, muestra como ninguna otra práctica la pulsión vital que anima a nuestra contemporaneidad. Quizá sea por esa negación esencial con la que carga –renuncia a la mimesis justo para una disciplina nacida para la representación más perfecta– lo que la haga más sensible a los cambios que cualquier otra disciplina.


En este sentido,  lo cierto es que –y contra todo pronóstico– la pintura sigue siendo capaz de captar los más mínimos movimientos sismográficos de nuestra épocalidad. Pero, ¿cómo hace para ello?, ¿cómo consigue sacar la cabeza cuando, quien más quien menos, la daba por acabada hace ya medio siglo?
Para hallar una posible respuesta podemos irnos a época tan poco reciente como 1987: ese año José Luis Brea publicó un texto en El País (titulado “La nueva práctica artística”) donde decía lo siguiente: “tampoco me parece tan evidente que la esencia de la vanguardia que (según Adorno) residía en el hecho de que cada obra cuestionaba, además de a sí misma, también la esencia del arte en general, haya perdido todo valor. (…) Me parece, en definitiva, equivocado situar el signo de la transformación radical que afecta a la experiencia estética en la desaparición de la vanguardia”
Si sacamos a colación este texto es para encontrar autoridad a una idea fija que hemos ido diseminando en textos varios: la idea de que la vanguardia, de un modo u otro, sigue profetizando el tiempo apocalíptico de nuestro arte. Una vanguardia que si bien ha claudicado de todo sesgo utópico ha sabido reconvertir su potencial en eficiente negatividad: no ya por tanto ver bajo las apariencias la posibilidad de un mundo real sino hacer patente que nada cabe ya esperar, que lo que nos queda es una cacofonía de voces y gestos en superficie, una latente melancolía por llevarnos a la boca algún acontecimiento que supere la chorrada viral de turno.


Y si estamos asistiendo a una revitalización de la pintura es, precisamente, por esta posibilidad suya de negarse, por ser adalid de un vanguardismo que, si bien es heredero de aquellos primeros “ismos”, es también reverso de aquellos proponiéndose actualmente como ejercicio estético capaz de máxima negatividad.
Dicho todo esto, la pintura de Max Brand (Leipzig, 1982) ejemplifica como pocas este carácter negativo de una vanguardia contemporánea. En sus lienzos está todo y, al mismo tiempo, no hay nada. Mientras ese todo empuja desde debajo del lienzo por salir a la superficie, en ésta no hay sino un batiburrillo de trazos inconexos: no hay ya una lógica de los trazos-significantes con capacidad para significar sino gestos autoreferenciales que en su mismo trazo delimitan un espacio pictórico donde no termina por acontecer nada.
Aunque heredero más que obvio del expresionismo alemán, en sus lienzos no hay encuadres imposibles, ni gestos furibundos, ni la plasmación atópica de una catástrofe; no hay tampoco una explosión en masa de colores ni muchos menos tonteos con esa gran falsedad que, en términos generales, fue el neoexpresionismo. Quien pensamos está más presente en sus obras es Chagall. Y es que, quizá como el maestro bielorruso, Brand plasma un mundo en decadencia donde a la catástrofe inminente solo podemos proponer cierta capacidad de ensoñación y melancolía.
De esta manera, los lienzos de Brand parten de un campo de color para desde ahí ir llenando la escena en la inmanencia de unos gestos y unos trazos que no buscan más que crear el fantasma de una extraña sensación: la escena, sin duda, está desplazada, borrada. Rostros luchan por aparecer en toda su potencia pero apenas terminan siendo más que un apunte.
Si Chagall ponía en relación símbolos que aún condesaban cierta carga trascendental para tejer una narración que desde el desconcierto del período de entreguerras apostaba por un optimismo por el futuro, Brand nos muestra el reverso de aquel vanguardismo: por muchos gestos, por muchas huellas que se desplieguen en la superficie del lienzo, no hay camino alguno que nos haga volver al hogar. Estamos desorientados y bastante tenemos ya con mantenernos a flote.


Visto lo visto, solo le cabe esforzarse por buscar más abajo, en las sedimentaciones de nuestra temporalidad: Brand corta trozos de tela para buscar qué hay más abajo y hallar así algo a lo que agarrarse. Pero nada: su arqueología termina más que en el hallazgo de cierto sentido derivado en un restañar una herida que sabemos se gangrenará. Y es que cuando las cosas solo pueden ir a peor, no se nos deja ni siquiera soñar. Si Chagall buscaba en su pintura vanguardista un trampolín desde donde entender su tiempo presente, Max Brand –en esa negatividad con que actualmente se presenta la vanguardia– plasma en sus obras una única realidad: que no hay ya sortilegio alguno para escapar a una pantalla global donde nada sucede.
Esta misma lógica difusa es la que se desprende de las instalaciones con que acompaña sus cuadros y de la que en esta exposición hay un magnífico ejemplo: huellas de un rito a la nada, trazos de una liturgia vacía, la instalación consta de los restos dejados tras la fiesta chamánica a nuestro dios el plástico: plastificados en vida andamos como zombis puestos hasta arriba de todo.

La fiesta terminó y lo que único que queda son los detritus y una resaca de aúpa. Normal que así no sepamos dar pie con bola y que no podamos salir de una sintomatología bien precisa: una maquínica pulsión de repetición que nos llama a fantasear con la idea de que queda poco para que la fiesta vuelva a empezar. Y es que, como decimos, cualquier cosa vale para no darnos cuenta de nada y hacernos el despistado.