miércoles, 17 de diciembre de 2014

JEAN-LUC GODARD: ADIÓS AL LENGUAJE, IMAGINAR EL LENGUAJE


                                  "Commençons par le commencement, les indiens apaches, la tribu des Chiwawas, ils appellent le monde la forêt".

Si digo: “una mujer casada y un hombre soltero se encuentran”. Y si añado: tal es el argumento de una película. Si lo hago, de hacerlo, nuestras cabezas, infestadas de estructuras narratológicas al uso, no tardan ni un suspiro en adentrarse en una posible trama, encontrar puntos de agarre, de desarrollo, de idas y venidas desde donde poder decir: he aquí la historia, lo que la película cuenta.
Pero lo fundamental es lo que sigue: en toda la anterior parrafada nada hay que tenga relación alguna con el cine. No, ninguna. Porque como dice Godard en la entrevista que dio a los medios con ocasión del estreno de su última película, “la gente dice ‘el cine’, pero en realidad quiere decir ‘las películas’. El cine es otra cosa”.
Y es que concretemos: el cine no es el pasar a limpio de un texto que hace las veces de guion. El cine es captar el vínculo invisible que se da entre palabra e imagen y cuyo aparecer solo se da a través de esta última. El cine encarna una unión sináptica entre la palabra y la mirada, entre lo que se puede decir y lo que se puede ver. El cine es, solo de este modo, dispositivo de conquista, técnica disensual respecto las sensibilidades que se mueven por el entramado social. El cine es, como poco, un arma terrorista. “Desde hace tiempo sé que hay un solo lugar donde se puede cambiar las cosas: en la forma de hacer películas, o sea, en el cine”, dice el director en la misma entrevista.

G-O-D-A-R-D
Pero, como a nadie escapa, el cine fue traicionado por el propio cine, primero abortando sus posibilidades disquisitivas en favor de una digresión más lineal, y después volcando lo que pudiera aún quedar de reflexión cinematográfica en estrategias apellidadas por alguien (pues siempre hay alguien que tiene la idea) como “arte”. Y aclaro: que alguien diga “esto es arte” es ya una provocación ideológica de dimensiones colosales: es suponer que esto merece un embalsamado, un ser comprendido desde el púlpito de ya, antes de cualquier otra cosa, su ser-“arte”. Me estoy refiriendo a que el videoarte, el arte conceptual, han conquistado para sí todo el potencialidad de la técnica cinematográfica. El resultado de por sí no es que haya sido ni muchos menos malo: pero sí que es lícito denunciar que el arte tiene sus propias estrategias y que muchos de sus esfuerzos avanzan en la línea de pensarse y repensarse así mismo hasta casi al náusea, con lo que el cine suele ser una medio para ello más que un fin en sí mismo.   
La frase hecha aquella de que “siempre nos quedará Godard”, el seguir llamando “provocador” a un anciano de 83 años, alude a esta situación afásica y claustrofóbica del cine: entre ser un meapilas hollywoodense o un diletante artístico, al cine no le queda donde ser llamado por su nombre. Solo Godard se atreve a llamar cine al cine justo donde su nombre ha quedado por completo prohibido.
Pero avancemos. Se señala, casi con una sorpresa que solo señala lo indocumentado de algunos juntapalabras, la falta de sentido lógico de su cine, como si eso fuese una extravagancia de aquel a quien, como a un niño mimado, se le permite todo. Pero sin embargo, y gracias a esa ausencia de lógica narrativa que esta película capta la vida más y mejor que cualquier otra intentona de carácter clasicoide. Porque esa falta de lógica que se aduce en la película es la misma que existe en la vida: la misma vibración asintótica, la misma coagulación de acontecimientos sin desarrollo alguno, la misma refracción sinodial en pos de algo que pueda tener los arrestos de ser llamado “vida”.


Y es que nuestras vidas han devenido azares consuetudinarios que acontecen en la pantalla-mundo y, lo curioso, es que nadie parece haberse dado cuenta. Porque si no, ¿de qué esta salutación a l’enfant terrible de la cinematografía gala?, ¿de qué venir otra vez –la enésima– con que Godard hace un cine muy peculiar? Muy sencillo: porque el cine, piensan, está para otra cosa. Para distraernos, para como si de juglares se tratase, contarnos una historia con que pasar el mal rato que supone tener que lidiar con nuestra diaria existencia de pringao.
Es en este sentido que el título de “Adiós al lenguaje” es poco menos que una declaración de intenciones: JLG se ha visto llamado a hacer esta película justo cuando el cine más tendría que decirnos pero menos (vista la enjundia que suele destilar la cartelera) es capaz de hacerlo. Adiós al lenguaje, decimos, cuando la realidad ha sido fagocitada en una infinidad de imágenes instantáneas que refulgen en nuestras pantallas; adiós al lenguaje cuando nuestra lógica comunicacional está regida por la memez del emoticono y la inmanencia absoluta de una visualidad total; adiós al lenguaje cuando nuestras relaciones, idas y venidas, nuestros regímenes de saberes y competencias, no pueden ya quedar enclaustrados en representación alguna sino que todo es ya modular, rizomático e hiperfluido; adiós al lenguaje cuando la realidad no se abre en el decir de ningún discurso sino que es un dispositivo de implementación que se abre a la instantaneidad de la siguiente imagen.
Pero todas estas buenas intenciones, ¿cómo se concretizan en el cine de Godard? El director franco-suizo maneja, a nuestro decir, una teoría cinematográfica muy simple: una imagen como poco muestra, aunque lo suyo es que siempre señale y que nunca enseñe. Y de propina un axioma: documental y ficción, c’est la meme chose!! Dicho lo cual, la clave está en el aparecer de eso que antes hemos señalado como el núcleo de la cinematografía: el vínculo invisible que se da entre palabra e imagen. Es decir, la liaison entre imagen y texto pero que no es ni imagen ni texto; el exceso de invisibilidad con que toda imagen carga; el reverberar de la emoción que hace que cada momento dure más que un instante. Es por ello que el cine godardiano suele moverse en triadas más que en duplas, de modo que la imagen nunca se cierra en su propia dicotomía (lo que supondría un ‘enseñar’) sino que se abre a un vínculo que nunca está presente (es decir, señala hacia donde ir pero sin llegar a ir nunca).


            Por ejemplo en esta película, para todo lo que quiere decir Godard, para referirse a la incomunicación y alienación entre el hombre y la mujer pero sin llegar a decirlo, emerge la figura del protagonista principal: el perro, Roxy. En la mirada de este perro se reconcentra todo lo que el ser humano no “sabe” ver; el animal, en su inocencia, tiene una relación más directa con la naturaleza, con lo que le rodea…con la vida. El perro, su mirada, actúa como contraplano entre los dos títulos con que, a modo de bucle, sitúa Godard cada episodio: naturaleza y metáfora.
Y es que si hay que decir “adiós al lenguaje” es porque nuestras metáforas, nuestras estrategias de acercamiento, simbolización y comprensión han quedado anuladas. Nuestra ceguera, nuestro régimen escópico afanado en conquistar más que en mediar una lícita relación hace que ya, por mucho que veamos, no haya nada que ver. Godard nos hace un recorrido por nuestras decaídas metáforas, por esa política ninguneante que nos gastamos, por nuestras catástrofes y genocidios. Está Hitler, el Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, el Frankenstein de Mary Shelley, denuncias de esta democracia fantasmática en la que anidamos, el recuerdo del año 1933 como el inicio de nuestra civilización (ahí cuando se inventó la televisión y, al tiempo, Hitler fue elegido democráticamente).   


Así, la película pudiera destilar una endémica negatividad pero que acaba con un canto vital, con una explosión de esperanza. El perro, en la naturaleza, y una sola máxima: el perro es el único ser vivo que es capaz de amarte más que el amor que tiene por sí mismo. Y quien dice amar, dice respetar al otro: “el filósofo es aquel que se deja inquietar por la figura del otro”, se dice en un momento de la película.
Pero para amar al otro –y esto es lo que creo quiere decirnos Godard– es necesario crear un nuevo lenguaje, una nueva metáfora para el otro (un nuevo, por ejemplo y como se dice al comienzo de la película, concepto de África). Es decir, un nuevo emerger del mundo, la imposible posibilidad de un nuevo imaginar. "Todos aquellos que no tienen imaginación se refugian en la realidad": se trata, en suma, de lo que trata todo verdadero ejercicio revolucionario, de imaginar de nuevo. Para eso, en definitiva, está el cine: para decir adiós al lenguaje e imaginar otro.

Quizá haya que volver al comienzo y llamar al mundo simplemente “bosque”, como lo Chiwawas. Y dejar, todo lo demás, a la imaginación.

viernes, 12 de diciembre de 2014

FRANÇOISE VANNERAUD: ENTRE EL PAISAJE Y EL TERRITORIO. PASAJES DE LA MIRADA


FRANÇOISE VANNERAUD: INSIGHTS OF PASSAGE
GALERÍA PONCE+ROBLES: 15/11/14-16/01/15

                Hasta el día 16 de enero puede verse en la galería Ponce+Robles la individual de una de las jóvenes artistas con mayor presente y futuro del panorama artístico madrileño: Françoise Vanneraud. Asumiendo el dibujo como práctica nuclear, la artista de origen francés construye un discurso absolutamente maduro y centrado en torno a un mirar –y sobre todo a un ‘pasar a través’– capaz de traslucir las mecánicas ideológicas implicadas en hacer de todo paisaje un territorio.
 
Aunque no es nuestra estrategia preferida, la ocasión merece ir directos al asunto. Y es que creo no mentir al decir que son pocas las ocasiones en que la madurez artística se muestra de forma tan radical como en esta exposición de Françoise Vanneraud (Nantes, 1984) en la galería Ponce+Robles de Madrid. No sabemos si hasta el límite de proponer un antes y un después en referencia a esta exposición, pero lo que sí que es cierto es que todos los engranajes que ya habíamos comprobados funcionaban en el conjunto de su obra, asoman ahora brillando con asombrosa madurez.  
Si desde luego a Vanneraud no la creíamos ni lo más mínimo al asegurarnos que era dibujante, es después de esta muestra que hacerse pasar por dibujante –así a secas sin apellido alguno– no puede ser sino una trola y además de las grandes. Y es que pensamos que ese núcleo socio-político que hasta ahora era obvio y patente pero que quedaba siempre o bien demasiado oculto o bien demasiado a la vista, es ahora subrayado con esa brutal sutileza solo permitida a unos pocos, aquellos que han progresado en su técnica, que se han empeñado en repetirse una y otra vez ensayando novedosas formas de decir lo mismo. Porque, no nos engañemos: el arte, dependiendo todo su potencial del modo en que se diga, tiene bien poquitas cosas que decir. Es decir, no hay novedad y diferencia que no se haya ya, de alguna manera, dicho. Quizá todo dependa de, como señala Juan Francisco Rueda en la hoja de sala, de la palabra tensión.


Para decirlo más claro: si Vanneraud dice ser dibujante como una mera excusa para empezar a hacer –pues por alguna parte y de algún modo hay siempre que empezar–, ese universo crítico-expansivo que anima sus dibujos queda organizado ya de manera magistral alrededor de tal práctica. Todo remite, en esa tensión a la que hemos aludido, alrededor de unos dibujos que obturan de manera ya muy precisa entre lo que son y lo que no son, entre lo que apuntan y lo que silencian: es decir, entre el paisaje y el territorio. Porque este es, sin ningún género de dudas, la matriz explicativa de toda la práctica artista de Françoise: señalar al paisaje cuando lo que está dibujando es un territorio y, viceversa, mostrarnos el territorio cuando lo que se ve es un paisaje.
Así, lo suyo es un verdadero “pasaje” a través del dibujo para descubrir como nada es lo que parece: ni paisaje ni territorio, sino una extraña simbiosis que fluctúa entre lo social, lo político y lo antropológico, y cuyo resultado solo puede ser uno: la tragedia y la barbarie. Si su dibujo se trasviste con asiduidad hasta el límite de parecer otra cosa, no es por mero capricho accidental de la artista, sino por la puesta en claro de una ejecución que siempre necesita exceder los cortos resortes del encajonamiento que parecen desear las disciplinas estéticas.
La pieza central de la muestra (Travesía) no es sino un claro ejemplo de este buen hacer de la artista francesa que tratamos de subrayar. Así, si la expansión que sufre el dibujo y su conversión en instalación no es un simple “salirse del marco” es porque solo así, saltándose los cánones perceptivos del dibujo, puede, como en este magistral ejemplo, presentar todo aquello que un dibujo es incapaz de hacer: es decir, mostrarnos el infrafino donde paisaje y territorio se comunican. Vanneraud dibuja algo a medio camino entre el paisaje y el territorio pero que solo nosotros, “pasando” a través de él, pisando y chascando esos azulejos, somos capaces de hacer ver la diferencia. Ya no es una simple cuestión de interacción boba, no es cuestión de completar la obra como quien pulsa un botón y el mecanismo se pone en marcha. Es mucho más que eso: es que nuestro “pasar a través” nos pone en conocimiento con determinadas realidades que todo paisaje, en su ilustrado ser pintoresco, oculta.


Nuestras pisadas entonces no hacen que los azulejos simplemente se partan: nuestras pisadas son la huella repetida de un pasar que nunca es inocente, que siempre trata de apoderarse de lo que ve, que siempre intenta –en definitiva– convertirlo en territorio y conquistarlo. Nuestras pisadas, podríamos decir, hacen que salgan chispas, unas chispas que irán construyendo a lo largo de los días que dura la exposición un territorio metafórico capaz de revelar como esa idealidad candorosa que llamamos paisaje simplemente no existe, que es una simple manera de mirar alrededor.
Pero de entre todas las causas y efectos que se entrelazan a la hora de esa conversión –casi transfiguración– del paisaje en territorio, a Vanneraud le interesa sobre todo un aspecto: el que remite a la inmigración. Y es que en la inmigración se condensa toda la red de significados ocultos con que todo territorio carga. En el fenómeno (y sobre todo en la tragedia) de la inmigración, ese infrafino al que antes hemos aludido salta por los aires haciendo inviable toda posible mediación. La inmigración acentúa el carácter de antagonismo con que la ideología cubre ciertos ámbitos para diferenciar la interioridad de la exterioridad, el adentro del afuera. La inmigración, en definitiva, hace patente que siempre habrá alguien para quien el paisaje solo será eso, paisaje, y que siempre habrá otro para quien el paisaje solo puede ser territorio.
Piezas del potencial de Terre de départ o de Spiaggia dei conigli dan cuenta de esta honda preocupación de la artista por el fenómeno de la inmigración. En la primera obra diferentes fotografías de los Pirineos van simulando un camino que, en su no coincidencia, en el pegado defectuoso con el que crea una falsa continuidad, borra paulatinamente la belleza del paisaje para sacar a la luz una experimentación traumática: la del posarse de una mirada –la del espectador– que en el recorrer ese camino sinuoso, en el trompe-l'œil que supone cada falsa sutura, hace emerger la infinidad de tragedias que han acontecido en esos parajes tratando de, tanto en un sentido como en otro, pasar del otro lado.


La segunda pieza da cuenta de otra frontera, de otro invisible procedimiento socio-político de reconversión del paisaje en territorio. En este caso el paraje es la playa de Lampedusa: una playa de gran belleza que ahora solo puede aparecer a nuestra memoria como el lugar de una tragedia constante. Quizá aquí la historia nos duela un poco más: porque si la frontera hispano-francesa ya no es (afortunadamente) lo que era, Lampedusa sí que nos apela directamente. Es esa emotiva cercanía la que Vanneraud utiliza: porque, por mucha tragedia que sea, por mucho espacio político que se construya, ¿queremos mirar o no queremos?, ¿queremos responsabilizarnos de esos otros que habitan el otro lado de la frontera, o es simple incómoda estadística? Es decir, ¿queremos ver que quizá seamos nosotros quienes más ocupados estamos en seguir esa mecánica de la razón implicada en separar y proponer fronteras? Porque no seamos ilusos: continuar cómodamente indignados nos permite más o menos mantener una mirada “estética”, limpia, bella, placentera: seguir habitando el paisaje y no, como otros, anhelar el territorio.
Y lo incómodo de esta pregunta es, precisamente, la que nos lanza la obra en cuestión. Un ventilador levanta al azar algunas de los folios con los que Vanneraud ha dibujado el perfil de la playa. Y, otra vez, la mirada, la nuestra, que “pasa” otra vez a través del paisaje para darnos a ver lo que no queremos ver, lo que deseamos permanezca oculto: la cifra de muertos que han arribado a sus costas en el intento de, como en los Pirineos, pasar del otro lado. Es decir: la obra, el paisaje que representa, deviene ante nuestros ojos, en un instante, territorio.
Todo redunda en esa mirada, en la epifenomenología de tal mirada: ¿qué miramos, cómo miramos, que deseamos al mirar? O, y por mucho que nos empeñemos: ¿por qué nuestra mirada nunca se contenta con el paisaje y se empeña en afirmarlo, asegurárselo para sí en una mirada que lo trasmuta en territorio? Si el trabajo de Vanneraud puede calibrarse de sublime es justo por ser capaz de plantear estas preguntas: porque a través de una práctica del dibujo que en absoluto es simple dibujo, a través de provocarnos para que pasemos a través de sus “dibujos”, nos topamos con ese límite donde la mirada desbarra, donde la mirada termina por saber lo que calla: que necesita un límite, un lugar seguro desde donde seguir llamando paisaje a esos idílicos lugares tan queridos a la nuestra mirada.  

ÁNGELA DE LA CRUZ: ACCIÓN, REACCIÓN… DESTRUCCIÓN



ÁNGELA DE LA CRUZ: TRASPASO
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 06/11/14-03/01/15

Al arte siempre se le ha recubierto con una fina pátina de glamour dorado. Cada hecho, cada logro, es casi al instante mimetizado dentro de una gran tradición que encapsula cada práctica y cada estrategia ofreciéndolo al gran público (porque el público del arte, aunque sea poco, siempre es grande) ya digerido y listo para consumir dentro de unos parámetros ya cercanos a lo mítico. Así, la historia del arte es un ejercicio de sedimentación y decantación donde las ideas quedan encarnadas en objetos donde la labor fetichista es poco menos que fundamental. 
Sabedora de esta capacidad aurática del arte, la obra de Ángela de la Cruz se empeña una y otra vez en tirar de la cuerda hasta el punto mismo en que todo el espectro artístico queda desajustado. Es así que su estrategia es insertarse en el reciente devenir aurático del arte –aún y sobre todo, precisamente, después de la eliminación de su aura– para ofrecernos una versión transversal de los hechos, una moviola de lo ocurrido donde la praxis queda retorcida hasta volverse irreconocible. Coser y recoser una historia del arte muy de manual, muy de saberse al dedillo quien es quien y el porqué de cada qué: esa es la labor de una artista que insufla casi demiúrgicamente aire vital a una práctica artística siempre demasiado preocupada en enseñarnos pomposamente sus logros.
Siendo el minimalismo su lenguaje de cabecera, no puede decirse en ningún caso que lo use como si de una influencia se tratase: de la Cruz más bien lo recicla para forzar las cosas hasta el límite de su destrucción. Y es que lo que le interesa es el momento donde las cosas apuntan a su poder ser otra cosa. Y, entre ellas, nada más interesante que el momento donde el arte se retuerce para señalar al lugar donde todo puede ser desbaratado, echado a perder: la vida. Porque es ahí, justo en su epicentro, donde es posible trasmutar al arte haciéndole acercarse peligrosamente al abismo donde el arte muda para siempre sus ropajes.


Así, bien puede decirse que el gran tema –y el único– en la obra de la artista coruñesa es la vida, ese angosto sustrato de donde el arte recoge todas su potencialidades pero que no tarda ni un suspiro en traicionarlas para, eso sí, ofrecernos sus grandes dotes de camuflaje. La vida, decimos, para que la obra quede inundada por ella: Ángela de la Cruz abre la obra para que entre aire, para que el quietismo espectral que reduce la pieza a “arte” adquiera movimiento. Entre la pintura y la escultura, entre lo acabado y lo inacabado, entre la construcción y la destrucción: las obras de nuestra artista recorren un camino mucho más amplio que el que el reduccionismo artístico le tiene convencionalmente adscrito.
La mentira del arte es que no funciona estirando sus límites sino rompiéndolos, obligándole a reinterpretarse a sí mismo con el fin de dar cabida a esa exterioridad llamada, ideológicamente, no-arte. Es por ello, pensamos, que la acción de romper el lienzo no va en la onda de un estirar el arte, de renegociar los límites de su frontera para que, en su capacidad de autoreferencilidad, el arte siga pensándose a sí mismo dentro de una claustrofóbica estrategia de deglución sistémica. Por el contrario, tal acción de desmembramiento está orientado a dar cabida a eso que fue olvidado: la vida, la marca vital de su producirse. La mecánica de canibalismo artístico no funciona horizontalmente sino verticalmente.
Más en concreto, la artista vertebra una dialéctica de la desartización en formato acción-destrucción capaz de dar a la obra de arte eso mismo que el sistema-arte ha de reducir a mínimos para su inmediata domesticación: la capacidad de sorpresa, una reoxigenación que sitúa a la pieza en un umbral indecible, en lo liminar de un “estar a punto de”.
            Es por ello que algunas pieza de esta nueva serie parecen situadas en un eterno momento anterior al de su desplegarse y, lo que es más importante, anterior al instante en el que, ahora sí, serán llamadas “obra de arte”. Pero, aun así, ¿quién nos dice que es el momento del ‘antes’ y no del ‘después’, cuando la obra, una vez representado el papel que mejor sabe hacer –el de, como decimos, obra de arte– es de nuevo embalado o, simplemente, arrugado y tirado a la basura? No, no lo sabemos; no sabemos si la obra es lo que era antes o lo que es ahora: un simple lienzo arrugado y a punto de ser tirado a la basura (Nothing), unos lienzos enrollados apoyados en la pared esperando ser abiertos o, quien sabe, ser retirados (Roll).  
            Y en ese estar esperando, cuando la obra espera su ser-obra-de-arte, ocurre que suceden cosas: que se cae, se rompe, se rasga, se pisa, se machaca. Es decir: la obra no tuvo el tiempo para convertirse en aquello para lo que estaba destinado. O, puede ser, ¿no es en ese “no tener el tiempo” donde la obra cumple mejor que de cualquier otra manera su destino? Ejemplo de esto es la pieza de mayor formato, Drop, donde la obra caída al suelo, es incluso atravesada por la silla de ruedas de la artista.


            Así, la falsa pregunta dicotómica que muchos ven en el trabajo de Ángela es solo eso: una falsa cuestión capaz de callar toda la violencia que exudan sus obras. Es decir, la cuestión no es si es pintura o escultura, de si están destruidas o construidas. La cuestión a la que apuntan es que es solo en su disfuncionalidad, en su no ser lo que se presupone deberían de ser, donde las piezas adquieren el sello transfigurador de ser llamado arte. Es así que la violencia destructiva con que Ángela acomete sus obras no es otra que la violencia endémica del propio arte para mantener su reino bien a buen recaudo y bajo el epíteto de la autonomía.
En definitiva: la genialidad de Ángela de la Cruz no es tanto hacer obras de arte como usar la misma fuerza violenta del arte para desgarrarlo por dentro, para hacer que el propio arte tenga que claudicar de sus axiomas y acoger lo otro, eso que es no-arte. La misma marca de desgarramiento que se muestra en sus lienzos es la que queda inscrita en el arte como huella de una provocación a la que hay que acoger en silencio.
Porque, si es arte, solo puede habitar el umbral. Porque, si se es artista, solo puede encarnarse esa fuerza interna del umbral para desgarrar lo que ahí habita. El artista o es una fuerza de la naturaleza o no es nada, un simple perfil de Facebook.