lunes, 26 de enero de 2015

TIRAR (O NO) DE LA CADENA: DIVERTIMENTO ESCATOLÓGICO CON DERRIDA, AGAMBEN Y ZIZEK DE FONDO


A veces sucede que ni el propio artista sabe lo que ha descubierto. No sabe lo que, en su atrevimiento, ha llegado a destapar. No lo sabe o, por lo que parece, prefiere callar. A este respecto, si alguna misión pudiera tener la crítica sería precisamente esta: decir lo que de cualquier otro modo quedaría sin decirse, no por ser más listo que nadie sino porque la obra, de decirlo todo, quedaría de inmediato desconectada. No se trata por tanto de interpretaciones sacadas de la manga ni de comentarios obtusamente resueltos bajo un opaco manto de intelectualidad (en el peor sentido de la palabra). Se trataría de decir aquello que, de puro obvio, se pasa por alto. Y es que el arte, al igual que la vida moderna, suele ecualizar por lo bajo, presumir de que todo el monte es orégano y reducir todo a básicos antagonismos.
De la exposición a la que queremos referirnos puede decirse todo lo que acabamos de referir con matemática precisión. Porque sacada a los medios debido a esa carga de naif escandalera con lo que simulamos saber en qué mundo vivimos, la exposición puede superar ampliamente la gracieta con que, quien más quien menos, la ha dado por finiquitada. Los mass media han sacado esta exposición, de todo punto “asquerosa”, a la palestra para dos cosas bien concretas: procurarnos nuestra media-sonrisa diaria, nuestra dosis de goce con la que soportar el simulacro espectral de cada día y, con ello, afianzarnos en nuestra posición ideológica (aquella que sabe que en ningún sitio como donde estamos, bunkerizados en nuestras bien aprendidas opiniones, que todo lo demás, todo lo exterior es poco menso que indignante).
"Todos estamos solos con nosotros mismos en el baño", dice la artista italiana Cristina Guggeri. Vamos: que ni puta idea. La cosa no va, ni mucho menos, por ahí. La boba historia del “todos somos iguales”, de eso de que el evacuar nos iguala a todos, no es sino una sandez más con la que este mundo, hiperdemocratizado hasta el límite de su inoperancia, bandea como puede las cuestiones que o no sabe o no se atreve (aunque casi me inclino a pensar que se trata de ambas incapacidades).
La cosa de poner a los poderosos en su “trono” tiene mayor profundidad de la que se piensa. Y, además, no es difícil descubrirlo. Porque, ¿en qué se asemeja esta escatología (skatós, excremento) con la otra escatología, la del éskhatos, la de lo último?, ¿es un simple desarrollo de fonemas diferentes que han terminado por converger? Aun reconociendo sus diferentes raíces, ambas palabras comparten el necesitar de un estado de excepción donde la Ley, dependiendo de la interpretación, es derogada, suspendida, desconectada o, por el contrario, cumplida en toda su extensión.
Es solo ahí, en un estado de excepción, donde la escatología, en sus dos acepciones –excremental y última–, puede llevarse a cabo. Ambas escatologías remiten a un corte en la temporalidad de lo dado para hacer aparecer la novedad radical de lo imposible, de lo inimaginable: ahí donde la redención está a las puertas, ahí donde la Ley es suspendida. Es decir, si por una parte la escatología como reflexión sobre lo último apunta a un tiempo donde la redención está a las puertas, por otra parte la escatología como tratado sobre lo excremental supone el corte temporal en las tareas cotidianas donde la Ley es suspendida y donde, por lo tanto, lo mesiánico está más cerca de su advenimiento. ¿Se capta siquiera mínimamente el poder sugestivo de las imágenes de esta exposición?


Todo se despliega, por tanto, alrededor del concepto político-mesiánico por antonomasia, el de “estado de excepción”: ahí donde es imposible discernir entre el afuera y el adentro de la ley; ahí donde la ley permanece pero no es aplicada; ahí donde no se sabe si se está cumpliendo la ley o transgrediéndola. Esta excepcionalidad ha sido pensada como un Geltung ohne Bedeutung: una vigencia sin significado que alude a una única pregunta: ¿qué resta en el reino de la ley cuando la ley no está? O, dicho de otra manera, ¿qué resta de la legalidad cuando el soberano está defecando?
Total y resumiendo: las imágenes de la polémica (aunque creo que ni siquiera ha llegado a polémica) nos muestran las posibilidad, reales y efectivas, para la emancipación. Porque, seamos claro, siempre que ha acontecido algo similar a una revolución, ha sido únicamente porque el poder estaba con los pantalones bajados, en el retrete, ocupado con su tarea diaria. En definitiva, el poderoso, en sus tareas diarias, personifica como nadie el estado de excepción. El imperio de la Ley, mientras el poderoso caga, está suspendido, desconectado de su ejercicio legal.
Pero, una vez sumergidos en ese tiempo mesiánico que solo posibilita el estado de excepción: ¿qué puede pasar? Es decir: ¿qué posibilidades tenemos de desasirnos de la Ley?, ¿qué posibilidades hay de que cuando ellos, los soberanos, salgan del baño ya no tengan ley a la que referirse? O, es más, eso que “resta” aun cuando la ley está en stand-by, ¿hace necesario el superar el imperio de la ley o, por el contrario, tal imperio debe ser comprendido como quien dice como un mal menor, un mal necesario que deja siempre abierta la posibilidad de la justicia? Veamos que piensan algunos filósofos.
 Agamben señala sin ambages que este estado de excepción ha de ser superado ya que el ámbito donde la ley es suspendida es un momento sumamente opresor. Es más, este estado de excepción es nuestro estado continuo y diario: vivimos en una situación donde la excepcionalidad se ha hecho regla y la ley, aun sin concretarse en regla, mantiene una fuerza dogmática y violenta.
            Sin embargo Derrida aboga por mantener este estado de excepción ya que esta estructura constituye la garantía de la justicia. ¿Por qué?, ¿cómo puede ser que el permanecer en el estado de excepcionalidad, en un ámbito de indecibilidad donde de la ley no queda sino su estructura, sea el garante de la justicia? La lógica es la siguiente: para Derrida toda decisión que aspire a ser justa debe intentar ir más allá de la norma o la ley y crear algo nuevo. Pero, sin embargo, todo intento de superar la ley y alcanzar la justica está condenado al fracaso, de modo que la justicia es una mera posibilidad.
Es esto, precisamente, lo que Derrida salva del estado de excepción: que es ahí donde quedan prescritas todas las posibilidades, aun como inabarcables, de la justicia. Lo que permanece no es una ley sino la condición de posibilidad de toda ley, siendo eso precisamente –la condición de posibilidad de la ley– lo que es la justicia.
Es definitiva, si para Derrida no existe frontera nítida entre la ley y la justicia, de modo que ambas luchan por usurparse el sitio en un juego donde anida el riego y la esperanza, para Agamben es esa intercambiabilidad lo que es un gran riesgo con el que hay que acabar por medio de la profanación.
Según el deconstruccionista, si es cierto que vivir en un estado de excepcionalidad donde nada se resuelve puede llevarnos al mayor de los totalitarismos, no es menos cierto que es solo ahí donde anida la posible salvación.  Si la ley se cancela en su totalidad, si se cancela su Geltung, se cancela el impulso que logra abrir la condición de posibilidad de la justicia. Es decir, para Derrida la ley no puede nunca cancelarse en su totalidad ya que deshacernos de todos los elementos de la ley supone deshacernos del exceso constitutivo, del punto cero de la revelación que es la garantía de su justica. Dicho en plata: la ley es una peligrosa instancia coercitiva, pero sin ella no habría nada, ni historia, ni evento, ni fenómeno
En el fondo, esta diferente óptica entre un pensador y otro remite a una diferente concepción del tiempo y, con ello, de la significación. Si para Agamben todo mesianismo debe contener un mecanismo que permita llegar a su pleroma, para Derrida, sin embargo, la mesianicidad no conoce este pleroma, no se resuelve nunca en la Aufhebung: es siempre mesianicidad sin mesiansimo.
Y, esto mismo pero referido al problema de la significación deja las cosas bastante claras: para Agamben significado y significante deben encontrarse (ley y justicia deben converger en un punto mesiánico que está siempre a la espera). Pero para Derrida significado y significante no se encuentran nunca, no hay significación plena nunca. Es decir: hay mesianicidad (un estado de excepción donde la emancipación mesiánica puede darse, donde la ley y la justicia pueden converger) pero donde nunca se llegará a final alguno, donde nunca vendrá ningún mesías…. Es decir, donde la botella nunca llegará a su destino, donde la carta nunca será descubierta, donde el crimen nunca será descubierto, donde el secreto nunca será dicho… En definitiva, la deconstrucción es un mesianismo bloqueado.
Aplicando las tesis derridianas (que nos parecen más sugestivas) a las imágenes asqueantes de esta exposición la cosa quede meridianamente clara: el soberano en su catre explicita todas las posibilidades donde la justicia puede remontar el pulso hasta toparse con la Ley y advenir así la emancipación total. Pero también las heces hacen patente que la excepción nunca puede tener fin: la mierda ejemplifica como pocas cosas la imposibilidad de una identidad del “yo” consigo mismo –o de la justicia con la ley– ya que, cuando menos uno se lo espera, las heces nos recuerdan que la identidad necesita desprenderse de un exceso imposible de simbolizar, de reducir o asimilar.
Es decir, el excremento señala que no hay nunca instante donde ley y justicia converjan, que no hay nunca momento de emancipación radical y absoluto. Los excrementos son ese exceso de significación imposible de atesorar en ningún significante.
¿Qué quedaría entonces hacer? Estos dibujos de los poderosos en su tarea diaria remiten al estado ideológico que nos tiene apresados como cobayas: es necesario que nuestros restos a-significativos se atrevan a travesar la pared de la significación y pasar del otro lado, ahí donde está lo inimaginable, lo imposible, lo indecible. Lo mejor es atreverse y pasar del otro lado. Así pues, es tirando de la cadena como el resto asqueante pasa del otro lado, atraviesa lo Real y llega a otro régimen ontológico de posibilidades.
Siendo esto así, la interpretación de Derrida queda dada la vuelta como un calcetín, encontrándonos en las cercanías de Zizek: cada punto de (im)posibilidades, cada momento en el par de fuerzas ley/justicia, puede ser el momento definitivo de la emancipación. Porque el destino no es llegar a una meta donde ley y justicia, significado y significante converjan, sino que se trata de que sea donde sea que se esté, siempre cabe la posibilidad de tirar de la cadena y dejar que los restos pasen del otro lado.
En definitiva: la emancipación que pudiera venir del estado de excepción pasa únicamente por atrevernos a tirar de la cadena. De este modo significado y significante no es que puedan converger o no: es que están potencialmente convergiendo siempre, cada instante pudiera ser el que nos catapulte del otro lado: el mesías por tanto, está viniendo siempre.
Pero entonces, ¿por qué no lo hacemos de una vez por todas? Muy sencillo: porque nos mola, porque no hemos superado la fase anal y nos encanta jugar a decir pedo caca culo pis y reírnos de las gracietas pedorreicas que suelta el otro. 

lunes, 19 de enero de 2015

LIBERTAD DE EXPRESIÓN/EXPRESION DE LIBERTAD: FILOSOFÍA Y LIBERTAD O EUROPA ANTE LA HORA DE SU INDECISIÓN


Este texto surge como respuesta a todo lo acontecido tras los atentados de París. Tiene como mentor al filósofo italiano Massimo Cacciari. Además de filósofo, Cacciari ha sido alcalde de Venecia en dos ocasiones. Venecia, ciudad semihundida, es un buen lugar desde donde pensar Europa y su libertad, una Europa que solo es en cuanto ocaso. 

I
“Si no sabemos tolerar –pero en el sentido original del tollere, llevar en alto, mostrar en su altura– valores en conflicto (polemos), si aceptamos el dogma de que tales valores han de verse reducido a lo Uno, que el mundo tiene ya su gran Diseño y se trata sólo de juntar sus piezas, cada uno en su lugar exacto y previsto, eliminaremos toda expresión de libertad”.
Esta larga cita de Massimo Cacciari alude a algo que, en los últimos días, puede sonar cuando menos extraño: expresión de libertad. Porque, repetida ad nauseam el complemento nominal “libertad de expresión”, esta extraña inversión nos puede, cuando menos, llamar la atención. Pero pensamos que es en esa atípica formulación donde podremos sacar petróleo de un debate que, como no podía ser menos, no ha servido para nada: para poco más que para que cada uno enarbole su bandera y diga lo encantado que está de conocerse. Es decir, para que construya su meme y lo replique en cuantas más redes sociales mejor.
Para ello, para situarnos en ese juego ambivalente entre la libertad de expresión y la expresión de liberad habrá, sintiéndolo mucho, que ir al principio, ahí donde nacen todos los caminos disyuntivos: al origen de Europa. Y es que Europa es el acontecimiento desde donde la libertad es pensada, Europa es aquello que es solo en el confluir de un juego de libertades que no tiene medida ni fin. Europa es topos que solo es en cuanto que es atravesado, cuyas fronteras existen para ser superadas, para separar al tiempo que unen.


Porque “Europa –como dice también Cacciari– no es, será”. Europa se conjuga en futuro. Pero, sobre todo se conjuga en la contradicción continua entre Pólemos y Armonía, una contradicción cuyo resultado es un Archipiélago conectado a través de un logos que trata de decir quién es, quienes somos. Europa es una red que trata inútilmente de poseer un logos que es diferencia y multiplicidad, una red de intrincados caminos que tratan de responder a la pregunta acerca de sí misma.
Europa es un secreto imposible de decirse. Porque ante el abismo de tal contradicción, Europa no tiene forma de decidirse: “Europa siempre ha sido el Indeciso a quien se le exige una decisión”. Y es que toda decisión, en cuanto nace de una saberse identidad, es lo imposible para Europa. La identidad de Europa era y sigue siendo una identidad en conflicto; Europa, decía María Zambrano, es ser agónico.
Pero eso, sin duda, era antes. Porque después de la Segunda Guerra Mundial Europa no ha hecho sino empeñarse –y así decidirse– en concebirse como comunidad económica, mercantil y financiara. Es decir: ha tratado de darse un nombre, un  nombre que no es sino el dilapidar toda una herencia cultural basada en la diferencia y en el acogimiento. Porque ahora el nombre de Europa dice no solo quien es el de dentro sino también el de fuera, aquel a quien ya no se le ofrece una amistad sino un contrato. Como conclusión, lo político, como aquello que une lo separado, que vincula lo disgregado, se ha erigido en límite de una frontera donde lo político, simplemente, se diluye.
Y, diluida la política, empeñada Europa en darse un nombre, qué sea la libertad, qué noción se tenga de ella, es un ejercicio susceptible de caer en ideológicos dogmatismos.


            II
Situados en este debate, las diferentes tomas de posición ante la barbarie terrorista demuestran dos cosas: una, que Europa está más viva de lo que se pensaba; y dos, que cada uno de los discursos, en el antagonismo sobre el que basculan, no hacen sino matar un poco a esa misma Europa cuya única esencia es un perenne estar en exilio.
Y es que cada discurso trata de apoderarse de una esencia desde la que poder decir “Europa”, cada discurso no hace sino intentar sanar a Europa de una enfermedad que no es sino su propio destino: polemizar respecto de sí misma. Así, erigir una construcción europea desde la atalaya de la libertad de expresión o defender un límite a tal libertad no son sino discursos que viene a decir lo mismo: un nombre, una identidad para Europa. Ambas posiciones, como decimos, tratan de curar a Europa de su enfermedad y no hacen, por el contrario, sino matarla un poco más.
Porque, ¿de qué libertad se está hablando? Debería hablarse de una libertad que no debe ni puede decir el nombre de Europa sino que ha de tocar ahí donde más duele: ahí donde basta un roce para que la inestable estabilidad entre contrarios se desbarate. Si la libertad de Europa, si su saberse estar exiliada de sí misma, abierta a su ‘ser agónico’, tiene algún valor este no puede ser en modo alguno el servir de medida, el erigirse en un poder-saber desde el que decretar razones para una cosa ni su contrario.
Lo que es de todo punto necesario comprender es que la libertad que emana de Europa solo puede ser en cuanto en tanto es reconocida por el otro: Europa anhela que sea el valor de la libertad del otro lo que dé testimonio del valor de la suya. Porque si nuestra tan aplaudida libertad no es reconocida por el otro, nuestra libertad no es de ninguna manera la libertad en la que decimos creer. Es, simplemente, otra cosa: es una libertad que solo vale para que el otro se someta, para que el otro sea nombrado y al tiempo excluido, reducido a exterioridad.


En este sentido, el acontecimiento radical al que nos lanza la salvaje matanza de París es que Europa está frente a la necesidad de decidir qué hacer con su libertad, una decisión que –según la esencia de la propia Europa– ha de quedar siempre en suspenso, debatida en el ir y venir de fronteras que se abren y se cierran; una decisión que ha de sobrevivir en el vibrar de cada acogimiento, abierta al roce incesante con lo extraño, con lo extranjero.
La libertad que emana de semejante indecisión no puede ser nunca “eso” que tanto nos ha costado ganar, “eso” que garantiza nuestro ser ciudadano ni tampoco “eso” que nos permite cierto paternalismo condescendiente. La libertad que brota de Europa es llamada e interpelación al otro, precisamente a un otro que ha de reconocer el valor de la libertad en su saberse interpelado.
Lo que queremos subrayar es que la única libertad es aquella capaz de reconocerse en la libertad del otro. Si yo, por el contrario, soy el artífice de la libertad del otro, su libertad depende de mí con lo que no es libertad en absoluto. Igual que Europa no es sino en el reflejo que Asia le devuelve, yo no soy libre sino en el reconocimiento del otro que, en su mirada, me descubre libre.
Eso sí: un reflejo y un reconocimiento que no pueden concluir con ninguna igualdad sino que han de quedar referido a un polemos sin fin alguno. Un estar-juntos-estando-separados que diría Rancière, un “estar-juntos en la distancia” que dice Cacciari: pero una distancia no como medida que me permite cosificar al otro, sino una distancia andada, padecida, com-padecida. La libertad es el dialogo entre un “yo” y un “tú” que se reconocen en un polemos sin medida ni fin.
En este sentido la libertad, mi libertad, no es nunca cosa mía: yo soy libre en cuanto otro me reconoce como tal. No soy libre mientras no haya otro que me reconozca como tal, que pueda puentear la distancia que nos separa y que permite articular un logos como medida que acoge y separa, que vincula y desgarra.

III
Así pues la pregunta que debemos hacernos no es la que ha ocupado nuestra panfletaria retahíla de lugares trillados: si libertad de expresión como aquello que es innegociable o si es necesario mediar un límite en el ejercicio de tal libertad. No se trata de autocensurarnos ni tampoco de considerar nuestras reglas –reglas auspiciadas por un juego democrático absolutamente ideológico y fantasmagórico– como máximas que garantizan, por su propio sometimiento, una igualdad y una libertad real y efectiva.


La única pregunta digna sería aquella que se interrogase por nuestra libertad, por el destino de Europa y, con ello, de todos los otros que entran en diálogo. ¿Puede Europa ser responsable de una libertad semejante?, ¿puede Europa cargar con tal deber? Ciertamente no. Porque –y hasta hace apenas unos días era “normal” pensar así– las libertades europeas nacen todas al abrigo de una sacrosanta libertad de mercado como estructura ideológica de la cual emana toda libertad objetivamente plausible y donde toda fuente de expresión afectiva extrae su razón de ser.
Es decir, construida bajo el imperio de una razón instrumentalizada hasta límites que ni Weber con toda su intuición podría soñar nunca, la libertad europea es la llave maestra con la que hacer dinamitar toda abismática relación con otros y reducirla a cálculo, a eficiente medida.
La pregunta, en definitiva, es más honda. La pregunta nos apela y nos invita a reconocer la necesidad de darnos otro nombre, de dejarnos atravesar por la mirada del otro. Porque, ¿cómo es nuestra libertad que no hay manera de que ningún otro se reconozca en ella?
Porque, y en último término, ¿qué es la libertad? Justamente aquello que nadie posee, que está en constante definición. La libertad es el lugar abierto donde la relación acontece y que la relación expresa. No hay libertad que no exprese una relación, una relación que debería estar orientada –como ya hemos indicado– por una complementariedad en el reconocerse libre. Tal reconocerse no se da en el juego de los derechos como ciudadano, no ha de ser mediada ni regulada por ninguna ley, no remite a una igualdad de facto que sella toda distancia en la autolibertad subjetiva. Por el contrario, tal reconocimiento es el saber que toda libertad pende del hilo del otro, de otro que es quien, en último término tiene la palabra. Ser libre no es tomar la palabra, sino darla, ofrecerla: libertad no es poder uno decir cualquier cosa, no es un mero respetar la opinión de otro. Es atreverse a que el otro desvele tu supuesta libertad como ideológica, como simulacro y falsedad.


CONCLUSIÓN
Concluyendo: la libertad de expresión no puede estar sujeta nunca a medida coercitiva alguna ya que, si es libertad de la que estamos hablando, no puede ser sino un apelar al otro a que nos dé nombre. Libertad de expresión es no tener miedo a que el otro nos nombre como a él le parezca, que nos nombre y así nos desfigure en una identidad –la europea– que no puede dejar de no existir, de no ser aún.
Concluyendo: sucedido lo sucedido la pregunta ha de ir enfocada a darnos cuenta de que los crueles asesinatos han sido realizados por ese “atreverse” a preguntar al otro, a inquirirle y, cómo no, a cargar con su respuesta. Pero también hemos de interrogarnos si esa libertad de expresión está moldeada por una expresión de libertad, por un apelar al otro a que se vea reflejado en nuestra libertad o si, por el contrario, son formulaciones basadas en la hegemonía de un europeísmo que nada tiene que ver con el destino de Europa.
                Concluyendo: la libertad no es un fin en sí mismo sino que apunta a una exterioridad, a un punto lejano que se quiere alcanzar. La libertad siempre apunta a un lugar imaginado al que se quiere llegar. Preguntarse por la libertad es preguntarse por la capacidad de imaginar. ¿Qué puedo hacer con mi libertad?, ¿hacia dónde la oriento? La libertad es respuesta a una pregunta que está por hacerse, por imaginarse. Porque apenas se ha llegado allí donde se deseaba, la propia libertad empuja un poco más lejos.
Y, más importante aún: en el orientar mi libertad toma forma el momento de la decisión. Así, libertad es atreverse a que la decisión por la orientación de mi pensamiento supere la objetividad relacional a la que tiende. La libertad ha de tender a una decisión que nunca tome tierra, que nunca se haga presente, que nunca entre en una medida y un cálculo, sino que se atreva constantemente por lo desmedido, por  lo inimaginable, por lo imposible: por lo indecidible.
Así pues, una vez hemos guardado todas nuestras pancartas en el cajón, una vez la polémica de salón ha cesado, solo cabe hacer tres cosas: guardar la memoria de los asesinados, luchar contra esos otros que no quieren entran en diálogo alguno, pero también reflexionar sobre qué formas de libertad son las nuestras. Es decir: ponerse a hacer filosofía. Porque la filosofía –como forma radical de ironía y crítica– está encargada de disolver los ídolos dominantes que afirman una forma de relaciones económicas, sociales y culturales listas para reducir el mundo a sistema.
Si libertad es atreverse a imaginar una relación polémica y novedosa con el otro, la filosofía es la encargada de que la relación no vehicule ninguna identidad sino que quede siempre abierta a diferencias insuperables. Filosofía es ejercitar una libertad absoluta, una libertad que no puede arribar a decisión alguna. Y es que la decisión siempre ha de venir del otro, de aquel a quien nos atrevemos a interrogar acerca de nosotros mismos.

¿Nos atreveremos, por tanto, a ser alguna vez libres, a como europeos que somos interrogar al otro y mirarnos en su respuesta? 

lunes, 12 de enero de 2015

RONI HORN: LA CANSINA PESADEZ DE LA ARTISTA DEL SIGLO QUE VIENE



RONI HORN: TODO DORMÍA COMO SI EL UNIVERSO FUESE UN ERROR.
CAIXAFORUM: 14/11/14-01/03/15

Me lo temía. El asunto siempre me ha escamado pero, informándome para poder escribir una crítica a la altura de las circunstancias –y sobre todo a la altura de este blog–, me he leído media decena de entrevistas de la artista estadounidense Roni Horn (Nueva York, 1955) para concluir que sus opiniones se mueven en un sabio zigzag que le permite salir vivita y coleando de cualquier arsenal de preguntas dispuestas a desarmar su postmoderno discurso.
Ella, como su propia obra, exuda una circunspecta pátina de nihilismo que la hace merecedora, sin lugar a dudas, no ya solo del premio Miró sino del título a la artista del siglo que viene. Porque ella es la ambivalencia total, el desanudarse de la unidad encarnada, la persona capaz de rebatir por toda la geta al mismísimo Heráclito y sin despeinarse.
 Aunque la cosa iba de mal en peor, cuando pudimos comprobar cuál era la última obra en la exposición el asunto tornó en sonrojante patetismo: un fotomatón permite tomarte fotos y aparecer breves instantes más tarde en una pantalla con la sobreimpresión de una cita de Emily Dickinson. La conclusión que se destila con tal colofón es que la identidad no es algo monolítico y estable sino que es puro devenir, mutabilidad y diversidad aprehendida estéticamente en el ir y venir de una percepción que va de la obra al espectador.  


Y, claro está, que la cosa no va mal tirada: el arte, precisamente, ha de insertarse en esas mecánicas libidinales e ideológicas que dan por concluido el juego de las significaciones. Pero de ahí a estirar tanto las posibles jugadas como para situarse en un burdo relativismo no conlleva más que una pose nihilizadora hartamente querida al arte contemporáneo pero de la que nosotros mismos –y quizá deberíamos de pedir perdón por ello– estamos bastante más hartos.
Y quizá no tengamos razón ninguna. Porque de hecho Horn es fiel al discurso de toda la Modernidad. Porque –y si cogemos, por una vez y sin que sirva de precedente, al toro por los cuernos– su obra completa se basa en el absurdo apriorístico que caracteriza toda nuestra Modernidad y que consiste en pensar que el objeto no existe sin la experiencia del sujeto. Chorrada mayúscula cuyo epígono es la “paradoja del señor bobo”: si un árbol cae en un bosque y nadie lo oye, ¿ha hecho ruido al caer?
Para afinar su puntería la obra de Horn se sitúa en las fronteras del minimalismo para, desde luego, rebatirlo. Porque, dice ella, ¿qué es eso de dirigirse al objeto sin centrarlo en un contexto determinado, sin hacer referencia al plexo de sensaciones que genera? Eso y no otra cosa es la obra de la neoyorquina: un alegato en favor de una pluralidad inane de mínimas emociones desde donde el ser humano actual –ese fraude con patas– se mueve como pez en el agua.


En definitiva, Horn condena al minimalismo en cuanto en tanto sigue fiel a una distancia –distancia estética– entre sujeto y objeto pero que ella, a través de su obra, trata de eliminar disolviendo todo poso de subjetividad en un pleonasmo de percepciones de modo que todo queda referido a una multiplicidad de emociones y sensaciones sin contenedor alguno que infiera siquiera una leve inscripción identitaria. Es así que, creyendo desasirse de cualquier impronta idealista y de cualquier sesgo de identidad, no hace sino recaer en una fenomenología subjetivista igual, sino más, de idealista.  
Pero, dirán ustedes, ¿y tanta mala baba contra una artista elevada a los altares? Por una parte porque nuestra endémica cobardía solo nos permite criticar a los establecidos y que, además, nunca nos leerán. Pero por otra parte porque, sin lugar a dudas, la impronta política de estas estrategias postmodernas y disolutoras son, a nuestro modo de ver, ampliamente reaccionarias. Y es que, además de la ya referida distancia estética existe en toda obra de arte otra distancia, la política –entre un ‘yo’ y un ‘tú’– que, en el hacer de Horn, no nos convence ni lo más mínimo.
Sé que esto no nos granjeará simpatías, pero el concepto que maneja nuestra artista de “androginia” como la identidad sintética de opuesto, identidad ahora liberada de la imposición conceptual, nos parece de un sesgo ideológico más que mosqueante ya que es incapaz de apelar al ámbito de futurabilidad y de porvenir con el que toda distancia política –en cuanto  acogimiento– debe ser pensada. Roni Horn, discípula predilecta de las tesis de la diferencia postmoderna, resume toda experiencia en un presente construido a base de instantes duplicados, de un ‘ahora’ y un ‘después’, que si bien desmiembran a la identidad de su violento dogmatismo, se ven incapaces para señalar ese ámbito de indecibilidad donde la experiencia relacional queda abierta a su carácter de porvenir, a la marca de una imposibilidad que aun así ha de dejarse en puntos suspensivos.


En todo caso, y aun habiendo ya referido que quizá estemos equivocados, hay querencias que no pueden presagiar nada bueno. Antes que nada y sobre todo, ese pastiche literaturizante que se gasta la buena de Roni. Fernando Pessoa, Emily Dickinson y Clarice Lispector se pasean por sus obras como si  nada, como perfectos invitados cuando, a decir verdad, no pintan nada más que el ser detonantes “culturetas” para que la pieza no se caiga bajo el peso de su falsedad.
En definitiva, y como seguir reseñando lo obvio nos parece de una mayúscula absurdez, la estrategia estética de la artista Roni Horn es, punto por punto, idéntica a la mecánica ideológica que nos dice que fluyendo más y mejor, reflejándonos en una pléyade de pantallas “acuosas” (nunca mejor dicho) seremos un “yo” a la altura de los acontecimientos: un yo fluídico, n-dimensional, disgregado, modularmente construido, etc, etc, etc.   
Nos lo han puesto a huevo, pero una vez vista la exposición lo que quizá sea un error no sea, como reza el título, el universo sino la obra de la propia Roni Horn.

jueves, 8 de enero de 2015

07/01 PARÍS: SOBRE LA MUERTE RETRASMITIDA EN PRIME TIME


“Quien rechaza la imagen, rechaza la economía”
Niceforo

Este texto es una interpretación al atentado de ayer en París desde el punto de vista de la política de las imágenes. En este texto falta una imagen, aquella que sirve de detonante al propio texto. Es la imagen que todos hemos visto.

No, no hemos visto las imágenes. Pero nos las han contado: uno de los terroristas, al salir ya de la redacción del Charlie Hebdo, se encuentra con un policía herido tirado en el suelo. Acercándose a él, le remata sin contemplaciones. Y si nos lo han contado, si sabemos que hay imágenes, es porque los medios de comunicación occidentales, con el prurito de esa misma  libertad de expresión que ostentan con una monocorde languidez nada inocente, nos la han dado a ver y a consumir.
Nos las han ofrecido pero, eso sí, con la típica aséptica pátina de morfina: pixelando la imagen, difuminándola convenientemente para que pase mejor, para que nos demos cuenta de lo modernos y bien desarrollados que son nuestros dispositivos mediáticos: para que nos demos cuenta de lo bien civilizados que estamos, para que nada sospechemos.
            Quizá exagere; quizá no sea sino una simple anécdota dentro de lo trágico de un día como el de ayer; quizá, incluso, estemos totalmente confundidos. Pero por muchos ‘quizás’ que pongamos lo cierto es que esas imágenes son el epicentro de todo el problema –ya casi insoluble– entre Oriente y Occidente cuya punta de lanza es el terrorismo yihadista.
            Tal salvajada, la de unos asesinando y la de otros enseñando lo innecesario, señala el núcleo de la cuestión: la imagen. Porque por mucho que se mire, se estudie o se indague, no hay más economía que la de las imágenes, no hay más ideología que la que es capaz de destilar la capacidad autoproductiva e inmanente de la imagen.


En definitiva: muchas son las interpretaciones a la salvajada de ayer, muchos los porqués, muchos los expertos que hablan y debaten sobre las razones acerca de lo irracional del asesinato. Pero desde aquí, desde este blog dedicado a la crítica cultural y de arte (crítica, de un modo u otro, a la producción y distribución de imágenes) sostenemos que la brecha que separa a unos de otros, la frontera que separa el “aquí” del “allí”, es efecto producido por la economía mediática de la imagen y el nivel de desarrollo ideológico que la sustenta.
            Es la imagen, producida a diferentes niveles, la que oculta lo fundamental: que la separación actual entre el aquí y el allí es una construcción ideológica y mediáticamente sostenida. Es decir: no hace falta haberse leído la obra completa de Zizek (ni de otros muchos filósofos y politólogos) para darse cuenta que el tan traído “choque de civilizaciones” no es sino un concepto ideológicamente construido para ocultar el hecho original: que ellos y nosotros, oriente y occidente, formamos parte de un mismo y único régimen ideológico: el capitalismo global.
            Ambas parcelas, por tanto, forman parte de un mismo campo ideológico pero operando a velocidades tan diferentes que una de ellas no es sino el envés fantasmático de la otra: una ha llegado a hacer de toda realidad un único campo visual –llegando al límite de que lo que hay es lo que se ve– mientras que la otra permanece como invisibilidad.
El problema es que si desde siempre ha existido un diferente proceder en referencia a las mecánicas de producción de imágenes, es desde que Occidente entró en la última fase del capitalismo (el inmaterial) que la brecha se ha hecho ya insalvable. Haciendo de la realidad una imagen-mundo absoluta, haciendo de todo campo escópico una pantalla hiperplana donde las imágenes fluctúan en una membrana infrafina donde el lapso de tiempo entre su producción y su exhibición es cero, Occidente ha conseguido lo imposible: simular (pues todo es ya simulacro) ideológicamente que vive en una esfericidad escópica absoluta, donde no hay resquicio alguno para ámbitos de invisibilidad, donde todo es ya visto y, por ende, conocido.
            Para tal fin, trasparencia y seguridad son ambos los dos polos desde donde la ideología mediática del capital funciona para ocultar la brecha fundacional entre unos y otros, entre el aquí y el allí.


En esta situación el problema no es que Mahoma no pueda ser representado en el mundo islámico y que se molesten cuando desde aquí es caricaturizado: el problema es que, según nuestro nivel de economía mediática, cualquier imagen vale tanto como cualquier otra, cualquier imagen puede estar en sustitución de cualquier otra. Es decir, para nosotros –y eso es lo fundamental– la imagen de Mahoma ha llegado, como cualquier otra imagen, a valer nada.  
Así, en definitiva, no existe punto de anclaje entre un mundo y otro. No hay medida común alguna. Pero, siendo esto cierto, lo fundamental es redirigir la mirada para no centrar el problema en una cuestión de “democracias” y “libertades”.  Porque, ¿no será que la democracia, la ideología democracia, esa que se ha convertido en leitmotiv panavisionario en la era post-89, necesita de estas diatribas para fluir más rápido, para acaparar cada vez más ámbitos de los mundos de la vida? Y es que la razón occidental funciona siempre así (y ya tenemos una edad para saberlo): polarizándose frente al otro, estigmatizándole y, más tarde, exterminándole.
Todo exterminio es una guerra por las imágenes, una lucha a muerte por ver lo que hay que ver. La razón occidental se ha convertido en poderosa porque iguala todas las miradas, porque incluso la visión de la catástrofe le es querida. Olvidar el olvido; ver lo invisible. Mismas ecuaciones para un mismo poder exterminador.
Obviamente, mucho más se podría comentar. Pero dicho lo fundamental, las imágenes del policía asesinado casi en directo hay que entenderlas como lo que son: no van en la onda ni de aumentar nuestra indignación ni tampoco de rasgarnos torpemente las vestiduras acerca de lo exhibicionista y antimoral de tal difusión o de sostener que es más necesario que nunca un acercamiento y un diálogo.
La emisión de tales imágenes nos señalan el punto fundamental de nuestra ideología: que creamos una cosa u otra, nos indignemos ante el terror de los asesinos o ante la falta de ética mediática, las imágenes están ahí, en nuestra pantalla para que no olvidemos en qué lado estamos, para aprovechar el asesinato y subrayar un pelín más la fractura entre ellos y nosotros. Es decir: para implementa un nivel más el poder ideológico que nos tiene ocupados frente a la pantalla esperando lo que a este paso parece cada vez más cerca: la Catástrofe.
Ante la atroz barbarie de ayer las peguntas rebotan unas con otras: ¿qué hacer? Aunque no lo sabemos lo que sí que es cierto es que se hace absolutamente necesario el no partir de posiciones ideológicamente inocentes: y, antes que nada, pensar que no hay ninguna imagen inocente, ni las de aquí ni las de allí.

lunes, 5 de enero de 2015

JERÓNIMO ELESPE: CIERTA VERDAD DE LA PINTURA


JERÓNIMO ELESPE: LOST GREY MACHINES
GALERÍA IVORY PRESS: hasta 10/01/14

Para empezar una consideración básica: a Jerónimo Elespe, as en la manga de Soledad Lorenzo, Premio El Ojo Crítico de RNE esta pasado 2014, triunfador absoluto del pasado ARCO donde vendió todo lo vendible, no hay quien le tosa. Y ahora, fichado por lo omnipotente Elena Ochoa para su Ivory Press la cosa tiene visos de convertirse en cuasi mito andante de la joven pintura española que tiene en Elespe y, me atrevería a decir, Maíllo y Secundino Hernández, el triunvirato dispuesto a gobernar durante largo tiempo.  
Pero pese a todo, Elespe no lo tiene fácil. Menuda tontería, dirán muchos, pero las cosas son como son y no por no callarlas dejarán de ser así. Y es que, pensamos, el alcanzar el más que absoluto triunfo con una firma tan personal y sugerente como la suya solo tiene un destino: el caer desde cuanto más alto mejor. Después de todo, el mercado del arte (como todo mercado) no es más que eso: permitir el subidón para darse más tarde la torta que, por otra parte, todos están esperando.
Mismas palabras podrían decirse de cualquier joven encumbrado a las cimas del arte pero, insisto, es tan personal su obra, tan profundo el íntimo calado de sus argumentos, que el triunfo cosechado es sin duda inversamente proporcional a la posibilidad de encontrar una salida a lo que pensamos es la huella imborrable de su obra.
Y que conste que no soy yo el único que lo dice. Las razones que esgrimió el jurado del Ojo Crítico no dejan lugar a dudas: “el aura de sus personajes interpela directamente al espectador transmitiendo misterio”. Son esos personajes que surgen desde el fondo del lienzo, personajes que parecen adquirir existencia justo en el mismo momento en que aparecen en el lienzo, rostros casi a medio hacer, lo más característico de su obra y, digámoslo a las claras, la razón de su éxito. Pero, ¿es esto así?, ¿es la “marca elespe” el principio y el fin de su trabajo?


Si bien en aquella primera exposición en Soledad Lorenzo nos dejamos arrastrar por ese magnético influjo misterioso que desprenden sus románticos rostros, lo cierto es que con el tiempo la obra de Elespe se nos revela como un potente dispositivo pictórico que trasciende el reduccionismo de lo bonito o, dicho en plata (y aunque ni hay nada malo en ello ni mucho menos es “culpa” del artista) lo vendible.
 Y es que el quehacer de Elespe anuda, separa y dinamita (todo a un tiempo y a la vez) aquella receta “comprensiva” que dicta una separación entre pintura realista y abstracta. Es así que, vista en toda su amplitud, la obra del pintor recorre los tortuosos caminos que unen la figuración con la abstracción para dar como resultado un conciso “nada es lo que parece”.
Porque, visto en toda su extensión, esos rostros venidos del más allá, y en comparación con esas otras obras más abstractas, ¿son el final del proceso o, más bien no son sino su inicio? Es decir, ¿es cuestión de sumar o de borrar? En este sentido, Elespe nos ofrece la superficie del lienzo como un caosmos donde la figura está, en  mayor o menor medida, apareciéndose y borrándose, guardando un extraño equilibrio inestable donde el punto de ebullición pareciera siempre a punto de rasgar el lienzo.


Todo en su obra, por tanto, es cuestión de intensidad y de duración: cada pincelada –concisa y medida– condensa el tiempo suficiente para que, junto con otras pinceladas, tejan una urdimbre donde aparecer y desaparecen remitan a un mismo acontecimiento. Lienzos a medio hacer, como si les faltase un hervor: es situándose en ese intersticio donde la pintura es ella misma, sin necesidad de falsos subterfugios ni ideológicas decisiones entre la figuración y la abstracción.
De este modo, cada pincelada pareciera ser labrada con un cincel, ofreciéndonos un lienzo que tiene mucho de escultórico, de artesana tesela hecha a base de muescas o, por el contrario, de estratos calculadamente superpuestos.
En definitiva, si algo hay misterioso en la obra del joven pintor madrileño no son esos rostros que se nos aparecen sino, más bien, ese anudar y desanudar de la pintura con el lienzo, de la forma con la figura. El resultado es que, y contra todo pronóstico, figuración y abstracción son simples nombres que simplifican un proceso, el pictórico, que tiene más de búsqueda que de encuentro, de más de destrucción que de construcción, más de proceso que de finalidad. Y eso, y no otra cosa, es la verdad de la pintura; si no toda, si al menos una parte.

viernes, 2 de enero de 2015

2014: LO MEJOR DEL AÑO!!!

Principio de incertidumbre (The Goma)
Antaño, y me refiero a hace solo un par de años, cuando el bombardeo mediático no era tan salvaje ni tan, digámoslo, innecesario, estas fechas estaban más que bien porque la chorradita simpática de “lo mejor del año” era algo que esperabas con ilusión. Pero ahora que las noticias nuestras de cada día no son sino un refrito recauchutado de este decálogo anual, lo cierto es que llegados a esta fecha la ilusión ha bajado más que considerablemente.
La prensa, y lo que no es prensa, fagocitada en el impulso cibernético de verlo todo a toda pastilla, no deja de asaetearnos con noticias aplanadas hasta que sean digeribles hasta para un niño. Así, “diez claves para comprender el conflicto ucraniano” tiene la misma profundidad que “quince maneras de llevar una pamela” o “diez razones por las que el pequeño Nicolás es el yerno que toda madre desea”.
Pero nosotros a lo nuestro y aunque la gracia pierda enteros no nos escondemos y hacemos, un año más, lo que más nos mola: elegir las 10 mejores exposiciones del año. Exposiciones, eso sí, en galerías madrileñas, que ese fue el origen de un blog tan inspirador como este.

Marlon Azambuja (Max Estrella)
            En términos generales, y aunque no sé si se estará de acuerdo conmigo, uno constata una mayor centralización que no sé hasta qué punto puede ser buena: centralización, en primer lugar, a la infraestructura ya creada en torno a la calle Doctor Fourquet (el famoso DF madrileño) y, en segundo lugar, también en cuanto al número de galerías interesantes notándose, creo yo, un bajón en las propuestas de las galerías de perfil medio –galerías éstas donde el interés y la sorpresa suelen conjugarse para ofrecernos lo mejor de cada año.
            En todo caso, echando la vista atrás uno rememora casi una veintena de estupendas exposiciones. Las dos grandes (Helga y Juana) nos ofrecieron muestras tan interesantes como Jorge Galindo, Isaac Julien y Ángela de la cruz (la primera) y Rui Chafes, Dora García o Jordi Colomer (la segunda).

TERCERA: Françoise Vanneraud (Ponce+Robles) 
                Sin duda Max Estrella nos ofreció lo más interesante (Marlon Azambuja, Daniel Canogar y Lozano-Hemmer) quizá junto a Ponce+Robles –que nos ofreció dos estupendas muestras, la de Avelino Sala y Françoise Vanneraud– y Heinrich Ehrhardt con Julia Spínola, Juliao Sarmento, Secundino Hernández. Moisés Pérez de Albeniz tampoco ha estado mal con Juan Ugalde, Txomin Badiola, Willie Doherty.
                Después, una retahíla de nombres y lugares: Raha Raissnia en Marta Cervera, Lara Almarcegui en Parra & Romero, Paula Rubio Infante en Paula Alonso, Francisco Ruiz de Infante e Ignasi Aballí en Elba Benítez o Bleda y Rosa o Pere Llobera en Fúcares. Más que interesantes Louis21 con Ian Waelder y Pep Vidal, o Formato Cómodo con Guillermo Mora y Teresa Solar Abboud.
                Y para acabar este rápido repaso destacar a Cristián Silva (Maisterravalbuena), Lúa Coderch (Bacelos), Fran Meana (Nogueras Blanchard), Luz Broto (García Galería) o Mateo Maté (NF). El “Jugada a 3 bandas” nos ha deparado, como siempre, exposiciones muy interesantes de las que destacamos Artificación en Cámara Oscura y Principio de Incertidumbre en The Goma.
               
SEGUNDA: Paula Rubio Infante (Paula Alonso)

Y ahora, como no, el top 10 de Blogearte:

1-    Julia Spínola (Heinrich Ehrhardt)

2-    Paula Rubio Infante (Paula Alonso)

3-    Françoise Vanneraud (Ponce+Robles)

4-    Jordi Colomer (Juana Aizpuru)

5-    Marlon Azambuja (Max Estrella)

6-    Daniel Canogar (Max Estrella)

7-    Raha Raissnia (Marta Cervera)

8-    Principio de Incertidumbre (The Goma)

9-    Pep Vidal (Louis21)

10- Lúa Cordech (Bacelos)

PRIMERA: Julia Spínola (Heinrich Ehrhardt)

Esperando que este año sea otro año de mucho y muy buen arte, aquí les dejo para quien tenga curiosidad los top 10 de los últimos años. ¡¡FELIZ AÑO 2015!!