miércoles, 30 de diciembre de 2015

LÚA CODERCH: UNA VIDA COMO TAREA O LA LABOR DE ENVIAR CARTAS SIN ACUSE


LÚA CODERCH: LA VIDA EN LOS BOSQUES
GALERÍA BACELOS: 28/11/15-09/01/16

Esta crítica, este texto que me dispongo a empezar, solo puede ser un intento de narración, un narrar que quizá diga lo callado y silenciado en cada una de las películas aquí mostradas, que señale como las imágenes se encadenan unas a otras no tanto en relación a lo que el texto dice sino a lo que simplemente muestran. Pero eso, como poco, es imposible. ¿Cómo decir lo que sirve para recortar el espacio de la realidad si ya el simple nombrar lo convierte en sustrato real, en arcilla de la que están hechas nuestras realidades? Toda narración simula un empezar que es puro simulacro ya que no es más que un seguir la pista a lo ya dicho o, quizá, a lo que está por decirse. Para ser novedosos, para desvelar el misterio de lo no-dicho, deberíamos situarnos entre ambas series, entre el pasado y el futuro, entre lo ya-dicho y lo aún-por-decir. Quizá eso sea ser contemporáneo: habitar un tiempo igual pero diferente, un presente donde cabe el pasado y futuro. Quizá nuestro mayor contemporáneo sea ese pasajero venido del futuro en La Jetée y que está presente en esta exposición de múltiples maneras.
Pero, ¿cómo situarse a la distancia precisa donde lo dicho y lo por decir se anuden a la perfección? No se puede: semejante pasajero del tiempo no existe. Y es que no es tanto que se fracase en su intento sino que solo al intentarlo la secuencia del pasado y del presente se bifurcan en dos series divergentes. Lo curioso –o lo paradójico o lo trágico– es que no podemos dejar de intentarlo. Todo, en definitiva, empieza por una narración pero la narración no es nunca ningún origen ni ningún final: es simplemente el camino que tenemos para comprendernos en nuestra extemporánea contemporaneidad.  
Y de eso trata el arte de Lúa Coderch: de mostrarnos como la presencia de todos nuestros días no está hecha sino de remiendos de vacío y soledad, de una temporalidad que nunca es la nuestra, de mostrarnos cómo vivimos siempre de prestado. ¿Acercarnos? Sí, todo lo que queramos: y es que el fuego está, siempre, en otra parte. O un poquito más allá o un paso más acá. Siempre el pasado y el futuro tomándonos el pelo y haciéndonos creer que están perfectamente engarzados en un presente absoluto.


El instante memorable –instante del que habla la artista en otra película (Arkadi. Guía para los perplejos) no presente en esta exposición pero que atraviesa toda su obra– no existe: es un cruce de caminos entre el pasado y el futuro sin emplazamiento alguno, un efecto de la propia búsqueda de sentido construido según una alquimia donde entra en juego el secreto y el deseo, la memoria y la sospecha.
De este modo, si algo nos dice el trabajo de esta artista es que la realidad está poco menos que agujereada, que el sentido está siempre a la espera de ser construido. Y quien dice el sentido dice un refugio, una ciudad, una sociedad. Corrigiendo a Kafka, si hay esperanza –y de hecho la hay– está solo puede ser para nosotros: solo hemos de atrevernos a habitar en los remiendos de la realidad y construirla.
Una construcción que es una tarea que es una vida que es una narración: aquí, más que Descartes y el sesgo idealista de todo la filosofía a la hora de crear la realidad con el pensamiento (un pensar que confunde la cosa pensada con el pensamiento) cabe referirnos a la fenomenología hermenéutica de Ricoeur donde la realidad es desde el principio un dato objetivo atravesado de una subjetividad que lo interpreta a través de un texto: “la comprensión de sí es una interpretación; la interpretación de sí, a su vez, encuentra en el relato (...) una mediación privilegiada”.
Dicho con mayor profundidad: si la hermenéutica en cuanto que interpretación y comprensión ha de ser, por una parte, ontológica (Gadamer, Heidegger) por otra parte ha de quedar circunscrito a un poso de objetividad donde la subjetividad del ser-ahí pueda afianzarse. Y es en el texto donde Ricoeur encuentra la tabla de salvación perfecta ya que le permite tomar distancia respecto de una hermenéutica romántica (Schleimacher) que se sitúa en la mente del autor y de una hermenéutica ontológica que privilegia la intención del lector. No es, así, ni una cosa ni la otra sino una conjunción de ambas: no se trata de interpretar un texto –ni como autor ni como lector– sino de la comprensión de sí delante del texto.
Ser sujeto –sujeto capaz de comprenderse a sí– es un ejercicio hermenéutico que no puede quedar al socaire de una existencia donde yo mismo encuentro no sé sabe de dónde una vocación a la que responder sino que ha de encontrar un basamento, una mediación por la que nos comprendemos a nosotros mismos: el texto, la narración, la serie de relatos que dan cuenta de un nosotros colectivo donde quedamos emplazados. En suma, la interpretación es una tarea, una producción colectiva.
Es por esto que los refugios construidos tienen poco que ver con el Ereignis heideggeriano, con ese emplazamiento donde el ser acontece como espera de sí mismo: los refugios –como las cartas– son la excusa para entrar en comunicación, para empezar –o mejor dicho, para continuar– con la narración. Son, como dice una carta escrita desde un refugio, una “excusa para pensar en el tiempo y en la técnica, en las tecnologías de inscripción, en los modos que tenemos de habitar el mundo y orientarnos en él”. Pero tampoco es eso cierto del todo: de lo que se trata es de “producir un lugar donde encontrarnos”.
El acontecimiento no es la espera de ese ser que se resiste a venir –en tanto que su venida es un constante diferimiento– sino que es una construcción, una tarea, un quehacer, un ponerse a la labor conjunta unos con otros, interpretando un texto que no está fuera ni dentro de mí sino a esa distancia infinitesimalmente lejana donde pasado, presente y futuro quedan engarzados en una narración que avanza según la construimos. Lo importante, en definitiva, no es el refugio en sí mismo sino la posibilidad que me da de ponerme en comunicación con el otro, de enviarle una carta.


Más aún: ese quehacer, esa interpretación como labor, depende de que el envío de cartas no se detenga, de que siempre exista una carta que no haya llegado aún a su destino. Y es que, mientras estamos en envío, la narración está hilvanándose, construyéndose. Que toda carta llegue a su destino o que, en su defecto, no haya más cartas que enviar significa que la narración está completa, que no cabe ya nada más que decir. O lo que es lo mismo: que nuestra interpretación de sí ha acabado: que estamos muertos. ¿Será aquí donde Ricoeur estaría más cerca de Derrida y de paso también con Lacan? No hay interpretación sin narración, no hay deconstrucción sin un sentido siempre diferido.
  Ejemplificación perfecta de esto que decimos es una de las exposiciones de Coderch más singulares, la que tuvo lugar el año pasado en Barcelona en el Espai 13 titulada La montaña mágica: una exposición que no queda cerrada en círculo –como una carta que no encuentra destinatario– más que al final de los 72 días que duró la muestra. Pero no porque sea un simple work in progress sino porque cada día se sumaba una obra cerrada en sí misma pero con la capacidad de repercutir en ese todo difuso que es –que era– la exposición. Una exposición, en suma, como una narración sin fin: en parte vacía en parte llena, en parte acabada en parte solo iniciada.
Y, para acabar este intento de continuar la narración, de desear que me llegue –a mi también– alguna carta, un dato: es en una de las películas, en Night in a Remote Cabin Lit by a Kerosene Lamp (2015) donde aparece brevemente, en un recorrido visual donde todo es naturaleza, un pájaro artificial. La sorpresa no puede quedar referida a mero accidente sino que nos remite a esa obra suya de la anterior exposición en la galería Bacelos donde la artista ralentizaba el trino de un pájaro, lo imitaba y después lo ponía en sincronía con la velocidad de canto del pájaro original. Y es que quizá ese sea el tema único de esta gran artista que es Lúa Coderch que siempre existe un desfase, un diferencia entre ese original que somos –¿o que seremos?– y el accidente artificial y defectuoso que como mucho llegamos a ser.


¿Por qué existe siempre una brecha entre el canto de la naturaleza y la imitación?, ¿por qué existe una diferencia entre mi vida y la narración que de ella hago?, ¿por qué el presente no me anticipa como debiera el futuro?, ¿por qué el presente no me garantiza la memoria del pasado?  
Estamos, sí, a la intemperie y lo único que nos queda es seguir narrando nuestros acontecimientos mínimos –entre ellos cómo nos guarecemos del frío en una naturaleza que no nos quiere–, enviar nuestros desvelos a algún otro. Y es que la clave está en el otro: de ser mero autor –¿autor de cartas?– corro el riego de confundir mi vida con su pensamiento; de ser mero lector –¿lector de cartas?– corro el riesgo de hacer de mi interpretación sesgada una vocación tan ineludible como falsa.
Así las cosas el arte no es sino el lugar donde artista y espectador quedan emplazados a intercambiarse sus cartas para así, tanto uno como otro, continuar con una narración donde puedan seguir interpretándose, interpretándose cada sí mismo como un otro. El arte es ahí donde la narración trata de dar cuenta de la pregunta más íntima de cada sí mismo: ¿por qué necesito del otro?, ¿por qué no puedo habitar sin más en el bosque?, ¿por qué he de estar constantemente construyéndome?, ¿por qué nunca llego a ese yo mismo original que alguien me prometió?

Crítica de su anterior exposición en la galería Bacelos:

martes, 15 de diciembre de 2015

ÁLVARO NEGRO: PINTURA EN SUSPENSIÓN, PINTURA EN EL ORIGEN


ALVARO NEGRO: EL TAMBOR EN EL BOSQUE
GALERÍA F2: 14/11/15-09/01/16

Con ocasión de la exposición de Irene Grau en la galería Ponce+Robles, la artista entablo una conversión sumamente rica con el artista Álvaro Negro donde, sin duda, pueden rastrearse los descubrimientos que han llevado al artista a trabajos como el que aquí presenta. En dicho diálogo Negro señala, tirando de un libro de Rémy Zaugg, que todo depende de los prejuicios, de si consideramos la obra como un objeto material manufacturado fruto del trabajo del artista y un fin en sí mismo o, por el contrario, que la obra es el medio para llegar a cierta comprensión del mundo o, al menos, al esbozo de un punto de vista sobre el mismo”.
Además de esto, la conversación queda atravesada por nociones como la de trayecto, la de recorrido, paisaje no como lugar de llegada sino de tránsito, un evitar la lectura directa de lo representado, un aludir a que el hecho de que la obra esté en proceso es, sencillamente, que está teniendo lugar…pero que nunca termina por ser ella totalmente. No es un simple interactuar sino mostrar cómo la obra de arte es un “ya pero todavía no”: un campo fenomenológico donde, miremos donde miremos, está la amenaza del vacío, del aún-no, pero que a cambio nos devuelve esa comprensión del mundo a la que antes hemos aludido.   
Es por ello, concluyendo este prólogo, que la época de la pintura acabada en su propio fin hace ya tiempo –aunque todavía hay quien no se ha enterado– dejó paso a un devenir-pictórico, a un viaje en pos de un alumbramiento novedoso de una realidad que aunque está ahí no deja de ser un haz evanescente de tiempo y luz.   


La obra no surge por tanto de una lograda mímesis sino de una experiencia concreta, de un internarse en un paisaje que, aunque está ante nuestros ojos, debe ser desvelado atravesándolo. No tanto pintura procesual sino pintura en flotación, en suspensión, a la espera infinita de un posarse que nunca se dará. Para ello, como no, los primados estéticos de la modernidad deben ser no simplemente negados sino reconvertidos constantemente para comprobar hasta dónde podemos reflexionar acerca de la pintura. Y, dentro de esa reconversión a la que apelamos, la disolución de fronteras entre géneros es una herramienta sumamente eficiente.
Porque dentro de esa disolución, las prácticas artísticas se sitúan en un intervalo, en el “entre” que separa un soporte del otro. Nada es del todo lo que parece y su sentido pleno es siempre el sentido derivado que viene propuesto por la siguiente codificación. La obra, por tanto, se resuelve en una itinerancia para la que nunca hay fin. La lectura es, por tanto, diferida, pendiente de un penúltimo intento.
Pero vayamos a la obra. En esta ocasión Álvaro Negro recoge, también diálogo, la obra del escultor alemán Ulrich Rückreim que instaló en Monteagudo cuatro piezas marcando la entrada y salida del bosque. Pero también es fundamental una cita del escritor Peter Handke –recogida igualmente en la conversación arriba referida–: un trozo de La doctrina de Sainte-Victoire donde las idas y venidas, las entradas, salidas y –sobre todo– regresos son lo fundamental. Es ahí, en el ínterin donde vagan todas estas experiencias, donde late el tiempo ancestral, donde si importante es el entrar más capital aún es el volver.
¿Cómo volver?, ¿de qué hay que volver? Esa es la enseñanza fundamental de esta exposición: hacernos comprender que nada está ahí de por sí, que nada es accesorio, que todo –por el contrario– ha de ser construido y, en primer término si cabe, la experiencia. En un mundo como el nuestro que centrifuga al realidad para que tengamos experiencias que llevarnos a la boca, la exposición de Negro vuelve al origen ancestral del origen: que si bien no hay origen sí que hay una decisión, una responsabilidad, una –si se me apura– ética.
Porque, repetimos: ¿qué queda en el centro de todo este proceso? Nada, solo un lugar vacío que ya ni siquiera lo está. Dicho de otra manera: queda la memoria de lo intangible, de lo imperecedero e inaccesible. Y es que ni siquiera el monolito  de Rückreim es monumento ni origen de “nada”: ¿está en lugar de algo o es él, el monolito, lo que empieza la serie? Quizá toda la obra de Álvaro Negro no sea sino crear la desconexión para comprobar cómo el arte nada puede, comprobar cómo todo intento de atrapar el tiempo y el espacio quedan reducido a mera fachada. Sí, quizá una representación, bonita, seductora; sí, quizá un juego conceptual pero que no tiene ningún poder de sanación. Son solo intentos...


Pero a pesar de todo –¿o no será más bien gracias a todo? – el arte o es eso o no es nada: hacernos redescubrir como la experiencia fundacional, aquella que nos construye desde dentro, no es sino un constante continuar saliendo y entrando para así hacer lo único que nos llena: volver. ¿Qué es la vida sino un melancólico nostos?, ¿qué hacemos sino tratar de descubrir quienes seremos sino, más bien, quienes fuimos?
Y esa es la experiencia estética: el entrar en la galería F2 e introducirse entre los dos cuadros y el proyector para, después de un tiempo, volver, salir,…volver siendo otro.  Entre el cuadro realizado con óleo sobre lino y de más de tres metros de largo (Columna I) y su doble realizado en esmalte sobre espejo (Cadro-tumba), está una experiencia personal del artista pero que nos dona y se nos ofrece como reliquia de una realidad evanescente, poliédrica y heterocrónica.
Podríamos decir más, sin duda: pero lo suyo es que vayan, que entren. Y luego vuelvan… “volver –como dice Handke– al hombre de hoy; volver a la ciudad; volver a las plazas y puentes; volver a los andenes y pasadizos; volver a los campos de deportes y a las noticias; volver al brillo del oro y a los pliegues de una tela”. A ver si se atreven.

sábado, 12 de diciembre de 2015

MAX BRAND: FIN DE FIESTA (O LA VANGUARDIA COMO EJERCICIO NEGATIVO)


MAX BRAND: NEW WORKS
GALERÍA MARTA CERVERA: desde 01/12/15

            Sin título, ni para la exposición ni para ninguna de sus obras; sin hoja de prensa y sin nada a lo que agarrarse más que unos lienzos de gran tamaño donde la mirada busca en vano un lugar donde posarse. Así es la primera exposición en España del artista alemán afincado en Berlín Max Brand. Pero tantas privaciones no restan sino que suman a la hora de encontrar el ritmo de sus obras: su pintura, heredera directa de una vanguardia que ahora es reconvertida en pura negatividad, nos ejercitan en lo infructuoso de hallar una salida a la pueril superficialidad donde todo se juega. Su enseñanza: que por mucho que nos empeñemos en simular que todavía estamos jugando, la fiesta hace ya rato que acabó.

Sin duda alguna que estamos asistiendo a una revitalización de la pintura en toda regla. Quizá no sea más que una sensación respecto de una práctica con la que apenas se cuenta y que parece ya condenada al silencio, pero son innumerables los ejemplos de pintores que despliegan un discurso pegado a una realidad muy poco dada a dejarse plasmar en un lienzo.  
La pintura no se hace fuerte en su capacidad de remisión a la realidad sino que ejemplifica mejor que ninguna otra práctica cómo la realidad remite ya únicamente a ejercicios de repetición pulsional, de desplazamientos sintomáticos, de fugas libidinales de –en suma– juegos de diferencias donde la diferencia en sí misma no es sino un vacío estructural, una mismidad que vuelve tomándonos el pelo haciéndonos creer que todavía cabe la posibilidad.
Y es que, aunque sabemos que no hay nada, que nada nos cabe esperar, que bajo las apariencias no hay ninguna realidad real, lo nuestro es seguir jugando el juego. Porque, y aunque sea una perogrullada no deja de ser cierto: solo perderemos la partida cuando el juego haya terminado. La pintura, como cadáver intempestivo del arte que es, muestra como ninguna otra práctica la pulsión vital que anima a nuestra contemporaneidad. Quizá sea por esa negación esencial con la que carga –renuncia a la mimesis justo para una disciplina nacida para la representación más perfecta– lo que la haga más sensible a los cambios que cualquier otra disciplina.


En este sentido,  lo cierto es que –y contra todo pronóstico– la pintura sigue siendo capaz de captar los más mínimos movimientos sismográficos de nuestra épocalidad. Pero, ¿cómo hace para ello?, ¿cómo consigue sacar la cabeza cuando, quien más quien menos, la daba por acabada hace ya medio siglo?
Para hallar una posible respuesta podemos irnos a época tan poco reciente como 1987: ese año José Luis Brea publicó un texto en El País (titulado “La nueva práctica artística”) donde decía lo siguiente: “tampoco me parece tan evidente que la esencia de la vanguardia que (según Adorno) residía en el hecho de que cada obra cuestionaba, además de a sí misma, también la esencia del arte en general, haya perdido todo valor. (…) Me parece, en definitiva, equivocado situar el signo de la transformación radical que afecta a la experiencia estética en la desaparición de la vanguardia”
Si sacamos a colación este texto es para encontrar autoridad a una idea fija que hemos ido diseminando en textos varios: la idea de que la vanguardia, de un modo u otro, sigue profetizando el tiempo apocalíptico de nuestro arte. Una vanguardia que si bien ha claudicado de todo sesgo utópico ha sabido reconvertir su potencial en eficiente negatividad: no ya por tanto ver bajo las apariencias la posibilidad de un mundo real sino hacer patente que nada cabe ya esperar, que lo que nos queda es una cacofonía de voces y gestos en superficie, una latente melancolía por llevarnos a la boca algún acontecimiento que supere la chorrada viral de turno.


Y si estamos asistiendo a una revitalización de la pintura es, precisamente, por esta posibilidad suya de negarse, por ser adalid de un vanguardismo que, si bien es heredero de aquellos primeros “ismos”, es también reverso de aquellos proponiéndose actualmente como ejercicio estético capaz de máxima negatividad.
Dicho todo esto, la pintura de Max Brand (Leipzig, 1982) ejemplifica como pocas este carácter negativo de una vanguardia contemporánea. En sus lienzos está todo y, al mismo tiempo, no hay nada. Mientras ese todo empuja desde debajo del lienzo por salir a la superficie, en ésta no hay sino un batiburrillo de trazos inconexos: no hay ya una lógica de los trazos-significantes con capacidad para significar sino gestos autoreferenciales que en su mismo trazo delimitan un espacio pictórico donde no termina por acontecer nada.
Aunque heredero más que obvio del expresionismo alemán, en sus lienzos no hay encuadres imposibles, ni gestos furibundos, ni la plasmación atópica de una catástrofe; no hay tampoco una explosión en masa de colores ni muchos menos tonteos con esa gran falsedad que, en términos generales, fue el neoexpresionismo. Quien pensamos está más presente en sus obras es Chagall. Y es que, quizá como el maestro bielorruso, Brand plasma un mundo en decadencia donde a la catástrofe inminente solo podemos proponer cierta capacidad de ensoñación y melancolía.
De esta manera, los lienzos de Brand parten de un campo de color para desde ahí ir llenando la escena en la inmanencia de unos gestos y unos trazos que no buscan más que crear el fantasma de una extraña sensación: la escena, sin duda, está desplazada, borrada. Rostros luchan por aparecer en toda su potencia pero apenas terminan siendo más que un apunte.
Si Chagall ponía en relación símbolos que aún condesaban cierta carga trascendental para tejer una narración que desde el desconcierto del período de entreguerras apostaba por un optimismo por el futuro, Brand nos muestra el reverso de aquel vanguardismo: por muchos gestos, por muchas huellas que se desplieguen en la superficie del lienzo, no hay camino alguno que nos haga volver al hogar. Estamos desorientados y bastante tenemos ya con mantenernos a flote.


Visto lo visto, solo le cabe esforzarse por buscar más abajo, en las sedimentaciones de nuestra temporalidad: Brand corta trozos de tela para buscar qué hay más abajo y hallar así algo a lo que agarrarse. Pero nada: su arqueología termina más que en el hallazgo de cierto sentido derivado en un restañar una herida que sabemos se gangrenará. Y es que cuando las cosas solo pueden ir a peor, no se nos deja ni siquiera soñar. Si Chagall buscaba en su pintura vanguardista un trampolín desde donde entender su tiempo presente, Max Brand –en esa negatividad con que actualmente se presenta la vanguardia– plasma en sus obras una única realidad: que no hay ya sortilegio alguno para escapar a una pantalla global donde nada sucede.
Esta misma lógica difusa es la que se desprende de las instalaciones con que acompaña sus cuadros y de la que en esta exposición hay un magnífico ejemplo: huellas de un rito a la nada, trazos de una liturgia vacía, la instalación consta de los restos dejados tras la fiesta chamánica a nuestro dios el plástico: plastificados en vida andamos como zombis puestos hasta arriba de todo.

La fiesta terminó y lo que único que queda son los detritus y una resaca de aúpa. Normal que así no sepamos dar pie con bola y que no podamos salir de una sintomatología bien precisa: una maquínica pulsión de repetición que nos llama a fantasear con la idea de que queda poco para que la fiesta vuelva a empezar. Y es que, como decimos, cualquier cosa vale para no darnos cuenta de nada y hacernos el despistado. 

viernes, 27 de noviembre de 2015

ARTE BÁRBARO O LA BARBARIE DEL ARTE


Entre los fenómenos cuasi paranormales a través de los cuales es preclaro comprender que la nihilidad occidental está a punto de entrar en barrena sin otro horizonte más allá que hasta donde llegue la nariz de cada cual, es lo que sucede cada vez que la libertad de expresión entra en escena. Agujereada por una realidad que le ha ganado la mano a los valores ilustrados desde los que se entiende nuestra civilización, la libertad se las ve y se las desea para jugar en todos los campos, sellar la fuga y conseguir que la catástrofe no sea, por lo menos, inminente.
No tengo interés en sentenciar, pero lo sucedido con la bandera francesa en el FB es para tirarse por los suelos de risa si no escondiese en su interior una tragedia de aúpa. Se piense lo que se piense, se crea lo que se crea, la tal libertad de expresión no puede servir para señalar al otro como pirado anarquista o de panfletario meapilas.
 Primero la ponemos porque somos solidarios, luego la quitamos porque evidencia nuestra falta de solidaridad con los otros –los de más allá, el otro del otro que diría Derrida–, luego la volvemos a poner al darnos cuenta de que no es para tanto y, definitivamente, optamos por quitarla al descubrir que no es sino una estrategia de control del señor Zuckerberg –verdadero jefe de todo este tinglado– para conocer mejor el perfil de sus usuarios. ¡¡Y luego hay quien se sorprende de que no seamos más que cobayas de laboratorio!!
Personalmente, entre hacer de tal libertad un valor absoluto o medirlo siempre a una distancia donde quede acogido el otro, me decanto más por lo segundo. Pero ni lo que yo piense tiene ningún interés, ni hay tanta diferencia entre una posición y otra. Ambas, se fundamentan –se deberían al menos de fundamentar– en una racionalidad que emane de la propia comunidad disensual que vertebra. Sí, digo disensual porque tanto una como otra forma de ejercer la libertad de expresión ha de desplazar la frontera que separa a unos y otros ya que tal libertad emergería desde la fractura simbólica –desde el significante cero– que vertebra la sociedad.
En todo caso, cual sea esa racionalidad es, desde mi punto de vista, el lugar vacío desde el que la ideología actual nos está –a todos– comiendo el terreno a velocidad de la luz. Pero para ello, para hacer frente a esta deriva neurótica y esquizofrénica (depende del nivel de adiestramiento ideológico en el que cada uno se encuentre), está el saber, todas y cada una de las formas del saber: las ciencias y las humanidades.
Llegados a este punto no es que barramos para nuestro portal, pero estando como están de bien considerados los estudios de humanidades desde la escuela, estando nuestras sociedades absolutamente tecnificadas, normal que esa racionalidad quede purgada por instancias pragmáticas y positivistas que se afanan en darnos como ideología una esfera escópica donde, dejando a la altura del betún a la razón absoluta hegeliana, todo lo real es visible y todo lo visible es real.
Pero vayamos a lo que nos interesa: si se nos llena la boca a todos los que amamos el arte contemporáneo, a todos nosotros que nos partimos la jeta explicando a conocidos y desconocidos la valía incuestionable de este arte que en modo alguno es una tomadura de pelo, afirmando que lo que genera es un tipo de saber bien preciso –saber estético que es tan saber, aunque de otra clase, cómo el dos más dos son cuatro– la obra de Abel Azcona hecha con hostias consagradas y perteneciente a la exposición “Desenterrados” es lisa y llanamente inaceptable. 
Inaceptable, decimos o, si queremos poner algún paño caliente por aquello del qué dirán –quien sabe si yo también soy un reaccionario–, ostensiblemente fallida. E insisto, de nuevo, no para mí, para lo que yo pueda pensar y que, teniendo el tiempo libre necesario me afano en ponerlo en limpio: inaceptable para el propio arte que, sin duda, es quien más suele perder en estas cosas.
Me explicaré yendo directamente al núcleo duro: el arte no es nunca el ámbito privilegiado desde donde decir al otro cuatro verdades bien dichas. El arte –el arte en este momento concreto del desarrollo ideológico desde el que opera– es el ámbito privilegiado desde donde mostrar como todas y cada una de las posiciones antagónicas que, como hemos ya señalado, surgen desde el emplazamiento simbólico de determinado significante cero, son deudoras de un determinado reposicionamiento ideológico. Esa es la misión para un arte, un arte adjetivado de político, un arte que hace pie en una autonomía que –ya sea ilustrada, moderna o modal– ha de entenderse bien, un arte que, antes que nada y como axioma previo, debe saberse él mismo cómo ideológico.


Un arte que le diga al otro que es un vehemente radical desde un afuera ideológico desde donde el artista opera como atribulado genio no es arte sino, según el calado del improperio, una canallada. Y, lo mismo da que da lo mismo, si se operase la jugada en sentido contrario. Aquí, o jugamos todos con las mismas cartas o el arte puede degenerar en una serie de invenciones operando alrededor de los pocos significantes cero que vertebran cada una de las sociedades, lanzándonos los trastos y condenando al prójimo como agente perturbador. De hecho, una de las misiones del artista contemporáneo es hacer emerger esos significantes que, bajo el sello de una ideología omnicomprensiva, quedan silenciados por mecánicas de adiestramiento altamente precisas. Ni Dios ni patria ni bandera puede ser un buen o mal eslogan existencial pero lanzar la mierda hacia el otro lado esperando que no salpique no creemos que sea, por decirlo finamente, la mejor de las estrategias.
Por otra parte, que un arte en estado cuasi vegetativo se agarre a semejantes clavos ardiendo no forma parte sino de la propia dialéctica de su concepto: cuando apenas le queda nada quizá lo suyo sea acelerar el proceso para que, cuanto antes, no quede más que un bonito cadáver. Es más, hay que ser consciente que nuestras formas de arte no son sino las exequias (interminables en cuanto que el nihilismo es, por definición, insuperable) de un rito funerario de lo que algún día fue el arte.  
Pero esto, sin duda, y tratando de verlo con la máxima equidistancia, es de lo más curioso: porque cuando la pamema espectacularizada es reconvertida en arte, ocurre que la mistificación del artista llega a tales niveles que es capaz, por sí solo, de poner nombres a las cosas como ufano demiurgo. Me refiero no ya a la victimización heroica del artista que, en una adulteración adorniana, simula cargar con todas las culpas del mundo, sino a eso de proferir como de perfomance a los rezos de los creyentes reunidos en torno a la profanación. Y es que un problema es no llamar a las cosas por su nombre: porque justo ahí, donde para cada uno de los campos antagónicos hay significaciones diferentes, donde nos jugamos todo. Seguramente que no se converja, peor el arte más que mostrar como los otros son unos radicales o unos benditos, está llamado a mostrar como la divergencia, real y efectiva en un primer momento, opera a nivel ideológico para forzar el antagonismo.
Que una hostia consagrada sea para unos un trozo de pan y para otros el mismísimo Cristo sacramentado, que la Constitución sea para unos el fundamento de nuestras libertades y para otros la perduración de la dictadura pero con otor nombre, que haya gente de derechas y de izquierdas, etc, es un hecho incontestable. Pero que el arte no opere en la fractura ideológica que separa unos de otros haciendo emerger síntomas por los que se inferiría el sesgo ideológico de cada uno de ellos, sino que se contente con dar carnaza al personal –mucha carnaza por lo que parece– es, simplemente, arte basura.
Cierto que la lucha empieza por el lenguaje pero, sin otro beneplácito que me da el saberme de determinado lado antagónico, trazar la nomenclatura por mor únicamente de mi percepción, no supone más que un gesto de impotente adulteración.
Síntoma, creo, de que al menos algo de razón llevo es que si cuando los fieles se unen para orar el artista saca tajada consignando como estético el efecto producido es que, a las claras, todo le vale: si queman el museo le vale, si ponen una demanda judicial le vale, si se juntan para rezar le vale. Lo único que –y ni aun así– no le valdría sería lo imposible: que no hiciesen nada. En este sentido, quizá esta obra no sea tan bárbara e inaugure la nueva senda para el arte: ahí donde ni la medida –la distancia estética– está ya trazada ni esté tampoco abierta a una disyunción impredecible. El arte que se inaugura es el del triunfo absoluto: un arte que donde pone el ojo pone la bala, un arte que sopesados los efectos no le tiemblan las canillas en proponer la causa. Así las cosas, el arte, ahora que merodea adormecido en una institucionalización catatónica, opta por adulterar su nombre y crearse las condiciones para su triunfo más absoluto.
En definitiva, e hilando con el comienzo de este texto, si el arte debería mostrar la ideología subyacente que dinamita antagónicamente la sociedad (es más, la ideología del propio arte) la verdadera libertad de expresión –o al menos una libertad de expresión acorde con esta sociedad plurifantasmática– no es la que nos pintan los medios de comunicación simulando una falsa dicotomía entre quienes piensan que tal libertad me da pie a decir lo que sea y quienes piensan que es preciso ir poniendo mordazas.
No es ni esto ni lo otro, no es tan poco un simple entremedias ni un aristotélico término medio: es usar una racionalidad común para saber usar esa libertad de expresión con el fin de o bien despejar las zonas de barata ideología o bien comprobar como ambas están atravesadas de ideología. Que el arte desbarre de vez en cuando es hasta normal, pero que sea tan concelebrado da pistas de que le cuesta asumir su destino. Y es que ser un fracasado no le gusta a nadie.  
Llegados al punto de la historia en el que estamos, me parece de todo punto urgente sumar fuerzas para construir esa racionalidad a la que me refiero, una racionalidad que haga pie en una libertad de expresión y un arte comprendido como monumentalidad a una sociedad por venir, una sociedad tal que cuando Dios nos pregunte qué hemos hecho con nuestro hermano, con el otro, con Abel, no le contestemos “¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” sino que, previamente, en vez de asesinarlo le hayamos acogido. La pregunta, en definitiva, sería también esta: ¿cuándo dejaremos de comportarnos como Caín?

lunes, 23 de noviembre de 2015

SOBRE LA CRÍTICA DE ARTE (EN LA EPOCA DE LA IDEOLOGÍA INVERTIDA)


Dudando si retomar mi labor blogera como crítico de arte –una labor callada y silente pero que necesita grandes dosis de esfuerzo y concentración que, seamos claros, dudo si volver a realizar– me he topado, como si los dioses oyesen mis diatribas internas, con dos textos que me han puesto sobre la pista de qué es esto de crítica de arte, en qué momento se encuentra y qué futuro se avecina. 
La conclusión es que la crítica de arte siempre ha sido otra cosa y que si existe y, sobre todo, si tiene posibilidades de supervivencia es porque está ante otra redefinición para escapar –volver a escapar– de lo que queda bajo su concepto. Es decir, la crítica de arte ha de buscarse las mañas para ayudar al arte, y a sí misma, a escapar de su concepto.
Uno de los textos a los que me refiero, el de Joan M. Minguet[1], fue escrito en referencia a las sensaciones causadas al final del X Simposio Internacional de Crítica de Arte organizado por al ACCA (Asociación Catalana de Críticos de Arte, de la que el propio autor es presidente). Ahí Minguet se hacía eco de dos hechos: uno, el primero, lo curioso que resultó no ya el que ninguno de los participantes se presentase como crítico sino más aún que intentasen separarse lo máximo de semejante ejercicio. Y dos, el hecho palpable de que todos ellos, para Minguet, no eran otra cosa que críticos al orientar su trabajo como un constante “estar interpretando”. Ya se sea cineasta o bailarín, por el “simple” hecho de tomar la palabra y dotar de pensamiento a aquello que se hace como arte no se está haciendo sino crítica de arte.
El que esta labor de interpretación superase por elevación lo que común y clásicamente se entiende por crítica de arte no supone otra cosa sino que quizá haya que buscarle, como dice el propio Minguet al final del texto –y me atrevería a decir que un poco sarcásticamente– “otra designación más (post)moderna”.
A su reflexión solo cabría añadirle un matiz: el hecho de que, pensamos, la crítica de arte nunca haya sido eso que hemos designado como “clásica y comúnmente” crítica de arte. La crítica de arte, desde Diderot, ha sido justamente aquello que escapaba al encasillamiento de su propio nombre; ha sido, en suma, un fugarse de sí mismo para recorrer otros parajes donde traducción e interpretación han sido sus más íntimos aliados. En este sentido, el crítico no debe de ser, nunca lo ha sido, un simple salonnier.
De igual modo hoy, solo bajo condiciones bien precisas puede decirse que se está haciendo crítica de arte. De este modo, decir que se es crítico de arte no significa por sí mismo nada en absoluto: solo aquella forma de arte preocupada por mantener la contemporaneidad del arte es digno de tal nombre. Pero, claro está, la contemporaneidad del arte no arraiga únicamente en el hoy: lo contemporáneo, como señaló Barthes, “es lo intempestivo”. O, ahora con Agamben, “es verdaderamente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se adecua a sus pretensiones y es por ello, en este sentido, inactual; pero, justamente por esta razón, a través de este desvío y este anacronismo, él es capaz, más que el resto, de percibir y aferrar su tiempo”.
Es decir: crítica de arte es la que establece un diálogo con la obra de arte que le hace decir lo que tiene callado, lo que no se atreve o no quiere decir. Crítica de arte es hacer dar al arte un paso en el abismo, un paso cuando la propia obra de arte ha dicho ya su última palabra. Si Minguet considera que se trata de “estar interpretando”, nosotros preferimos referirnos a lo mismo con otra perífrasis: hacer hablar al arte.
Pero, claro está, para hacer hablar al arte hay que evadirse de los lugares comunes y atreverse a situarse en otras coordenadas. El arte ha enfatizado la mudez con la que carga desde su acabamiento y, mientras (no) termina de morir, cada vez cuesta más sacarle alguna palabra, algún monosílabo. Es desde este punto de vista que si la crítica está llamada a hacer hablar al arte cuando éste ya no tiene nada que decir, que la crítica esté, igual que el arte, redefiniéndose a cada paso; que lo válido antes para una época bien concreta del arte en su historicidad no valga ahora
De ahí que nadie ya en su sano juicio se otorgue para sí el papel de apestado del arte: aquel que cuándo el arte ya no tiene nada que decir se empeñe en estrujarle hasta que no le quede otra que decir algo, lo que se sea con tal de salir del envite lo antes posible.
En este sentido nos llega, también como caído del cielo, un segundo texto: el de Miguel Á. Hernández Navarro[2] publicado en Exit-Express: “La crítica de arte y la experiencia de la novela”. En este texto el crítico señala lo que no es sino una constatación abalada por su experiencia: mientras su acercamiento al arte en su vertiente de crítico es fría y distante, cuando la hace como novelista –es decir, cuando no se disecciona la experiencia estética sino que se narra y se ficcionaliza– siente que se está más cerca de la obra de arte. Mientras en el primer caso se desactiva a la obra –pues se la racionaliza de modo similar a como trabaja un forense cirujano– en el segundo caso se logra meterse dentro de la obra, “nadando en la experiencia”.
Como fácilmente puede comprenderse, los dos textos señalan un mismo problema: es cuando uno deja de llamarse crítica de arte, es más, cuando deja de hacer crítica de arte, cuando más cerca de la crítica de arte se está, cuando más capacidad de análisis y experiencia se adquiere, cuando el pensamiento encuentra más capacidad de fluir y ascender.
En este último caso, la situación es muy concreta: es en forma de novela, la ficción en su estado más rotundo, cuando la crítica de arte adquiere mejores capacidades de expresión y de mayor acercamiento a la experiencia estética. Si Hernández Navarro no aboga por un abandono de la crítica de arte sí que ve la “necesidad de un cruce de caminos y abogando por la creación de intersticios y espacios de contacto entre la crítica y al narrativa”.
Si ya hemos señalado las razones de porqué la crítica de arte es –siempre ha sido– un entremedias, una labor fronteriza entre varios géneros, ¿porqué ahora la novela, porqué la pura ficción? Es más, ¿no es paradójico que sea ahora, cuando al arte más se le exige se entrometa en la realidad, cuando la labor crítica apueste por la ficción pura y dura? Pues sí: es paradójico y, precisamente por ello, la novela es el género literario que tiene actualmente la crítica de arte de camuflarse, de fugarse: es decir, de ser.
La razón no es otra que el momento actual del arte y, junto con ello, el estadio de la ideología en que nos hayamos sumidos. Comprender ambos factores nos pueden dar una pista de porqué es ahora el novelista quien, en esa labor de frontera, quien más capacidad de hacer hablar al arte tiene. Y para comprenderlo, nada mejor que una cita de Adorno: “el poder magnético que sobre los hombres ejercen las ideologías, aun conociendo ya sus entresijos, se explica, más allá de toda psicología, por el derrumbe objetivamente determinado de la evidencia lógica como tal. Se ha llegado al punto en que la mentira suena como verdad y la verdad como mentira. Cada declaración, cada noticia, cada pensamiento están preformados por lo centros de la industria cultural”.
Es decir: en modo alguno se trata ya de conocer ni de dar a conocer: debajo de toda formulación del saber fluye silenciosa una disyunción lógica que corre a trocar los momentos de verdad y de falsedad. Y, como colofón, la constatación de un hecho: es el arte, como ámbito privilegiado dentro de la industria cultural, el encargado de hacer la cambiada efectiva, de mutar la realidad en ficción y la ficción en realidad. La consabida ideología estética –nombre en clave para el actual momento del desarrollo objetivo de la ideología– no indica sino el protagonismo dado al arte para hacer efectivo la imposición planearía de este tinglado: mutar la realidad en ficción a través de una constante y progresiva disolución de lo real.   
De este modo, cuando la realidad no silencia la vis ficcional que la anima sino que, sin sonrojo, la pone encima de la mesa diciéndonos a todos el secreto que, aunque sabido, simulábamos perfectamente su desconocimiento (que vivimos en un show de Truman perfecto) entonces, decimos, la crítica de arte más capacitada será aquella que asuma su rol en territorio enemigo: como pura ficción.
Dicho de otra manera: si el arte ha terminado por insertarse como tecnología a favor de la espectacularización de lo real y de la disolución de la realidad a manos del simulacro espectral, una crítica de corte académico, racional y razonablemente realizada, apegada a las metodologías hasta hace bien poco más en boga, diseccionando la pieza como si ésta tuviese aún la capacidad de decirnos algo, es simplemente un no ejercer la crítica sino repetir una cacofonía aberrante.  
Situada la obra de arte en una lógica dialéctica invertida y fantasmal, la crítica solo puede situarse en su propio terreno para, solo desde ahí, autocomprendiéndose como ficción –de ahí la capacidad de la novela– operar el doble gesto imposible de hacer decir a la obra de arte aquello que no solo ésta trataba de callar sino que incluso desconocía de sí misma.
Si la ideología actual es capaz de depotenciar y reducir a mínimos a toda obra empeñada en insertarse en lo real, la crítica de arte ayuda a la propia obra de arte a recolocarse, a ficcionalizar incluso su discurso crítico y, situándose de tú a tú con la capacidad disolutoria de la ideología, hacerle más difícil el reducir al arte a puro silencio. Toda obra carga con un decirnos algo: que ese decir sobrepase la lógica fantasmal del simulacro donde la realidad entera –y por ende el arte– hace pie hace necesario una crítica que se salte a la torera las barreras entre realidad y ficción y, sin miedo ni duda, se sitúe en las cercanías de esta última.
En definitiva: la crítica de arte tiene ahora mismo la misión de hacer decir a la obra de arte lo que ésta, en su connivencia absoluta con la lógica del capital –pues el carácter de mercancía de la obra es, se mire por donde se mire, y así debe de ser, absoluto– lleva dentro pero que no logra decir porque, más que nada, es imposible.
Dentro de esta tesis nuestra, la crítica será siempre un fracaso ya que el texto, la escritura crítica, desde la ficción desde la que se autopropone, hará hablar al arte pero también como discurso ficcional, como un tour de force dialéctico cuyo éxito será el hacer palpable como el arte opera ya desde lo fantasmático del simulacro ideológico que anima nuestra diluida realidad. De ahí, ampliando lo ya dicho, que nadie quiera ser crítico de arte: que nadie quiera ser, simple y llanamente, un fracasado.
Ahora bien, y para concluir, si Minguet señalaba que “llamarse o no llamarse crítico de arte no deja de ser un anacronismo”, reclamo –quizá también con cierta sorna– la necesidad de que alguien cargue con semejante epíteto. Alguien, al fin y al cabo, deberá ser tenido por crítico de arte; a alguien, al fin y al cabo, tendrá que cargar con las culpas del fracaso del arte.

jueves, 19 de noviembre de 2015

NURIA FUSTER: LA CONTEMPLACIÓN DESOBRADA


NURIA FUSTER: CUANDO EL FUEGO APAGA EL HURACÁN
GALERÍA MARTA CERVERA: 20/10/15-21/11/15

Si Kant hizo remitir lo bello a una finalidad sin fin que solo se daba en el objeto artístico, no tardó mucho en descubrirse una vis dialéctica, un poso de efecto disensual en semejante categorización teleológica. Es decir, el gusto, la belleza, la finalidad sin fin, lleva implícita una determinada posibilidad de satisfacción: en suma, una política.
Adorno, como era de esperar, lo dice mejor y –contra lo que pudiera parecer– en menos palabras: “la total ausencia de finalidad desautoriza la totalidad de los fines en el mundo del dominio, y sólo en virtud de tal negación, que lo existente introduce en su propio principio racional como una consecuencia suya, la sociedad existente ha ido cobrando hasta nuestros días coincidencia de otra sociedad posible”.
Pero, claro está, para ello es menester trasmutar el efecto catártico de la contemplación: no ya contemplación de lo bello en sí mismo –como formando parte de una comunidad bien precisa, encantada de conocerse y de convenir lo preciso de ciertas tonalidades malva– sino apostar por una contemplación como huella de la promesa de felicidad con la que cargaban y de la que, en el mejor de los casos, ya no queda nada.
Esto, que hará un par de décadas pudiera haberse comprendido como una boutade de tinte baudrillardiano en cercanía con la ironía del objeto que se burla de nosotros, ahora, no ya empobrecidos con un fetichismo mercantil sino atrapados en una lógica hipertecnológica donde no somos nada sin nuestro gadjet a mano, hacer de la contemplación una actitud crítica parece camino seguro para ser fiel al destino del arte.
Situándose en esta falta de finalidad objetiva frente a un objeto que se escapa de su valor de uso, el trabajo de Nuria Fuster (Alcoi, 1978) ha despuntado en los últimos años comprendiéndose –al menos para algunos– como una más que capaz escultura de la post-desmaterialización. Si la pregunta por la escultura contemporánea tiene en lo informe, lo siniestro y el fuera de marco sus senderos seguros, Fuster se arriesga para dislocar los preceptos clásicos de la escultura y traducir su lógica implícita a los nuevos tiempos de la supra-objetividad.


Porque, ¿qué sentido una escultura más?, ¿qué hay que rememorar?, ¿de qué acontecimiento hacer memorial? Glosando un genial artículo de José Luis Pardo, las esculturas de Fuster son las esculturas de los que no somos nadie, de los que nunca hemos tenido nada que celebrar ni acontecimiento que llevarnos a la boca. Y, precisamente por eso, son esculturas para todos, para una nueva comunidad.
Pero, ¿qué sujetos forman esa comunidad? Es –y aquí volvemos al principio de este texto– en la contemplación reactualizada de esta mera materialidad objetiva, en la red de sentidos diseminados que genera donde el espejo nos devuelve nuestra verdadera identidad: vagabundos errantes, conglomerado de flujos divergentes, efímeros juegos de sensaciones.
De ahí que el azar, lo inesperado o lo aparentemente inacabado sean herramientas con las que la artista trabaja para explorar nuestras identidades pasajeras. Y de ahí, también, que lo efímero y lo procesual tengan un lugar predominante en su obra: nada es sino que todo está en camino, en devenir.
Haciendo pie en una hermenéutica (existencial) las obras de Fuster nos indican que no ya solo la comprensión es un complejo proceso de ida y vuelta (el famoso círculo hermenéutico) sino que la precomprensión –el estar destinados a preguntarnos por el ser, el estar abiertos a la pregunta por el ser– no es tal y como pensábamos que era. No ya un ser bien cerradito en sus formas, sino más bien un agujero negro, una pregunta que se esfuma, una lógica causal inoperante y disfuncional.
Si el pensamiento está preso en una lógica implementada ideológicamente, el trabajo de Fuster trata de crear fugas, desequilibrios entre lo que se espera y lo que se ofrece, entre lo contemplado y el supuesto placer, entre la causalidad y la finalidad sin fin. En definitiva: esperar lo inesperado de un mundo mejor. 

Más sobre Nuria Fuster: exposición "Don Quijote también esculpe en el aire" (2012)

jueves, 12 de noviembre de 2015

DEL ARTE COMO SABER -IDEOLÓGICO- DEL NO SABER


Hace unos días, un multimillonario chino compró un cuadro de Modigliani por 170 millones de dólares convirtiéndolo en el segundo cuadro más caro de la historia. ¿Indignación, el arte ha terminado por cumplir su destino y no queda ya nada de él? Aquí diseccionamos desde una crítica dialéctica que sentido tiene está lógica.

El círculo, una vez más, se ha cerrado. La lógica transaccional que, con hilos nauseabundos, mueve el mundo ha incrementado su poder dromótico dejando a las claras que si hay esperanza, ésta no es para nosotros. Pero a esta nueva eclosión del sin sentido, se le une  en esta ocasión unas características muy peculiares que sin duda hay que destacar. Saber donde hemos llegado nos valdrá, en un futuro no muy lejano, para, al menos, no llevarnos las manos a la cabeza de desesperación (aunque, también es verdad, un culpabilizador “ya te lo dije” tampoco nos servirá de mucho),
Venido de un país comunista, taxista y vendedor de bolsos en su juventud y primera madurez, Liu Yigian aprovechó la ocasión de la apertura capitalista del país para amasar como bróker de bolsa una fortuna que ahora se encarga de “dilapidar” comprando obras de arte para, como él mismo dice, aprender de arte: “coleccionar arte es parte de un proceso de aprendizaje sobre el arte”, comenta el exitoso bróker. 
Si bien coleccionar arte es una de las pasiones más sanas que hay, si la propiedad privada –y aquí seguro que muchos se rascan– es el fundamento de todo derecho y libertad y si, en última instancia, cada cosa vale el precio que se le ha puesto, la operación desvela un poder ideológico que, si no se usan las pertinentes coordenadas críticas pasaría sin pena ni gloria.


Lo que escama aquí es que, una vez este hombre ha demostrado (al menos así lo rubrican lo saneado de sus cuentas) que posee el saber que te catapulta de inmediato al éxito, deja bien claro que el saber realmente importante, aquel saber cuyo acceso merece esa millonada, es el del arte. ¡Saber de arte, amigo, eso sí que merece cualquier precio!
Es decir: miles de jovenzuelos gastando la pasta de sus papis en Másters y carreras para saber de finanzas y este hombre es la prueba del nueve del capitalismo en la era de su inversión dialéctica: ese saber es tal que hasta un taxista puede obtenerlo. Lo jodido, donde merece la pena volcarse, donde el multimillonario chino pone toda la carne en el asador, es en saber de arte, justo ahí donde la sociedad sabe que no hay más que camelos y fraudes. 
La compra en la subasta del pasado día deja patente que el saber es ahora radicalmente no-saber: no hace falta saber de nada y, lo curioso, es que los sujetos ideológicos no lo saben. ¿Cómo se puede no saber un no-saber? Paradoja fundacional de este capitalismo de última generación, lo que sí que es cierto es que haciendo pie en la más insoluble de las contradicciones –o, como quien dice, mostrando sus cartas sin miedo alguno– el capitalismo ha logrado la más absoluta de sus victorias.
La paradoja es que cuanto más a la vista deja el capitalismo su secreto fundacional, cuando más claro está que no hay saber alguno que nos traspase del otro lado de la pantalla, más nos enfangamos, más nos descornamos para dar con la clave, con el quid del asunto. Así, nos hemos pasado los últimos años leyendo noticas donde se nos explicaba qué era la prima de riesgo, las subprimes, la burbuja inmobiliaria... años mirando sin pestañear la Gran Pantalla Única (el Mercado) creyendo que así nos enterremos de algo, que llegaremos a saber alguno. Ante lo impotente de nuestra situación ideológica, normal que las teorías de la conspiración (las de otro del otro) se esté instalando entre nosotros cada vez con más fuerza.  
En este escenario ideológico, el arte tiene, contra lo que suele pensarse, un papel privilegiado. Pero este papel no es aquel que amalgama la comunidad, que dota de herramientas críticas al sujeto, que le educa o que le hace trascender a parajes desconocidos. No. El arte es el ámbito donde solo aquel que se ha dejado llevar por ese no-saber y, como era predecible, ha hecho fortuna, puede entrar. Los demás somos meros espectadores, ratones de laboratorio que nos contentamos con decir aplaudir o criticar. Ver a Liu Yigian bebiendo te en una taza milenaria que se compró por 36 millones de dólares nos puede mover a la indignación: pero lo cierto es que lo único que nos debería de decir es que ya, definitivamente, no pintamos nada.
Es más: el precio pagado por el excéntrico multimillonario va en la onda de ampliar esa grieta que separa a los que saben que no hay nada que saber de aquellos que nos empeñamos a que aún hay algo que saber. Decía Adorno que “los hombres son reducidos a actores de un documental monstruo que no conoce espectadores por tener hasta el último de ellos un papel en la pantalla”: lo ya de todo punto siniestro es que nuestro papel de actores se circunscribe al pasivo ejercicio de, acríticamente, consumir noticias con la angustia de, a cada instante, llegar a saber algo con la promesa de llegar a ser alguien.


Puede pensarse que dejar al arte para tan pocas cosas es minusvalorarlo o, simplemente, sacar tajada para nuestras tesis. Pero nada más lejos de la realidad. De hecho siempre ha sido así: el arte “llena” el espacio dejado por un no-saber sobre el que se funda la comunidad. Si la única condición que ponía Platón para entrar en su Academia era saber de geometría (lo que conlleva vérselas con el no-saber de los números irracionales –¿cuál es la medida de la hipotenusa de un triángulo cuyo lado mide uno?–) y si ser ciudadano era saber ese no-saber, ahora, de igual manera solo que invertido, el saber está encima de la mesa –todo el mundo sabe que no hay nada que saber– pero ser ciudadano (sujeto ideológico) es no terminar de saberlo.

El arte está ahí, mostrando esa falla que separa a uno y otro y cuyo no-saber funda ahora una realidad espectral, fantasmática y simulacionista. De vez en cuanto monta tinglados esperpénticos como el del otro día para que sepamos donde estamos metidos: en un show de Truman eterno donde, a pesar de que sabemos la verdad, no nos decidimos a tomar al toro por los cuernos. En este sentido, el criticado multimillonario es aquí el único héroe de la historia: aquel que decidió saber que no hay nada que saber.    

martes, 10 de noviembre de 2015

TAXI TEHERÁN: CINE CONTRA LAS CUERDAS; CINE PESE A TODO


En un momento de la película, la sobrina de Pahali le comenta que en el colegio les han mandado hacer un corto. Para ello hay una serie de reglas bien precisas que la niña explica a su tío con el ánimo de que se las explique porque no termina de entenderlas. Tales reglas no son sino las de la censura y, por mucho que se las explique, la niña no termina de comprenderlo bien. Y es que, ¿qué es eso de la realidad sórdida?, ¿qué es eso definido como real real?, ¿qué es, en definitiva, el cine?
Si algo deja patente y claro esta película es que el cine no es ningún juego de niños, que el arte no es un algo que hacer las tardes del sábado. El cine, el arte, es algo difícil de comprender y, pese a quizá no entenderlo nunca del todo, debemos al menos intuir que en ello nos va la vida. Quizá podamos meter la cabeza bajo tierra pero, pese a todo, está la realidad y, pese a todo, está también el cine. ¿Cómo compaginar ambas? Eso es lo que de forma genial hace en esta película Pahali.
  
I
Es bastante famoso el comentario de Godard donde sentencia que el pecado mor(t)al del cine es no haber sido testigo de lo que pasó en Auschwitz. Una falta que, además, es doble: no haber realizado lo que se suponía era su tarea (filmar el horror, filmar lo increíble de la atrocidad humana) y, al mismo tiempo, el haber ya filmado –proféticamente, por ejemplo en el doctor Caligari o en Mabuse– ese horror en las ficciones que nos proponía y nos sigue proponiendo.   
Desde una posición antagónica a la de Adorno, Godard sostiene que el cine no es culpable por hacer arte después de los campos de la muerte sino que, al contrario, es culpable por no haberlos filmado siendo como es el arte del presente.
Pero, ¿a qué se refería concretamente el cineasta francés con esto?, ¿a qué alguien debería de haber puesto una cámara a la entrada registrando el acontecimiento? Ciertamente no. O por lo menos no solo a eso. Se refiere, pensamos, a una culpa más íntima que atraviesa la totalidad de la historia del cine, una historia que, desde su primer momento, no fue sino un traicionarse a sí mismo. El no haber acudido a Auschwitz es el acontecimiento fundacional del cine, un acontecimiento con el que desde su origen cargó el cine y que solo desde algo tan increíble y tan imposible como Auschwitz pudo revelarse en su totalidad.  
Estaba ahí, agazapada, intuyéndose y latiendo en el desarrollo de su propia historia. Pero solo el encontronazo con lo más real que lo real pudo sacarlo a la luz de una vez y para siempre: el cine, su historia, es el ejercicio de un traicionarse a sí mismo, una traición que no supone un simple no acudir a la cita sino que debe comprenderse como que el cine, no cumpliendo su fin, es como mejor realiza su destino.
Y si es el cine y no cualquiera de las demás prácticas estéticas es porque el cine tiene una posición privilegiada ya que en su traicionarse a sí mismo enfatiza la doble posibilidad con que carga cada práctica artística. En este sentido, el cine es la práctica artística más capacitada para encarnar las paradojas de contaminación y no esencialidad del arte y que viene dada por el hecho de no haber tenido nunca obligaciones muy pesadas respecto a destino alguno del arte.
Es decir: qué sea el cine siempre queda referido, más claramente qué cualquier otra práctica artística, a una ambivalencia, al quedar en el “entre” que une y separa, por una parte, el puro entretenimiento que supone el ejercicio de la ficción y, por otra, la posibilidad de (des)unir de manera novedosa el texto con la imagen, de operar una lógica causal a los hechos que rompan con el encadenamiento lógico-causal de la ya dado.


Efecto de esta situación es que, por ejemplo, para Rancière el cine tienen muchos nombres: es el nombre de un espacio material, un arte que oscila entre la política de los autores y el puro entretenimiento, aparato ideológico, presencia espectral, teoría del movimiento, una utopía, etc. El cine es un entretenimiento tomado con sus sombras, una industria, un nombre, y una idea del arte y también un conjunto de discursos y utopías. En definitiva, el cine para Rancière “existe a través de un juego de intervalos e impropiedades” que cuestionan el paradigma modernista de la autonomía artística.
El cine es, dicho de una vez, sumisión a la lógica política que habitamos o dislocación disruptiva y disensual. Es la más conservadora de las artes o, en su polo apuesto, el ejercicio más arriesgado y capaz de disrupción en la lógica política.
Es desde este punto de vista que debe ser comprendido el comentario de Godard. El cine no estuvo en Auschwitz porque metafísicamente es imposible. Pero esa imposibilidad no debe ser pensada como una incapacidad sino como el potencial subversivo con que carga desde el comienzo y que, quizá solo ahora, estamos descubriendo en toda su amplitud. No pudo estar en Auschwitz porque, simplemente, el cine es siempre otra cosa. No es la generación de la pura ficción ni es la pasividad absoluta del registro de lo real. El cine se mueve en el entremedias de ambas posibilidad y solo cuando es consciente de ese “entre” –es decir, cuando es infiel tanto a un destino como a otro– es cuando da todo de sí.
En resumidas cuentas, y ampliando quizá la cita de Godard, el cine es culpable por no haber registrado lo real y haber producido imágenes de las miserias humanas y, sin embargo y al mismo tiempo, es inocente –en una inocencia por la que quizá es doblemente culpable– por haber reconstruido las huellas de la ausencia, por haber enlazado pieza a pieza la maquinaria burocrática del exterminio y los signos de un proceso de eliminación de un pueblo. La condición paradójica del cine radica en no haber registrado durante y en haber reconstruido la ausencia a posteriori.
A colación de esto puede comprenderse que hay dos formas de malinterpretar las imágenes: hacerlas iconos del horror, o no hacer de ellas más que un documento del horror.  Ambas formas hacen presentable el horror, establecen una mediación determinada basada en la representación que hacen que el acontecimiento en sí quede desfundado en su imposibilidad.
Es desde esta situación paradójica desde la que emerge la gran cuestión para el arte actual: no ya tanto cómo representar lo irrepresentable sino simplemente cómo reconstruir, cómo continuar si, se haga lo que se haga, no podemos dejar de eludir la traición cometida por el cine; si se haga lo que se haga el cine –y el arte en general– no puede situarse en el nivel cero del acontecimiento. Si Badiou ha afirmado que “el ‘hay’ del acontecimiento, tomado en su azar, es justamente el sitio donde corresponde circunscribir la esencia de la política” la pregunta para el arte y que el cine está –por todo lo que acabamos de referir– en mejores condiciones que ninguna otra práctica para contestar es la de cómo acercarse lo máximo a ese “hay” a sabiendas que el máximo acercamiento no nos muestra lo que “hay”.
Una respuesta, la más clásica y si se quiere también la más aplaudida, es la de Lanzmann en Shoah. El cine se enfrenta con el horror en cuánto reconstrucción de una memoria donde no hay ya nada que decir, dónde queda explicitado que no hay imagen capaz de mostrar todo lo que sucedió. Otra respuesta es la dada por Godard en Histoire(s) du cinéma donde el director se afana en hacer hablar a toda imagen (todo puede ser representado, todo puede ser imaginado) pero solo reexaminando nuestra cultura visual por completo.
            En el otro extremo cabría referir la posición de Didi-Huberman para quien, pese a todo, hay imágenes y la de Rithy Panh (director de La imagen perdida) para quien, también pese a todo, podemos crear la imagen en este caso no para que nos digan lo que pasó sino para imaginar.

            II
            Es en este último sentido que cabe comprenderse está genial de película de Jafar Panahi y, si se apura, la filmografía completa de un autor que quizá no quede mucho para que sea levantada –al igual que Caligari y Mabuse– como proféticos monumento a la barbarie. Pese a todo, pese a la prohibición de hacer cine, pese a que en todo caso el cine siempre es deudor de lo que serían son promesas, está la realidad, un “hay” que te agarra de la solapa y no te suelta.
Es por esto que lo interesante de esta película es que coloca al cine justo donde debería situarse: a una distancia lo más arriesgada posible respecto de ese “hay”, de ese acontecimiento, del que ya hemos señalado pende toda la paradoja contradictoria del arte y del que el cine es ejemplo preclaro. Y si lo hace de forma genial es porque ni se sitúa en el más acá de crear una ficción ni en el más allá de querer asentarse en la pura realidad.
Pese a todo está la realidad, pese a todo está el cine, parece que nos quiere decir Panahi: conjugar ambas de manera estética supone saber traicionar ambas en el momento preciso, saber que cine y realidad se fusionan siempre en un punto del infinito, en una divergencia máxima donde lo que se nos da ver es el resultado de un fracaso que, contra todo pronóstico, moldea esa realidad, siquiera un instante, a través de un ejercicio de ficción bien preciso.


            Mostrar las cosas como son…eso no es cine; mostrar las cosas como no son…eso tampoco es cine. Situarse en el mínimo intervalo que separa ambas posibilidades es el destino de un arte, el cine, que pese a todo pocas veces lo ha hecho de forma tan maravillosamente perfecta como en esta película.
Moldear la realidad, hemos dicho. Y es que lo fundamental es que en este ejercicio de traición al cine es el arte el que sale repotenciado. Filmar como se hace aquí supone, y ahora de verdad, pulir las escamas a la realidad, peinarlas a contrapelo, conseguir que los vestigios de la opresión, pese a que no se vean, estén ahí, inmanentes a la pantalla. 
Para llevar esto a cabo Panahi se desenvuelve como un perfecto conocedor no solo de lo que es el arte cinematográfico sino de lo que son las imágenes. Y es que no cabe otra: para situarse a la distancia infinita de donde al arte le gusta llevarte hay que ser un maestro. Hay que, sobre todo, tomarse el cine muy en serio. Tan en serio que no es ni mucho menos, como ya hemos señalado al principio, un juego de niños.
De los personajes que pueblan la película –y el asiento del taxi– hay que destacar sin duda dos sobre los que, además, puede diseccionarse a la perfección cuales son las diferencia entre películas como esta y películas como las que suelen llenar nuestras salas de cine, películas que se arriesgan –porque no les cabe otra– a situarse en ese entremedias que hemos señalado o películas que zafiamente se sitúan del lado del divertimento burdo o enfatizan, falsamente, la capacidad de denuncia y de mostrar los esquejes de la opresión y la barbarie.
Uno de estos personajes es la niña, la sobrina que nos advierte, en el diálogo con el tío, que el cine debe de asumir riesgos si no quiere verse replegado en mero espectáculo narrativo. El otro personaje es el vendedor pirata de películas de cine cuya presencia también alerta del riesgo vital, su esencia clandestina, que comporta el cine y que no puede quedar, nunca, reducido a mero divertimento de masas. El cine, como en general el arte, o es un deporte de riesgo o no es nada.


Por último, una escena, la última. Después de hacernos descubrir una realidad como palimpsesto, como mise en abyme, como pliegue continuamente replegado en escenas que no dejan de divergir en espiral, el director deja la cámara fija y sale del taxi para ir a buscar a unas clientas que se han olvidado el monedero. Ahí, con la rosa dedicada por la abogada Nasrin Sotoudeh a la gente del cine, la cámara registra lo que de verdad sucede, sin interferencias. Son unos instantes conmovedores, la vibración de la Vida latiendo, impregnando la pantalla.
Y lo que sucede es que roban la cámara, la rompen. Se hace el silencio, el negro lo llena todo. No hay posibilidad de escape ni solución alternativa. Sí: si bien hacer películas para contar historias bajo el régimen representacional y la lógica causal de las acciones es de todo punto inane e innecesaria, por otra parte grabar en vilo a la realidad, sostenerla sin filtro alguno, es una estrategia igualmente incapaz de mostrar nada más que acontecimientos en bruto.
Escapar de esta dicotomía, de este antagonismo que vertebra a toda práctica artística, solo puede hacerse si se arriesga lo que arriesga Pahali, si se está, a cada instante, al borde del fracaso, de perderlo todo.   

En conclusión, no es el cine el que ha perdido la capacidad de rastrear la realidad. Muy por el contrario son las cobardes estrategias seguidas la mayoría de las veces las que tratan al cine como si fuese un juguete para niños, un divertimento infantil. El cine continúa fiel a sí mismo, es decir, puntualmente infiel a lo que es su destino. Es más, el cine apenas ha comenzado a caminar.