SALA ALCALA31: 8/10/09-22/11/09
(publicado originalmente en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=356)
Bajo el significativo título de ‘Libertad, igualdad, fraternidad’ la exposición que actualmente se puede ver en la sala Alcalá 31 de Madrid intenta generar un diálogo entre artistas españoles y franceses intentando prefigurar cual haya podido ser la historia de estos tres conceptos y, más aún, la forma actual en que dicha proclama, casi fagocitada en la era postmoderna como ridículo eslogan, sigue ocupado un lugar preeminente en cualquier discurso. Sin embargo, y casi como corolario, otra problemática al menos igual de interesante surge al recorrer esta exposición: enfrentando el arte al verdadero núcleo gestante de la Ilustración hace que él mismo, como propio producto ilustrado, se vea apelado por esos mismos fundamentos que no ha tardado en dejar olvidados en cualquier rincón. Por tanto, no sólo pensar estéticamente en la libertad, sino, y casi con mayor urgencia, ¿es capaz aún el arte contemporáneo, tildado de frívolo y elitista, de vérselas con el núcleo duro de su utópica legitimación?
El retraimiento del arte a posiciones en las que el objeto se ha evaporado o en aquellas otras que enfatizan lo efímero del arte, si no incluso su mera frivolidad consumista, no son sino una consecuencia de esta espera fantasmagórica en la que la razón postilustrada nos tiene sumidos. Porque, agazapados como estamos en esta razón fracturada cuya única dialéctica es la de o no ser capaces de desear el futuro (Jameson) o imaginarlo únicamente como catástrofe, (Sontag), habitamos la ambivalencia de no desfallecer aún en nuestras posiciones ilustradas y, en palabras de Benjamin, no olvidar la “oportunidad revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido”.
Ya solo el plantear una exposición como esta es decir bien a las claras que no todo da igual, que aún es necesario sellar la sutura de la injusticia y que nuestra razón ha de vérselas con una responsabilidad que trasciende los meros impases del “ahora” para afianzarse como solidaridad entre generaciones. En este sentido, no hay futuro sin la conciencia clara de un pasado oprimido.
Coincidiendo en que fue Hegel el primer filósofo que se las vio directamente con la modernidad de una razón que siempre peca por exceso o por defecto, quizá el problema no sea muy distinto al que tuvo que enfrentarse él mismo: ¿qué hacer con la Historia, con nuestra Historia? A este respecto, quizá convengamos con Habermas en que nuestra posición hoy en día no dista mucho de ser semejante a aquella de los jóvenes hegelianos, tanto de derechas como de izquierdas. Para ser más concisos: sabedores de que el desgajamiento de la omnipotente razón ilustrada llevada acabo por Kant ha terminado tanto, vía unión del Estado con la sociedad, en una burocratización de toda estructura emancipadora a la manera de Weber, como, vía enfatización de momentos negativos, en un guiñapo de razón genuflexa ante el poder dogmático del signo, hemos de vérnoslas con una Historia que no ceja en su empeño de devolvernos la ulterior posibilidad de una redención definitiva, de un tiempo donde no habrá víctimas y todo será restituido.
Quizá nuestro cinismo nos lleve a haber capitulado con la Historia en una postmodernidad tan vacía en las formas como en los contenidos, pero detrás de toda esa máscara no se esconde sino el más aterrador de los gritos: aquel que ni siquiera nuestra hipertrofiada humanidad en la modorra de la que hacemos gala conectados a cualquier pantalla logrará nunca silenciar.
La paradoja fundamental de la razón es que, teniendo al principio de subjetividad como principio rector, su más elemental proyección no puede seguirse sino de una primaria objetivación que de sí mismo hace el sujeto: el sujeto ha de tornarse en objeto. Por tanto, roto desde sus fundamentos la reconciliación que se le suponía a la autoconciencia emancipada (imposibilidad por esa duplicidad que como sujeto y objeto la subjetividad hace de sí), se le hace indispensable una proyección intersubjetiva que, además de problemática, rompe por completo el absolutismo previsto para el sujeto. Es decir, el sujeto se ve incapacitado para fundamentarse en la propia libertad que dice esenciarle.
De esta manera, la modernidad nace enferma, como un remiendo de sí misma; emerge en discordia consigo misma, y su historia no es sino la historia de esta ocultación original.
Si bien palabras tales como libertad o fraternidad siguen ejerciendo la tan consabida fascinación, pocos son los que aún desconocen que detrás de ellas no se haya sino el simulacionista juego de espejos en que la realidad global ha devenido. Sin embargo, no es sólo que la tradición sea la tradición, o que sigamos aún recelosos en nuestra parcela del ‘como sí’, sino que, si la razón ilustrada llevaba en su germen sus propia paradoja, tres cuartos de lo mismo le sucede a esta forma tan nuestra de dar soluciones a golpe de emancipación semiótica. El propio Derrida lo sabía: “tan pronto como se intenta demostrar que no hay significados trascendentales o privilegiados y que el dominio o juego de la significación ya no tiene límites, se debe rechazar incluso el concepto y la palabra de ‘signo’, que es precisamente lo que no se puede hacer”. Es decir, el dilema epistemológico de la postmodernidad no es ni mucho menos, desde sus fundamentos, ajeno a la propia dimensión contradictoria de la episteme moderna.
En este sentido, la implosión límite del signo aparece como el deseo de muerte de un humanismo fallido, en el que el capital y la cultura de masas resultan culpables de, como dría Adorno, “la eliminación de lo trágico”. Hoy en día, cuando la implosión del signo ha trasgredido sus propios límites y parece periclitada en un colapso endogámico al propio sistema del capital, ¿qué lugar ocupa palabras tales como libertad, fraternidad, o igualdad? O lo que es lo mismo, ¿cuál es nuestra relación con la Historia?
Sea como fuere, las respuestas no pueden ser muy alentadoras. Este pensar la razón que solo cabe entenderlo desde la modernidad como crítica de la razón, se ha devaluado tanto que hoy en día, privando “de su aguijón dialéctico a la crítica de esa razón contraída a racionalidad con arreglos a fines” (Habermas), deambula fagocitada en un mundo en el que todo el mundo la mira de soslayo. El ‘negocio’ de la crítica de la razón ya no apela a ningún “bando”: cado uno toma de ella lo que necesita para seguir sobreviviendo y salir pitando.
Y es que, cuando la razón ni unifica ni supera oposición alguna, ¿de dónde hemos de sacar aún fuerzas de flaqueza para seguir arrastrando tesis como al de la igualdad o libertad? Y, más aún, ¿por qué seguir enfangados en tales disquisiciones si desde Lyotard sabemos que la única legitimación que se le pide al discurso del saber es que se sustente en el principio de ser producido para ser cambiado y vendido?
A modo de breve historiografía de una razón desgarrada desde su mismo acta de nacimiento, si las derechas trivializaron la razón en una especie de vaga facultad del entendimiento y, cerrando los ojos y prometiendo que dicha fractura se llenaría gracias a flujos de capital, no consiguieron sino supeditar toda razón a una racionalidad con arreglo a fines, por su parte las izquierdas, errando el tiro desde el principio, no hicieron sino cosificar dicha diferencia cegados por las promesas que todo signo guardaba detrás de sí: ¿quién les dijo que detrás de toda emancipación semiótica algo revertiría a la hora de afianzar una subjetividad que seguía viéndolo todo desde su postración?, ¿quién les dijo, por ejemplo, que debajo de una pleitesía a lo inconsciente vendría una proporcional dosis de libertad? Obviamente, preguntas sin respuesta, pero lo claro es que detrás de todo signo desmembrado en su univocidad no acampa sino el poder absolutista de un signo, que como objeto-mercancía, se felicita que otros le hayan hecho el trabajo.
Siguiendo el ejemplo psicoanalítico, angustias, esquizofrenias, neurosis, no son sino momentos límites de un poder que agoniza en su propio éxtasis triunfal: el del signo produciéndose a velocidad límite en la pantalla del simulacro globalizado. Podemos entender que el culto nietzscheano a Dionisios pudiera resultar atractivo para una época que empezaba a quedarse desconcertada ante sí misma, pero hoy en día, cuando la propia locura como momento esquizoide opera de estructura normativa en el tránsito de flujos libidinales a velocidad límite, tal culto se nos antoja como el momento original en el que las tornas se voltearon y, creyendo revelar el mito del eterno retorno como asunción del superhombre, no se consiguió más que una enfatización de la reificación semiótica gracias a la cual el objeto gana cada vez más terreno en cada repetición que se lleve a cabo.
¿No será entonces que las izquierdas han caído en la trampa que les puso las derechas a la hora de pensar la libertad desde la eticidad que solo puede venir dada en el seno de la sociedad y el Estado? Sí y no. ‘Sí’ porque las izquierdas siempre han pensado que en cuanto se deshiciese la apariencia del capital, podría restituirse el horizonte del mundo de la vida y que este tendría lugar en el seno de la sociedad. Pero lejos de haberse realizado su ‘profecía’, lo que ha ocurrido es que el capital lo ha llenado todo sumiendo la realidad en el hábitat perfecto para el desenvolvimiento del signo-mercancía, no solo camuflado baja la apariencia que quiso desvelar Marx en el fetiche, sino, sobre todo ya en esta época nuestra del hipercapitalismo, en flujos libidinales.
Y ‘no’ porque, lejos de lo que cabría pensar, lo cierto es que pensar la libertad y la igualdad ha sido desde el comienzo pensar cual es el lugar para una eticidad que se supone ser aquello que falta para que se pueda garantizar el paso consensuado de un principio de subjetividad desgajado en sus fundamentos a una intersubjetividad plena. Por tanto, pensar la sociedad, pensar el Estado, son maneras privilegiadas de pensar una eticidad que, heredera de la racionalidad, medie en la fractura en la que el sujeto ha sido arrojado. De ahí que, si no se quiere acabar en un pensar la razón como crítica de la razón, haya que trascenderla gracias al necesario impulso de normatividad intersubjetiva; y de ahí, por último en que, como Adorno intuyó, “toda razón que no trascienda terminará degollada”.
Por tanto, la paradoja última a la que cualquier conceptología ilustrada nos arroja es en este caso aquella que, si por una parte, intuye con Marx que el Estado en modo alguno transporta a la sociedad a una esfera de eticidad sino que más bien es él mismo, el Estado, expresión de la ruptura con el mundo ético, por otra parte, no es solo que ninguna filosofía de la praxis haya conseguido nunca dejar de pensar la realización de una idea de totalidad ética, sino que cualquier otra formación conceptual de la libertad, al menos entre aquellas que se sientan herederas de los principios ilustrados, no ha escapado de los dictados de una eticidad que englobe, de una manera u otra, esta unión garantizadora que Estado y/o sociedad prometen.
En este estado de cosas, la exposición que actualmente se puede ver en la sala Alcalá 31 de Madrid se dirige más a comprobar los restos del embalaje que hemos dejado por el camino que a plantearse siquiera una posible resolución a tal paradoja. Y es que los restos, que ya puede decirse son los del naufragio moderno, se dieron desde el principio: doscientos años después de que Francia invadiese España no trayendo otra cosa que la guerra bajo promesa de renovados aires ilustrados, hoy en día, con esa idiota querencia hacia los dogmas publicitarios en forma de juego onomatopéyico para las masas, las cenizas de la proclama ‘libertad, igualdad y fraternidad’ goza de un renovado esplendor en su remake postmoderno: LIF. Bajo esas letras, el arte, esta exposición, pretende aún dárselas de ducho a la hora de tomar el pulso a una sociedad que hace tiempo dejó de problematizar cualquier paradoja.
Y lo cierto es que lo intenta e incluso llega a conseguirlo por momentos. Pero, como tomando en serio sus mismos orígenes ilustrados, las obras aquí seleccionadas esquivan a menudo el entrar de lleno en el asunto temiendo que, en ese doble juego de mostrar sin ser descubierto, otras muchas paradojas que revierten en el arte puedan ser delatadas.
Porque al final todo conduce al mismo callejón sin salida: fagocitada en la misma razón ilustrada que lo acogió en su seno, quizá el arte también alegue una tregua, un parón a modo de escarceo con la frivolidad del espectáculo postmoderno. De esta manera, esta exposición abre la herida para quedarse en la mera contemplación.
Siesteando entre los conceptos de banalidad, memoria, historia, alienación, terror o marketing promocional de ideología, la exposición hace un repaso de todas y cada uno de los estratos en los que una realidad fantasmagórica ha devenido sin ser capaz de jugarse el todo por el todo. La tesis de Adorno según la cual, y en sus propias palabras, “el arte es la antítesis social de la sociedad”, de modo que “no se puede deducir inmediatamente de esta” parece ejemplarizarse a la perfección. Y no sólo eso, sino que, a mayor superficialidad en la pantalla telemática, a mayor fractura de una razón desclasada de sus propios ideales, al arte cada vez le corresponderá menos a la hora de erigirse como portaestandarte de ningún vínculo mediador entre teoría y praxis, entre realidad y mundos de vida.
De entre las obras que se pueden contemplar cabría señalar las 54 placas fotografiadas por Fontcuberta en el claustro del Hotel des Invalides, todas ellas apelando a la palabra ´memoria’; la instalación videográfica de Boltanski con imágenes captadas de todos los 6 de septiembre y emitidas a gran velocidad; la radiografía que Canogar nos propone de la futilidad y divertimento en que la más miserable de las alienaciones se ha convertido; la legitimación propagandística de cualquier realidad política resumida en el ‘tout va bien’ de Muntadas.
Todas ellas, como puede apreciarse, tienen un común denominador: la pregunta por ese alguien que falta. ¿A quién le importa una memoria que ha terminado calcinada en la instantaneidad de la hipertecnologización?, ¿quién es capaz de enfrentarse con un mundo que camina desquiciado en una reprogramación a velocidad límite de informaciones?, ¿quién puede dejar de jugar al jackpot en la era de la cibertecnología para proponer nuevos lugares para la reconfiguración ética?, ¿quién puede dejar de amodorrarse otra noche más con el ‘todo va bien’ del showman de turno? Evidentemente, la respuesta es doble: o nadie o, en todo caso, aquel que un día quisimos ser: un sujeto emancipado desde su propia razón..
Quizá por tanto la misión de la exposición se haya cumplido (si es que aún cabe alegar misiones al arte hoy en día). Porque, si es cierto que el continuo de la Historia ha quedado hecho añicos, si es cierto que como dice Habermas “las premisas de la ilustración están muertas, sólo sus consecuencias continúan rodando”, no es por ello menos cierto que aquello que sea la Historia, aquello que sean sus consecuencias, siguen apelándonos en nuestra más íntima dignidad: aquella que consiste en saberse uno con toda la humanidad y lanzados a un mismo destino de libertad, igualdad y fraternidad.
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