miércoles, 20 de febrero de 2019

MAÍLLO: LIVING TOGETHER

MAÍLLO: LIVING TOGETHER
GALERÍA PONCE+ROBLES



Pintar, hoy, bien entrado el siglo XXI, ¿para qué?, ¿por qué? Podríamos dar razones pero al final todo se queda en una cháchara vacía si no toca el nervio neurálgico del arte: para cambiar el mundo. Pero esto y nada es lo mismo: cada uno tiene no solo su mundo ideal sino su idea de cómo llevarlo a cabo. Pero aún así, pese a tratarse de una tarea inasumible, no queda otra, no hay camino alternativo. ¿La dificultad? Mantenerse únicamente de la fe que uno pueda poner en el arte. En este caso, en la pintura.
En este sentido, si algo puede caracterizar no solo la pintura de Maíllo sino también y sobre todo su toma de posición frente al mundo es el caudal inagotable de fe en la pintura que destila. Una fe que le lleva, como en esta exposición, a acercarse lo máximo posible al núcleo expansivo de la pintura: ¿qué es la pintura?, ¿qué mediación guarda con el mundo?, ¿cuál es el poder demiúrgico que posee? Y si cupiese resumir todas estas cuestiones en la más original: ¿cuál es la relación entre la pintura y el coleccionista, con aquel que contempla el cuadro día tras día?
Pregunta esta última un tanto defenestrada y que trata de evitarse apelando a una generalidad más amplia de público: la sociedad, una totalidad abstracta a la que el arte contemporáneo reclama en vano a través de técnicas más novedosas que permiten, supuestamente, una mejor comunicación con el espectador. Más aún para la pintura, dicha cuestión suscita bastante recelo: su absoluta objetualidad, su vis decorativa y representacional, parece ir en detrimento de su poder transformador. 

Es en esta tesitura que Maíllo se juega el presente de la pintura y su tarea como pintor lanzándose un órdago: si la pintura tiene alguna función social ésta debe de inferirse de su contemplación directa, de la capacidad del espectador –más aún del coleccionista– de entablar una relación disruptiva con el mundo a través de ella. Ni más ni menos. Sin ambages de ningún tipo, sin interpretosis ni victimismo alguno, Maíllo ha llegado a la madurez suficiente como para no hacerse trampas al solitario: todo se gana o todo se pierde, pero merece la pena saber hasta dónde llega aquello en lo estamos poniendo la vida.
Para contestar(se) Maíllo no encuentra otra vía que desplegar su pintura comprendiéndose a sí mismo como un catalizador de inputs, como un traductor de impulsos iconográficos. La mímica gestual que rige su lenguaje es una traducción fisiológica de la voluntad que rige el mundo: una voluntad de verlo todo. Así, Maíllo mira pantallas compulsivamente, ejerciendo una subjetividad sometida a la dromótica que exige semejante voluntad, tejiendo en sus lienzos un mapa de fragmentos, residuos de una temporalidad límite semejante a la del mundo exterior.
En definitiva, Maíllo no hace sino poner a prueba tanto a la pintura como a sí mismo. De haber una salida, de servir para algo, la utilidad de la pintura ha de basarse en la transferencia que la mímica gestual del artista, la deriva impulsiva y explosiva de sus mapas, provoca en aquel que lo contempla.
La experiencia no debe de andar lejos de aquella que Rancière da como ejemplo para la elucidación del “espectador emancipado”: en un número de Le Tocsin des travailleurs, un diario revolucionario obrero publicado en 1848, se lee la descripción de la jornada de un obrero carpintero, ocupado en el entarimado de la habitación perteneciente al patrón: “creyéndose en casa, aunque no ha terminado la habitación que está entarimando, aprecia la disposición: si la ventana da a un jardín o domina un horizonte pintoresco, por un momento detiene sus brazos y planea mentalmente hacia la espaciosa perspectiva para gozar de ella mejor que los poseedores de las habitaciones vecinas”[1].


De lo que se trata es de cuestionar la oposición entre mirar y actuar, comprendiendo que el camino hacia la emancipación del espectador se inicia con la certeza de que mirar es ya una acción que confirma o que trasforma. No se trata de proponer un saber determinado, no es cuestión de conocimientos; tampoco hay ninguna verdad que descubrir bajo las apariencias. Es más bien una cuestión de sensibilidades, de crear un espacio para el encuentro sin medida previa, un espacio libre de actividad donde se masculle en silencio un “vamos” premonitorio. Las reflexiones del propio Maíllo no son muy diferentes: “la pintura crea, así, un asidero material, un espacio donde ya no se trata de comunicar nada sino de transmitir la hospitalidad y calidez propia de un hogar que se hubiese llenado involuntariamente de bártulos”.
Cuerpos por tanto en vibración: el del pintor y el de quien, llegando cansado a casa, contempla el lienzo. Sometidos ambos a la vorágine de un mundo-imagen en constante eclosión. Miradas en busca de una (des)conexión; no una catarsis sino más bien todo lo contrario: una renegociación de los asideros donde descansa la realidad, un desplazamiento mínimo del nudo de posibilidades en el que estamos sujetos. Y, sobre todo, un encuentro entre ambos, entre cuerpos y miradas, entre sensibilidades que capaciten para, de alguna manera, proponer otra canalización del montante de imágenes al que somos sometidos.
            ¿Es ahí donde está la pintura contemporánea?, ¿tiene la pintura una comprensión semejante de sí misma? Pero no solo la pintura: ¿está el coleccionista –aquel que está día y noche sometido a la tensión disyuntiva de sus trazos– al corriente de la potencia de la pintura? Y quien dice el coleccionista: ¿estamos nosotros, está el espectador, a la altura de semejante reto?


[1] Gauny, G. “Le travail à la journée”, en Le philosophe plébéin, p. 45-46, citado en Rancière, J. El espectador emancipado, p 65

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