FRANÇOISE
VANNERAUD: UNA PARTE DEL MURMULLO DEL
MUNDO SE DESLIZÓ CONMIGO
GALERIA
PONCE+ROBLES: 17/11/18-11/06/19
Corren malos tiempos, dicen. ¿Y cuándo
no? En todo caso es de tal magnitud el arsenal de derrotas que quizá ha llegado
el momento de mantenerse a flote como una boya en mitad del oleaje. Es decir:
de mirar hacia dentro, sin atisbo alguno de romanticismo, pero con la aprendida
seguridad de que solo en nosotros cabe la posibilidad. Construidos de tiempo, si
en algún sitio habita el instante que nos catapulte a otras orillas es en
nuestro interior.
Teniendo en cuenta esto yerran
aquellos que tildan esta exposición de Françoise
Vanneraud de menos política que de costumbre: la relación entre mapa y
territorio –clave en su trabajo, entendiendo el primero como una reproducción
consensuada y el segundo como un ejercicio de poder y domesticación sobre el
primero– queda desplazada ahora hacia el interior del sujeto, hacia esa basto
mundo de ensoñaciones para configurar, no ya mapas ni territorios, sino
paisajes.
Paisajes, eso sí, recreados como
sueños latentes de esta realidad nuestra: distópicos, hechos de fragmentos
sueltos, con un siniestro parecido tanto al después de la catástrofe como al
origen inmemorial anterior a aquel que dio el primer nombre. En este sentido,
me gusta la adjetivación de Virginia
Torrente en la hoja de sala: “psicogeografía de un paisaje fracturado”. Una
fractura que, en el caso de estas piezas, no son sino el cosido de dos paisajes
queridos para la propia artista: uno, el de su Bretaña natal, y dos, el del
desierto de Acatama donde estuvo el pasado verano en una residencia.
Paisajes, por tanto, fracturados para,
de igual modo, unas vidas fracturadas como las nuestras: nómadas, espectrales,
zombificadas. Pero también planos, sin ninguna profundidad, sumidos en una
orografía sin pliegues que de hacer un corte trasversal nos ofrecería ese
decorado lunar –que no lunático– que es la pieza más importe de la exposición: Es preciso aprender a contemplar el
abismo sin la menor emoción. Un desierto calcinado y fosilizado. En suma, unos
paisajes antagónicos a aquellos parajes decimonónicos donde paseaba el
ilustrado sujeto burgués.
Pero no nos dejemos llevar por las
recreaciones facilonas: lo interesante no es tanto desvelar la conexión que
pudiera haber entre el contenido
latente y el texto manifiesto, dotarnos de unas claves con el que ver debajo de
lo mostrado para concretar un significado que poder llevarnos a la boca, sino
percatarse de que, si es cierto que el deseo toma la forma del sueño, ¿qué
deseos son estos que se desprenden de estas imágenes?, ¿de qué deseos “es
capaz” la artista para forjar unos sueños como los representados en estas
imágenes?
Por mucha labor de desplazamiento,
condensación o sublimación que haya detrás, la desnudez heladora de estas
imágenes apuntan a una única respuestas: los deseos que, sin duda, nos han
dejado una vez desposeídos de todo lo demás. Deseos ya de apenas nada, ¿de que
acontezca la catástrofe? Quizá por ello adopten estos paisajes una extraña
cercanía con los decorados de la ciencia-ficción: porque para encontrar alguna
fuente de la que pueda brotar algún deseo a la altura de las circunstancias de
lo que, intuimos, deben ser nuestras vidas, hay que irse ya a otra dimensión,
quizá incluso muy dentro de uno mismo.
¿Extraño entonces que, a pesar de
tener otras vivencias, de no haber nacido en Bretaña ni haber pasado una
temporada en el desierto de Acatama, intuyamos que nuestros paisajes interiores
no distan mucho de estos que nos ofrece Françoise
Vanneraud? Yo diría que no tanto.
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