domingo, 23 de diciembre de 2018

BANKSY: ALGO EN LO QUE CREER (O NO)



No, no va de la penúltima boutade para mantener a las vanguardias con vida. En ese sentido no –un rotundo no– en contra de toda interpretación basada en la provocación o el escándalo. No, tampoco, se trata del enésimo capítulo de una estética de la destrucción que tiene ya una larga historia detrás. Menos aún una reflexión acerca de lo frágil del objeto artístico. Podríamos dar razones pero María Minera ha enarbolado las suficientes en su texto “La destrucción de la destrucción de la destrucción o el falso suicidio de la obra” como para pasar a otra cosa dejando más que claro que nosotros no lo hubiésemos hecho mejor. Dicho texto acaba dando las suficientes razones como para dejar a Banksy y sus desmanes a la altura del betún: Banksy ni por un momento es el primer artista que destruye su obra. Ni siquiera antecede a otros en el acto de llevar a cabo semejante acción delante del mundo del arte. Tampoco es el puntero cuando se piensa en un subrepticio pintor urbano vuelto artista comercial (antes lo hizo, y mucho mejor, Jean-Michel Basquiat). Y para nada tiene la primacía de poner en duda la capacidad de los coleccionistas para darse cuenta de que están siendo timados”.
Pero entonces, dicho todo lo que no es, ¿de qué fue el asunto? Como punto de apoyo, una escena de la película Roma, de Fellini: en ella unos obreros que estaban realizando las obras para el metro encuentran restos de edificios romanos. Una vez avisados los arqueólogos entran todos juntos topándose ante una vista maravillosa: paredes llenas de frescos bellísimos pero que en cuanto entran en contacto con el aire comienzan a desintegrarse de lo frágiles que eran. De este modo, la propia contemplación de la obra supuso la razón de su destrucción. Este punto de apoyo para al menos disponer de algunas coordenadas clave: estamos en las antípodas de esta experiencia sublime de los operarios y arqueólogos romanos, pero también excesivamente cerca de ellos.
Pero avancemos con otro punto de apoyo para volver, más tarde y para concluir, a esta escena romana. En mi último libro Escenografías del secreto (disculpen la autocita) se deja patente como, al hilo de la ideología imperante –esta ideología invertida que nos deja ver sin cortapisa de ningún tipo la verdad de su secreto: que todo saber es ideológico–, el mercado del arte tiene una función y un sentido muy claro: “quizá el único sentido para todo esto es que el coleccionista encuentre la adrenalina necesaria en el hecho de que cuanto más sinsentido haya en una compra más se evidencia que se posee el único saber validado por la ideología: que uno está engañado… y lo sabe. Así, contrariamente a todo lo que ha ido funcionando desde que el hombre es hombre, ahora el poder es directamente proporcional a la dosis de “ser engañado” que uno puede, libre y gratuitamente, exponer ante los demás. Es decir, el rey no ha de coaccionar a nadie para que jure que va desnudo: el propio rey sabe que lo suyo es el poder permitirse ir desnudo”.
En una realidad sociopolítica cortada por el patrón ideológico por el cual hemos de hacernos constantemente los suecos y no dejar nunca claro lo que sabemos –que sabemos que todo saber es ideológico y que todo conato de aducir un poso de realidad es un simulacro hipermediático–, el arte permite seleccionar a los mejores: aquellos que no temen entrar en una ámbito de indecibilidad donde, a las claras, se deja patente que saben lo que ha de saberse, que estamos, total y absolutamente, engañados: “son los grandes coleccionistas de arte, las grandes organizaciones volcadas en invertir en arte, las únicas a las que la ideología permite decir el secreto: que todo es pura simulación, que en nuestro régimen de realidad llamado capitalismo esa relación entre valores sobre la que aparentemente se construye no es ya algo solo aleatorio sino puramente fantasmático”.
Dicho de otra manera, el mercado del arte permite conocer el síntoma no ya solo del arte sino de la realidad capitalista global. El mercado del arte opera construyendo una fantasía estética a imagen y semejanza de la ideología actual: aquella que invertida sitúa su falsedad no ya en el “saber” sino en el “hacer”. Su fórmula sería más o menos como sigue: yo sé que es solo una pintura, incluso una mala pintura; yo sé que el arte está feneciendo de impotencia ante el régimen iconográfico que se despliega como realidad; yo sé que no hay razón ninguna ni para llamar a algo arte ni, mucho menos, para pagar la friolera de 1,04 millones de libras (1,180 millones de euros) por una pintura mural. Pero aún así… ¡hago como que no lo sé! ¿Para qué? Unos para indignarse por la situación en la que ha quedado ese ámbito privilegiado del arte, antaño lugar que permitía la producción de excepcionalidades llamadas a subvertir el estado de lo dado desde el que operaban, y otros para beatíficamente cantar y glosar el despliegue del espíritu objetivo en una historia del arte que es necesariamente la que es.


Y otros, unos terceros, los coleccionistas de arte, los coleccionistas de arte capaces de estas “heroicidades”, para cerrar sobre sí mismo el campo antagónico desde el que trabaja la ideología estética, para gozar sus síntomas y, con ello, atravesar la propia fantasía. ¿Cómo y de qué manera? Sabiéndose, como hemos dicho antes, engañados; colocando este saber en primera línea, dando esta contestación al Gran Otro de la ideología: no ya un sí o un no sino un “haz conmigo lo que quieras”. Es decir, superar el saber que la propia ideologa nos ofrece como respuesta ideológica clara y hacer el ejercicio de “saberse” engañado para, con ello, llevar a cabo un trabajo ideológico fundamental: clausurar el campo, encontrar el elemento paradójico que atraviesa toda formación ideológica. Es decir, el síntoma, para gozar del síntoma.
De este modo, y en tanto en cuanto identificarse con el síntoma no es otra cosa que atravesar la fantasía, el coleccionista de arte –el coleccionista de arte de este nivel de empaque, claro está– encarna el síntoma de esta sociedad ya que hace que la sociedad funcione al tiempo que señala su punto de fractura: es decir, clausura el campo antagónico al tiempo que lo hace operativo. ¿De qué manera? Situándose en el centro mismo, entre aquellos que creen en las imágenes y quienes no, quienes creen en su verdad y quienes creen en su falsedad, quienes creen incluso en el arte y quienes no creen. El gran coleccionista de arte se sitúa en el centro mismo de la fantasía ideológica para, gozando de sus síntomas, no dejándose atrapar ni por un “sí” ni por un “no” –acerca de las imágenes, acerca del arte-, atraviesa la fantasía que da forma a la realidad ya que, haciendo obvio que es engañado, patentiza el no haber nada detrás de la fantasía ideológica.
El coleccionista de arte niega y encarna, al mismo tiempo, la imposibilidad de la sociedad plena. Es decir, el coleccionista de arte cierra el propio sistema, clausura la ideología estética: si por una parte tanto para unos –los indignados– como para otros –los beatos–, la figura del coleccionista de arte representa la imposibilidad de la sociedad plena –la existencia de un afuera, de un objeto a, de un exceso–, por otra parte la figura del coleccionista permite la modulación de un antagonismo sobre el que la ideología construye la realidad y la sociedad. Es en esta situación que la importancia del arte en la actuales sociedades es la de servir de termostato ideológico, creando un ámbito pseudo-autónomo de producción de imágenes las cuales siempre y en cada caso estarán o muy cerca de su producción mediática (la vanguardista toma de posición a favor de la fusión arte/vida) o muy lejos (el devenir del arte como ámbito de metareflexión o la vertiente exclusiva del l’art pour l’art), o muy cerca de ser creídas o muy cerca de ser vilipendiadas.
Bajo esta interpretación, ¿qué es la “destrucción” de Banksy sino un tensar la ideología estética? Tensarla para que nosotros –pobres ufanos que aún necesitamos “hacer como si”– nos indignemos un poco más o nos las ingeniemos para ofrecer una interpretación artística a la altura del despliegue histórico del espíritu. Pero, sobre todo –y una cosa tiene que ir pareja a la otra, ya que no se puede ofrecer carnaza ideológica sin que al mismo tiempo alguien encarne más perfectamente el síntoma ideológico que la nueva situación necesita–, para que el coleccionista goce mejor de sus síntomas, para que responda al Gran Otro, de manera más plena y rotunda. En este sentido, la obra de Banksy es un mandato ideológico dirigido a aquel que está en condiciones de atravesar la ideología, de obedecer hasta lo imposible. Y si no, comprueben la obediencia ciega de la coleccionista al confesar que "cuando el martillo bajó la semana pasada y el trabajo se hizo trizas, al principio me sorprendí, pero poco a poco comencé a darme cuenta de que terminaría con mi propia pieza de historia del arte". Es decir: sea lo que sea con tal de que el engaño sea colosal, de que la obediencia sea ciega, de que el goce del síntoma sea absoluto, de que la fantasía –una fantasía tensionada como acabamos de decir– sea atravesada sin duda ninguna.


Así por lo tanto, bien podemos concluir que el coleccionista de arte es lo Real del arte contemporáneo: el significante puro que permite que el arte opere simbólicamente. El coleccionista de arte permite que los demás nos situemos simbólicamente. La respuesta del coleccionista al Gran Otro permite que también nosotros respondamos ideológicamente, que nos inscribamos. El coleccionista de arte permite que construyamos la fantasía, que tapemos con ella el vacío donde, precisamente el coleccionista, se sitúa. El coleccionista no contesta al Gran Otro según el antagonismo vertebrado por la propia ideología sino a través de una respuesta que va más allá…del principio del placer. Responde con una pregunta que no puede simbolizarse ya que su propia respuesta construye el antagonismo donde se sitúan las demás respuestas.
Llegados a este punto bien podemos ya concluir nuestras pesquisas. La obra de Banksy consiste en señalar lo Real de la ideología estética actual al tiempo que la tensa un poco más: ese punto de imposibilidad donde ni sí ni no, ni se cree ni se deja de creer, quizá el movimiento elíptico del significante “arte” en pos de un significado que nunca acude a la cita. La encarnación, por tanto, de la falta en el orden simbólico sobre la que se modula la ideología, construyendo para ello una fantasía que tape el vacío. A su alrededor, como siempre, unos y otros a través de un antagonismo fundacional al tiempo que algo o alguien que selle la fuga, que se sitúe en su misma (im)posibilidad.
 La obra de Banksy, por lo tanto, toma la forma de esos frescos romanos que hemos dejado en suspenso al principio del texto. De igual manera a lo sucedido con los frescos, la pieza de Bansky articula con su mecanismo de autodestrucción la distancia ideológica óptima para que el sistema no se desmorone, una distancia que a partir del instante en que la coleccionista dijo “así sea” es capaz de mayor engaño y falsedad, de someter más óptimamente a todos los que seguimos necesitando una red sobre la que hacer pie apostando por un “sí” o por un “no”.
¿Qué esta situación nos deja a los demás en meras marionetas de una realidad ideológica? Claro está. Para nosotros solo queda el fracaso: el no poder nunca estar a la altura de miras de la pregunta que nos lanza el Otro. Para nosotros solo queda el aclimatarnos con rapidez a la nueva distancia ideológica-estética y acceder a un punto de simbolización a través del cual seguir optando por una creencia en el arte y en las imágenes o por su absoluta falsedad.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario