ALEXANDRE ARRECHEA
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 26/01/10-01/03/10
El sistema siempre es transaccional. Es decir, la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Los valores, decía Nietzsche, juegan la fábula del mundo real. La fantasmagoría de toda fábula realiza el resto: mantener el mismo nivel de entropía en el sistema. Solo que el mecanismo se ha hecho perfecto: el sistema no es secuencial sino que se ha estratificado en la perpetua mismidad del instante. El mundo ha devenido hipervisual y solo lo hipervisible tiene naturaleza óntica.
El rizoma se propone como ruptura a la red de transacciones semióticas llevadas a cabo en el mismo núcleo del fantasma. Pero en el límite de la dromótica postmoderna la fábula de Nietzsche ha devenido real solo que en su radical otredad: únicamente el simulacro se postula como acontecimiento visible en la pantalla telemática. El mismo rizoma es incapaz de llevar a cabo su labor: “continuar siempre por ruptura, alargar, prolongar, alternar la línea de fuga, variarla hasta producir la línea más abstracta y más abstracta de n dimensiones, de direcciones quebradas”, sostenía Deleuze. Pero ahora la pantalla se ha hecho tan fina que su topología no soporta ni la bidimensionalidad: la pantalla es plana y todo se fuga en la misma dirección, en la de la estratificación y superposición de imágenes. En la fuga, el valor con que se dota a cada singularidad tiende irreversiblemente a cero: en el límite, nada valdrá nada.
Las líneas de subjetivización del capitalismo no dejan de emitir ramificaciones oblicuas, transversales, de crear subjetividades marginales. Los otrora apriorismos éticos del individuo, descansando en la promesa de libertad e igualdad, aún positivizados en el esperpento de una Historia que olvida a sus víctimas, se han fagocitado en la confusión creada por una economía libidinal que disuelve todo organismos en un cuerpo sin órganos entendido éste como el dispositivo mínimo de creación, a nivel maquínico, de segmentaridades, articulaciones, estratos y territorialidades por los que hacer pasar partículas libidinales asignificativas.
El actual régimen escópico basado en la hipertrofia de lo visual fagocita lo que queda: la esquizofrenia compulsiva se ha convertido en pathos universal y nadie es capaz de reconocer ni plantear sus propios deseos. Lo Real coincide con la Cosa-mercancía y el fantasma se confunde con la realidad. Conclusión: el sistema gira a velocidad límite. Como sostenía Prigogine, las diferencias mínimas se propagan en lugar de anularse y fenómenos absolutamente independientes entran en resonancia. Lo imposible ha devenido posible en virtud de que ya no preexiste al acontecimiento, sino que es creado por él.
El Acontecimiento como accidente en el límite está a al vuelta de la esquina: el futuro es la gran tragedia que hemos querido ocultar, mareando a la visión a una hipervisibilidad donde ya no hay nada que ver.
Alexandre Arrechea se hace cargo del desastre y muestra sarcásticamnete los efectos de la demolición. La modernidad ha muerto y, con ella, los sueños a los que se creía llamada. Sus edificios, sus grandes rascacielos se sustentan en aquello precisamente que queríamos ocultar a toda costa: en una peonza, en un denso magma sobre lo que es imposible construir nada. Es decir, en una razón que persigue el mismo sentido que, en su intento, refuta a cada paso. Horror, solo el horror no es cotidiano.
Quizá las obras que ejecuta, estos grandes símbolos del progreso racional derivados desde su misma base, no llenen por completo el caudal de negatividad con que el arte viene a postularse como única vía salvadora. Y es que Arrechea los entiende más como crítica al poder que como crítica omnicomprensiva a la razón. ¿Algo inocente su postura? Pudiera ser. Pero quizá para un cubano como es él los problemas no son exactamente los mismos:
Lo esencial aquí es comprender que pese a su certero dardo en la base misma (y nunca mejor dicho) de la modernidad, el poder juega un papel más bien secundario. Desde que Foucault postulara un poder que entraba de lleno en los juegos de construcción de individualidades que surgían como un efecto de contraefectuación constante entre las ‘tecnologías de sí’ y el ‘cuidado de sí’, poner el ojo en el poder sin más además de cándido es improductivo.
Sus obras tienen por tanto el recorrido que tienen y de donde no hay no se puede sacar. Pero con apuntar al horror devastador de nuestra cotidianidad ya es bastante. Que como sostenía Adorno los primados de la razón hayan fracasado y no hayan descubierto sentido alguno, no nos ha de dejar impávidos, sino que de lo que se trataría más bien sería de hacer que este horror no se vuelva a repetir. Obviar el horror aún viviendo con él, postular un quizás cuando la esperanza ha sido despeñada, empeñarnos en una ética cuando el sentido es un efecto de superficie más entre otra infinidad de simulacros: esa, y no otra, es la labor de un arte que ha de ser comprendido, más que como repetición histriónica de tópicos postmodernos, como lugar específico desde donde volver a construir negativamente los edificios de una
Ahí está el reto y su imposibilidad en una misma ecuación. Porque, como sostenía Adorno y Horkheimer, la razón se funda en el carácter regresivo del mito que la funda, porque, según Heidegger, el suelo que como horizonte interpretativo sustenta al sujeto no es más que un abismo, un Ab-grund que solo en su desfondamiento permite el desocultar de la propia historia de la razón.
Y ahí debemos de seguir nosotros, poniendo de pie de nuevo estas peonzas pese a que sabemos que volverán a caer. Sabemos que el horror lo invade todo, pero hagamos el gesto, provoquemos una enésima repetición, volvamos a jugar al juego, a ensayar una nueva razón y un nuevo mito, quizás un día…
No hay comentarios:
Publicar un comentario