I
En eso de tomar el pulso a la realidad, al mundo, al sistema o a lo que
cada uno piense que hay que tomarle el pulso, en la labor de desenvolvimiento
del arte en el propósito firme de llevar a cabo su misión o tarea, Documenta
este año, como todo el mundo ya sabe, se ha desdoblado en dos sedes: la clásica
de Kassel y la de Atenas. Razones hay varias pero lo principal es que ese
pivotar sobre la ciudad griega, protagonista en estos últimos años de muchas de
las contradicciones del propio sistema (si no incluso injusticas y desafueros)
podría permitir al arte llevar a cabo con mayor capacidad esa tarea para la que
ha sido convocado.
Pero pese a la buena voluntad del equipo ejecutor –Adam Szymczyk y Paul B. Preciado a la cabeza– todo queda un poco en standby,
a la espera de cuál es esa labor que solo el arte puede llevar a cabo y cuál es el potencial y valor añadido
que la dupla Kassel-Atenas puede crear sobre la ya de por sí escasa confianza
que se tiene en el arte.
No
obstante, y mientras llegan los resultados, algo si podemos poner ya en el
haber de esta edición, la catorce, de Documenta: haber propiciado, en ese
descentramiento que supone la bicefalia y la pluralidad de núcleos, una
implementación en el nivel de contradicciones del propio arte. Desde mi punto
de vista, esta es una de las pocas cosas que todavía le queda al arte, la más
alta misión que sin duda se le puede encomendar –servir de atalaya desde donde
mostrar las paradojas del sistema– y donde reside todo su interés. Claro que,
para ello, no debe de jugar con las cartas marcadas y ponernos sobre preaviso.
Es decir: no debe de anticipar la jugada maestra que hará desencadenar una
serie concreta de contradicciones o paradojas. Pero al mismo tiempo la obra
tiene, ha de tener siempre, el firme propósito de ser “obra de arte”, de
poderse llamar así y de poder participar del estado de excepción del que goza
el ámbito de lo artístico. Esta es la primera de las contradicciones y que, en
tanto que no nos interesa en este momento, solo apuntamos: cumpliendo el
llamamiento de ser “obra de arte”, la propia obra desoye ese impulso a la
mostración de contradicción a la que el arte debe de apuntar. Diciéndose como
obra de arte no cumple el destino del arte.
Pero continuemos. Si, decimos, ha de
dejar su propósito en suspenso, ha de liberar a su significación de una
finalidad concreta, es su propia inserción en los canales de distribución, su
propio devenir mediático, la donación de sentido que ha de dejarse en manos de
la comunidad, lo que de modo siempre a posteriori calificará una obra de arte
(si ha sido capaz de remodelar cierta reconfiguración de lo sensible, de
recortar la lógica de los tiempos, lugares y competencias). Dicho de otra
manera, una obra de arte ha de correr el riesgo de llegar a ser otra cosa: de
llegar a ser arte pero por otras vías, no por el modo canónico de inserción en
la esfera de la estética autónoma sino como contraefecto de ese desplazamiento
en la frontera de lo simbólico que previamente ha realizado.
Si decimos todo esto es porque ese
doble pivotaje entre Kassel y Atenas está dejando momentos memorables, dignos
de tenerse en cuenta para, en un futuro cercano, entrar a diseccionar el arte
contemporáneo de principios del siglo XXI.
II
Como modelo operacional desde donde
hacer emerger un sentido alternativo a las lógicas que rigen la relación
Kassel-Atenas, vertidas como no en la relación Alemania-Grecia que ha llenado
las noticas económicas en la última década, muchos artistas han apostado por el
“trayecto”, el que va de una ciudad a otra, como forma catártica capaz de
remodelar el paisaje –económico, social y político– que ha mediado entre ambas
naciones, haciendo de esta relación alternativa modelo ejemplar para las más
variopintas cuestiones que asolan nuestro mundo.
Y la idea no es mala.
Puede resultar inane, impotente, ridícula para las cuestiones que nos traemos
entre manos o fracasada. Pero esos son calificativos que solo desde una
querencia hacia una politización de la estética como en la que estamos sumidos
pueden dejarse aflorar, siendo por el contrario la mínima resistencia, la comunicación
interrumpida, la estética de la microhistoria, de la deriva, de la negación,
del fracaso o la monumentalización de lo transitorio, moldes desde donde el
arte, pensamos, es capaz de mostrar la impunidad de las lógicas de
adiestramiento y burocratización en la que estamos sumidos. Como ejemplos puede
citarse el trayecto de Nikhil
Chopra
(Kolkata, 1974), la obra Adonis de Sokol Beqiri (Peja, Kosovo, 1964), el Athens Ingot Project (Copper) de Dan Peterman (Minneapolis, 1960) o el
traslado de la tienda de mármol de Rebecca
Belmore
(Upsala, Ontario, 1960).
Pero
ha habido una pieza que, aún tratándose de uno de estos casos de desplazamiento,
deriva y trayecto, ha sido capaz de mostrar más que cualquiera de los
anteriores ejemplos. Nos referimos a la obra de Roger Bernat (Barcelona, 1968) The Place of the Thing. Y si lo ha
conseguido no ha sido por el potencial con que carga en sí misma de forma
ontológica la obra sino, todo lo contrario, por toda esa serie de dispositivos
e injerencias que hemos indicado más arriba la obra necesita para concretar su
finalidad. Lo ha sido porque, en su trayecto, ha pulsado de manera tan poco atinada
todos los resortes de la eficacia estética, ha resuelto tan mal la supuesta
distancia estética, que ha sacado a la luz variadas y múltiples
contradicciones. Lo ha sido porque, digámoslo de una vez, ha confiado tanto en
el poder y capacidad del propio arte que ha terminado por desbarrar de la forma
más tragicómica posible.
¿Paradoja
de que sea en el equívoco de una sobrepujanza de las condiciones del arte donde
se resuelva de manera efectiva el entuerto de mostrar las contradicciones tanto
del sistema capitalista como del arte? Quizá. Pero ahí es donde hemos de
movernos para, en el trabajo de la crítica, no nos quedemos en la cómica
valoración de obras o en la pamema de una adjetivación que no hace sino seguir
la bola a la impotencia del arte.
III
La
obra alude a la noción de Thingplatz, recintos abiertos que imitaban por una parte
a los cosos primitivos donde los guerreros germanos se reunían y por otra a los
anfiteatros griegos, y de Thingspeil, forma de entretenimiento teatralizado en la
época nazi, realizado en los Thingplatz, donde a través de
movimientos perfectamente organizados de sincronización y simetría la comunidad
sentía la llamada personal a vivir épica y míticamente su nacionalidad,
identidad y raza, y donde la audiencia era al mismo tiempo el autor y el
espectador, creándose así una realidad teatralizada, el formateo de una
virtualidad que tomaba la forma de lo real.
Como el propio Bernat escribe en
un texto alojado en su página web, “hoy en día, como parte del desdoblamiento
definitivo del capitalismo espectacular, el Nazi Thingspiel ha llegado a ser
una pálida profecía de todas las variadas clases de ‘gimnasias del consenso’
que el siglo XXI ha proporcionado a las masas de consumidores, todas ellas
basadas en la estratégica superposición de lo político, lo cultural y lo
religioso”. Y continúa poniendo algunos ejemplos: funerales, deportes de
grandes estadios, liturgias culturales, el misticismo del fitness o las mismas
redes sociales.
Dicho todo esto, la
obra de Bernat pretendía reactualizar el
Thingspiel nazi de acuerdo a un nuevo proceso de resemantización de una cosa,
en este caso una copia de una piedra de mármol –la “piedra de los juramentos”
frente a la que se inició el juicio a Sócrates
en el 399 a. C.– que, después de recorrer varios colectivos atenienses, sería
llevado a Kassel y enterrado en la Thingspaltz que hay parece ser a las afueras.
En el camino la falsa piedra devendría ofrenda diplomática, regalo
arqueológico, pieza de arte contemporáneo, monumento, etc. En definitiva:
pasaría de ser una inexpresiva piedra a ser un objeto digno de atención
cultural, cargado con todas las significaciones que haya atesorado a lo largo
de su periplo.
Ni que decir tiene
que el proceso alude a la generación de consensos e identidades, a la lógica
del don y la acogida que cimiento toda sociedad, al carácter siempre fetichista
del arte que no puede dejar de funcionar como transacción de valor. La piedra,
en su traslado, mostraría la pluralidad de tensiones que modelan la sociedad,
haría “visible” el pacto ficcional con el que la colectividad se con-forma.
Sería, el devenir de la obra de simple fake a estar recargado semántica y
simbólicamente, la teatrificación de las fuerzas sociales que nos configuran,
la promulgación de una verdad que es simplemente construida en tanto que
ficción y recorte del espacio de las competencias. Las resonancias van en
amento ya que la palabra alemana Thing
es el origen del thing inglés, es
decir: de la cosa, algo que puede ser continuamente desplazado en su
significado, renombrada, re-fetichizada, siempre que haya un suficiente
consenso para hacerlo.
Si
según queda apuntado en la propia web de la Documenta, para Bernat la “democracia no es solo una
forma de gobierno sino una manera de representar la realidad”, las travesía de
la piedra, de Kassel a Atenas y entre las propias asociaciones atenienses,
prefigurarían el tensionado de una dinámica de fuerzas para la que el propio
traslado de la piedra sería huella y traza, efecto representacional preciso de
la realidad en la que nos movemos. Igual que el Thingspiel nazi muestra la
lógica de las sensibilidades y al jerarquización precisa de ciertos valores que
da forma a la sociedad nazi, el traslado de la piedra tendría el mismo efecto
de expresión y delineado de nuestras fuerzas, valores y sensibilidades.
El propio artista
concluye muy bien el texto al que nos referimos dando, por una parte, cabida al
propio fracaso de la pieza –al hecho de que no motive nada más que indiferencia
y ningún tipo de participación– y, por otra parte, apuntando que no serán
verdades o historias lo que la piedra llevará a Kassel sino “mitos y cuentos,
fantasmas y mentiras”. Y es que Bernat parece conocer bien la noción de
historia que fue válida hasta Aristóteles:
el hecho de que es la poética quien da forma a la historia: lo contradictorio,
lo irrepresentable, lo inútil, la desmedida, lo simulado, es lo que va tejiendo
la historia en tanto que acontecimiento. Si el traslado de la piedra quiere ser
un acontecimiento es solo tomando la poética –en su general desmedida– como
puede, hubiera podido, conseguirlo.
Indicaciones del Thingplatz a las afueras de Kassel |
IV
Pero el problema empieza
justo donde termina los buenos propósitos –estéticos y teóricos– de la obra porque,
y aunque parece ser que estaba previsto por el artista, la piedra fue robada
por un colectivo LGBTQI de refugiados, desplegándose
entonces y sólo entonces una serie de momentos paradójicos entre el hacer
dentro de las coordenadas más o menos seguras del arte –un arte que ha de
guardar siempre, para bien o para mal, un aliento de autonomía– y su operar en la
frontera difusa donde se abre al territorio del no-arte. Si como dijo Rancière lo interesante del arte sucede
cuando entra en contacto con el no-arte, el robo ha motivado una serie de
momentos, sobre todo a raíz de la incomprensión de la que ha hecho gala el
artista, dignos de tenerse en cuenta.
El robo de la pieza,
en tanto que exceso al que el arte –deudor de ese cierto nivel de autonomía con
el que ha de cargar al menos para ser contextualizado dentro de un determinado
régimen de realidad– no puede hacer frente, dejó al descubierto la incapacidad del arte, la
necesidad que tiene de cubrirse las espaldas, de dar una de cal y una de arena,
de ser, en definitiva, un agente doble que trabaja para ambos bandos. Y si así
ha de ser para ser fiel a ese double bind
que supone por una parte incidir en la realidad y por otra parte ser fiel a los
dictados estéticos de la “finalidad sin fin” y de la disyunción y suspensión en
cuanto a metas y propósitos, no es menos cierto, por otra parte, que es
necesario concretar los centros neurológicos de este conjunto de paradojas para
comprobar cómo sismógrafos el momento efectivo en el que se encuentra el arte
contemporáneo.
El error se
encuentra, a nuestro juicio, en el punto 3 del escrito que el artista ha
alojado en su web como precisa contestación a los hechos. “Sabíamos desde el
principio que la piedra podría ser robada, y de alguna manera era parte del
propósito general del proyecto el ser secuestrada o incluso destruida”, apunta
con acierto. Pero a continuación tira todo por la borda: “esa es por lo que
decidimos tener dos copias más”. Si el arte ha de mantenerse fiel a su
capacidad –mínima– de mostrar las paradojas y contradicciones del sistema, el
zafarse de la suspensión estética vía proponiendo otras dos piezas nos parece
una de las cosas más incomprensibles que un artista haya podido hacer.
Incomprensible, decimos, porque deja claro que el artista no comprende los
mecanismos de cuestionamiento del propio arte y porque deja dicho que su
propósito es hacer triunfar al arte caiga quien caiga, que todo el tinglado del
trayecto no es sino una pamema circense porque al final todo será reconducido
dentro del arte, asimilado a una distancia determinada, concreta, validada por
todo un sistema que no tiene problema en saludar y dar la bienvenida a cierta
disidencia. Si en palabras al El Cultural apuntó que "lo único
que está decidido de antemano es el lugar de salida, porque la piedra, desde
hace miles de años, está en el ágora ateniense", de los últimos acontecimientos
solo se puede deducir su falsedad. El error de Bernat ha sido no haber tenido los arrojos de, habiéndoselo puesto
en bandeja, mantener su piedra en la indecibilidad que se merecía, de haberla consignado
dentro de un destino bien diferente al que se le tenía asegurado –dentro de la
institución-arte– desde un principio.
Pero la cosa ya toma
tintes macabros en el punto 5: “¿pensáis que si nosotros o Documenta hubiéramos
pensado que la piedra tiene algún valor en sí mismo, hubiera sido entregada tan
fácilmente y sin garantías a cualquier colectivo que lo pida?” Lo dicho: el
artista tira la piedra y esconde la mano. O, mejor dicho, pretende nadar y
guardar la ropa. Deja al arte en su suspensión metodológica pero en cuanto el
efecto se sale de las coordenadas de lo apropiado para el propio arte, aparece
la mano dictadora e inquisitorial.
Falla de nuevo al
apuntar que si el colectivo en cuestión quiere atacar al “establishment” debería de haber ido al EMST
y haber, allí mismo, perpetrado un robo de una obra de arte REAL, enfatiza.
Nada más lejos de la realidad: es solo el operar en la frontera del arte, ahí donde
lo autónomo y lo heterónomo se conjugan, lo que puede de alguna manera aunque a
largo plazo incidir en la noción de arte. El “ataque” al arte plenamente
autónomo, reconocido como tal e ingresado en lo mausolítico del museo no tiene
mayor recorrido que aquel que le lleva directo a la prisión.
Si un artista no comprende estos mecanismos de validación, hegemonía y
excepcionalidad que solo tiene el arte ya ínsito dentro de lo aprobado pero que
aún está en ciernes en su propia obra es que, contra lo que cabía esperar, no
ha entendido la profundidad con que contaba su obra ni mucho menos el momento
de despliegue dialéctico del destino del arte
Con lo que sí que
estamos de acuerdo es cuando apunta que “Gracias a los refugiados LGBTQI el
proyecto ha adquirido una mayor visibilidad de lo que nunca lo había hecho”.
Pero, claro está, no a través de esa ristra de puyas con que colma una carta
publicada en contraindicaciones.net y
en esferapublica.org donde zanja el asunto basculando hacia la visibilidad que el colectivo ha
logrado: “¿cómo queréis ser mencionados en el programa de Kassel? Ojala podamos
ver lo más pronto posible vuestra acción y las fotografía de ello en la web”.
Ha adquirido mayor visibilidad pero no a costa del supuesto morbo –casi nulo– que
pueda desatar el robo de una obra de arte de tal calibre sino porque ha evidenciado
que el rey iba desnudo, que la deriva de la piedra era solo una pamema para
hacer ingresar más tarde la piedra en el sacrosanto recinto de Kassel –y ahí
está, en la Neue Neue Galerie– con
todo el boato que el propio arte en una época de desprestigio aún se esfuerza
en mantener.
Y para acabar: “si
robar una piedra falsa porque pensáis que simboliza algo o tiene algún valor es
la única acción política de la que sois capaces, quizá deberíais chequear
vuestra agenda política o vuestros parámetros artísticos”, sentencia Bernat en tono más bien cínico. Pero se
le podrían devolver con mayor dosis de realidad: si humildemente hubiese
respondido a la Documenta que la piedra simplemente, en su quedar en suspenso
respecto a sus propósitos y metas, se había perdido o había sido robada, que
había tomado una deriva que lo hacía incapaz de ser reconducida a la
institución-arte, hubiera de ese modo puesto el dedo en la yaga, hubiese
mostrado la distancia estética que el propio arte ha de mantener con sus juegos
políticos, nos hubiese enseñado que aunque la sobrepujanza de sus pretensiones
va en la honda de querer auparnos a un estadio de emancipación superior, el
arte –todo el arte que se muestra en la Documenta– queda referido a una
reconducción programática, a un pastoreo institucionalizado de su efectos.
El robo no suponía
sino una inversión en todo el planteamiento de un arte que no puede dejar de
estar institucionalizado, de estar referido a una medida determinada respecto a
esa realidad en la que trata inútilmente de incidir: el robo no suponía sino la
obra maestra de esta Documenta, la concreción del estado de deriva del propio
sistema democrático y social en el que estamos insertos. Pero todo esto el
artista no lo vio. Quizá, lo más seguro porque no pudo, porque al fin y al cabo
el poder ideológico del sistema-arte nos hace estar continuamente persiguiendo
no los sueños del arte sino los nuestros, vernos reconocidos, rubricada nuestra
firma de algún evento: queremos llegar a ser alguien sin entender que el arte
solo trabaja con los que no son nadie.
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