ALBERTO GRACIA: FASCINACIÓN
MAC (LA CORUÑA): 01/06/17-17/09/17
Por mucha palmadita que
nos demos en la espalda seguimos embobados, antes mirándonos el ombligo y ahora
dando rienda suelta a nuestro narcisismo 2.0. Creemos que estamos poniendo no
una sino varias picas en Flandes cuando puede que, y es lo más probable, todo
sea barrido con uno de estos aires helados que nos vienen del desierto. Porque
en tanto que preferimos una mentira cómoda que cientos de incómodas verdades,
pensamos que con nosotros no pasará, que nosotros sí sabremos bascular cuando
llegue el momento, que lo nuestro son ejercicios gimnásticos para estar listos
en el momento acordado. En esta situación, nuestra única profesión es el agorerismo
y la jeta de guardamos una carta maestra bajo la manga: el hecho de que no
creemos en nada. Por eso nos es tan fácil dar una de cal y una de arena, por
eso nos es tan cómoda esta querencia hacia un estado catatónico, explotador y
donde el método Ludovico ha tomado las riendas a la hora de fagocitarnos en
masa.
Y si esto es así en
nuestra vida diaria, qué decir del arte. Ahí donde sabemos hay poco más que
impotencia y desencanto, nos camuflamos con el paisaje para tener, también
nosotros, nuestro minuto de gloria. Y es que aunque pedimos a gritos un giro
copernicano es tanto el esfuerzo que hay que hacer que, apenas mapeamos el
territorio, ya se nos ha ido toda la fuerza por la boca. ¿Contradicciones? Por
supuesto: y antes que nada las nuestras. ¿No es este texto y esta exposición de
la que quiero hablar un dar pábulo a las propias estructuras que denunciamos? Por
descontado. Y, además, contamos con una ristra de memorables interpretaciones:
lo que cuenta es mostrar el síntoma, la huella de la servidumbre, el sollozo
ante el desencanto de la falta de alternativas.
En cualquiera de los
casos, nuestra intención no es desmontar ningún tinglado ni cantarle las
cuarenta a nadie. Nuestro propósito es aclarar que aunque sea imposible
encontrar un punto de apoyo fuera de nuestra esfericidad escópica, aunque ni
por asomo tengamos las agallas para emular salida alguna y renunciar a los
privilegios que nos ofrecen los psicofármacos suministrados por los medios de
comunicación, nuestra meta se orienta más bien a susurrarle al sistema que
hemos pillado el truco: que sabemos que su secreto está encima de la mesa.
Susurrar, decimos, porque tal pretendido saber en nada cambia la partida:
decirlo un poco más fuerte, tomarse en serio la misma performatividad del
enunciado, es ya caer en las redes del propio sistema-mundo, ser absorbido por
esa corriente de opinión que dice tener la solución para cada ocasión.
Por eso una primera
característica de este gran artista que es Alberto
Gracia es el poco engolamiento que le pone al asunto, sus pocas ínfulas de
saberse el más listo de la clase. Corrigiendo la cita aquella según la cual “de
lo que no se puede hablar mejor es callarse”, Gracia apuntaría que de lo que se
tiene una certeza indubitable también, y quizá con mayor razón, hay que guardar
silencio. O, como poco, modular la frase para que tome forma de pregunta capaz
de sacarnos los colores a todos nosotros que, creyéndonos la milongada de un
mundo mejor detrás de las imágenes, nos apostamos en nuestros sofás esperando
la catástrofe venga a visitarnos en prime time.
Porque lo que hace Alberto Gracia en esta exposición es
ponernos ante la mirada la propia lógica ideológica de la mirada y, con ello,
de la imagen. Doble juego mortal –de la mirada que mira y del objeto que nos
mira– que en el umbral en el que cohabitan corren el riesgo de quedar
subsumidas dentro de las lógicas del espectáculo pero que, debido a ese
“aflojamiento” en las conclusiones que caracteriza a nuestro artista, salvan el
escollo de su propia nihilidad y nos muestran el disciplinamiento escópico de
nuestro mundo. En este sentido, y antes de pasar a mayores, hay que subrayar la
perfecta fidelidad de Gracia a los requerimientos críticos de la imagen: la
imagen, antes que mostrarla en su repotenciación tecnológica o en su
resignificación libidinal, hay que ofrecerla en su máxima
e indecible pensatividad. Dejar que la imagen se piense, sin forzar la lógica
de sus efectos, sin operar falsamente hacia el lado que sabemos más rédito
encontraremos pero donde, al mismo tiempo, el arte continuará acomodado en su
actitud servilista. De este modo, fiel a esta pensatividad propia de la imagen,
operando en la disyunción donde la imagen se abre aún sin dirección ni efecto
concomitante alguno, Alberto Gracia
deja espacio para que la imagen se muestre tal y como es.
Pero más allá de esta capacidad de desmembrar a la imagen de su inmediata e
inmanente finalidad libidinal y productiva, lo que se trata es de, a través de
la “fascinación” que da nombre a la exposición, escudriñar nuestra mirada y su
metodología ideológica para comprobar cómo nuestra mirada ya no se deja seducir
por ningún asombro sino que más bien impone su lógica para domesticar este
mundo en derredor que suponemos es el nuestro. Para ello desmonta tópicos en
torno a la producción hiper-tecnológica de la imagen remitiéndola, por una
parte y de manera preeminente, a ancestrales procesos de producción y exhibición
de imaginarios colectivos cuya operativa y funcionalidad se asemejan punto por
punto a los nuestros y, por otra parte, produciendo él mismo imágenes donde lo
siniestro y lo sintomático desanudan a la imagen de su ideológica implantación y asimilación global.
Remitiéndose sobre todo
a la superstición, Gracia nos
muestra esa verdad incómoda que tratamos de desoír: las imágenes –al menos en
este régimen de producción en el que están insertas– no están para abrirnos a ninguna
realidad superior sino que están para conjurar nuestro miedo a construir una
ficción todavía mayor. La imagen, en tanto que preciso farmakon, abre y cierra el sentido, ofrece la posibilidad que ella
misma se niega, se inserta en una dualidad espectral de verdad y mentira donde
la propia imagen simula su propio rango de ficcionalidad. Estamos enredados en
un mundo-imagen global y antes que atender a los síntomas que nos pudieran
revelar su momento de falsedad nos dejamos deslizar por los cantos de sirena
que nos prometen verdades bajo ellas cuando, sabemos perfectamente, la imagen
no es más que un dispositivo de renegociación con nuestro propio
adiestramiento. En este sentido, y amparado en esa cadencia hacia la
pensatividad de la imagen, en ese dejar que las propias imágenes desmonten los
síntomas desde donde son construidas –con razón dice Alberto Ruiz de Samaniego en el texto del catálogo que la potencia
del arte está en liberar el síntoma ante la inminencia del acontecimiento–
Gracia displaya un engranaje expositivo capaz de mostrarnos la cesura por donde
la imagen actual, cifrada en la tautología parmediana del ser con el pensar y
de éste con el mirar, evidencia su rango de ficción consensuada, de pandemia coercitiva
bendecida por el sistema de producción de la realidad como su dispositivo más
potente
Pero, ¿de qué
superstición habla?, ¿de qué superstición si la imagen es la quintaesencia del
mundo administrado –es decir, del mundo vaciado de magia y encanto? La imagen
se ha convertido en el fascinus de nuestra época pues, ahora como antes,
sufrimos de “mal de ojo”: es decir, de una neurosis escópica según la cual
quedamos fuera de la mirada. “Mal de ojo” por el cual quedamos fuera de la
comunidad y “pulsión escópica” de no estar en condiciones de poder ver y ser
vistos, de verlo todo esperando, en cualquier momento, la catástrofe que modula
nuestros deseos de muerte. Si contra
este mal los romanos crearon los fascinum,
pequeñas figuras que utilizaban el motivo de la manus fica por un lado y el falo por el otro, también nosotros,
señala Gracia, experimentamos la “necesidad de alimentar unos ojos que
necesitan de un fascinum para aplacar
su angustia escópica”. Pegados a la pantalla exortizamos la posibilidad de
quedar gafados, castrados. En este sentido, la exposición puede comprenderse
como un fascio desde donde desarbolar
–o al menos mostrar– un mito con otro mito: el mito de nuestra realidad
devenida máquina iconográfica con el mito romano del mal de ojo. Ambos sufren y
sufrían ante la posibilidad de que la mirada quedase separada de su distancia
óptima para ser tomado como identidad, como sujeto. Ambos temen y temían, en
suma, ser castrados: separados de su pantalla.
La obra más interesante de la muestra documenta la romería a la que el
propio artista acude desde niño, San Miguel de Breamo. Y es que,
comparando ambos regímenes de producción de imágenes, son demasiadas pocas
cosas las que han cambiado, o al menos no tantas como para saludar a nuestro
modelo como de bisagra entre diferentes órdenes. Yendo al núcleo de la apuesta
estética de Gracia, da cierto escalofrío comprobar como nosotros somos, con
mucho, más banales que nuestros antepasados: si ellos al menos rozaban –quién
se atreve a decir si no incluso tocaban– la trascendencia, nosotros, sin
embargo, nos contentamos con congregarnos cada noche en torno a una pluralidad
de pantallas esperando no perdernos la enésima trifulca entre tertulianos que
reventará el share, el despelote de alguna “gran hermano”, el esparcimiento
escatológico de intimidades de algún famoso, etc.
La imagen, cabría concluir, nos tiene donde quería: bajo un régimen de
ansiedad según el cual podemos ser, en cualquier momento, excluido del sistema
de miradas que funda el mundo-imagen pero, al mismo tiempo, sabedores de que
tal sistema es una pura simulación, que de hecho no hay nada que ver en ninguna
pantalla y que es la propia imagen lo que nos salva de reconocer tamaña
insolencia. Así, son solo nuestros alterados biorritmos lo que da forma a las
imágenes que construyen nuestro mundo: es un fascismo escópico, una
panficcionalidad consensuada que nos convoca –lo mismo da que da lo mismo– en
torno a una imagen beatífica, a un líder carismático o a una pantalla.
En definitiva, y como decíamos al principio, no hay tanto que celebrar:
nuestro simulada confianza en la imagen y en el régimen escópico que sostiene
nuestra ficción no es sino el reverso de la incapacidad e impotencia al
postular algún otro que no esté fundado en la sintomatología de lo siniestro, en
la ansiedad a ser expulsados del régimen de simulación dado por bueno y en lo
traumático de una realidad que hace aguas por todas partes. De lo que se
trataría, ahí donde Alberto Gracia se resuelve como un magnífico
artista, no es en camuflar esta verdad sazonándola con la panfletada de alguna
crítica –inocua– al sistema sino de mostrar los esquejes de tal impotencia, los
rescoldos de un entramado escópico con múltiples puntos de fractura que nos
empeñamos –en nuestra ideológica fascinación– en seguir no viendo. Y es que
cuando lo único que ha cambiado es la capacidad tecnológica de producción de la
imagen y el sistema ideológica para una
mejor optimización de la implantación disciplinaria, seguimos estando bajo el
poder de la imagen, a expensas de que nos quedemos inscritos como sujetos en su
pantalla. En definitiva, hoy como ayer, no somos más que la imaginación de una
imagen que nos refleja: fascinación y superstición no son sino dos nombres para
lo mismo: un deseo de romper las cadenas con la imagen y la necesidad de continuar
pegados a ellas, bajo su amparo visual. Es entre estos dos rasgos de la mirada –aquella
con la que vemos y aquella que nos mira– que una civilización, la nuestra, se
construye.
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