MAÍLLO: DETROIT
GALERÍA PONCE+ROBLES: 14/11/13-10/01/14
Hablar de pintura, desde esta edad
moderna en la que estamos instalados, es siempre hablar de pasado. Si el arte
contemporáneo tiene esa extraña relación con lo ya sido, la pintura, como ámbito más primigenio del arte, es ya
desde el principio, desde nuestro principio, un asunto de renegociación
constante con ese pasado. Hablar –pintar– de este aquí y ahora esquizoide no
puede ser sino un recorte y reconfiguración de las historias ya contadas. Y es
que esta modernidad nuestra no es en absoluto una linealidad normativa según la
cual lo nuevo sucede en oposición a lo antiguo, sino más bien un
esclarecimiento en cada oportunidad de lo que es, establecido siempre en
relación con su ha-sido, el arte.
Es decir: el arte establece una
disyunción con su propia historia para, por una parte, romper con lo anterior
pero, por otra, no ser sino una renegociación e interpretación. En definitiva:
toda pintura es una reinvención de la propia pintura. Y, corolario, toda
pintura (presente) no es sino un llenar el hueco de otra pintura (pasada) que
no era lo que decía ser. Es decir: un enmendar la plana a la propia pintura
desde la pintura. De aquí se infiere, por último, que en la pintura no hay
progreso alguno, sino una reconsideración constante de un mismo trazo, de una
misma mímica gestual que está siempre en envío hacia su ulterior significado.
Si Maíllo, pensamos, es un gran pintor es porque esta parrafada se la
sabe de memoria. Su pintura no trata de
coger el hilo de la actualidad para hacerla hija de su tiempo, sino que cae de
golpe y porrazo dentro de ese maremágnum de idas y venidas, flujos y
contraflujos, que han establecido una cierta idea –putativa e ilegítima– de la
historia de la pintura. Maíllo no se
sabe un eslabón más, sino el candado que bien abre o cierra –lo mismo da que da
lo mismo– una cierta serie, un cierto aire de familia, que él va trazando y
mostrando en su propia pintura. Es decir, que establecer una ascendencia en su
trabajo –ahora quizá más en esta
exposición Pollock que la consabida
consigna a Basquiat– no es,
pensamos, sino tomar la parte por el todo y, en definitiva, no comprender
absolutamente nada.
Lo dicho supone, entiéndaseme, que la
pintura no se ejecuta desde el cerebro ni el corazón, sino más bien desde las
vísceras: desde la propia corporalidad. Es el pintor frente al mundo, y basta. Porque
si pintar siempre ha sido una lucha, este combate es ahora ya fratricida: sin
arquetipo alguno, sin canon que sirva de platilla, la imagen se resuelve en sí
misma, inmanente a un sentido que nunca surge por referencialidad al mundo exterior
sino que ha de mostrarse en el mismo trazo del pintor. Todo sucede en el
cuadro. Al pintor ya solo le vale un instinto: el instinto de supervivencia, el
sobrevivir al lienzo.
Podría uno hacer acopio de
palabras-clave para, en su extraño apelmazamiento, dar una idea de lo que guía
a Maíllo en su hacer. Que si
reapropiación, fragmentación, repetición, etc. Pero sería inútil: porque a
estas alturas de la historia –de la historia de la pintura, bien puede decirse–
la producción de imágenes pictóricas no puede remitir sino a un lugar vacío, al
límite donde sucede el desbordamiento, al epicentro de un caosmos original. Y
es ahí donde, en esa lucha, debe colocarse el pintor: colocar su cuerpo,
colocar su historia. Colocarse ahí mismo y servir de dispositivo, de vomitorio
para que el propio cuerpo, mímica y gestualmente, realice no una representación
sino una expresión. Una expresión inmanente en su propia significatividad, testimonial
y biográfica en sí misma, pero trascendente en el sentido de mostrar más que
aquello que puede decirse.
Y ahí es, precisamente, donde Maíllo se ha erigido en poco más de
tres años en un revulsivo de la joven pintura española. Pintor como
catalizador, cocina en su mente una infinidad de influencias sin hacerle ascos
a nada, rumiando esa densa nube tóxica antes llamada cultura y que ahora, en
una inversión bipolarizada, llena casi todos los ámbitos de la existencia. Y es
que si algo tiene claro Maíllo es
que la cultura no es ya –si es que alguna vez lo fue– esa exclusividad
aristocrática del gusto, ni siquiera el rasgo ilustrado de una nueva
ciudadanía. No sabemos si este borrado de fronteras es bueno o malo o si todo
lo contrario; pero ese no es el problema, ese no es nuestro problema.
El problema de la pintura es cómo
generar y producir imágenes con el poder suficiente de dotarse de significado
propio en la era de la e-imagen (en
terminología de Brea) y al mismo
tiempo atraer otra mirada, otro régimen de visibilidades que no consistan (ni
consientan) en lo architrillado. Y para eso vale todo, ha de valer todo como
producción tardomoderna que es.
Pero el problema, creemos también, es
cómo llevar a cabo esto, como negociar con ese “todo” al que queda ya referido
la pintura. No es un todo como totalidad, sino un todo como equívoco
emplazamiento de no-lugares, de no-historias, de no-identidades. Dar solución a
este entramado rizomático de disyunciones procesuales, de desplazamientos y
deslizamientos siempre en continúo
fluir: esa es la gesta pictórica por excelencia. Es decir: no ya cómo acabar un
cuadro, sino cómo siquiera empezarlo ahora que toda historia es cualquier historia, ahora que cualquier
nadería (porque realmente no sucede nada)
es elevada al rango de acontecimiento.
En este sentido, Maíllo da en esta exposición una lección de pintura. Sabe que, en
esta situación anteriormente explicitada, solo cabe una solución: estar en
deriva, en continuo desplazamiento, en tránsito constante. Solo así puede el
régimen ficcional del arte servir de disparadero para las maneras de mirar
dadas por válidas y consensuadas en la actualidad: enfatizando la falta de fin
de cada historia, acentuando el sinsentido de toda ficción, sirviendo de
dispositivo crítico para desmontar los camelos que nos tenemos que tragar para
seguir creyendo que todo sigue bajo control.
Y si se pinta como se vive, Maíllo se remite a la práctica
artística como envés de su propia experiencia vital. Y ahí, en la diáfana
realidad de todos los días, el tránsito y la deriva no queda referido con el
haber-sido del arte, sino a una falta radical de finalidad y sentido en que se
resuelven nuestras vivencias. Ahora el desplazamiento casi queda referido a la
psicosis cotidiana de estar en movimiento para no percatarse que el vació está
bajo nuestros pies. Ante el nihilismo, ante el vacío, sólo queda transitar.
Maíllo despliega una serie de recorridos,
imbricados unos con otros, para dejar constancia que la meta está ya,
definitivamente, en ningún lugar y que las historias que nos han podido contar
se han disuelto en el aire como azucarillo. Quizá la idea de ciudad, la ciudad
como historia de una nueva ciudadanía, es el objetivo primordial de Maíllo: si en esta crisis estamos
viviendo el fin de muchos sueños, quizá uno de los conceptos-clave que vale
para calibrar el despropósito sea el de ciudad.
Y es que la ciudad en la actualidad no
es sino el emplazamiento para la formación de nichos de mercado. La ética
neoliberal del intenso individualismo posesivo se eleva a pathos normalizador
en una comunidad urbanita creada para la socialización del individuo bajo la
egida del capital y el consumo compulsivo. Así, las ciudades están cada vez más
divididas, fragmentadas y son cada vez proclives al conflicto. La ciudad:
lugares creados para que el crédito hipotecario fluya a velocidad máxima. Así
hasta que el proceso se vicia y cae ne picado, justo como hace unos años con la
crisis de las subprimes.
¿Conclusión? En reguero de ciudades
fantasma, de centros devastados por la inflación, el paro y los desahucios; una
multiplicidad de no-lugares que consiguen que la población se masifique en un
nuevo centro esperando la siguiente sacudida sísmica del mercado. Baltimore,
Detroit…pero también Getafe: Maíllo
envuelve en un mismo gesto, en un mismo devenir, lo fantasmático de la vida
moderna con la práctica artística; une en un mismo trazo la imaginería popular
de estas urbes fracasadas con su propio periplo personal. Así pues, el
recorrido que él mismo hace desde Getafe a Madrid, pero también el recorrido
por todas esas formas de cultura subyacentes al fenómeno de la devastación
urbana como The Wire.
Maíllo reconcentra todas esas motivaciones
brindándonos un trabajo construido también en deriva, paseando él mismo sobre
los cuadros, caminando encima de ellos. Es su cuerpo –y el tiempo– quién los va
pintando en una deriva que sabe que ya poco cabe esperar de aquel melancólico
paseo del flâneur o del situacionista. Ahora, definitivamente, hemos de
ponernos en lo peor. Y lo peor quizá sea esta ciudad ficcional que nos ofrece: Detroit.
Pero, y he aquí el milagro del arte,
si la verdadera Detroit acaba hace unos días de declararse en ruina, esta otra Detroit, la de Maíllo, aún tomando parte de esa devastación de la ciudadanía en la
que estamos engullidos, ha de comprenderse como una toma de conciencia de donde
habitamos, por donde nos movemos, qué nos cabe esperar. Es decir: una toma de
posición respecto a estas existencias, las nuestras, reducidas las más de las
veces a devaneos inconscientes, inconexos, aglutinados únicamente por la
vibración del capital que fluye delante de nosotros.
Si no un grito si al menos la
construcción de otro emplazamiento, la repetición casi traumática (como ese
viaje en Cercanías desde Getafe a Madrid) de uno de nuestros devenires pero
esta vez sublimado, catalizado por la esperanza que siempre anida detrás de
toda ciudad: que seamos capaces, esta vez sí, de imaginar otro modo de ciudad.
Y esa tarea empieza aquí, desde la pintura, imaginando nuevas historias,
solapándolas, borrándolas, pisándolas, …
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