miércoles, 8 de enero de 2014

EL GRECO Y CERVANTES: UNIDOS EN EL DESAFUERO (O LA EFEMÉRIDE INFINITA COMO COLAPSO ARTÍSTICO)

                                          La Cospe, la Fundación Greco 2014 y el grupo García Baquero.  

EL GRECO 2014: IV CENTENARIO MUERTE DE EL GRECO
EL QUIJOTE 2015: IV CENTENARIO PUBLICACIÓN 2º PARTE DE ‘EL QUIJOTE’.
TOLEDO, CASTILLA LA MANCHA (2014-2015)
Durante los próximos dos años la actividad cultural en Castilla La Mancha (y en concreto en Toledo) estará focalizada en dos conmemoraciones: 400 años de al muerte de EL Greco, y 400 años de la publicación de la segunda parte de 'El Quijote'. Desde los diferentes gobiernos regionales se repite las mismas claves de éxito para la región de Castilla La Mancha. Pero, ¿tiene esto algo que ver con el arte o es más bien su propio reverso y olvido? 

 
            I – Sobre el arte y la política

Es curioso que al tiempo que el hastío y la mediocridad arrasan parcelas enteras de arte y cultura, es mentar cualquier tufillo aristocrático y las hostias te caen de todas partes. Conclusión obvia: esperamos la nada, pero todos juntitos. El momento de la liquidación total se acerca pero ni moverse. Es decir: hacemos que creemos en que la salvación será un acontecimiento que saldrá cualquier día en el Telediario de las 3, pero el pánico a no salir con nuestro mejor perfil en la foto nos invita a jodernos cada uno en nuestro sofá, y chitón.
Vivimos de pleno en la era de los grandes dispositivos tecnológicos de la cultura de masas y, a pesar del esfuerzo de muchos (entre los que, he de decir, tímidamente me encuentro), todavía coqueteamos con una candorosa inocencia de que “our time is gonna come” cuando, a decir verdad, el tiempo, desde hace ya un buen rato, ha mutado el decir rememorante que circunvale al Ereignis, por el devenir mero simulacro fetichista instalándose a tiempo completo en la hiperpresencia de ser, él también, él más que ni ningún otro –el tiempo–, nuestra mercancía favorita.
Como bien se podía esperar, el trocar el sentido de comunidad amparado en el “sentido común” kantiano por la construcción de un nuevo sujeto histórico, la masa, no ha deparado siquiera un quantum de esa emancipación que tan fastuosamente prometía. El futuro, de tan tenerlo pegado a nuestra piel, no termina de llegar nunca. Es decir, las posibilidades se cuentan por derrotas y ya, aunque estemos a principio de año y tal y tal, el fracaso es nuestro único pathos mínimamente digno.
            Incluso: hemos descubierto la trama pero, instalados en nuestro bien aquilatado cinismo, nos creemos a pies juntillas el papel que nos ha tocado representar. Así pues, la masa, ese constructo fascista que todavía es digno de veneración: y es que, aún en el voyeurismo ególatro de nuestras redes sociales, la conducta es tribal y mancomunada, automatizada según los dictados de la progresía más infame.
Por mucho desasosiego que nos cause las conclusiones de la Escuela de Frankfurt, no hemos hecho sino embellecerlas para nuestros intereses. Dígase “hay esperanza, pero no para nosotros”, y en la ilación del ‘pero’, en la fractura de la continuidad de sentido que remarca ese ‘pero’, se ha instalado la intelligentsia del cinismo postmoderno, el postureo de lo archisabido pero que, pese a todo, nos hemos de tragar como puños para no ser pasto del ninguneo. La segunda parte de la sentencia queda mascullada entre dientes, aplacada por la sorna bobalicona de quien sabe –como todos nosotros que o seguimos contemplando con amplia sonrisa de mameluco el espectáculo o tendremos que enfrentarnos a cara descubierta con ese ‘pero’.
Quiero decir: hay una fina pátina que separa las estrategias artísticas desde las vanguardias, y todos aquellos agenciamientos tecnológicos del capital que, ya en nuestra postmodernidad, se han instalado como dispositivos administrados de construcción de identidad. Tamaña impostura no la digo yo, sino que viene pensándose desde que el actualmente en “vías de canonización” Benjamin viese la articulación entre las vanguardias minoritarias y las masificadas mayorías. El dadaísmo le sirvió al bueno de Benjamin para sugerir que los movimientos de vanguardia son anticipaciones de lo que al cabo de unos pocos años serán grandes dispositivos tecnológicos de la cultura de masas.

                              Fundación El Greco 2014 debatiendo sus cosas.

Es en ese comprender el arte como magno laboratorio de administración de tecnología donde Benjamin estipula los dos productos históricos donde arte y capital se van a jugar el todo por el todo: la “estetización de la política” y la “politización del arte”.
La primera remite al diluirse de todo juego político en unas trazas culturales reaccionarias y un disolver todo el caudal crítico en la contemplación majestuosa del líder vía mediación de un dispositivo tecnológico a la altura de las circunstancias. Esta estetización es la voluntad de la masa de desearse a sí misma, de contemplarse cada vez más espectacularmente en el espejo ideológico del líder. En este estado de sincronía perfectamente administrada entre los estamentos regulativos del poder, la barbarie, el olvido de cuales sean las razones del otro, campa a sus anchas.
La segunda, por el contrario, remite a una devaluación de toda experiencia vital, de un ponerse al servicio de la política y, sobre todo, ponerse en el ínterin que crea la diferencia de la masa consigo misma (de la sociedad consigo misma) para administrar una ecualización de grado donde el pueblo, la comunidad, etc., sea impunemente asaeteada hasta su exterminio. La teoría de Rancière se sitúa aquí mismo: establecer en esa diferencia de la sociedad consigo misma una razón del otro, del que no forma parte de la masa y es expulsado, para sopesar las posibilidades de emancipación que todavía pudieran anidar en la práctica artística.
 Pero el mayor alto grado de perfección y abstracción en el leitmotiv del fin del arte inaugurado por Hegel tiene lugar aquí: en la eliminación de, precisamente, el enclave que mantenía al arte como depositario de una tradición comunal concreta. Sin comunidad, eliminado su régimen cultural aurático, solo caben dos posibilidades: o tirar para adelante esperando que el cambio de función en el arte fructifique y eche raíces en una sociedad sin sociedad, en una sociedad de los que no pertenecen ya a ninguna sociedad (Benjamin) o, bien por el contrario (aunque las consecuencias son bien parecidas), hacer palpable esta deshumanización del arte (Ortega), pensar la negatividad de un arte que ya está en su era posthistórica (Adorno), cantar la rememoriación de lo nunca todavía dicho (Heidegger).
Y, ¿qué pasa ahora? Pasa que somos los supervivientes de ambas formas de barbarie: la barbarie de quien diluye todo poso crítico en la construcción de una sociedad ante cuyo proyecto no cabe duda alguna, y la barbarie de quien se sabe ya desarraigado por completo, defenestrado a una deshumanización de su propio régimen vivencial. Y pasa que el arte debería ser, precisamente, eso: establecer las condiciones para una “humanidad obligada a vivir en un estadio de barbarie post-cultural” (José Luis Pardo), darnos a pensar nuestra propia existencia como enfangada a una culpa heredada, reflexionar sobre cómo llevar nuestra vida adelante en un escenario de desolación perpetua.
Pero lo que ocurre es que es ese pensar, el eminentemente es´teico, el que nos está vedado, el que se nos sitúa más acá siempre de esa tachadura de snrirdo que supone lo posthistórico. Entre la “estetización de la política” y la “politización del arte”, a medida que por una parte el arte simula recargarse de sobrecodificación llamada a llevar a cabo la emancipación radical de la humanidad, a medida que su obscenidad no duda en proclamarse la salvación a todos los males, por otra parte el arte no duda en servir de coartada a una juego político que sabe que todo ha de servirse en imágenes, que todo depende de márgenes y cuotas de visibilidad, y que ‘ser’ remite a ‘ser visto’. 
 Arte y política, arte y capital, coquetean obscenamente en un círculo viciosos cuya misión es incrementar el poder de exhibición, el poder de digresión sobre una nada que nos tiene cogido de donde más duele. Y es que, en el hecho de que nada adquiere relevancia si no es reflejado en los mass media, el espectáculo se torna la encarnación de la obscenidad: el espectáculo, epígono perfecto de la ilación entre capital y estética, entre imagen y poder, secuencia que nuestra última posibilidad es el cinismo. Desterrados, el sentido es siempre y en cada caso una tachadura, un borrón en el margen deconstructivo de un decir originario: pero es precisamente esa tachadura la que no soportamos y cuyo silencio somos capaces de comprar al mejor postor. Agonía por lo real se llama nuestra época: sabemos que lo real es un juego cavernosos sin final feliz alguno pero preferimos sobrellevar el engaño que elevar la voz y decir que el emperador está desnudo.

                  Y aquí el Senado aprobando que el Gobierno impulse la conmemoración.

En definitiva, arte y política se alían para llevar a efecto este trampantojo de la nada; arte y política se conjugan para crear el sortilegio perfecto: hacernos creer que nada todavía ha sucedido, que la historia sigue su progreso lineal ad infinitum y que aquí estamos nosotros para verlo todo en prime time. Arte y política crean la conjugación perfecta para seguir alimentando el señuelo de que aún estamos jugando a ser alguien, a ser civilizados y no unos barbaros pretenciosos condenados al latrocinio.
Arte y política se intercambian las cartas buscando solo una cosa: que nos sea imposible pensar nuestra actual situación de desposeídos. El arte y la política, entre ese juego de polaridades ensayado por Benjamin (donde, si por una parte, la estetización de la política hace viable la identificación con la masa en la búsqueda de un empeño común, por otra parte, la politización del arte fragmenta todo posible lazo común postulando una comunidad de los anónimos) ha encontrado la fórmula perfecta para seguir dándonos gato por liebre y, como ya hemos dicho, hacer inviable la única pregunta verdaderamente urgente: ¿qué narración es la que todavía nos une?, ¿cómo poder seguir refiriéndonos a un futuro común si el presente está ya a puntito de ser pasto de una deflagración implosiva que no dejará títere con cabeza?
Si el arte tiene alguna función en esta época nuestra del cinismo post es responder a estas preguntas; pero, sin embargo, arte y política se dan la mano para no solo dar la callada por respuesta sino para hacernos comulgar con ruedas de molino y ser adoctrinados no ya en el juego disensual estético, sino en la más ramplona ideología estética.

II – Sobre la necedad de nuestra época

Para tal fin, de un tiempo a esta parte, el calendario de efemérides se ha convertido en la regla de oro de cualquier politicastro del tres al cuarto con ganas de dar a sus conciudadanos su dosis necesaria de ideología estética; ideología muy necesaria para mantener a la ciudad, a la comarca, al municipio, a lo-que-sea, dentro de esa simulación espectral tan especial: el saberse observado por aquellos a los que les importamos un pito.
Arte y política, en un último movimiento genial, se alían con el capital para crear el acontecimiento estético por antonomasia, el acontecimiento capaz de remendar la desidia, la incultura y la más que manifiesta incapacidad de unos políticos para los que todo lo que suena a cultura debe ser llevado a cabo con arreglo a tener su cuota de Telediario: la efeméride, ese momento álgido donde, ahíto de cualquier vitalidad, se conjugan lso fantasmas del pasado para que hagan su enésimo cameo.   
El arte, renegando de sí mismo, se encuentra en la encrucijada de no ya solo no movilizar potencialidad futura alguna, sino de acartonar cosechas del pasado para ofrecerlas en refritos digeribles a una ciudadanía que confunde arte con cultura y que es capaz de cualquier cosa con tal de pasar una tarde de sábado fuera de casa. Reconocimiento, revalorización, traer a la memoria un legado que no hay que olvidar, saber de dónde venimos, etc, etc: el arte, simplemente, blasfemia contra sí mismo.  
El arte se traiciona a sí mismo y no solo no trata de responder acerca de la situación actual de nuestro existir, sino que acalla cualquier posibilidad de que la pregunta emerja travistiéndose de acontecimiento circense, de bien de interés incluso supranacional (todo depende del grado de subvenciones que logre atesorar entre los mercachifles de la cosa cultureta). El arte le hace la corte a sus propios enemigos esperando, quizá, el momento salvífico de que del arte, por fin, ya no quede nada. 
En los próximo dos años la cosa cultural en Castilla la Mancha va a dar mucho juego: es decir, a pesar de tener un nivel cultural que si no es infame es solo porque es –simplemente- inexistente, los políticos, la Cospe & Cía, van a salir mucho en los medios en relación a esta cosa llamada arte. ¿Qué como puede ser eso? Porque aprovechando que El Greco murió hace 400 años y que ‘El Quijote’, la segunda parte, fue publicado hace también 400 años, la cosa se les ha puesto que ni pintada para, con bombo y platillo, anunciar dos ‘eventos culturales’ de esos que tanto molan: que pongan a la región en el mapa, que muchos turistas despistados se dejen caer y que, como no, ayude al despegue económico. Miel sobre hojuelas y el arte, mientras tanto, encantado de haber encontrado compañeros de viaje tan animosos como estos.
 Se me dirá, claro está, que tales fastos no tienen que ver con el arte en sí mismo y que, aún a las malas, es positivo cuotas de visibilidad aunque sea para sacar de paseo a figuras tan ‘desconocidas’ como Cervantes y El Greco. Niego, con rotundidad, ambas. También se me dirá que para progresar es necesario un diálogo incesante con la tradición, no solo para saber de dónde venimos ni para el archisabido ‘no repetirnos’, sino para captar con toda la intensionalidad posible el momento presente. También lo niego, por supuesto.
Y es que tales fastos tiene por misión justo lo contrario: objetivar el pasado, encasillarlo, dárnoslo digerido para que no tengamos que preocuparnos más por él y poder poner la vista, cada día con mayor desfachatez y nihilidad, en el ‘esplendoroso’ futuro que tenemos. Es decir, tales fastos sirven para hacer papilla nuestra existencia y que puede ser efecto de una recanalización según los intereses más en boga: los del capital.
Así pues, El Greco y Cervantes se unen para celebrar la desidia de una región dejada de la mano de Dios, para celebrar como, aquí como en todas partes, la única tabla de salvación para el arte es aunarse con el capital y crear estas parques de atracciones temáticos; El Greco y Cervantes son celebrados precisamente para, al momento siguiente, volver a ser enterrados en sus respectivas tumbas y no acordarnos más de ellos durante los próximos cien años; para, en un par de tardes, en una si me apuran, darles por sabidos, por comprendidos, por asimilados. Y, sobre todo, son celebrados para que el arte siga incomprendido, secuestrado en manos de estos políticos y de, todo hay que decirlo, una ciudadanía que no quiere despertar de su placentero sueño: seguir creyendo que seguimos teniendo algo en común y que los políticos son los encargados de hacer efectivo ese futuro común que tenemos entre las manos.
Porque, insisto y ya acabo, no hay mentira y falsedad más atroz que seguir creyendo ese patrón del régimen decimonónico: ni hay comunidad alguna ni destino común que libremso juntos; y, por ende, no hay político capaz de aunar en torno a sí poder alguno. Si el régimen democrático se afana una y otra vez por seguir manteniendo viva la ilusión es cosa suya. Pero el arte, de seguir existiendo, solo puede orientar su praxis hacia una meta: hacer pertinente la pregunta silenciada: ¿qué narración traernos entre manos para seguir haciendo comunidad?
Cervantes y El Greco seguro tienen aún muchas cosas que contarnos y decirnos, hoy y dentro de otros cien años. Pero ninguna de esas cosas serán dichas por las preguntas que se les hagan dentro de aquelarres festivos como los que inundaran Castilla la Mancha durante los próximos dos años. Preguntar al arte desde el arte es, quizá, la pregunta más urgente: aquella precisamente que sigue no solo olvidada, sino imposible de hacerse por mor de una equívoca comprensión del arte y, por supuesto, de nuestra tradición y de nosotros mismos

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