jueves, 23 de enero de 2014

ENTRE VELÁZQUEZ Y ONDÁK: DE FAMILIAS Y OTRAS LATITUDES



Roman Ondák: Escena
Palacio de Cristal, Parque del Retiro: 09/09/13-23/02/14

Velázquez y la familia de Felipe IV
Museo del Prado: 08/10/13-09/02/14

                                                          Hablo de familias como la mía, que lo deben todo a la  
Declaración de los Derechos del Hombre.

                                                                                                                         Arthur Rimbaud

Antes de que termine la exposición de Roman Ondák en el Palacio de Cristal del Retiro y la de Velázquez en el Museo del Prado, quisiera hacerme eco del juego de espejos sobre el que se construye la obra del artista eslovaco y la más famosa obra de la última etapa velazqueña, presente por otra parte en la última exposición del Prado sobre su figura: “Las Meninas”. Quisiera, digo, hacerme eco para establecer una misma ascendencia en ambas obras, un mismo interés e, incluso, una misma solución en ambos casos.
Mi propósito es, con la ayuda del estudio que Foucault realizó sobre “Las Meninas” en “Las palabras y las cosas”, referir la problemática allí suscitada a los mismos intereses que mueven la obra Escena de Ondak: la ideología como régimen representacional que interpela al sujeto. Es decir, establecer una continuidad en la problemática de la Modernidad, desde el Barroco hasta esta hiperbarroquización en la que estamos instalados.


Después de trabajar como moderno art advisor para la Corte española durante dos años en Italia, Velázquez vuelve a Madrid en junio de 1651 para iniciar su última etapa, de absoluta madurez, como retratista de una familia bien concreta: una familia real y en crisis, la del monarca Felipe IV, casado en 1647 en segundas nupcias con Mariana de Austria. En crisis debido al estado generalizado de bancarrota, de guerra con Francia, Inglaterra y Portugal, y también por la inestabilidad política que generaba el hecho de no tener hijo varón hasta el año 1657 con el nacimiento de Felipe Próspero.
En esta familia están puestos los ojos de media Europa, y de esta familia tiene que sacar Velázquez multitud de retratos que son encargados por esa media Europa que desea la caída de la susodicha familia. De entre estos retratos, uno ha pasado, sobre todo, a la posteridad: “Las Meninas”. Pero, ¿qué tipo de “familia” nos enseña este cuadro, qué “familia” es la representada?
Velázquez ve algo que no ve, que no ve, como dice Foucault, dos veces: “porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se sitúa justo en ese punto ciego, en este recuadro esencial en el que nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos”. No nos ve ni a nosotros ni al reflejo de los monarcas en el espejo del fondo. Y es, precisamente, sobre esta doble invisibilidad sobre la que Velázquez construye, por primera vez en la historia, la “compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos” que viene a constituir la representación ideológica.
En el nexo de ambas invisibilidades, nosotros, los espectadores, venimos a ser una añadidura, el reemplazo de aquello que un día estuvo ahí delante y que ya nunca estará: nuestra invisibilidad de entonces restaña la imposible visibilidad de lo que estuvo, y nuestra actual visibilidad es también correctora de la doble invisibilidad del pintor. Es decir, la representación, desde “Las Meninas”, requiere de un suplemento, de un exceso que se sitúa en el lugar de lo mirado-ausente.


Pero precisamente, en ese ir y venir de suplementariedades y sustituciones, la mirada se desestabiliza: la representación entra en crisis: ¿vemos o nos ven? No sabríamos decir. Lo que sí que es cierto es que el espectador “es” en la medida en que “es visto” por el pintor, en la medida en que entra en su campo escópico: si lo representado necesitaba de un espectador para su revelarse, ahora el espectador se descubre también deudor de una mirada: la que le devuelve el propio cuadro, la mirada del pintor que osculta a aquel que está “ahí”, en lugar de quien un día, en un lejano 1657, estuvo presente.
En el mirar de la representación nosotros mismos nos descubrimos por una mirada que nos identifica pero que, al tiempo, nos construye en una necesidad de quedar referido a la misma representación. La representación, entonces, consigue el imposible de autoreferir toda mirada y someterla a un juego de espejos donde no hay manera de mirar ahí mismo donde “somos”: queremos ser representados en nuestro mirar, pero la representación ya se ha adelantado: somos referidos, sin posibilidad de escape, al espejo interior, somos cifrados, captados por una mirada que parecía invisible pero que ha marcado su mirar de antemano.  Toda exterioridad refiere a ser mero reflejo de una interioridad anterior. La representación nos necesita “necesariamente” para que nos coloquemos donde es debido: ahí donde el pintor pueda vernos.
Total: no somos ya tanto en la media en que vemos, sino en que somos invertidos en el propio juego de la representación a la que, sin saberlo, pertenecemos. Nos identificamos entonces en la media no que vemos, sino que ocupamos el emplazamiento para nosotros diseñado por una mirada previa, a la que no podemos dejar de plegarnos: la del pintor.
Pero hay más: en el reflejo del monarca sobre el espejo, el propio rey ve aquello que de ninguna otra manera podría llegar a ver: su propia representación. Lo invisible para el propio pintor es capaz de revelársenos, siempre y cuando ocupemos nuestro sitio. Así, estamos viendo el otro lado del espacio que abre la representación clásica. Pero, sobre todo, estamos asistiendo a la desaparición necesaria sobre la que se asienta toda representación: la del monarca. Y es que, es necesario que el rey desaparezca para que la representación pueda tener lugar, para que el espectador ocupe su sitio y, como quien dice, forme parte de la familia. Esa es, sin duda, la maestría de Velázquez: que por primera vez representa la ausencia sobre la que se fundamenta toda representación.
Es en esta nueva situación que sucede que, para toda representación, hay un residuo, una adición que trata de solventar la ausencia sobre la que se fundamenta la propia representación: ese residuo excesivo somos nosotros mismos, condenados a estar mirando eternamente para que la representación tenga lugar. Pacientemente esperamos que la región de lo invisible que habita lo representado (el lienzo del pintor) se dé la vuelta y nos podamos ver ahí reflejados, tal cual somos. Pero, mientras tanto, no podemos evitar estar en el lugar de una ausencia, “ser”, “estar mirando”, para que la representación no se desbarate.


Sí: quizá la mirada del espectador sea soberana para construir lo representado. Pero, quizá sin darse cuenta, su mirar, en su función constructiva, se descubre también como deudora, como sacrificio, como un ocupar una otredad para que el edifico de la representación no se caiga por los suelos. Y es que sucede que, de todo lo representado, nadie ve el reflejo invertido (nadie ve la figura de los reyes en el espejo), salvo nosotros. Hemos, por tanto, de estar ahí. Nosotros, impertérritos, soportando y soportándonos: soportando la representación y soportándonos en la representación.
Nos situamos sustituyendo a los monarcas esperando que llegue el momento en que podamos ver nosotros mismos nuestra representación en el lienzo que no vemos; pero tal momento, sabemos, nunca llegará: pero, aún así, no podemos dejar de mirar esperando el momento en que se desvela lo invisible de toda representación. Y es que, sin duda, ese es en esencia el momento ideológico por antonomasia: creer que es de nuestra representación de lo que se está tratando, que somos, efectivamente nosotros, quienes somos representados en ese lienzo que no vemos. No por otra causa, sostenía Althusser que la ideología simula el preguntar a cada uno, en particular, nuestra inscripción en el imaginario o no.
La ideología entonces, avanzamos, es un estar a la espera para que se nos invite a poder comprobar qué hay pintado en lienzo: para comprobar que, o sí, lo pintado coincide con lo reflejado en el espejo (con los reyes, y nosotros somos entonces apariencia, pseudorealidad incapaz de representarse), o no, lo pintado somos nosotros y lo reflejado en el espejo una apariencia.
Si en el espejo del fondo, ahí donde aparecen los reyes, no hay reduplicación alguna, no aparece nada que ya aparezca en el cuadro, es porque no hay ámbito de intersección alguno: toda posibilidad de comunicación entre ámbitos, el de lo visible y el de lo invisible, el de la realidad y la apariencia, se da en relación a la ausencia de los propios monarcas, ausencia que, como decimos, hemos de rellenar nosotros, restituyendo la visibilidad de lo que permanece invisible. Es decir, la respuesta ideológica no admite matices ni hay síntoma sobre el que podamos anticipar una respuesta como correcta. Por tanto, nuestro drama es que todo traer de nuevo a la presencia (tal es el re-presentar, re-memorar) se fundamenta en la tachadura de un original que ya no está y del que solo queda un hueco, una ausencia: ¿cómo rellenarla? Esa es la pregunta.

De esta situación representacional ya hemos sacado alguna consecuencia pero, sin duda, la más grave es que, amparados en ese lugar vacío que se descubre como fundamento de toda representación, sucede lo que todo el mundo sabía pero callaba: que rey, al fin y al cabo, puede serlo cualquiera. No otro individuo, sino, de hecho, cualquiera. Cualquiera, eso sí, que pueda ser representado; es decir, que se sitúe en el juego de la representación en el lugar de la ausencia del monarca. Y eso, y no otra cosa, es lo que inaugura la democracia: el hecho radicalmente escandaloso de que cualquiera pueda llenar el emplazamiento del ausente; el hecho, ignominioso se mire por donde se mire, de que la historia de cualquiera pueda ser elevada a destino de una nación.   


Es decir, cualquiera que pueda ser inscrito dentro de la familia: el pueblo de los que no somos ninguno, de los que no somos nadie, pero que, aún así, somos capaces de ser representados, de llegar a ser alguien, de tomar la palabra. Decía Ortega en sus escritos sobre Velázquez que el cuadro de “Las Meninas” era conocido, coloquialmente en palacio, como “la familia”, ya que antaño los aristócratas se referían a familia en el sentido original de “criados” (famulus, criado).
Y es que, hablando de familia, si por una parte el cuadro de “Las Meninas” sitúa la representación en relación al juego ideológico (ser, ser representado), por otra parte el mismo cuadro representa ya la preeminencia de aquellos que no son nada, que no tienen historia, que forman la familia de los sin clase: nosotros podemos ocupar el lugar vacío del monarca no ya solo por la apertura en el propio representar (apertura que evidencia su fundamento siempre invisible y ausente), sino en igual medida debido a que aquello que de facto son representados son, ahora sí, iguales a nosotros: nadie, un cualquiera.  Ya no solo las propias meninas como cortesanas y sirvientes de las infantas, sino que la pintura de Velázquez nos muestra un gran catálogo de “nadies”: el Bobo de Coria, el Niño de Vallecas, el Primo Pablillos de Valladolid, Mari Bárbola, Juan de Pareja, etc.
En un formidable artículo, José Luis Pardo sitúa en igualdad de condiciones “Las Meninas” con la portada del Sergeant Pepper’s de los Beatles, haciendo de ella una reactualización del lienzo velazqueño y, por ende, una vuelta de tuerca en esto de la crisis de la representación: y es que, ahora, en la portada-pop del disco, la familia ha crecido considerablemente. Ahora, en el popurrí nivelador de rostros conocidos que sitúa en igualdad de condiciones, por ejemplo, a Mae West que a Oscar Wilde, el lugar vacío ya no es la soberanía del rey, sino la propia soberanía popular: somos nosotros quienes, con el poder absoluto del antiguo monarca, disponemos de la capacidad de referir la vida de un cualquiera a icono representacional de una época.
Esa es la razón de porqué, igual que en “Las Meninas”, junto con la Infanta Margarita se sitúa a la Mari Bárbola y al enano Nicolasito Pertusato, la portada del disco esté como quien dice infestada de “don nadies” o bufones modernos (cantantes, cómicos, actores), esos cualquiera cuya presencia en la representación –sus méritos– no se debe a nada más que a un “simple giro del destino”: Marilyn Monroe, Stan Laurel, Oliver Hardy, Lenny Bruce, Marlo Brando, Shirley Temple, etc.
Es decir, la celebérrima portada representa la nueva “familia”, la pléyade de aquellos nadies sobre cuyas vidas no dejamos de referir historias; “familia” sobre la cual, por otra parte, seguimos proyectando la esperanza de que algún día se desvele el misterio de esa “soberanía popular” y nos diga que nosotros también estamos ahí representados, que nuestra historia es digna de ser contada, que hemos accedido a una parcela de visibilidad, que nuestro “ver” ya no hace falta solo para sostener el sistema ideológico-representacional sino que ahora somos nosotros, no ya los que miramos esperanzados, sino sobre quienes caen las miradas. ¿No son esos, por otra parte, los quince minutos de fama profetizados por Warhol?


Sin duda que es la mecánica de los mass-media, esos ecualizadores de eventos a escala planetaria, los que han posibilitado esta insurgencia de los don nadie, de modo que el aparato ideológico se ha perfeccionado hasta el límite de la perversión: lo mismo que Velázquez construye su cuadro en la necesidad de una mirada que sabe siempre va a estar ahí –la del espectador– soportando la construcción del sistema de representación, ahora son los medios mediáticos los que confabulan nuestra mirada para que estemos atentos a cualquier nimiedad, a cualquier chorrada, a cualquier parida. Ahora, el régimen representacional de la ideología hace que estemos mirando continuamente la pantalla plana (lo que antaño era el lienzo) para ver si hay un desvelamiento, un rasgar las apariencias que nos diga si sí o si no: que nos diga qué había pintado Velázquez en el lienzo ese que en “Las Meninas” permanece oculto, que nos diga, es decir, si hay algo bajo las apariencias. La ideología, por tanto, es el sistema especular que nos hace ser deudores de un mirar que nos construye en una espera fantasiosa e imposible. Pero, el asunto, lo fantasmagórico de todo este tema, es que no podemos dejar de mirar.
Así pues, si el representar de “Las Meninas” tenía su punto ideológico en la respuesta que podemos referir a qué pinta el pintor en el lienzo que no se ve, ahora, la representación mediática (de cuyo ejemplo la famosa portada es solo un icono más) enfatiza el momento ideológico refiriéndolo a responder sí (sí hay algo bajo las apariencias, bajo las imágenes mediáticas con las que nos bombardean) o no (no hay nada bajo ellas, nada hay que sea el objeto representado).

Es en esta problemática donde la obra de Roman Ondák adquiere, creo, toda su potencia. Y es que, esencialmente, y por no repetirnos mucho, desde el lejano año 67 en que se publicó el Sergeant Pepper’s hasta hoy, han pasado muchas cosas. O, mejor aún: no han pasado demasiadas cosas pero, revertida esa nada histórica donde estamos situados dentro de los engranajes de producción mediática, el cuadro de Velázquez, la portada del disco de los Beatles, han quedado en nada comparado con la “gran familia” de los cualquiera que formamos hoy en día.


Y es que la Escena (así se llama por otra parte la obra) que construye Ondák remite a las condiciones últimas en el régimen de representación. Esencialmente, el cambio que se percibe desde “Las Meninas” es que ahora, el “don nadie” que soporta la escena, la representación, es susceptible de estar a ambos lados del lienzo. Pero, ¿cómo es eso posible?, ¿no habíamos quedado en que nunca podríamos ver lo invisible, aquello que ha pintado Velázquez en el lienzo?, ¿cómo se sustenta el régimen representacional ideológico si ya, al poder pasarnos al oro lado, podemos decir si sí o si no?  
La cosa es que estamos a punto de revelar el secreto: que, para la representación, no hacía falta ausencia ninguna, que de hecho, podíamos haber matado al rey hace muchísimo tiempo, que no necesitábamos situarnos en su ausencia porque, la tal ausencia, es un camelo tremendo. Más aún: estamos a punto de revelar que al ideología entonces se sustenta en una martingala, en una construcción evanescente que no es sino puro humo.
Es decir: intuimos que no hay nada pintado en el lienzo y, de ahí, la necesidad de que las historias se sucedan más rápido, que el flujo de acontecimientos fuerce la máquina hasta el máximo: así no nos veremos tentados a apartar la vista. Seguiremos mirando, mirando una nada, pero mirándola en todo caso. Ya ni siquiera sabemos lo que esperamos, lo queremos olvidar: la democracia se ha dislocado y no, ellos ya no nos representan: la crisis de representación colapsa todos los ámbitos porque hemos olvidado de donde venía todo este mirar y ser mirados. Estamos en la escena, dentro de la escena, por fin, como deseábamos, pero ahora no sabemos qué hacer.
Bueno sí: simular pero sin que se nos note mucho. Hacer como que seguimos buscando al asesino aunque hace ya tiempo que nuestro cinismo postmoderno se ha instalado entre nosotros para quedarse. Y es que, en último término, hemos descubierto lo que ni de lejos pudiéramos haber imaginado: que nos compensa seguir con el juego, con el simulacro. Para nada del mundo queremos asomarnos al lienzo (o mirar bajo las apariencias) y comprobar qué hay realmente. Somos cínicos, pero nuestro cinismo no es sino un arma de supervivencia para seguir jugando a la representación, para que lo real no se nos termine de escapar de entre los dedos para siempre.
Y, ¿no es todo esto justo lo que pasa en la obra genial de Ondák? Se nos prometió que nuestra historia iba a ser contada pero, en la hiperfluídica de un régimen de representación que ya no hace distinciones (cualquiera puede ser un cualquiera, cualquiera puede ser representado, cualquiera puede ser sustituido por el monarca, cualquiera puede entrar en la escena) nuestra historia no es sino un efecto de acople entre las demás, casi infinitas, historias.
Repetimos: ¿qué nos queda por hacer? El idiota. Lo mismo que el enano Nicolasito Pertusato, lo mismo que los cómicos que pueblan la portada del Sergeant Pepper’s, nosotros sabemos que, para salir en primer plano, para que nuestra historia sea contada, no hay nada como ser un bufón.
  Y eso, justamente, es lo que pasa. Quizá no la había pensado así el bueno de Ondák, pero uno recorre la pasarela que circunvala el Palacio de Cristal (la escena) y no deja de ver a su propia “familia” haciendo el idiota, llenando la escena con sus payasadas: en su mayoría turistas middle class que se han dejado caer por ahí y que entran sin más dentro de una escena vacía la cual recibe –incomprensiblemente- el nombre de “obra de arte”. Ante el desconcierto, claro está, la sintomatología del payaso no hace sino crecer exponencialmente. En la pulsión fotográfica que nos invade, la compulsión a registrarlo todo, incluso lo incomprensible, se torna en existenciario fundamental para la masa: esa nueva “familia” que, ya por fin, somos todos.
Uno bien pudiera decir que es que, pobrecillos, no comprenden nada, que no se dan cuenta que están ante una “obra de arte”, que no son capaces de ver dentro. Pero tal posición, a estas alturas, se nos antoja una boutade pleistocénica: si, de verdad, no hay nada que comprender es porque la pregunta ideológica, como hemos dicho, era puro humo. Rancière, a este respecto alega que si “la ciencia crítica nos hacía reír con los imbéciles que tomaban las imágenes por realidades y se dejaban así seducir por sus mensajes ocultos (…) ahora la ciencia crítica reciclada nos hace sonreír ante esos imbéciles que todavía creen que hay mensajes ocultos en las imágenes”. Total y resumiendo: como llamar imbécil está muy feo, la solución a la paradoja ideológica de la representación es abrir el campo a una tercera posibilidad. Solo así podemos salir del posicionamiento ideológico de los que saben y los que no saben, posiciones que, no creo que haga falta referirse a Debord, no son sino inversiones de una misma mecánica de dominación ideológica.
La ideología no es, como nos ha enseñado Zizek, sino la preocupación por una pregunta disyuntiva que, como tal, no existe o, como poco, es insustancial: ¿hay algo pintado en el lienzo de Velázquez o no?, ¿hay algo bajo las imágenes mediáticas o no?, ¿estoy dentro de una obra de arte o no? Esas no son las preguntas. Y, por ende, esas no han sido las respuestas acertadas, pese a andar dándole vueltas aún al asunto
La única respuesta acertada es la que plantea con su obra Ondak: que no sabemos si somos capaces de contestar otra cosa o no, pero que lo que es innegable es que esas son las únicas preguntas que nos sabemos. Es decir, la ideología nos invita a responder (si sí o si no) siempre y en cada caso a la única pregunta que nos sabemos.
Mi “familia” dentro de la escena no es que no comprenda la obra de Ondák: es que la comprende demasiado bien, excesivamente bien diría yo. Porque lo que comprende es que hay que hacer lo que sea, preferiblemente el idiota, para que no surja ninguna otra posible pregunta: llamar la atención, o la chorrada mayúscula o la barbaridad telemático-terrorista de turno, todo con tal de que podamos mantener la calma y seguir refiriéndonos a una misma posibilidad: la de si hemos entrado a formar parte de la familia o todavía no.
Susan Sontag, y ya para ir acabando, decía que “los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad”. Y es que no nos compensa: no queremos saber y, para ello, cualquier idiotez es poca. La ideología, por otra parte, lo sabe, de ahí que cada vez abra más el campo escópico: cuantas más hisrorias puedan ser contadas, cuanta más don nadies entren a formar parte de la “familia”, mejor: así no nos faltará diversión, y nos lo pasaremos teta partiéndonos la caja de la mierda de obras de arte que hacen hoy en día.
¡Sí es que llaman arte a cualquier cosa, hasta a un palacete vacio!

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