Este
texto pretende ser una crítica filosófica a la película Open Windows. Después
de nuestro éxito con “La última oferta”, esta vez tampoco fallamos. Para evitar
insultos, y aunque esta advertencia sin duda me va a restar miles de lectores,
quizá incluso decenas de miles, he de decirlo: no lean si no han visto.
Según la crítica más cinéfila la
última película de Vigalondo es
desigual y renquea al final de manera estrepitosa. Una vez vista la cinta hemos
de decir que la crítica nunca falla: el final, aparentemente, es un caos donde
a la penúltima vuelta de tuerca le queda, como en una traca sin fin, siempre
una última intentona por desentrañar todo el misterio cibernético que nos
asola.
Sin embargo, sostenemos, esto es así solo
si el interés del film recayese meramente en su componente armónico, en su
forma más que en su contenido. Quizá culpa de ello la tiene el propio Vigalondo, que para un film que sabe
supera los cánones prestablecidos, opta por una narración en continuidad de
modo que lo que quiere contar al final se le sale de los moldes más
convencionales.
No obstante, hay que romper una lanza
por el cineasta y la película y. además, tratar de dar una interpretación de
qué es eso que ha querido contar y no le ha salido, (más decimos, por cuestiones
de metodología que de otra cosa). Y es que contar una historia que trate de decirlo
todo respecto a nuestra nueva realidad cibernética requiere un salto en la
lógica de las acciones muy difícil de captar por los procedimientos
convencionales del cine.
Porque –y esta es nuestra
interpretación– al final quiere contar algo radicalmente diferente a todo lo
que en la primera parte de la película parecería el desarrollo normal. Y es
precisamente ese giro inesperado lo que hace a la película –pese a todo-
interesante: en que señala el propio vacío estructural de nuestra ideología. La
película, y pese a los guiños de los servidores que pudieran interpretarse como
lo Real en sí mismo, asume el riesgo de querer trasgredir la inocente y candorosa
idea de la ideología como “falsa conciencia”. Es decir, y puesta la frase al
día, la idea de que la realidad virtual es un recubrimiento engañoso de la realidad,
un algo que nos tiene engañados y subyugados pero que, una vez traspasada,
arribaremos a las playas de la verdad única. Nos explicamos...
Al principio hay un hombre normal y
corriente –sobre todo muy normal y corriente– llamado Nick Chambers navegando por la red, haciendo infinidad de cosas,
abriendo pantalla tras pantallas que tiene mucho de myse en abisme. De repente irrumpe una voz, la voz del mandato
yoico, la voz que guía al hombre normal a surfear por encima de todos sus
deseos, la voz de una voluntad que solo desea su propio deseo, una voz cuyo
poder es simple voluntad de poder, de desear. ¿Nos suena de algo?
Es ahí donde Nick obedece una vez sí
y otra también a esa voz ideológica que le invita a cumplir sus sueños, sueños
que en esta época cibertelúrica coincide con el campo expansivo de un régimen
escópico que nos promete lo imprometible: verlo todo. Es además en la capacidad
de verlo todo donde descansa actualmente –como buen mandato ideológico que es– la
pulsión de muerte freudiana. Y es que en ese “verlo todo” descansa la promesa
ideológica por antonomasia: romper la imagen-límite, lo sublime catastrófico,
el punto de no retorno más allá del cual la fantasía queda anulada por
completo. Es decir, caer más allá del principio del placer.
Extendiéndonos un poco más, es por
ello que Zizek sostiene que el verdadero exceso no es
practicar nuestras fantasías, sino hablar de ellas, hasta que la barrera entre
el lenguaje y el goce se rompa. De eso trata precisamente el hablar pese a
todo, el hablar dentro de la paradoja: el situarnos en la barrera entre el
lenguaje y el goce, entre lo posible y lo imposible, entre la realidad y la
ficción, entre la política y la estética. Hablar no por no callar, sino para
abrir la posibilidad a decir lo imposible.
El momento álgido de esta parte de
la película es sin duda cuando, por fin, Nick tiene a Jill Goddard (¿JL Godard?) solo para él. Por fin va a poder verlo todo. Esta
escena lo tiene todo: la violencia que ejerce el mandato yoico para invitarnos
a traspasar la frontera y la íntima conexión que existe entre el placer que nos
proporciona la ideología y el sexo. Los alaridos de dolor del hombre con la
pelota en la boca son el envés ideológico a una catexis pulsional que nos
invita a ir siempre más allá- porque, de hecho, la ideología se alimenta de
este exceso pulsional que se excede. No quisiera dar más pistas de las justas y
necesarias, pero cima de lo perverso-ideológico hubiese sido que Jill hubiese
sido obligada a llegar al orgasmo (y seguro que Nick también) al tiempo que el
hombre muere desangrado. Freud no iba muy desencaminado con aquello de vincular
el principio del placer al principio de muerte.
Y
es más o menos hasta ahí donde llega la parte “comprensible” del fin. Cuando
Nick pregunta una y otra vez a la voz que quién es, solo una vez logra algo
parecido a una respuesta: ¿sabes guardar un secreto?
Eso es –dentro de esta primera parte de la película– la ideología: un secreto
que me ha elegido a mí para invitarme a dar cumplida cuenta de todos mis
deseos. Incluso, cuando el malo (la voz) se adentra en sus aposentos y nos
muestra los servidores como una infinita máquina productora de realidad, lo
tenemos más que claro: los servidores son lo Real, lo que descansa del otro
lado de las apariencias, el mecanismo que las construye para amnetner a al
verdad siempre más allá.
Y si ahí hubiese terminado la película
todo hubiese quedado apañado y bien reconcentrado. Más que nada porque la
historia ya nos la sabemos: es la ideología que va de Marx hasta Althusser en
progresión ascendente en cuando al efecto de placer que causa el responder
afirmativamente a la ideología, ya sea por el hecho de comprar una mercancía o
ya sea debido a que tal respuesta ideológica nos inscribe como subjetividad
yoica en la pantalla. Dicho en claro: ¿no es ahora garantía de subjetividad
incluso frente al Estado el saber moverse por la red, el estar cada vez más
informado y conectado?, ¿no somos nosotros quienes le seguimos el juego a ese
poder creyéndonos capaces de volición alguna cuando es él, el poder, quién
administra de manera perfectamente maquínica nuestro nivel de conectividad y
nuestra capacidad para la catexis libidinal frente a la imagen, verdadera única
mercancía en esta fase del capitalismo?
Es decir: de acabar aquí la película
dispondría una realidad ya de por sí terrorífica. Sujetos-cobayas ansiando que
la ideología se dirija a ellos y les prometa verlo todo, les aliente y les diga
que para ellos el nivel de energía libidinal permitido en la implementación de
imágenes es tan alta que se les permite verlo todo.
Sin embargo, Vigalondo abre otra pantalla, una duda para que el secreto ya no
está tan claro: ¿quién es Nevada?
Pudiera ser un tour de forcé más para
una película que no sabe donde acabar, pero es sin duda esa última pantalla la
que nos sitúa en la indecibilidad ideológica actual y supera la interpretación
que hasta aquí nos ha valido pero que hace aguas por todas partes.
Y es en ese punto, en relación a
contestar la única pregunta que queda sin contestarse, donde el espectador, ciertamente, se pierde y
no acierta a encontrar una salida. Aquí, de modo totalmente gratis, les
ofrecemos un atisbo de respuesta: la ideología no es nadie. Es decir, la voz era un simple usurpador, un camelo, un algo
a quien creemos estar contestando para que el edificio ideológico-libidinal no
se caiga y poder seguir siendo alguien.
El malo, la voz, lo que hasta ayer
pensábamos que era la voz ideológica a la que hay que dar cumplida respuesta, resulta
ser una nada travestida, un señuelo. Porque lo que desvela la película es que Nick Chambers es el propio Nevada, ese quién se pensaba manejaba
los hilos de las teorías conspirativas más diversas. Es este giro ideológico el
casi imposible de representar dentro de una narración: que el malo no existe,
que es un simple efecto concomitante de una ideología que se disuelve apenas se
cree atraparla y que, en última instancia, somos nosotros mismos quienes no podemos
dejar de desear traspasar el umbral de lo visible. La voz ideológica es la inscripción
con que carga la construcción de nuestra subjetividad; la ideología ha devenido
tan perfecta que ya deja en nuestras manos el poder de afirmación. Solo que no
queremos verlo así y nos mola seguir fantaseando con que hay algo debajo de las
apariencias, algo que nos invita a salir de nuestras apariencias y apresarlo.
Esas grandes teorías conspirativas son
el culmen de esta necesidad de que haya un Gran Otro, un otro del otro, alguien
que dirija el cotarro. En la película esto está muy bien captado: es el francés
el paranoico por excelencia, aquel que en la decisión ideológica siempre afirma
la existencia de ese Gran Otro. Es él, el francés, quién cree en Nevada por
encima de toda circunstancia. Son los Snowden
y Assange que pueblan nuestra
pantalla-mundo y creen estar revelando la identidad de ese Gran Otro, cuando lo
cierto es que llevamos cada uno inscrito en nuestro ADN cibernético la pulsión
escópica de destrucción desde hace ya décadas.
¿No será por tanto que la operación
puesta en marcha por Nevada sea la
de convertirse en víctima, en sujeto obediente al mandato yoico de la ideología
y atreverse a obedecer hasta las últimas consecuencias? Quizá eso sea lo que hacemos
todos los días: desdoblarnos en dos, un yo que manda y yo que obedece. Lo imposible
que se atreve a hacer Nevada es
disociarlos hasta el límite de trasgredir la frontera escópica. Lo imposible
que hace Nevada/Nick es atreverse a fantasear.
Cuando, al final, ya en la cripta, Jill Goddard le pregunta a Nick que quien es, éste ya no contesta
refiriéndose al secreto: ya no hay secreto que guardar, la fantasía de verlo
todo ha sido satisfecha, fantaseada hasta el límite (¿no es la cripta ahí donde (no)termina el myse en abysme, dónde el secreto es eliminado por no poder decirse?) Ahora Nick contesta con un lacónico “no soy nadie”. Efectivamente. Ese es
el precio que hay que pagar: verlo todo, atravesar la fantasía para devenir
nadie, un cualquiera, alguien que ya no está inscrito en el régimen ideológico.
Y es que lo curioso del régimen ideológico actual es que su altísimo grado de
perfección va de la mano con que cualquiera puede escapar. Ya no hay poder coaccionador,
no hay una violencia estatal: hay simplemente una voluntad de poder que en cualquier
momento podría fantasear con poder desearlo todo
Él ya no forma parte de los millones
que han de decidir si seguir viendo o apagar y no ver. No siendo ambas
posiciones sino la misma, atravesar la fantasía supone situarse en el más allá
del placer, en el haberlo visto todo, haber fantaseado hasta más allá del
límite. El, Nick, ya no es nadie, ha
cumplido con su última operación, la de fantasear con lo imposible. Ahora puede
desaparecer en la cripta.
Jill
Goddard también está
ahí, en la cripta, y también comprende que su deseo es desaparecer, no ser
nadie, ser cualquiera. Por eso cierra el ordenador, creyendo que con eso se
acabará su exposición, creyendo que así será otra. Pero, sin duda, no lo tiene
tan fácil como Nick: ella no es Nevada, ella es Shasa Grey, no sé si me explico…
A partir de aquí podríamos seguir hablando,
pero sería otra película, la que queda por hacerse.
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