DARYA VON BERMER: (SELFI)
MATADERO MADRID. ABIERTO X OBRAS: 05/02/16-31/07/16
Fascinados como estamos por la técnica, no terminamos de ver la urgencia de nuestro momento histórico: no se trata de tener la capacidad de conectarnos a una pluralidad casi ingente de canales de exhibición de imágenes, sino de ser con todas las letras productores y distribuidores de imágenes. Es decir, de ser cada uno de nosotros actores principales en la producción de ese déficit político con el que cargan nuestras sociedades: la de producir imaginario colectivo, la de construir esfera pública.
No se trata de elegir entre una multitud de escenarios donde las imágenes aparezcan ante nosotros en una sucesión siempre ideológicamente sobrevenida, sino la de inmiscuirnos nosotros mismos como agentes de repotenciación visual, cómo nódulos distributivos que reterritorializan flujos diseminándolos en una matriz n-potencial. Se trata, en definitiva, de meternos dentro de la escena para, si fuese el caso, hacerla implosionar desde dentro. Se trata, dicho en plata, de ser terroristas del medio.
El problema es que nos creemos elevados a otro orden superior por inferir de la técnica potencialidades que influyen en nuestro devenir-sujeto sin percatarnos que nuestra afirmación de la técnica es bastante poco dionisíaco: no supone en modo alguno una pluralidad en la praxis, una fluídica en las catexis implementadas, sino un embarrenado en toda regla, una dejación de principios con la capacidad de permitirnos seguir simulando.
Aún así, lo cierto es que a cada poco nos la jugamos y, al tiempo que no hay imagen que no sea ideológicamente construida, también es cierto que en cada instante la decisión –política– pesa sobre nosotros. Aceptar o no aceptar, seguirle el juego a la imagen-capital o cerrarnos en banda. Cómo sabemos que no hay opción, la melancolía es nuestra sintomatología más precisa para estos tiempos de derrumbe de casi todo, una melancolía que hace que nuestra utilización de la técnica no sea sino un fantasear con la idea de que alguien sigue estando al otro lado. “¿Hay alguien ahí?”, sería la pregunta para poner punto y final a una época que empezó construyendo kantianas elaboraciones más ilusionantes: ¿qué puedo saber?, ¿qué me cabe esperar? En definitiva: estamos ya para muy pocos trotes.
Pero lo calamitoso de todo esto es que sigamos sin darnos cuenta, simulando en una disneylación absoluta y haciendo de la necesidad virtud, que sigamos cantando nuestra desesperación disfrazándola de divertimento circense. Lo trágico no es ya el grito de Benjamin de que la catástrofe es que esto siga así sino el que seamos tan inocentes como para creemos con la sartén por el mango. En esta situación, normal que el arte sea tan importante en esta actualidad nuestra: nos ayuda a deglutir con mayor facilidad las fantasmagorías con las que hemos de lidiar día sí y día también, nos proporciona ensayos de experiencias con las que simular que lo nuestro es un naufragio en toda regla. Es decir, la tarea del arte no es ya trocar el momento de falsedad en verdad –o viceversa– sino ayudar a simular la falsedad de nuestra escena. Y para esto, la instalación de Darya von Bermer en Matadero Madrid no es sino un ejemplo, uno más, de los derroteros insustanciales del arte contemporáneo.
Para no marear mucho la cuestión, el quid de la cuestión está en la pregunta que se hizo en uno de su textos más interesante –y eso ya es decir mucho– José Luis Brea: “la pregunta es: ¿está en nuestras manos decidir la forma y la estructura que deba adoptar la determinación técnica?” Dicha pregunta, cómo todo lo fundamental en esta vida, tiene trampa y contestar que “sí” no es sino el haber sido lobotomizados para servir a los intereses de una ideología que, simulando su disolución, resulta más operativa que nunca. Y es que lo que es de todo punto necesario saber es que la técnica es nuestro destino y que pensar que hay un afuera donde acampa la posibilidad de un mundo mejor “es un engaño: encubre que nosotros mismos, y aún nuestra capacidad de conocer y de querer, somos el resultado de la propia eficacia de la técnica –el yo como producto de un cierta ingeniería (técnica) de la conciencia”.
Pero por el contrario y paradójicamente, toda posibilidad de remontar el vuelo descansa en la técnica, una (im)posibilidad debido a que no disponemos del tiempo abstracto para su efectuación real pero, al fin y al cabo, una posibilidad que hay que recorrer. Y no una posibilidad más sino nuestra única posibilidad; una posibilidad que se abre precisamente a que nuestro único futuro se dé cómo efecto de una reconfiguración estética de la comunidad, una diferente modulación de los afectos y los efectos, una sinapsis modulada como diferir de la diferencia, como constelación de núcleos nodales abiertos a nuevas reordenaciones.
Y aquí es donde todo viene a coincidir: el momento en el que estamos es aquel donde el arte ha sido en gran parte reducido a dispositivo de formación de masa, en espectáculo llamado a producir consenso alrededor de formas difuminadas y reactivas de crítica. El arte, más que a servirse de la técnica para aludir a nuevas posibilidad de comunidad, goza de la banalidad espectral de nuestra contemporaneidad y, como mucho, nos ayuda a suspirar por un tiempo mejor.
En este sentido, obras como la de Darya von Bermer son la máxima exponencial de lo irrisorio, la implementación estética de una ecuación bien precisa donde el engaño se ha llevado a cabo en masa: creemos que gozamos con nuestra recién conquistada escena cuando lo cierto es que no somos más que espectogramas bailando sobre las brasas de un futuro que ya no es nuestro. Obras como la de la artista hispano-mexicana concluyen sin sonrojo alguno que el simulacro ha sido, se mire por donde se mire, colosal.
La obra de von Bermer se comprende como la canalización institucionalizada de otro dispositivo de producción de imágenes que, con el beneplácito de una autoreflexividad que ya no puede ser más que el gesto de condescendencia del arte para consigo mismo, se autoaplica el calificativo de arte. Es decir: no ya como decíamos al principio productores y distribuidores de imágenes sino simples consumidores; no ya terroristas del medio sino meros espectadores encantados de salir en escena, de que se cuente con nosotros, de ser protagonistas de una trama donde, antes o después, solo se requerirá de nosotros el que seamos expulsados.
La instalación es grosso modo parecida aquella tomadura de pelo que fue la exposición de la misma artista en la galería Moriarty en el año 2010 –unas tiras de luz rodeando la galería y que ahora cuelgan de cada columna de la antaño cámara frigorífica del Matadero de Madrid– solo que ahora se le ha agregado un dispositivo de duplicación y una plataforma desde donde el espectador puede hacerse una selfie. Todo muy preciosista, en connivencia con los últimos resortes ideológicos de tecnificación representacional. Pero la cuestión es siempre la misma: de la supuesta capacidad autoreflexiva de la experiencia que nos brinda la artista no se infiere –ni de lejos– ninguna movilización disensual, de la .
Concluyendo, quien quiera ver en este ejercicio onanista de narcisismo estético un reclamo para la necesidad disensual de crear comunidad está muy confundido; quien quiera ver en esta utilización panfletaria de la técnica una brecha en la panavisión cibernética en que ha devenido el mundo no hace sino ayudar a que el simulacro termine por hacerse globalidad. Lo llaman arte público pero no es más que el licuado insustancial de prácticas ideológicas al por mayor. Lo llaman arte público pero no es más que divertimento atravesado por el suficiente autobombo crítico como para poder pasar por obra de arte. Se llama, en definitiva, arte y no es más que los rescoldos de un sueño que ahora duerme travestido de dispositivo crítico, el caldo de cultivo con el que el Sistema ensaya más perfectamente sus poderes de sujeción.
Y sí: quizá seamos un poco drásticos en nuestras apreciaciones. Pero si la situación no fuese urgente, si la cosa no corriese prisa, bien podríamos sonreír también nosotros y decir, mirando para otro lado, que tampoco es para tanto al tiempo que nos hacemos nuestra bonita selfie y luego copmpartir. Pero es que, ahítos cómo estamos porque algo termine por acontecer, el instante que nos brinda la instalación de von Bermer no conlleva ningún riesgo… ningún peligro. Es simplemente el registro de una nadería.
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