martes, 24 de marzo de 2009

DELEUZE Y LA INELUCTABLE MODALIDAD DE LO VISIBLE EN JOYCE, PROUST Y BACON


FRANCIS BACON: MUSEO DEL PRADO 4/2/09- 19/04/09

Citar es un buen modo de comenzar la serie. Deleuze, en una entrevista con ocasión de la publicación de su libro sobre Francis Bacon, decía: “La emoción no es del orden del ‘yo’ sino del acontecimiento”. No es el drama, sino el horror desfigurativo del choque con lo Real, el habitar en el “entre”, en el pliegue, en el reverberar de lo fenoménico y nouménico que despliega la libertad, el acongojado horror de tal actualización, el espanto de lo Real puro, sin mediación ni filtro de lo Simbólico. Toda emoción, en cuanto pertenece al acontecimiento y no al ‘yo’, es aterradora.
Pero, si la emoción es la consecuencia de la sensación, podemos empezar un poco antes, y un poco más lejos (tanto como la playa de Sandymount, cerca de Dublín) con otra cita, esta vez de James Joyce: “Ineluctable modalidad de lo visible: al menos eso si no más, pensado con los ojos. Marcas de todas las cosas estoy aquí para leer, freza marina y ova marina, la marea que se acerca, esa bota herrumbrosa. Verdemoco, platiazulado, herrumbre: signos coloreados. Límites de lo diáfano. Pero añade: en los cuerpos”. Toda percepción, en su despliegue, se condensa, como acontecimiento, en los cuerpos, en su superficie.
De esta manera, tenemos, en el choque del texto y lo textual, la primera reverberación en el ‘entre’ de ambas citas. ¿Cómo compaginar el espanto de toda sensación que se enfrenta a lo Real con la necesidad de ser precisamente ella, la sensación, la configuradora de lo matérico?
Slavoj Zizek lo plantea en términos parecidos haciendo saltar la paradoja en el mismo interior del pensamiento de Deleuze: o el afecto lo crean los cuerpos, o son los cuerpos los que son creados en las intensidades virtuales. Es la eterna paradoja entre el producir y el representar. O bien el campo virtual es un efecto inmaterial de cuerpos que interactúan, o bien son los propios cuerpos los que surgen y se actualizan en ese campo.
Pero, aún teniendo presente esta paradoja, sea cual sea nuestra posición, y más aún en el arte, lo primero es la sensación. Ahora bien, una vez implosionada toda filosofía de la representación de modo que toda reducción eidética está de más, ¿cómo representar?, ¿qué representar?
En el campo de inmanencia toda apelación a ámbitos fenomenológicos están condenados al fracaso ya que se asientan en la certidumbre de una conciencia preexistente. Sensación, como dato de la realidad, sí; pero también como intencionalidad de una conciencia que busca cierta síntesis, cierta sumisión de la diferencia baja la coraza protectora de la identidad. Que la filosofía occidental hasta el siglo XX haya sido el ejercicio sufrido de intentar dar forma a lo cambiante y diferente bajo magnos conceptos que le otorgasen identidad es algo ya sabido. Y que en Husserl tal intento llegue hasta las vecindades mas interiores del sujeto haciendo de sus vivencias (en clara relación con la sensación) el campo a dogmatizar eidéticamente, nos pone en la senda de otra serie a recorrer.
Y es que en el campo de inmanencia la sensación ya no puede ser conceptualizada a modo de garantía eidética de subjetividades, sino que es producto de la diferencia. El “ver” ya no remite a la presencia de ningún ser que evite la duda de cualquier genio maligno. Ahora el “ver” remite a la percepción en el “y”, en el “entre” del pliegue. La subjetividad no es el sustrato, en forma de memoria, que dé identidad al flujo de sensaciones sino que es la causante de crear ciertos puntos de acumulación a lo que poder llamar, en ese flujo en devenir constante, sujeto. En el principio de todo esto, un filósofo bien querido por Deleuze, Henri Bergson: “es la duración en la percepción lo que crea una interioridad donde se sitúa una memoria a-psicológica”.
De ahí que Stephen Dedalus no sea el sustrato de su propia percepción, sino el reflejo devuelto por el límite de lo diáfano en la superficie de los cuerpos. Por eso, sigue en el flujo de su diálogo interior: “Abre los ojos ahora. Lo haré. Un momento. ¿Se ha desvanecido todo desde entonces? Si abro y me encuentro para siempre en lo adiáfano negro. ¡Basta! Veré si puedo ver”. Es el golpe con lo Real, que aterra.
Volviendo, una vez más, en el campo rizomático de nuestro escrito, a la pregunta por la representación, ahora podemos decir que, parejo a la problemática de un sujeto que es una consecuencia de los efectos en el campo de inmanencia, corre la imposibilidad de entender un tiempo como estable y siempre presente. Este tiempo, de entenderlo desde la presencia, no sería otra cosa que la posibilidad trascendental kantiana de toda experiencia para el sujeto dado. Así, el espacio representativo entendido como presencia de sensaciones captadas por el artista se ve desfondado por este doble movimiento que acaba con la representación: ni existe sujeto ni tampoco tiempo que permita asegurarnos lo estable de una percepción. El nexo percepción-subjetividad queda desgajado en el campo de inmanencia topológico donde las percepciones corren libres y pre-subjetivizadas.
De ahí que lo básico en gran parte de la filosofía del último tercio del siglo XX haya sido hacer pensable la temporalidad del acontecimiento; de ahí también los estudios varios de Deleuze sobre la imagen-tiempo y la imagen-movimiento. Y, por último, de ahí también los estudios del mismo Deleuze sobre Bacon: su pintura logra representar esa percepción que sucede en el “entre” del pliegue, previo a toda subjetivización y que, por tanto, espanta y horroriza hasta límites ni siquiera sospechados por quienes se acercan a ver su exposición en el Museo del Prado.
Pero, de nuevo, podríamos ensayar, puestas ya las bases, otro origen, otra serie. Y es que ante tal pregunta, la pregunta por la representación en el (des)orden establecido por la implosión de la reducción representacional de lo estable adherido al tiempo único como garantía de subjetividad, el arte ha ido intentando capear el temporal de forma que ha supuesto mas una respuesta en términos de desmaterialización del objeto artístico, de puesta en duda del ámbito institucional ‘arte’, de poner el acento en lo procesual mas que en el objeto resultante, o de cantar a los cuatro vientos las grandezas de lo efímero en el arte, que de posibles soluciones a lo radical del arte: la plasmación de la temporalidad del acontecimiento en el lienzo.
De esta forma, antes de llegar a Bacon y sus representaciones del acontecimiento, ha sido la literatura donde ya desde un principio se ha podido constatar el intento de aniquilar el relato de la identidad. La pintura, entre la abstracción y el expresionismo, ha ido dando bandazos creyendo hacer honor al tiempo que le ha tocado vivir. Pero toda abstracción, desde el cubismo de Picasso, basa sus esfuerzos en una fenomenología de la percepción en la cual el sujeto es sustrato de vivencias y percepciones, mientras que, por su parte el expresionismo, pone aún más si cabe el acento en el artista como conciencia clara a la que hacer remitir estados de ánimo subjetivados. La apelación a desfondamientos del orden del inconsciente a la hora de entender la producción artística pictórica no puede parecernos más que una maniobra de escapismo bastante barata y pueril, por mucho Dalí que se esconda siempre detrás.
Por tanto, al preguntarnos por la representación del acontecimiento, y alcanzadas ya ciertas bases de su problemática, podemos ya por fin ensayar otra reverberación más, otro despliegue en el campo rizomático del texto: creando una simetría entre la serie ‘Deleuze’ y las series ‘Joyce’, ‘Proust’ y ‘Bacon’, iremos dando cuenta de aquello que surge en el ‘entre’ de cada serie para intentar una fuga en el campo figurativo de la identidad.

JOYCE
La estrategia de anulación de la identidad en el relato fue llevada acabo por James Joyce anticipándose al Deleuze de las series. Si Platón es una de las series, Deleuze se esfuerza en crear otra y hacerla reverberar para así infringir una sutura, una fuga por donde irrumpa el pensamiento de la diferencia. Entre la serie de lo pensado y el pensamiento, del significado y el significante, o del hecho y la proposición, Deleuze va pensando estas disyunciones en las que no existe ni centro ni ordenación sino un caosmos en el entretejimiento de estas series divergentes. La diferencia es lo que está en la disyunción de las series y que no se puede conceptualizar, sino que acontece como acontecimiento siempre diferente. El sentido por tanto se disemina, el ser aparece como la inversión radical del platonismo. Resuena Heidegger: el ser es lo que se dice siempre de la diferencia.




En Joyce, por tanto, el sentido no puede venir ya, en esta aniquilación a que somete la narración de la presencia, de las actitudes de un sujeto, ni de estados de cosas. El sentido es siempre lo derivado en el chocar de dos series. El lenguaje se retuerce para sacar de sí un sentido, el acontecimiento que toda proposición expresa. La técnica del ‘flujo de consciencia’ apela a este reverberar de las dos series: la de lo pensado como el fantasma, y la del pensamiento como el acontecimiento, como el sentido-acontecimiento que repite un fantasma.
Así, el pensamiento piensa la diferencia (el reverberar de las dos series) como el fantasma que es repetido constantemente; así, lo pensado, como flujo de consciencia, retorna una y otra vez, camuflado, disfrazado en la proposición misma en un ejercicio de desquiciar al lenguaje y a la escritura.
Divergencias, deslizamientos, dislocaciones, todo ello hace chocar una serie con otra en una repetición constante que crea puntos de singularidades en los que el ser, mas que agarrarse desesperadamente, se desfonda en ellos esperando siempre una próxima repetición. No es Bloom, es la serie de las singularidades Bloom, es el ‘devenir Bloom’. Tampoco es Dublín, es el ‘devenir Dublín’ que se va creando como singularidades en el vagar errante de Bloom a lo largo de la jornada.
Este devenir se produce en la reverberación repetitiva de las dos series fundamentales: la del acontecimiento y la del fantasma. Si para Kierkegaard la repetición como resignación consistía en saltar, en saltar de un estadio a otro; y si en Nietzsche la repetición consistía en un eterno retorno de lo mismo ejemplarizado en el danzar dionisíaco que traía consigo la novedad de la voluntad (cualquier cosa que quieras, quiérela de tal modo que también quieras su eterno retorno, decía invirtiendo el imperativo kantiano y haciendo de la voluntad de poder lo radicalmente otro en su eterno retorno), para Bloom la repetición consistía en el vagar por Dublín.



En su vagar va repitiendo gestos y pensamientos que van creando el fantasma y el acontecimiento. Bloom, judío y cornudo, ejemplificación del vagabundo en tierra extraña, ninguneado hasta por su esposa, en la repetición a lo largo del día de todo un repertorio de acontecimientos enmascara y reprime: disfraza. La serie del acontecimiento es la forma de disfrazar al fantasma, es lo que le falta a la serie del fantasma y que en su repetir casi maquínico hace reverberar ambas series.
Para Freud repetimos porque reprimimos, mientras que dejar de repetir es ir al centro del recuerdo. Pero, ¿de qué recuerdo?, ¿qué tiene que recordar Bloom? O mejor, ¿qué es incapaz de recordar?, ¿qué no quiere recordar?, ¿qué es lo otro del acontecimiento en su vagar que hay que disfrazar en el fantasma?
El chocar de la serie Dedalus con la serie Bloom disfraza el deseo cortado de raíz de Bloom de ser padre debido a la muerte prematura de su hijo, al igual que sus deseos de haberse cultivado más; el propio disfraz de Bloom en el alias de Henry Flower le permite flirtear con una desconocida intercambiándose pequeños telegramas; los continuos tropiezos a lo largo del día con Boylan, el amante de su mujer, le hace patente la perdida de su dignidad, pero también en el onanismo de la playa con Gerty MacDowell se demuestra que siempre existe una diferencia en la serie.
Y, al final de la novela, la convergencia de todas las series: el ‘sí’ de su mujer Molly: “sí entonces sí dije sí quiero sí Sí”, concluye después de un largo monólogo que llena el último capítulo. Pero, ¿de qué es garantía ese sí?, ¿es realmente una convergencia definitiva en el total del reverberar de las series? Más bien es un último diferir, el de la afirmación en busca de un significado y un sentido que siempre se ha dado como diferido en la novela.
Para Derrida ese último sí, lejos de ser una afirmación de sentido, es una diferencia última. Es el sí del que descuelga el teléfono y desea advenir al mundo del sentido y la comunicación propuesta por alguien, por otro. ‘Ulises’ es entonces eso: un reverberar constante de series cuyo sentido queda siempre diferido en alguna diferencia. El sí de Molly como mucho puede llegar a comprenderse como el punto de singularidad que requiere el mínimo hiato de sentido: es el sí de quién, postrada en la cama, sabe llegará otro día y todo volverá a comenzar como mismo devenir en la diferencia de las series, como eterno retorno de lo mismo.

PROUSTEn Proust también tenemos el reverberar de series: la seria Méseglise y la serie Guermantes, la serie del real Combray y la serie del imaginado Balbec… Todas esas series convergen, al igual que pasaba en Joyce, en un momento final y cumbre, el momento del tiempo recobrado ejemplificado en la magdalena. “Y de repente el recuerdo se me apareció. La vista de la pequeña magdalena no me había recordado nada antes de que la hubiese probado… Pero, cuando de un antiguo pasado nada subsiste, después de la muerte de los seres, después de la muerte de las cosas, solas, mas endebles pero mas vivaces, mas inmateriales, mas persistentes, mas fieles, el olor y el sabor quedan todavía mucho tiempo, como las almas, para recordarse, para esperar, sobre al ruina de todo el resto, para cargar sin doblarse, sobre su casi impalpable, el edifico inmenso del recuerdo”.


Pero, junto al choque de series que producen las diferencias, Proust utiliza otro recurso en clara referencia a lo que mas tarde será el pliegue en Deleuze. Y es que sus series, mas que formadas por puntos de acumulación, por singularidades que operan la reverberación, están comprendidas como bloques de duración. El tiempo ya no es la cronología de un día en el que surgen las singularidades en el propio devenir de las series, sino que ahora el tiempo es autónomo: cada bloque de duración está constituido por un pliegue en cuyo interior habita, a modo de límite anterior y posterior, lo virtual y lo actual. Pero, la relación que surge en el despliegue del pliegue es variable, siempre cambiante, con velocidad variable y alteraciones libres. Es una especie de espacio-tiempo en cuyo despliegue va aconteciendo la novela.
Es decir, en Proust la sensación es también entendida como a-subjetiva, pero, además de remitir a la serialización para hacer pensable la diferencia de su propio reverberar, la supedita a un pliegue de manera que la temporalidad de la diferencia es el lapso de tiempo entre dos ‘ahoras’, el de la imagen-percepción que incide en la cara exterior del pliegue, y el del despliegue de la imagen-materia en la cara exterior. El pliegue, por tanto, debe ser entendido como lo que impide el tránsito de flujo ilimitado de imagen-materia, al menos hasta que, en su despliegue, acceda a la autoafectación de la propia sensación.
Pero, ¿qué hay en ese ‘entre’ del pliegue? Ya hemos hecho referencia a lo limitado del pliegue en lo virtual y lo actual. Pero, ¿qué son cada uno de esos dos límites?, ¿cómo se produce la autoafectación en el despliegue del pliegue?
Lo virtual es el pasado-memoria, mientras que lo actual es el presente-materia. Pero lo principal es que el despliegue de tal actualización se lleva acabo como afectación en el tiempo como duración. Es decir, lo que hay en el ‘entre’ del pliegue es duración. Entre los dos ‘ahoras’, entre el límite de lo diáfano y lo adiáfano, hay solo y únicamente duración.
Así, la temporalidad del acontecimiento, del despliegue del pliegue, debe ser entendido como temporalidad extra-histórica y acrónica de manera que ese lapso de tiempo sea la sede de cierta actividad inconsciente cuyo tiempo no es el tiempo cronológico, sino el de la duración.
La pregunta siguiente no sería otra que la que nos interrogaría por la causalidad en ese despliegue. Aquí Joyce y Proust coinciden. No es causalidad física, sino causalidad de la repetición. Pero, mientras en la repetición de Joyce lo importante es el gesto, el punto de singularidad, la forma de significar la repetición en sí misma, en Proust lo importante es el intervalo, la duración hasta que acontece la repetición. De tal manera sucede esto que los intervalos que limitan las repeticiones van creando un ritmo irregular, un flujo desigual de puntos de distinción y poliritmias. En la duración del ‘entre’ del pliegue los acentos repetitivos no se reproducen a intervalos iguales, sino que van generando un espacio estriado.
Así pues, lo que tenemos son bloques de duración, bloques espacio-tiempo desplegados en un campo intensivo y estriado de repeticiones. Pero, además de no desplegarse el pliegue en una monocorde cadencia llena de repeticiones previsibles, ni de tampoco poner el acento en esos momentos de repetición gestual que prefigurarían la serialización precisa, es que lo que se repite puede ser lo Mismo, o también lo Diferente.
El ejemplo perfecto puede ser la sonata de Vinteuil. Por una parte, lo que vuelve no es la identidad, sino algo concreto, unos sonidos o intensidades sonoras, unas determinadas separaciones rítmicas que van creando la repetición de la diferencia. Pero, por otra parte, lo que se repite en cada retorno es la sonata entera, el todo como Eterno Retorno de sí mismo que en la mismidad de la repetición produce la diferencia.
Proust tensa esta dialéctica de la repetición en la duración del pliegue de manera que, a la hora de actualizarse, esta afectación pueda debatirse entre un tiempo efectivo y actualizado en la cara externa del pliegue, y otro tiempo, esta vez el tiempo perdido y que nunca ha pasado, pero que también puede llegar a ser actualizado. Y es que en el límite externo del pliegue está todo el pasado-memoria como inherente potencialidad, y ello engloba tanto lo que en su efectuación posterior fue realmente actualizado, como lo que no, lo que se perdió en el camino de las repeticiones disonantes de la propia duración.
Por tanto, el tiempo perdido que busca Proust es esa otra mitad de lo autoafectado como actualidad en el despliegue de la duración del pliegue. La repetición de la afectación del tiempo perdido no repite la forma en que el pasado “fue efectivamente” sino la virtualidad inherente al pasado. El tiempo recobrado no es la rememoración del tiempo pasado, sino la otra mitad, la virtualidad traicionada y que nunca, hasta entonces, se ha hecho efectiva.
El tiempo perdido no es el desperdiciado, sino lo otro de la efectuación de la actualidad, el pasado puro siempre virtual y que nunca ha sido vivido. En el episodio de la magdalena lo que sucede es que todo ese pasado-virtual nunca efectivo se actualiza debido a una contracción en la memoria. Pero ello no significa que se acceda a nada parecido a la ‘verdad’, ni al ‘verdadero Combray’, sino que lo que acontece es la diferencia. Así, el ‘tiempo recobrado’ es la afectación de la diferencia que recorre el despliegue de lo virtual condensado como pasado-no-vivido en la cara externa del pliegue, aconteciendo dicho despliegue en el intervalo del bloque- duración.

BACON
Volviendo a la pintura, a la representación mediante impresiones que sean des-subjetivizadas y preexistentes al sujeto, lo que está claro es que no se puede apelar a un “mirar” de corte fenomenológico, sino que lo que se debe pensar es el “mirar” de un Ojo “ante” la Figura. “La pintura debe arrancar la Figura de lo figurativo”, decía Deleuze en este sentido. La impresión no puede ser pensada, sino que se trata de una acumulación, de una coagulación en el rizoma o pliegue, y que es previa a cualquier tipo de organización.





El concepto de Deleuze de ‘Cuerpo sin Órganos’. en su apelación a esta desorganización de un cuerpo no estructurado, nos servirá para rastrear esta tercera simetría entre el filósofo francés y un artista, en este caso plástico: Francis Bacon.
El ‘Cuerpo sin Órganos’ remite a esa radical virtualidad del campo trascendental de Deleuze. Puede entenderse como el campo de inmanencia del “ver”, la superficie topológica transida por flujos a-significativos y pre-subjetivados a modo de percepciones que en su coagularse hace surgir puntos de intensidad máxima. Lo principal es que no implica una organización previa que dé forma a la sensación, sino que es precisamente el organismo como tal lo que hay que eliminar.
Sin embargo, todo coagularse en puntos de materialidad, esa causalidad corporal que en su desplegarse se constituye a sí misma como autoafectación, no es nunca definitivamente sellada ni garantizada. Muy por el contrario, el cuerpo es un punto de fuga de la materialidad que, en ese mismo proceso de afectación, se desgaja y se escinde.
El “mirar”, como causalidad corporal a modo de flujo superficial en el ‘Cuerpo sin Órganos’, no supone ninguna garantía de organismo subjetivado sino que, por el contrario, el sujeto explota merced a ese flujo de intensidades que lo constituye al tiempo que lo desgaja. De esta manera no existe sutura organizativa en el ‘Cuerpo sin Órganos’: los puntos de acumulación implosionan en un delirio esquizofrénico que surge como efecto de las relaciones intensivas del propio ‘Cuerpo sin Órganos’.





Es decir, no es ahora que las series de Joyce converjan en un ‘sí’ afirmativo, ni tampoco que la magdalena de Proust suponga el despliegue del tiempo perdido y que, mediante esa afectación, se convierta en tiempo recobrado. Lo que sucede ahora es que el ser no coincide nunca consigo mismo, que no existe cierre ontológico. El sujeto no es más que una característica topológica de la propia superficie rizomática.
Pero, ¿cómo sucede tal escisión? Las impresiones, lejos de suponer una organización al ‘Cuerpo sin Órganos’, y categorizarlo como sujeto, no son más que un primer flujo transitando la superficie de inmanencia del mismo ‘Cuerpo sin Órganos’. Pero, en el delirio esquizofrénico que supone este desgajamiento constante, el ‘Cuerpo sin Órganos’ es transitado, más que por flujos de percepciones, por flujos libidinales de deseo.
Como en Espinoza, que define el sujeto como algo que se expresa según grados intensivos de potencia, siendo el conatus la antesala de la voluntad desiderativa, el esfuerzo de cada ser en persistir, Deleuze hace del deseo la corriente a-subjetiva que transita el ‘Cuerpo sin Órganos’ y que carga el campo intensivo del inconsciente haciendo circular flujos libidinales entre las máquinas-deseantes. Un sujeto expresa lo que “es”, expresa lo que “es”; y aquello que es viene dado por los flujos libidinales de deseo que lo traspasan. Por tanto, el sujeto es puramente virtual; no es sino en la repetición como máquina-deseante a la hora de dar respuesta a esos flujos libidinales en donde aparece lo mínimo del exceso subjetivo.
El deseo se caracteriza por ser un sistema de signos asignificantes a partir de los cuales se producen flujos de inconsciente en un campo social histórico y social. Es el propio contenido del deseo lo que constituye el acontecimiento. Aquí Deleuze teoriza sobre la forma en que el capitalismo se ha apoderado de estos flujos libidanales y crea un fantasma de la subjetividad al servicio de él mismo.
Pero, volviendo otra vez a nuestro rizoma textual, esta implosión de acumulaciones intensivas en el pliegue rizomático condensadas en la superficie del ‘Cuerpo sin Órganos’ debido a los delirios esquizofrénicos del propio sujeto autoafectado por flujos libidinales es lo que precisamente Bacon plasma en sus obras. Sus lienzos, sus Figuras, son singularidades intensivas en torno a puntos de coagulación en el momento justo de su despliegue en lo Real.
Lo que espanta en sus obras no es, como a menudo se piensa, la deformación del sujeto moderno, sino que es la propia imposibilidad de conformarse lo que aterroriza. Lo Real sigue imponiéndose, relegando a toda forma subjetivizadora a un devenir en el que a lo único que puede agarrarse es a una esquizofrénica serie de momentos de choque con lo Real en el que al sujeto no le quedará mas remedio que entenderse como derivado, como lugar vacío.
Para entender mejor este despliegue de lo Real, podemos acudir a Lacan. Él también piensa en términos de diferencias y series. Lo Real es ahora lo que se localiza en el propio hiato que separa nuestras percepciones, en el intersticio del pliegue. En ese “entre” también hay un reverberar de series: la del significado y significante, la de lo virtual y lo actual. En el intersticio, en la diferencia mínima entre dos significantes, es ahí donde surge el sujeto. También, por tanto, se trata de un sujeto derivado, como devenir del sentido en el sinsentido.
Y es que en esas series siempre hay un exceso de la una sobre la otra, una afección que las hace chocar. La ‘a petit’ de Lacan es precisamente eso excesivo, lo carente de lugar debido a ese exceso. Y su despliegue, el despliegue de tal exceso de una serie sobre la otra, la actualización de lo virtual, es lo que constituye lo Real en Lacan.
Lo Real es, por tanto, lo que se resiste a ser incluido en el plano de inmanencia, es decir, la causa del delirio esquizoide que acelera la implosión. De ahí que aterre y espante, de ahí que haya que mediar la pantalla-tamiz de lo Simbólico. La realidad es la propia extracción de lo virtual por lo Real, lo Real filtrado por lo virtual.
Si la realidad es lo que es siempre idéntico a sí mismo ahí fuera, lo Real es ese exceso, la sobreabundancia de una serie sobre la otra, la pantalla del Cuerpo sin Órganos que en el interminable juego de división y repetición crea un sujeto como lugar ‘vacío’. El sujeto, por tanto, en el despliegue de lo Real, es una nada que existe.

En el reverberar de las dos series, en el despliegue de la autoafectación del pliegue, la casi-causa de Deleuze es ahora sustituida en Lacan por el falo. Es el lugar vacío en el reverberar de las series, el significante trascendental, el punto de interferencia y de solapamiento en el entrecruzamineto de las dos series. En el exceso, la serie del significado y la serie del significante chocan constantemente, con lo que siempre hay un lugar vacío que ocupar. Ese lugar es precisamente el que ocupa, en cuanto fantasma, el sujeto. En el diagrama de Lacan el sujeto se describe como $-a, el lugar vacío en la estructura: la imposibilidad a tener acceso ni a la más íntima de nuestras experiencias subjetivas, la del fantasma primordial.
La castración simbólica, el reverberar del pliegue rizomático en torno al lugar vacío del falo, significaría el ingreso en el orden del sentido, la sutura en el hiato de lo fenoménico y lo nouménico, de lo virtual y lo actual, de no ser porque en esa reverberación existe siempre un exceso que, de no mediar un suplemento simbólico, nos pondría en relación directa con lo Real.
El choque brutal con lo Real, desanestesiado y sin mediación alguna, la implosión de la coagulación intensiva de lo corporal en el campo de inmanencia del ‘Cuerpo sin Órganos’, eso es precisamente lo que plasma Bacon en sus lienzos. Es la deformidad del deseo, la desmaterialización de la subjetividad, la desmantelación del sentido, el grito sordo de Münch pero amplificado en cuanto golpe de lo Real.
El deseo, al no encontrar sus objetos y gozar con la propia repetición disfuncional, se sexualiza. El misterio más insondable aparece: el deseo, no ya como flujo libidinal intensivo, sino el deseo del otro. Para Lacan, el padre supone la solución al enigma al deseo del otro, sobre todo a las caricias de la madre. Para Laplanche, el enigma de los deseos del otro genera un exceso que nunca puede ser superado en la ordenación simbólica.
Así, eso que comúnmente llamamos sujeto, queda deslavazado y desgajado no solo por su propia imposibilidad de condensarse en un cúmulo de impresiones en cuyo despliegue poder afianzarse como singularidad intensiva, sino también por el brutal impacto con lo Real que este despliegue supone y, sobre todo, por lo Real de un deseo autogenerado en la repetición disfuncional de una castración simbólica: el deseo del otro.
La afección entonces primigenia en el sujeto como máquina-deseante es la esquizofrenia: no ya solo en relación a no poder reconocer ni organizar su propio deseo en la superficie del ‘Cuerpo sin Órganos’, sino también al verse asaltado por la implosión del deseo del otro. El sujeto, la Figura de Bacon que representa el proceso que lo interrumpe constantemente de la continuidad deseada, irrumpe como una constante desterritorialización de sí mismo.
Sus cuadros son, siguiendo la clasificación de Deleuze de la imagen, verdaderas imágenes-choque, previa a toda formación subjetiva, pero también representación de ese proceso esquizoide de desterritorialización del propio sujeto.
Ahora ya podemos volver a la paradoja descubierta por Zizek en el interior de Deleuze. No se trata ni de representar ni de producir, ni tampoco de elegir entre ambas posibilidades. No se trata de cuerpo como efecto del acontecimeinto, ni de campo intensivo producido en el reverberar de cuerpos. Se trata de que el materialismo mas radical es precisamente el que anula toda la materia, el que la desfonda, el que la hace implosionar. El cuerpo es eso: una fuga en la propia materia.
El Cuerpo se entiende entonces como un punto de fuga de la materialidad misma, una imposibilidad de coagularse, una falla en la topología rizomática y en la superficie del ‘Cuerpo sin Órganos’, una claudicación al deseo del otro, una catexis sexualizada ante el repetir indolente de ese deseo del otro que nunca se puede satisfacer.
El propio Bacon sufrió, como nadie, esa inoperancia e impotencia de lo matérico por configurarse: todo en él era radicalidad, implosión y fuga. “Odio mi rostro”, dijo. Pero no, no lo odiaba. Nadie mejor que él sabía que no hay rostro. Lo que odiaba era el horror ante el materializarse de un rostro en el más radical de los materialismos: el que se fuga, el que se filtra como deseo homosexualizado incapaz de hallar asentamiento en la superficie de ningún cuerpo rizomático, el que devuelve la brutalidad de lo Real, a modo de perfecto reflejo de la superficie-pantalla de sus lienzos, en forma de amantes suicidados la víspera de sus dos mas importantes exposiciones en vida.

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