GERHARD RICHTER: “FOTOGRAFÍAS PINTADAS”FUNDACIÓN TELEFÓNICA: 04/06/09-30/08/09 (PHotoespaña'09)
En todo representar hay un exceso. Ese plus de significado que se ha tardado siglos en logran desenredar, desde hace ya tiempo no viene conceptualizado en la dialéctica tradicional del original y la copia. Una vez que las imágenes proceden verticalmente en estratos configuradores más que en la horizontalidad del pleno significar y del referente preciso, hoy en día ese “plus” de representación se capta mediante la recurrencia a las teorías que hicieron posible ese giro semiótico. Así, en el paso del signo como referente unívoco al signo como texto abierto, es la deconstrucción, el apropiacionismo o la simulación las teorías que acaparan este logro.
La primera generación de neoexpresionistas alemanes, aquella que surgió en los años sesenta una vez que el arte alemán encontró su hueco lejos del amparo del informalismo francés y el expresionismo abstracto estadounidense, ya supo ver que la vuelta a la figuración no venía del lado de una condescendencia hacia lo trillado de un arte que era incapaz de pensarse en aquella época post-bélica, sino cómo una forma de atestiguar la espontaneidad creativa del artista a la hora de encontrar nuevos cauces para un nuevo significar.
Entre esos intentos de encontrar un nuevo espacio semiótico después de la gran tragedia cabría citar el concepto de inversión de Georg Baselitz, la creación de todo un sistema de signos por parte de A. R. Penck, la superposición de tradiciones de Anselm Kiefer a modo de palimpsesto en el que un texto borra a otro texto o los escenarios de Jörg Inmendorff como metáfora de un espacio social asfixiante.
Pero entre ellos, quizá sea Gerhard Richter el que más altos logros ha alcanzado. Ya a principios de los sesenta su obra titulada ‘Tisch’ (‘mesa’ en alemán) nos da las pautas de su ulterior producción: una mesa representada, y, encima, un borrón, un gesto. Es decir, el hecho pictórico como un más allá del simple representar o de la posibilidad de significación alguna. A partir de entonces las inminentes bifurcaciones de lo pictórico como práctica global vienen a dar al traste con toda una herencia ilustrada acerca de la dialéctica entre el representar y el copiar, el significar y el referenciar.
En todo representar hay un exceso. Ese plus de significado que se ha tardado siglos en logran desenredar, desde hace ya tiempo no viene conceptualizado en la dialéctica tradicional del original y la copia. Una vez que las imágenes proceden verticalmente en estratos configuradores más que en la horizontalidad del pleno significar y del referente preciso, hoy en día ese “plus” de representación se capta mediante la recurrencia a las teorías que hicieron posible ese giro semiótico. Así, en el paso del signo como referente unívoco al signo como texto abierto, es la deconstrucción, el apropiacionismo o la simulación las teorías que acaparan este logro.
La primera generación de neoexpresionistas alemanes, aquella que surgió en los años sesenta una vez que el arte alemán encontró su hueco lejos del amparo del informalismo francés y el expresionismo abstracto estadounidense, ya supo ver que la vuelta a la figuración no venía del lado de una condescendencia hacia lo trillado de un arte que era incapaz de pensarse en aquella época post-bélica, sino cómo una forma de atestiguar la espontaneidad creativa del artista a la hora de encontrar nuevos cauces para un nuevo significar.
Entre esos intentos de encontrar un nuevo espacio semiótico después de la gran tragedia cabría citar el concepto de inversión de Georg Baselitz, la creación de todo un sistema de signos por parte de A. R. Penck, la superposición de tradiciones de Anselm Kiefer a modo de palimpsesto en el que un texto borra a otro texto o los escenarios de Jörg Inmendorff como metáfora de un espacio social asfixiante.
Pero entre ellos, quizá sea Gerhard Richter el que más altos logros ha alcanzado. Ya a principios de los sesenta su obra titulada ‘Tisch’ (‘mesa’ en alemán) nos da las pautas de su ulterior producción: una mesa representada, y, encima, un borrón, un gesto. Es decir, el hecho pictórico como un más allá del simple representar o de la posibilidad de significación alguna. A partir de entonces las inminentes bifurcaciones de lo pictórico como práctica global vienen a dar al traste con toda una herencia ilustrada acerca de la dialéctica entre el representar y el copiar, el significar y el referenciar.
Porque ya entonces las posibilidades de lo pictórico se multiplican al ser capaz de entenderse como ámbito teórico y retórico autónomo, y no sólo como un campo representacional. La consecuencia más inminente de todo este procese es que la pureza del signo, eso tan querido y perseguido por la modernidad, queda ya de todo punto obsoleta.
Las fotografías de Gerhard Richter que se pueden ver en esta muestra ahondan más si cabe en este doblez de la pintura en su mismo centro que permite la sincronía de sus elementos representacionales con la operatividad gestual y matérica como trasposición del acto de significar.
Porque acudiendo a la fotografía, la dualidad del representar queda aún más intensificada, de manera que ese plus de significado, esa falla en la superficie pictórica, se hace mucho más patente. Sabiamente Richter se vale de la potencialidad significativa alcanzada por la fotografía, capacidad que, por otra parte, ha dejado en el baúl de los recuerdos a quienes pronosticaban un canon academicista para poder ser la fotografía incluida dentro de las artes, para así hacer infinitamente más profunda esa falla que intenta articular, siempre de manera inadecuada (porque todo significar es deficiente), el campo representacional y el campo semiótico.
No se trata por tanto de colorear fotografías (¿a quién va dirigido el título de la exposición?), ni de comparar técnicas, ni mucho menos de tachar una representación (aquí habrá quién aún quiera ver una devaluación de lo fotográfico por parte del pintor que se sabe artista único). Se trata de algo más sutil y que llega al mismo centro de las cuestiones en que el arte actual se debate. Su obra está encaminada a problematizar aún más la pregunta por el modo en que una imagen se genera y llega a significar a pesar de que le es ya imposible representar.
Y lo curioso es que su mismo preguntar no puede dejar de plantearse como una imagen más, como un sedimento más, como un último estrato; en definitiva, como la última representación de una imposibilidad. De esta manera, la pintura y la fotografía se unen en el postrero intento de dar fe de la dualidad que los ha mantenido con vida hasta aquí: la de hacer gala de un núcleo al que no pueden llegar, el que consiste en la virtualidad de su capacidad de representación y significación.
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