PHOTOESPAÑA'09: 'AÑOS 70: FOTOGRAFÍA Y VIDA COTIDIANA'.
CENTRO DE ARTE TEATRO FERNÁN GÓMEZ: 02/06/09-26/07/09
Si bien puede entenderse que el paso de la modernidad a la postmodernidad fue un ejercicio caprichoso y nada obvio, que descansaba sobre errores de bulto cometidos por las primeras vanguardias al querer liquidar la modernidad sin darse cuenta de que, en palabras de Habermas, “nada queda de un significado desublimado o una forma desestructurada”, que de ello “no se sigue un efecto emancipatorio”, lo cierto es que, quizá allá sido la teoría de la ‘acción diferida’ con respecto a las vanguardias de Hal Foster la que haya hecho comprender que la postmodernidad ha cargado con esos mismos problemas sólo que reactualizándolos y reactivándolos.
Según él, ya sea para trazar una profunda quiebra, ya sea para seguir un hilo conductor, el paso de la modernidad a la postmodernidad puede articularse bajo tres aspectos: estructura del signo, constitución del sujeto y ubicación de la institución.
Sin embargo, algo más sutil hace que entre una y otra la zanja de lo abismal las separe por completo. Y es que, esa pasión por el signo (y sí, ya patente en las vanguardias) decantó de tal manera el ámbito de lo artístico hacia no tanto lo que significan los signos sino hacia el modo o el ‘cómo’ significan, que la reelaboración o reactivación de problemáticas parejas ya carga en la postmodernidad con una episteme totalmente diferenciada.
Y, en relación a privilegiar el momento del ‘cómo’, lo que ha sido transformado por completo, y a partir de lo cual sostener una continuidad modernidad-postmodernidad se nos antoja imposible, es el plano de representación. A este respecto, Douglas Crimp sostiene que “no sólo el mismo término postmodernismo implica la exclusión de lo que Foucault llamaría episteme o archivo del modernismo, sino incluso de un modo más específico, insistiendo en las clases de superficie pictórica radicalmente diferentes sobre las que pueden acumularse y organizarse clases de datos”.
Es por tanto en los nuevos modos de significar, en las maneras de entender la superficie artística, en donde hay que hacer hincapié a la hora de rastrear una radical novedad de lo artístico en la postmodernidad. Más que relaciones unívocas y horizontales, los significantes se relacionan biunívocamente y en vertical, creando estructuras de significación más nómadas y deslizantes que fijas y determinadas.
De nuevo Douglas Crimp da clara fe de ello: “las descripciones formales del arte moderno eran topográficas, organizaban la superficie de las obras de arte en orden a determinar sus estructuras, mientras que ahora se hace necesario pensar la descripción como una actividad estratigráfica. Esos procesos de cita, extracto, encuadre y escenificación constitutivos de las estrategias que utilizan las obras, exigen el descubrimiento de estratos de representación”.
Quizá es que, después de todo, no podía ser de otra manera. El campo pictórico, la superficie cromática del cuadro, después de haber sido salvajemente desposeída por los rescoldos de la subjetividad sublime del artista, cosa que, como era de prever, no podía terminar sino con el mismísimo dripping del artista en cuestión aplastado contra un árbol, preso del callejón sin salida en el que él mismo se había convertido.
En esta nueva situación paradigmática del plano de representación, surgida ya incluso en los cincuenta con el primer Rauschemberg o la aparición inminente de Warhol, puede resultar hasta paradójico que haya sido el lugar en donde la fotografía haya encontrado su pleno sentido autónomo tan buscado desde principios de siglo.
La fotografía, al inaugurar la época de la reproductibilidad técnica en el arte, se las vio y se las deseó para encontrar por sí misma un espacio donde poder ser entendida como arte. Siempre entre su funcionalidad para fines científicos y su batalla desplegada frente a la pintura, su ámbito se ampliaba más y más a costa de destruir conceptos tan importantes para toda la tradición heredera directa del romanticismo de autoría, originalidad y autosuficiencia.
Todo ello quedaba bien patente en la teoría del aura de Walter Benjamin: “Quitarle la envoltura a los objetos, hacer trizas su aura, es el rasgo característico de una percepción cuya sensibilidad para todo lo igual del mundo ha crecido tanto que incluso se lo arranca a lo singular mediante la reproducción”.
El peligro de la fotografía, en cuanto técnica reproducible que trae consigo la repetición de lo mismo en su exacta identidad, era obvio. Incluso Heidegger la radicaliza en otros términos más ontológicos: “en la obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas”. Y la técnica, en su posibilidad de reproducción, no hace sino traer a la presencia la repetición exacta de lo mismo. Es decir, el ser y su esencia desaparecen gracias a la desocultación, a modo precisamente de reproducción, que privilegia lo ente en detrimento del ser.
Frente a esto, la fotografía artística se desgañitaba por encontrar un canon, una norma, que la hiciese merecedera del título de arte.
Y lo curioso es que, si uno echa ligeramente la vista atrás, puede dar fe de que todos los deseos que rodeaban al arte fotográfico entendido como arte emergente de una época no tan lejana, se han cumplido con creces. Elevación a los más eminentes altares del arte, masificación de las exposiciones, precios desorbitados en sus ventas, etc. Y todo ello, y ahí salta la paradoja una vez más en su mismo centro, con el fracaso, rotundo, de eso que hemos llamado ‘fotografía artística’.
¿Cómo ha sido esto posible?, ¿cómo ha podido suceder que, aún fracasando en sus ansias de liberación, se haya topado con el más indiscutible de los triunfos? La razón estriba en que, si bien el dardo envenenado del aura de Benjamin se dirigía contra el acabamiento de una autoreferencialidad en la obra sobre la que se sustentaba toda la magia del arte como producir auto-suficiente, la problemática a la que antes hemos aludido del ‘cómo’ significar dinamitó esos estrechos contenedores teóricos sobre originalidad y reproducción.
Abigail Solomon-Godeau, en un certero ensayo sobre la fotografía en los años setenta, ya postula que “si bien la práctica postmoderna ha reemplazado la idea de la auto-suficiencia del significado artístico por un nuevo interés por el referente, es preciso tener en cuenta que se trata de un referente entendido como problema, no como algo dado”. Esto mismo, es lo que, en términos bien parecidos, sostuvo Derrida: “el postmodernismo ni pone entre paréntesis ni suspende al referente, sino que trabaja para problematizar la actividad de referencia”
Es decir, el triunfo de la fotografía no nace de un salirse con la suya en la dialéctica manicorta que surge con las primeras técnicas reproducibles, sino que es en su posibilidad de mostrarse como la pantalla perfecta para problematizar el referente y deconstrir el campo semiótico apelando a relaciones de intertextualidad, serialidad, repetición, etc, donde la fotografía ha resultado eminentemente privilegiada.
CENTRO DE ARTE TEATRO FERNÁN GÓMEZ: 02/06/09-26/07/09
Si bien puede entenderse que el paso de la modernidad a la postmodernidad fue un ejercicio caprichoso y nada obvio, que descansaba sobre errores de bulto cometidos por las primeras vanguardias al querer liquidar la modernidad sin darse cuenta de que, en palabras de Habermas, “nada queda de un significado desublimado o una forma desestructurada”, que de ello “no se sigue un efecto emancipatorio”, lo cierto es que, quizá allá sido la teoría de la ‘acción diferida’ con respecto a las vanguardias de Hal Foster la que haya hecho comprender que la postmodernidad ha cargado con esos mismos problemas sólo que reactualizándolos y reactivándolos.
Según él, ya sea para trazar una profunda quiebra, ya sea para seguir un hilo conductor, el paso de la modernidad a la postmodernidad puede articularse bajo tres aspectos: estructura del signo, constitución del sujeto y ubicación de la institución.
Sin embargo, algo más sutil hace que entre una y otra la zanja de lo abismal las separe por completo. Y es que, esa pasión por el signo (y sí, ya patente en las vanguardias) decantó de tal manera el ámbito de lo artístico hacia no tanto lo que significan los signos sino hacia el modo o el ‘cómo’ significan, que la reelaboración o reactivación de problemáticas parejas ya carga en la postmodernidad con una episteme totalmente diferenciada.
Y, en relación a privilegiar el momento del ‘cómo’, lo que ha sido transformado por completo, y a partir de lo cual sostener una continuidad modernidad-postmodernidad se nos antoja imposible, es el plano de representación. A este respecto, Douglas Crimp sostiene que “no sólo el mismo término postmodernismo implica la exclusión de lo que Foucault llamaría episteme o archivo del modernismo, sino incluso de un modo más específico, insistiendo en las clases de superficie pictórica radicalmente diferentes sobre las que pueden acumularse y organizarse clases de datos”.
Es por tanto en los nuevos modos de significar, en las maneras de entender la superficie artística, en donde hay que hacer hincapié a la hora de rastrear una radical novedad de lo artístico en la postmodernidad. Más que relaciones unívocas y horizontales, los significantes se relacionan biunívocamente y en vertical, creando estructuras de significación más nómadas y deslizantes que fijas y determinadas.
De nuevo Douglas Crimp da clara fe de ello: “las descripciones formales del arte moderno eran topográficas, organizaban la superficie de las obras de arte en orden a determinar sus estructuras, mientras que ahora se hace necesario pensar la descripción como una actividad estratigráfica. Esos procesos de cita, extracto, encuadre y escenificación constitutivos de las estrategias que utilizan las obras, exigen el descubrimiento de estratos de representación”.
Quizá es que, después de todo, no podía ser de otra manera. El campo pictórico, la superficie cromática del cuadro, después de haber sido salvajemente desposeída por los rescoldos de la subjetividad sublime del artista, cosa que, como era de prever, no podía terminar sino con el mismísimo dripping del artista en cuestión aplastado contra un árbol, preso del callejón sin salida en el que él mismo se había convertido.
En esta nueva situación paradigmática del plano de representación, surgida ya incluso en los cincuenta con el primer Rauschemberg o la aparición inminente de Warhol, puede resultar hasta paradójico que haya sido el lugar en donde la fotografía haya encontrado su pleno sentido autónomo tan buscado desde principios de siglo.
La fotografía, al inaugurar la época de la reproductibilidad técnica en el arte, se las vio y se las deseó para encontrar por sí misma un espacio donde poder ser entendida como arte. Siempre entre su funcionalidad para fines científicos y su batalla desplegada frente a la pintura, su ámbito se ampliaba más y más a costa de destruir conceptos tan importantes para toda la tradición heredera directa del romanticismo de autoría, originalidad y autosuficiencia.
Todo ello quedaba bien patente en la teoría del aura de Walter Benjamin: “Quitarle la envoltura a los objetos, hacer trizas su aura, es el rasgo característico de una percepción cuya sensibilidad para todo lo igual del mundo ha crecido tanto que incluso se lo arranca a lo singular mediante la reproducción”.
El peligro de la fotografía, en cuanto técnica reproducible que trae consigo la repetición de lo mismo en su exacta identidad, era obvio. Incluso Heidegger la radicaliza en otros términos más ontológicos: “en la obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas”. Y la técnica, en su posibilidad de reproducción, no hace sino traer a la presencia la repetición exacta de lo mismo. Es decir, el ser y su esencia desaparecen gracias a la desocultación, a modo precisamente de reproducción, que privilegia lo ente en detrimento del ser.
Frente a esto, la fotografía artística se desgañitaba por encontrar un canon, una norma, que la hiciese merecedera del título de arte.
Y lo curioso es que, si uno echa ligeramente la vista atrás, puede dar fe de que todos los deseos que rodeaban al arte fotográfico entendido como arte emergente de una época no tan lejana, se han cumplido con creces. Elevación a los más eminentes altares del arte, masificación de las exposiciones, precios desorbitados en sus ventas, etc. Y todo ello, y ahí salta la paradoja una vez más en su mismo centro, con el fracaso, rotundo, de eso que hemos llamado ‘fotografía artística’.
¿Cómo ha sido esto posible?, ¿cómo ha podido suceder que, aún fracasando en sus ansias de liberación, se haya topado con el más indiscutible de los triunfos? La razón estriba en que, si bien el dardo envenenado del aura de Benjamin se dirigía contra el acabamiento de una autoreferencialidad en la obra sobre la que se sustentaba toda la magia del arte como producir auto-suficiente, la problemática a la que antes hemos aludido del ‘cómo’ significar dinamitó esos estrechos contenedores teóricos sobre originalidad y reproducción.
Abigail Solomon-Godeau, en un certero ensayo sobre la fotografía en los años setenta, ya postula que “si bien la práctica postmoderna ha reemplazado la idea de la auto-suficiencia del significado artístico por un nuevo interés por el referente, es preciso tener en cuenta que se trata de un referente entendido como problema, no como algo dado”. Esto mismo, es lo que, en términos bien parecidos, sostuvo Derrida: “el postmodernismo ni pone entre paréntesis ni suspende al referente, sino que trabaja para problematizar la actividad de referencia”
Es decir, el triunfo de la fotografía no nace de un salirse con la suya en la dialéctica manicorta que surge con las primeras técnicas reproducibles, sino que es en su posibilidad de mostrarse como la pantalla perfecta para problematizar el referente y deconstrir el campo semiótico apelando a relaciones de intertextualidad, serialidad, repetición, etc, donde la fotografía ha resultado eminentemente privilegiada.
Como corolario, se puede seguir que la repetida cantinela de la muerte de la pintura a manos de la fotografía ha resultado ser un fantasma de la pintura misma, merced, no tanto a renovados potencialidades de lo pictórico, sino a que, con el trascurrir de los años, se ha llegado a la conclusión de que la característica principal de la foto no ha sido tanto la de representar sino la de hacer viable la reflexión postmoderna en torno a ese representar ya del todo imposible.
Porque el quid de la cuestión viene de la mano de Barthes: “Describir es (…) remitir de un código a otro y no de un lenguaje a un referente”. Y, acto seguido, asesta el golpe definitivo a la noción de originalidad y representación: “Así, el realismo no consiste en copiar lo real sino en copiar una copia (pintada) (…) Por obra de una mímesis secundaria (el realismo) copia lo que ya está copiado”.
Así pues, según todo lo sostenido, no hay copia de un original, no hay nada parecido a un ámbito de lo fotográfico como eminentemente pictorialista. Y, más allá incluso, no hay noción de autoría ni de originalidad, no hay ni siquiera representación alguna. En este sentido, la fotografía cuyos postulados a principios de siglo parecían socavar la base misma del arte como forma fundamental de poner en tela de juicio la supuesta autonomía de la obra de arte, ha devenido el lugar perfecto para el trabajo del artista en cuanto ‘deconstructor’.
Solomon-Godeau acierta al plantear ya hace más de treinta años que “serialidad y repetición, apropiación, intertextualidad, simulación o pastiche son los dispositivos fundamentales que emplean los artistas postmodernos”. Y esos precisamente, y no otros, son las herramientas del fotógrafo como artista predilecto de la postmodernidad.
La exposición que tiene lugar estos días en el Teatro Fernán Gómez y que queda dentro del marco de Photoespaña’09, intenta reflexionar en torno a los años en que este cambio de paradigma tuvo lugar y la forma en que fue encauzado por los primeros fotógrafos-artistas postmodernos.
La muestra reúne la obra de 23 fotógrafos y, pese al intento de proponer una tesis de conjunto, quizá sea lo ambiguo del título de la exposición lo que la hace no llegar al núcleo del asunto. Porque el querer seguir enjuiciando a la fotografía dentro de los cánones que la postulan como un ojo que atestigua el ‘haber estado allí’ cotidiano, hace que muchos discursos de la muestra se queden deslavazados con relación a otros que ya atestiguaban mayor peso teórico.
Solomon-Godeau acierta al plantear ya hace más de treinta años que “serialidad y repetición, apropiación, intertextualidad, simulación o pastiche son los dispositivos fundamentales que emplean los artistas postmodernos”. Y esos precisamente, y no otros, son las herramientas del fotógrafo como artista predilecto de la postmodernidad.
La exposición que tiene lugar estos días en el Teatro Fernán Gómez y que queda dentro del marco de Photoespaña’09, intenta reflexionar en torno a los años en que este cambio de paradigma tuvo lugar y la forma en que fue encauzado por los primeros fotógrafos-artistas postmodernos.
La muestra reúne la obra de 23 fotógrafos y, pese al intento de proponer una tesis de conjunto, quizá sea lo ambiguo del título de la exposición lo que la hace no llegar al núcleo del asunto. Porque el querer seguir enjuiciando a la fotografía dentro de los cánones que la postulan como un ojo que atestigua el ‘haber estado allí’ cotidiano, hace que muchos discursos de la muestra se queden deslavazados con relación a otros que ya atestiguaban mayor peso teórico.
Pero si algo los puede subsumir a todos ellos es que la temporalidad de la imagen de las fotografías que aquí se muestran no es la de la narración de la presencia, sino que surge de la manera en que la imagen es presentada. Es decir, aún afirmando que parten de lo narrativo, al instante siguiente no hacen sino fragmentarlo para establecer un diálogo más intenso con cuantas posibilidades el artista entienda cómo nuevos modos de significar. Así, lo elíptico, lo autoreferencial, lo textual, lo archivístico, etc, son los nuevos planteamientos en que la fotografía postmoderna empieza a entenderse.
Como intentos más logrados cabría citar la mirada de David Goldblatt a la Suráfrica del apartheid, las descarnadas insinuaciones decadentes de pose sexual de Ed van der Elsken, el cínico retrato burgués que plantea Karen Knorr, la estupenda y extraña serie de Ana Mendieta (arriba), etc.
Pero sobre todo, y como claros exponentes de esta radicalidad de los nuevos modos de significar que hacen uso de un arsenal de nuevas estrategias postestructuralisas, cabría citar tres ejemplos.
En primer lugar a Victor Burgin. ‘Zoo 78’ es la obra suya aquí expuesta. Se trata, claro está, de narrar, de mostrar una cotidianidad, en este caso la del Berlín de los años setenta. Pero la manera de hacerlo nos orienta en todo lo hasta aquí dicho sobre las nuevas maneras de significar y que fueron acentuadas pro al fotografía. Su ‘tour de force’ consiste en plantear la obra como una serie de dípticos donde el significado unívoco nada ya entre las dos imágenes ofrecidas.
En segundo lugar, las fotografías de Cindy Sherman que se exponene aquí son previas, en un par de años, a su famosa serie de “Untitled Film Stills”, pero en ellas se encuentran ya muchas de las claves que marcaron su trabajo posterior. En primer lugar, las fotografías aquí expuestas no son ya tanto fotografías como imágenes. En concreto, imágenes de imágenes de mujeres. Es decir, su trabajo ya no está orientado hacia la representación, más o menos canónica, más o menos subjetivada, sino que se entienden absolutamente como un sustrato más, una estratificación más en el proceso icónico de la postmodernidad. En este sentido, diferenciar entre fotografía e imagen, aunque la imagen sea fotográfica, se nos antoja fundamental para entender este proceso deconstructivo que inició la postmodernidad.
No representan por sí mismas, sino que representan en cuanto en tanto relacionadas con las fotografías estipuladas como correctas hasta la fecha. De esta manera, representan mujeres, pero representan, en ese juego de simulación y deconstrucción en el que entran, mucho más: representan la imagen que se tiene de la mujer como objeto que debe de entrar dentro de unos cánones preestablecidos, representan el deseo masculino, representan la propia femineidad como mascarada y disfraz. Es decir, sus imágenes deconstruyen las imágenes de mujeres sostenidas hasta entonces, son más que simples fotografías.
Y lo paradójico es que sigue recurriendo a cierta narración. La mirada de la mujer, siempre fuera del marco, nos hace preguntar hacia donde mira, porqué mira de esa manera. Queremos saber, queremos llevarnos cierta narración, comprender la imagen dentro de los recursos ya anquilosados de la modernidad. Pero, en seguida, la imagen se nos muestra como fragmentada, como una simulación de lo que hasta entonces era una narración convencional. Su disfraz, el disfraz de la propia artista que hace de modelo, nos da la clave: es una simulación, una estrategia, un apropiase de los cánones de la representación academicista para así, haciendo saltar los resortes del ilusionismo fantasmagórico de todo representar, deconstruirla.
Por último, habría que citar a Sophie Calle, cuya famosa obra ‘Les dormeurs’ se expone en la muestra. Y es que, debajo de esa simplificación en que consiste en apelar a resolverse como testigo de la cotidianidad, la fotografía rebeló, antes que nadie, ese impulso aciago que se puede entender como el verdadero germen de lo postmoderno: el ansia por la documentación.
La obra consiste en la documentación fotográfica de una serie de hombres y mujeres, 45 en concreto, que se turnaron para dormir en su cama durante 8 horas. Se nos muestra, en 176 fotografías, el antes, el durante y el después. Aquí, la representación de la cotidianidad queda vapuleada gracias a la pulsión de archivo, en este caso como archivo memorístico y biográfico, como entendido como la cara oculta de la proliferación infinita de imágenes.Todo se puede documentar, todo se guarda en un impulso aciago para intentar salvar nuestro ‘yo’ desfigurado en un mundo cataléptico y movido a golpe de imágenes. Pero hay también mucho más: está esa pulsión de archivo como el intento de sellar por fin la inadecuación entre vida y arte.
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