lunes, 24 de agosto de 2009

DIAS DE GLORIA, O UN PAIS QUE BUSCA SIN ENCONTRAR

SERGEY BRATKOV: ‘GLORY DAYS’
SALA DE EXPOSICIONES CANAL DE ISABEL II: 05/06/09-30/08/09


Fue hacerse eco Fukuyama de los últimos acontecimientos de finales de los ochenta-principios de los 90 para proclamar su teoría del fin de la Historia para que todos los ámbitos del mundo cultureta se le echaran encima, unos para ensalzarle sin el más mínimo calado filosófico, como si se tratase de un bisnieto de Hegel, y otros para proceder a un linchamiento que no pocas escamas de rencor contenido. Y es que, el proclamar así de buenas a primeras el triunfo incontestable de la democracia liberal capitalista, no es algo que deje indiferente a nadie.
Y lo cierto es que, si se escarba mínimamente en las tesis, uno se da cuenta de que no es más que un simplón discurso que pareciera heredar las tesis ya lejanas de Partridge según el cual si la filosofía política ha muerto no es sino por el triunfo de la democracia liberal. Pero, pese a ello, dos son las características principales: por un lado, se trata de un discurso hecho desde el poder y para el poder, que se congratula de la magnificencia de su sistema y que, a pesar de haber errores (errores que, por otro lado, permite que la Historia siga transcurriendo), todo terminará por encajar como un gran puzle. Así, el discurso no busca legitimación, sino que nace legitimado en su mismo producirse.
Pero, como efecto inverso, el discurso da cuenta de una consecuencia contrario: bien pudiera haber sido el comunismo el sistema socio-político triunfante que nada, absolutamente nada, hubiese cambiado. Es decir, puede que haya dialéctica de la victoria y de la derrota en eso llamado Historia, pero, quizá la impronta epistemológica está tan marcada dialécticamente que, más que tratarse de sistemas contrapuestos, su carácter es más bien de modos intrasistémicos de proceder. Porque, a fin de cuentas, ¿qué hace que la dialéctica vencedor/vencido funcione? Pudiera ser que incluso un desarreglo en la misma operatividad del vencedor tuviese la clave: “todo lo que hizo que la democracia occidental mereciera ser vivida por su gente (…) fue el resultado del miedo”, apunta Hobsbawn.
Sea como fuere, si en algo ha acertado Fukuyama es en indicar en qué basa el capitalismo su superioridad: “el hecho de no tratar la cuestión del contenido de una vida buena es realmente el motivo de que el liberalismo funcione”. Pero, inmediatamente a continuación, muestra cuales son realmente las consecuencias de esta “superioridad”: “pero también significa que el vacío que significa nuestra libertad se puede llenar con cualquier cosa: indolencia y autocomplacencia, moderación y valor, deseo de riqueza (…)”. Es decir, el formalismo ético de Kant, como prefigurador del orden en el que debía actuar el nuevo sujeto ilustrado, llega al límite en una vacuidad de los contenidos que hace del simulacro eje garantizador sobre el que apuntalar los excesos desiderativos de una vida ética occidentalizada que ni se soporta a sí misma.



Pero, cuando este cajón desastre que conforma la ética ilustrada llevada al paroxismo postmoderno es trasvasada a las nuevas sociedades postcomunistas, el desastre es total. Al histriónico sentido de la igualdad heredada del comunismo, al inyectarle una sobredosis de liberalismo y democracia, delicado en las formas pero vacío en los contenidos, lo que provoca es un colapso general merced a un pasado que no termina por irse y a un futuro que nunca es el que se les hizo creer.
Y lo cierto es que no podía ser de otro modo, porque, cuando la maquínica lógica insoslayable del capitalismo, a pesar de la perfección de su velocidad límite y del simulacro con que sazona todo intento de descompensación en una economía del signo-mercancía casi impecable, es incapaz de manejar los flujos libidinales con una mínima precisión (ahí están, fieles a su cita, las diferentes crisis: crisis del sistema, malestar de la democracia, decadencia de la sociedad del bienestar), ¿qué cabe esperar de una sociedad bicéfala a la que se la empuja a subirse en un tren para el que no tiene aún ni los más burdos rudimentos con el que hacer tensionar las estructuras básicas occidentales, es decir, el deseo y el poder?
Sergey Bratkov pretende con sus imágenes dar cumplida cuenta de esta situación de catatónica postración en la que se encuentra la actual sociedad ucraniana. “Yo he nacido en un país que no existe", dice el propio artista. Así, su obra parece ser el documental de un País de las Maravillas donde la propia Alicia es una de esas huérfanas que, vestida y maquillada de forma adulta, es la imagen misma de la desazón y la tristeza.
Sus imágenes confunden y duelen, se tornan patéticas unas veces aunque irremediablemente sarcásticas otras. El mismo artista acierta de lleno a trazar una causalidad en los efectos: durante el comunismo cada uno llevaba acabo un roll determinado del que no podía salirse; cada uno se estereotipaba a sí mismo mediante una precisa sucesión de rutinas, de gestos, de ropas, de jerarquías, etc; el miembro del partido se estereotipa, casi en una inversión del fetichismo capitalista, en el miembro del partido, y lo mismo sucedía con el trabajador, el deportista o el espía de la KGB.

Con la llegada de las libertades, como si una recreación perversa se tratase del ‘cada uno se museografía en vida' predecido por Debray con arreglo a las sociedades postmodernas, en las sociedades post-comunistas cada uno “se martiriza en vida”. Los roles saltan por los aires, la sociedad enjuta del equilibrio estereotipado descarrila y ahora cada uno busca una nueva ubicación en, quizá, lo que puede llamarse el trauma del simulacro postcomunista.
Porque, no sólo son los niños, sino que Bratkov realiza una disección casi de entomólogo de todos los estratos sociales: niños, mujeres, secretarias, luchadores, mujeres soldados, marineros, trabajadores siderúrgicos, etc. Todos y cada uno de ellos son fantasmas de lo que eran en espera de la gloria de días nuevos. Sus imágenes habitan por tanto el ‘entremedias’ de esos ‘días gloriosos’ que se prometieron y que no terminan por llegar. De ahí que las sensaciones sean variadas, del caos a la humillación, del desenfreno kitsch a la más humilde de las tristezas, etc.
Quizá, por último, apuntar que esa extraña mezcolanza en que se convierten las imágenes de Bratkov no sean otra cosa que la de la constatación más radical: la de que no había yugo del que liberarse y que la historia, en sí misma, no es sino el yugo más poderoso.

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