viernes, 7 de agosto de 2009

LA FARÁNDULA DE UNA VIDA CUALQUIERA

ANNIE LEIBOVITZ: ‘VIDA DE UNA FOTÓGRAFA 1990-2005’
SALA ALCALÁ 31: 18/06/09-06/09/09

Cuando la realidad ha implosionado, ¿qué es lo que queda de eso llamado cotidianeidad? ¿Un detrito, una entelequia, un simulacro más? Cuando la realidad es un espectro, la cotidianeidad deviene el lugar vacío, el ‘cero real’ que hace posible el simulacro. En palabras de Baudrillard, la implosión de la realidad es una “suerte de escatología negativa que anuncia la aniquilación de toda oposición, la disolución de la historia, la neutralización de la diferencia y la disminución de toda posible representación de una realidad alternativa”. Es decir, la cotidianeidad es eso que ya no es, es la fagocitación implosionada de los momentos de contacto entre lo real y lo virtual que juegan ya a favor del simulacro sin cortapisas ni rubor alguno.
Los nuevos parámetros de fidelidad de la imagen consiguen que toda imagen se desplace hacia la superficie gracias a un coincidir absolutista de su significado y su significante. De esta manera, todo lo que sucede, sucede en la pantalla; todo lo que es real es la pantalla, es decir, todo lo que es real es simulacro. De la cotidianeidad no queda más que ese leve atisbo de impostura y de sospecha que hay detrás de toda imagen que acontece en la pantalla global.
La pantalla adquiere entonces un nuevo papel: se constituye como el producto básico de la reubicación y jerarquización de los procesos de producción. El mito de la racionalidad llega así al límite de su propia farsa y pantomima: la revolución tecnológica nos hace libres en un mundo donde la libertad no es ya una utopía, sino un simulacro más: el que nos da forma como meros entes del zappeo global. Libertad y zapping ahora como antes fue libertad y fraternidad; el miro ilustrado camina todopoderoso. Los modos de producción se perfeccionan, los productores de simulacros absolutizan su poder. Lo único que se nos da a elegir es el canal que sintonizar, siendo ello, no obstante, otro simulacro más, esta vez el que da cuenta de una sociedad aterrada en la hipervisibilización de sus propios miedos y que solo sobrevive acuartelada en sus jerarquías que evitan cualquier contacto con el otro. Así, para cada deseo, ya existe un canal; para cada necesidad, ya hay una pantalla que da cuenta de él. Onanismo y tolerancia como los dos pilares del simulacro en el que se ha convertido el laissez faire ilustrado. Como decía Debray, cada uno se museografía en vida. Es decir, no molestar, yo y mi pantalla nos bastamos.


Como corolario de todo ello, de los quince minutos de fama profetizados por Warhol, se ha pasado a una vida entera como simulacro. Del ‘todos somos artistas’ de Beuys, al ‘todos somos famosos’ lanzado a los cuatro vientos por los nuevos productores del orden telemático y global. Grandes hermanos, operaciones triunfo, factores equis, escuelas de modelos, de cantantes, de cocineros, etc. Cada uno puede disponer no sólo de quince minutos de fama sino de una vida entera discurriendo en la superficie de la pantalla global. Sólo basta con dejar de lado el antiguo formalismo kantiano del imperativo categórico por la nueva forma de ética y libertad: encuestas, estadísticas, tecnodemocracia de la bobalización generalizada. Así, cada uno es tan válido como los espectadores del simulacro digan que es, cada uno es tan excelente como gradas y pantallas gigantes logre poner el alcalde de su pueblo para verle en directo, cada uno consume aquello que las estadísticas dicen que ha de ser consumido, cada uno estrategiza sus deseos de la manera en que los procesos libidinales logren una mayor dinámica de manera que la carga libidinal no se deposita ya en las imágenes sino en la propia gestión de las imágenes.
Y, con todo ello, el capital logra expandirse en el tiempo global del simulacro a la velocidad límite de la dromótica de esta nueva producción. Capitalismo y entertainment, son, en la pantalla global, las dos caras de un mismo coincidir que en su perfección no encuentra límites. La dromótica del capital como último eslabón del mito de la racionalidad barre todo a su paso y ya sólo nos cabe dar fe: de la eliminación de la tragedia de Adorno como configuradora de la nueva modernidad del ‘después de Auschwitz’, a la aniquilación del campo semiótico por parte de la televisión enunciado por Ballard, no nos cabe otra que plegarnos ante el poder maquínico de la imagen y del signo que devora cualquier atisbo de cotidianidad que nos mantenga aún un poco alerta.
Ante esto, el traer dentro de un PHotoespaña’09 cuyo tema parece haber sido la cotidianeidad (sobre todo en la magnífica exposición del Teatro Fernán Gómez) a Annie Leibovitz puede entenderse dentro de varios parámetros. Uno de ellos, por supuesto, el ser ni más ni menos que la jugada que tocaba dentro del arte-masa o del arte-simulacro: un arte de portada de revista, un arte que se entromete hasta la náusea en los entresijos del capital y que, como tal, atrae a la gran masa ávida de ver a sus ídolos.
Pero, más allá de todo ello, la obra de Leibovitz logra insertarse de manera magistral en ese espacio intersticial que forma la cotidianidad íntima de su vida personal con la cotidianidad del tiempo absoluto proclamado por la pantalla telemática. Es decir, aúna el tiempo del presente íntimo con el tiempo del presente global. Fotografías de su familia y de su pareja Susan Sontag se mezclan con otras de los grandes iconos del celuloide, la moda o del poder: Kate Moss, Demi Moore, George W. Bush, Donald Trump, Al Pacino, etc. Pero, ¿cómo logra tal síntesis? O, incluso, ¿de verdad hay tal síntesis?

La cámara de Leibovitz no aniquila a la celebridad como bien pudiera hacerlo el juego de mercadotecnia (ya después de la implosión del pop) de las serigrafías de Andy Warhol. Si éste hace del icono una pantalla fantasmal en sí misma (¿no se darían cuenta Versace o Diana von Fustenberg de lo tétricamente vacuos de sus retratos?) la fotógrafa norteamericana teatraliza mínimamente la escena para que la imagen de la celebrity no sea una imagen más, sino que logre traspasar al menos la gelidez espectral del bombardeo mediático. Incluso, logra hacer de ellos también retratos de familia, como por ejemplo impresionante la fotografía de la familia Cash).
Hay dinero, hay poder, hay sexo, hay todo lo que se pide para que una imagen llegue a ser la imagen de una celebridad. Pero, no sólo por ellas mismas, sino también en diálogo con esas otras fotografías de su vida personal, hay algo más. Un Williams Burroughs anciano es algo más que la imagen del poeta maldito, una Demi Moore embarazada es algo más que la imagen del icono cinematográfico, una Cindy Crawford como la Eva del paraíso es algo más que la imagen del mito sexual, etc. Y, como anverso de esa misma tele-realidad, una Susan Sontag convaleciente e incluso ya moribunda es mucho más que un simple recuerdo fotográfico, su mismo padre en su lecho de muerte es igualmente más que cualquier imagen de cualquier padre, un escritorio vacío o los apuntes para un libro pueden llegar a ser también mucho más que unas simples imágenes cotidianas.



Por todo ello, la pregunta que surge recorriendo las salas de la exposición incide en eso que más arriba hemos tratado de apuntar. ¿Qué es la cotidianeidad?, ¿qué es la realidad?, ¿qué la conforman como tal a cada una de ellas?, ¿todavía, y después de todo lo dicho anteriormente, hay lugar para la cotidianeidad de una vida? Poder, sexo, dinero, todo aquello que la pantalla del capital de la velocidad límite idolatra como lacónica superficie virtual de transacciones libidinales, la conforman como el simulacro en que hoy en día toda realidad ha devenido. Pero, con todo ello y también, el dar vida y el quitar vida, el sufrir y el gozar, la soledad de un escritorio y la felicidad de la familia siguen aún teniendo mucho que ver con eso que llamamos vida, la de la nuestra igual que la del chulazo de Brad Pitt que todos quisimos ser.

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