martes, 22 de septiembre de 2009

UNA SILLA DOS SILLAS, UN CULO DOS CULOS, Y EL ABC DEL ARTE

GABRIELE BASILISCO: ‘CONTACT 1984’
GALERÍA OLIVA ARAUNA: 10/09/09-31/10/09


Quizá por una vez, y a la espera de que la temporada artística irrumpa con inusitadas fuerzas (sic), vamos a hacer un ejercicio de escuela en relación a la primera exposición galerística de este nuevo curso: la del fotógrafo Gabriele Basilisco en la galería Oliva Arauna.
Veamos (porque siempre, tanto para bien como para mal, se trata de ver): a la izquierda, la fotografía en precioso blanco y negro, de unas sillas; a la derecha, la fotografía de sálvese la parte después de haber permanecido sentada en dichas sillas un tiempo suficiente. Las marcas en la carne desnuda hace que la relación sea inmediata, que no sea necesario permanecer enfrente de la obra mucho tiempo para escudriñar mínimamente el sentido que ha querido dar el artista (quedémonos con esta frase, porque quizá sea fundamental: sentido, dar, artista,…¿demasiado?). Pero, ¿realmente es esto así? Es decir, ¿la finalidad de la obra es hacer viable una relación que además de inmediata es simplona? Y, tanto si sí como si no, ¿en qué momento surge la experiencia estética?, ¿de verdad surge?, ¿nace de ser capaz de comprender la relación entre ambas fotografías?, ¿o de paladear la exquisitez de unas formas, ya sea la de la materialidad objetual de la silla o la sensualidad adherida a las nalgas femeninas? O, incluso más allá, ¿se trataría más bien de percibir justo aquello que no se muestra, las largas horas que tuvieron que permanecer las diferentes posaderas en cada silla? Quién sabe, quién sabe. Pero, ¿y si nuestra sensibilidad no da para deleitarnos ni ante la relación entre las fotografías ni ante unas bonitas formas femeninas ni mucho menos ante unas sillas como las que hemos visto miles?, ¿y si ni siquiera hallamos nada artístico en la relación objeto-cuerpo que se nos plantea?, ¿se nos primaría entonces de la supuesta excelencia de la experiencia artística por un ‘defecto’ congénito, quizá heredado, quizá debido a una falta de educación? ¿Terminarán teniendo razón los que tachan al arte de despótico y de clasista?, ¿me he de sentir inferior por no ver en esas sillas y culos nada más que ‘sillas’ y ‘culos’?
Detengámonos aquí (será lo mejor dado que en el arte contemporáneo cualquier ‘más allá’ puede llevarnos al infinito) y tratemos de responderlas con disciplina de colegial (no tanto para basarnos en un credo como para saber hasta donde se puede llegar hoy en día con la tan denostada teoría). Quien más quien menos (a no ser que haya entrado en la galería confundiéndola con el ultramarinos de la esquina), cualquiera que se plante ante estos diez dípticos sabe que algo cambió en el ‘estado general’ del arte allá por los no tan lejanos años sesenta. También, quizá ahora más bien más que menos, sabe que ese cambio supuso un desmantelamiento de eso que se llamaba ‘arte’ en otra cosa bien diferente que, como consecuencia general para el mundano orbe, supuso que las posibilidades de tomadura de pelo sean directamente proporcionales a las cotizaciones que dichas obras alcanzan en el mercado. Quizá ahora sea cuando por lo general uno prefiere estar en el ultramarinos de la esquina y no perdiendo su precioso tiempo contemplando culos y sillas, pero uno ya está dentro y no hay salida.
Este cambio de orientación en la historia del arte la vamos a simplificar lo suficiente como para poder avanzar el relato sin enfangarnos en disquisiciones adyacentes: el cambio de paradigma vino de la mano de un cambio en las ideas estéticas que sustentaban hasta entonces la experiencia estética. Además, dicho cambio prefirió optar por la primacía de la idea frente a la forma, de la idea frente a la percepción.

Dicho cambio vino ayudado, aunque saber hasta qué punto es siempre difícil, por Greenberg, para quién lo propio de la modernidad era concebir la pintura como una investigación sobre la esencia de la pintura, poniendo así por tanto énfasis más en el momento conceptual y autoreflexivo del producir del arte mismo que no en el resultado que se pudiera obtener.
Sin embargo, es obvio que ninguna historiografía, y menos aún si cabe la del arte, puede entenderse según cortes temporales bien definidos, porque ¿es que Duchamp no trabajaba ya con conceptos, por poner sólo un ejemplo?, ¿es que el cubismo no plantea ya los propios límites de la pintura? Quizá en esta breve incisión en la historia del arte tenga razón Hal Foster, para quien la neovanguardia (conceptualismo incluido) no fue sino el efecto de una ‘acción diferida’ de la vanguardia en sí misma, o también Boris Groys a la hora de hallar en la autoreferencialidad de la pintura cubista un precedente claro de la sentencia de Marshall McLuhan de que “el medio es el mensaje” y que en cierto sentido da el pistoletazo de salida a la postmodernidad.
Pero para comprender esto del ‘cambio en las ideas estéticas’ sin dejarnos impresionar por la propia dinámica de una historia que puede ser reinterpretada a cada instante, nos deberíamos ir a la madre del cordero: a Kant. El mismo Greenberg estipula que Kant fue el primer modernista por usar la razón para… ¡criticar a la razón misma! (de ahí, tirando del hilo de un formalismo que pudiera debatirse extensamente si está bien fundado o no, se llega a una pintura que reflexione sobre la pintura). Y es que las premisas de las que parte el filósofo alemán para configurar sus ideas estéticas son el punto culminante a esa crítica de la razón que se propuso llevar a cabo. Habiendo como había, y debido al hecho de que la misma libertad pertenece a lo suprasensible de manera que no tiene influjo en el mundo sensible, una falla infranqueable entre la teoría y la práctica de una razón que pretendía fundarse en la libertad, Kant se propone hacer de la crítica del juicio estético el punto de contacto que logre sellar la contradicción interna en su pensamiento.
En su ‘Crítica del juicio’ separa el juicio estético del juicio teleológico, siendo este último aquel que no se dirige a un fin en concreto sino que se sustenta en un agrado desinteresado. Las obras de arte son expresiones de ‘ideas estéticas’, ideas que, en contra de lo que se supone en otro tipo de ideas, son representación de la imaginación sin que medie concepto alguno. La obra de arte por tanto presenta ideas en forma sensible que, al no caer ya en el campo teleológico, de otra manera permanecerían desconocidas a la intuición. Y, precisamente, en esa capacidad de las ideas estéticas de presentar ideas racionales que exceden los límites de la forma sensible, es donde dichas ideas afectan a la imaginación apareciendo a la intuición después de la libertad en el libre juego de nuestras capacidades cognoscitivas.
El juicio del gusto entonces encerraría ideas mostradas únicamente por intuición y que surgen después de haber sido intuidas mediante aprehensión sensible gracias al libre juego de la libertad universal de nuestras capacidades cognoscitivas. Lo principal en este escueto resumen es que por primera vez en la historia la belleza no es ya propiedad de un objeto en sí, sino que es algo captado por la experiencia estética bajo las bases de determinadas ideas estéticas la cual, operando bajo la el libre juego de nuestras facultades, es capaz de emitir un determinado juicio. Así, la exigencia tradicional de que el arte tenía que ser entendido como copia de la naturaleza queda definitivamente echada por tierra. Todo juicio estético queda ahora dependiente de las ideas que se consideren estéticas y en la libertad creadora que las ha hecho encarnarse en forma sensible, de tal manera que la nueva ‘oposición’ no se da ya entre naturaleza y copia, sino (y aquí enlazamos definitivamente con lo que íbamos diciendo) entre idea y forma.
En particular, este acentuar la idea en detrimento de la forma al que antes nos hemos referido tuvo su momento de gloria en el arte conceptual. Todo lo que hemos dicho hasta aquí puede resumirse en las palabras de uno de los gurúes del asunto, Sol LeWitt: “a lo que la obra de arte se parezca no es importante. Ha de parecerse a algo si es una forma física. Cualquiera que sea la forma que finalmente tenga, debe empezar con una idea. Lo que al artista le concierne es el proceso de concepción y realización”.
El punto álgido de este cambio de orientación vino de la mano de Joseph Kosuth: no sólo es que el arte se basase preferiblemente en ideas sino que era posible reducirlo a proposiciones analíticas, siendo tales proposiciones la formulación más simple de una idea. Tan claro como el agua. Años de disquisiciones para que, de golpe y como por arte de magia, todo viniese a coincidir: arte como idea de una idea de arte. La tautología perfecta o como cerrar un círculo sin dejarse nada en el camino. Cualquier cosa (es decir, cualquier idea; es decir, cualquier proposición) es arte siempre y cuando definiese en sí misma las condiciones propias del arte. Pero resulta que, oh milagro, ese ‘siempre y cuando’ es totalmente superficial: una obra de arte es obra de arte por el simple motivo de proponerse como tal (en terminología kantiana, toda obra intuida bajo ideas estética es arte por el mero hecho de surgir de ideas estéticas).
Su obra “Una y tres sillas”, de 1965 es la ejemplificación perfecta de este arte. Si el arte fuese un objeto, una silla por poner por caso, “Uno y tres artes” abarcaría de una sola tacada todo lo que el arte es, ha sido y será: tendríamos el objeto ‘arte’, tendríamos (en una teoría del conocimiento que no sabe ya de sombras ni de cavernas de Platón) la representación concisa del ‘arte’ y, por último aunque indispensable, tendríamos la proposición analítica que viniese a coincidir, punto por punto, con lo que el ‘arte’ es. Afortunadamente (o no), esto se nos antoja tan inabarcable como imposible.



Hasta aquí el arte conceptual. Visto que la cosa daba para poco (a las sillas le siguieron luego los paraguas y después obras con relativo encanto en las que con fluorescentes se construían proposiciones tautológicas en referencia al propio estatus del arte, como por ejemplo la famosa obra de Bruce Naumann 'El verdadero artista ayuda al mundo a revelar verdades místicas'), su vida fue relativamente corta. Quizá es que, aún con todo, algo sí que se quedaba fuera de ese círculo tautológico en el que se pretendía encerrar al arte.
Pero la semilla ya estaba puesta en el tinglado del arte. Tanto es así que, dando otro gran salto y yéndonos al momento actual, todo el arte puede ser catalogado como postconceptual. Este arte basa todas sus premisas en la misma forma de proceder que el arte conceptual pero habiendo renunciado a su labor tautológica o autoreferencial. Así pues, de nuevo y ya por segunda vez, tenemos un segundo cambio que es gestado en los mismos principios: cambiar las ideas estéticas que hacen de generador del arte para así cambiar el producir del arte en toda su dimensión.
La dificultad del arte postconceptual, en donde radica su diferencia en cuanto a lo conceptual, es que la idea estética está poco conectada con la obra en sí que se muestra. Prefiere sugerir ideas más que plasmarlas. Pero, para terminar de liar más el asunto, las ideas estéticas que el arte postconceptual suele poner encima de la mesa son aquellas ideas, si se quiere decir así, no-estéticas, que se rebelan contra la idea general de que el arte debe de ser agradable y bello. Entonces, ¿qué tenemos hasta aquí?, ¿un arte que maneja ideas no-estéticas?
El recorrido seguido hasta aquí es fácil. En primer lugar Kant basa su estética en la aprehensión sensible de determinadas ideas estéticas gracias al libre juego de las facultades. Pero sin embargo, aquí como en otras partes, Kant lo dice todo sin decir nada. Porque ¿cuál es el contenido de dichas ideas? Ah, misterio. Y, en referencia a su ética, ¿cuál es el contenido de ese ’bien común’ sobre el que se asienta su imperativo categórico? Tampoco, en principio, parece decirlo. Así entonces, lo que para uno es bien común, para otro podría no serlo; lo que para alguien es idea estética, para su vecino puede no serlo (si digo ‘en principio’ es porque Kant se basa en el carácter universal de la razón cosa que, como veremos permite un consenso y la posibilidad de intersubjetividad). Después, el conceptualismo trata de llenar ese vacío en que aparentemente se mueven las ideas estéticas kantianas de manera que ahora el arte se refiere únicamente a sí mismo ya que dichas ideas son justamente las que lo definen tautológicamente. Y por último, el postconceptualismo, sabiendo ya que ni hay razón universal ni es posible dotar de contenido autoreferencial a ninguna idea estética, ha hecho del arte un aparente ‘totus revolotum’ en el que cualquier idea puede ser digna de definirse como (no-)estética.
Así pues, si no queremos ser víctima de tal vorágine, hallar la senda acertada en esta encrucijada en la que parece nos encontramos no es fácil ya que, una vez aclarado el tipo de ideas que alientan al producir del arte postmoderno y postconceptual, la siguiente pregunta raya ya lo absurdo: ¿qué hace en último término que el concepto empleado, la idea estética utilizada, en llevar a cabo una obra de arte logre ser entendido como arte? Es decir, y yendo al núcleo del asunto, ¿qué diferencia hay entre un urinario y el urinario de Duchamp, entre miles de fotos de sillas y las fotos de sillas de Gabriele Basilisco? Porque, vale, podemos estar de acuerdo en que la cama deshecha, sucia y llena de condones y restos de vida de Tracy Emin es arte, pero, ¿por qué no lo es cualquier otra cama exactamente idéntica? ¿Por qué no es arte cualquier caja Brillo que cualquier americano medio compraba en los años sesenta en el ultramarino de la esquina? O hay diferencia, o vamos a tener que empezar a optar por ir al ultramarinos más a menudo.
Ésta, y no otra, se nos antoja ser la pregunta fundamental. Decimos esto porque, descansando como descansa el arte actual en determinadas ideas estéticas (sean éstas cuales sean) más que en formas o procesos, debe de existir algo que diferencie el ‘objeto arte’ del ‘objeto no arte’, siendo ambos, como tales, idénticos.
¿Existe por tanto diferencia entre percibir una obra de arte y percibir un mero objeto físico? En principio, cualquiera juraría que debiera haberla. De no ser así, ¿cuál sería el límite?, ¿qué distinguiría al artista del que no lo es? Muchas preguntas y todas ellas de difícil solución, pero lo que está bien claro es que una cama es una cama, excepto la de Tracy Emin, unas cajas de Brillo con unas simples cajas de Brillo excepto las de Warhol, y un urinario es un urinario excepto el de Duchamp.






Pero entonces, ¿es todo un juego?, ¿todo consiste en que alguien diga que eso es una ‘obra de arte’ y eso otro, que es in-dis-cer-ni-ble del primero, no lo es? Y ese alguien, ¿quién es? Y, enfatizando más aún los procesos de producción del propio arte, ¿no pueden ser esos mismos procesos pasto perfecto para un arte que se basa en ideas no-estéticas? Es decir, el tensionar ese efecto de pantomima y de idioticia que el arte lleva consigo en cuanto producir autoreferencial y autoreflexivo del producir postmoderno, ¿no es ya jugar con la idea no-estética por antonomasia de este tiempo, la de considerar al arte una burda burla?, ¿no es por tanto la más alta cota del arte postconceptual focalizar la atención en los medios no solo de producción sino también de difusión del propio arte? Lo es, lo es; no hay más que ver a Murakami o Hirst; para dar un sí por respuesta.
Pero, dejando de lado estas consideraciones que nos llevarían demasiado lejos, aquí se puede enlazar perfectamente con las teorías de Danto, para quién la pregunta no es tanto qué es arte sino, dados dos objetos indiscernibles, como discernir que uno sea arte y el otro no. Él mismo desarrolla una posible solución apoyándose en las cajas de Brillo de Warhol, del cual dijo que “era la cosa más parecida a un genio de la filosofía que la historia del arte haya podido producir”. Incluso, plantea la diferencia que pueda haber entre Warhol/Duchamp haciendo hincapié en que mientras para el segundo su urinario no está del todo claro que sea arte (se trataría más bien del gesto dadaísta de introducirlo en el museo), para el primero no cabe ninguna duda de que su caja de Brillo es arte.



Danto, como buen conocedor de las teorías de Kant, se inserta dentro de esa red que opta por preguntare por las condiciones de posibilidad del arte, llegando a la conclusión de que, dado que no puede existir un criterio clasificatorio que separe al arte delo que no lo es (¿cómo hacerlo si entre dos objetos exactos no rige una misma taxonomía?), dicha pregunta es más de carácter histórico y filosófico que meramente artístico. En la caja de Brillo viene a confluir el acabamiento de una determinada narración del arte y el comienzo de otra que se caracteriza por el hecho de involucrar en su producción su propio concepto. Así, a partir de ese momento, y no antes, el arte será todo lo que incorpora en su propio ‘medium’ su propia significación. Como se ve, estamos cerca de las consignas de Greenberg y del propio conceptualismo, además de cierto tufillo hegeliano a la hora de trazar los límites de cierta narración del arte en dependencia directa con el grado de autoconocimiento alcanzado por la propia historia del arte.
Pero, yendo al asunto que nos ocupa, para Danto existe una diferencia radical entre la ‘obra de arte’ y la ‘mera cosa real’ debido a la transfiguración que la simple cosa sufre al ser introducida en la sala de exposiciones. Siguiendo a Kant, el arte se produce a partir de determinadas ideas estéticas, dichas ideas se ‘encarnan’, para Danto, en un significado que se ‘muestra’ según una determinada obra: es decir, la obra es la encarnación del significado de la idea estética del artista. El asunto es que para Danto “comprender una obra de arte es captar la metáfora que pienso que siempre hay en ella”. Es decir, toda obra es un símbolo determinado que encarna cierto significado que hay que saber desentrañar en la metáfora en que se constituye. Así, no es de extrañar que “el ser de la obra de arte ‘es’ su significado”. El punto de torsión a la hora de discernir objetos idénticos es que en la medida en que uno de ellos pertenece al ámbito ‘arte’, ya carga con un determinado significado diferente del que pueda tener la misma cosa fuera de ese ámbito.
Si se quiere (y de hecho es así, pues no pocas críticas le han caído al bueno de Danto), su posición es decirlo todo y no decir nada (recuérdese lo que dijimos también de Kant): es dar otra lectura a la tautología de Kosuth: la cama de Emin es arte porque carga con un significado diferente del que pueda tener cualquier otra cama por el hecho de pertenecer al arte. Pero, estamos en las mismas: ¿qué ha hecho esa determinada cama para que se la catalogue como perteneciente al mundo del arte? De verdad parece todo enfangado en el círculo vicioso de Kant del que nos es imposible salir.



En este punto Danto es radical a la hora de hacer depender esta aparente tautología de la existencia o no de una teoría: de haber una teoría, la interpretación que se de a la obra de arte, el significado que se le quiera dar, coincidirá de por sí con su esencia propia. Es decir, en último punto, “las interpretaciones son lo que constituye las obras, no hay obras sin ellas y las obras están mal constituidas cuando la interpretación es equivocada”.
Aquí entonces hay algo que nos salva y algo que nos condena. En primer lugar no se puede acercar uno al arte contemporáneo, al arte que nació con las cajas Brillo, sin una teoría. Y, en segundo lugar, de no captarse el significado correcto de la obra (o incluso de no captarse significado alguno) el problema o está en el artista por haber encarnado mal el significado en la interpretación, o en el espectador al no acercarse a la obra con la teoría correcta. Pero de por sí, si todos los condicionantes son correctos, no puede haber lugar a ninguna duda: la interpretación que hagamos de la obra y el significado que queramos darle coincidirá absolutamente con la idea estética puesta en marcha por el artista a la hora de producir la obra. Total y resumiendo, para Danto, “el ‘esse’ de la obra es su ‘interpretari’”.
Por supuesto que, se quiera o no, nada opera en el vacío y que, por tanto, aún sin ponernos excesivamente adornianos, el arte en un producto ilustrado más que ha de ser entendido dentro de la red de significados propuestas por una determinada cultura. De esta manera, el dotar a la obra de arte de un significado no debería, al menos en primer término, vagar en la insustancialidad de un capricho. Entonces, ¿es correcto basar el éxito de una obra de arte en un juicio subjetivo? ¿Y si la obra despierta ideas que el artista no quería plasmar? ¿Existe una obra de arte de al que nadie es capaz de sacar un significado? Y, más a las claras y basándonos en la experiencia cotidiana, ¿cómo es entonces posible que surjan interpretaciones diferentes ante una misma obra?, ¿es que, en último caso, uno no sólo ha de tener una teoría sino la teoría correcta?
Sin embargo, dar aquí carpetazo al asunto no sería sino dejar todo pululando en una paradoja que haría del sinsentido carta de presentación, sería terminar fagocitando al propio arte desde sus propias estructuras internas al ser capaz de entenderse como ‘lo radicalmente otro’ ante lo que antaño se elevaba majestuoso. Hay voces, y las hay a miles, que prefieren dar ese carpetazo final, condescender ante un arte que se ejerce en la tautología contraria a la planteada por los primeros conceptuales y que, como tal, no se comprenda en la mismidad proposicional que coincide únicamente consigo misma, sino como el coincidir con todo aquello que lo interpela desde cualquier lejanía. Morir de éxito sería entonces el epitafio preciso para un arte que optase por hallar sustento en la paradoja arriba apuntada. Si como decía Marshall McLuhan la misión del arte es crear distancia, un arte apuntalado en la paradoja de un mero coincidir con cualquier cosa, pues si cualquier idea es susceptible de convertirse en arte así sucedería, haría de la distancia el cero absoluto.




La situación actual es por tanto el último eslabón en la secuencia arriba descrita: después del formalismo kantiano, de las tautologías conceptuales, y de la amplitud de miras del postconceptualismo, lo que ha terminado por suceder es que todo en su expansión coincide consigo mismo, que la distancia se hace cero. Así, todo es arte con tal de que se proponga como arte, todo ámbito humano es estético ya que de ahí se puede sacar todo el arte que se desee, arte y vida vienen a coincidir por fin y para siempre. Es decir, ahora y más que nunca, el arte ha muerto por su propio éxito: por haber sido capaz de dilatar las tautologías fuera de su propio ámbito de autoreflexividad.
¿Cómo hallar una escapatoria dentro de un arte que se festeja dentro del sinsentido en que consigue autoproducirse? Es decir, ¿cabe aún lugar para la intersubjetividad? Y digo ‘aún’ porque, como es de prever y ya he dejado apuntado, en Kant si que media la intersubjetividad. Sí para el alemán bello era “aquello que place sin concepto y de manera general”, la pregunta acerca de la intersubjetividad se formularía en relación a cómo es posible que los juicios del gusto tengan carácter de conocimiento si se formulan desde un sentimiento de placer. La solución es que aunque el juicio del gusto no tenga ‘necesidad lógica’, si que tiene, para Kant, ‘exigencia de validez universal’. Es decir, apoyándose en que la razón es algo universal, el libre juego de las facultades debe ser entendido como un juego comunicativo dirigido a la reflexión entendida como el placer más humano de todos, el de la sociabilidad y la cultura. De tal manera, el gusto vendría a ser una especia de sentido común. Puesto más en limpio, la sensibilidad no se ligará a la sensación, sino a la imaginación productiva en tanto que facultad de presentación de las intuiciones, y que ésta, gracias al gusto, someterá su producción al entendimiento (recordemos universal) en tanto que facultad de la configuración del juicio.
Como se ve, no terminamos de salir nunca de cierto grado de tautología: para Kant, en la misma formación de las ideas estéticas, existe ya un prerrequisito de validez universal apoyado por una libertad de la imaginación creadora capaz de dirigir al juicio del gusto hacia aquello que le es propio, su capacidad universal de ser comunicable.
En conclusión, y dando por concluido nuestro breve recorrido por la estética, las preguntas se nos muestran ahora bien concisas: ¿es usted capaz de discernir entre miles de sillas y culos, de la sillas y culos mostradas en la exposición?, ¿bajo que teoría?, ¿qué significado esconde la relación silla/culo?, de no ir solo o sola, ¿coincide su interpretación con la de su compañero o compañera? De no haber contestado afirmativamente a cualquiera de estas simples preguntas: ¿piensa que es culpa del artista por haber realizado de forma deficiente la metáfora que encarna el significado de la obra, o más bien es culpa suya por no tener ninguna teoría válida?
O, más bien a pesar de todo lo dicho, ¿piensa que estar aún enviciado en la misma terminología del ‘interpretar’ y el ‘significar’, de la ‘intersubjetividad’ y la ‘comunicación’ es algo propio de épocas pasadas? Bien pudiera ser así; no por nada la ‘razón universal’ ha quedado en la postmodernidad tan devaluada que apenas acierta ser un guiñapo y sombra de sí misma; no por nada, y por solo citar dos nombres, Foucault y Derrida pusieron sobre el tapete los verdaderos mecanismos de formación de significados y discursos.
Sin embargo, y sin querernos erigir como poseedor de la teoría correcta, sabedor de que incluso lo postconceptual no sea sino el desmadre ante Kant y Danto debido al hecho de que cualquier idea puede llegar a ser idea estética en el sentido de que las ideas estéticas puestas en marcha por el postconceptualismo trascienden su propio ámbito ya que sus obras no van ya acerca del arte, lo cierto es que sí pensamos que todo lo hasta aquí dicho puede ayudar, y bastante, a la hora de dirigir nuestra experiencia estética. Porque hoy, cuando la palabra ‘verdad’ está vetada en todo lo que tenga que ver con el arte, cuando la fatiga del sanbenito de ‘muerte del arte’ fatiga ya demasiado, quizá se esté produciendo una revaloración de las ideas kantianas, ideas que en absoluto hacer remitir la experiencia estética al carácter de verdad ni hacen de la experiencia estética la historia del autoconocimiento de ideas.
Quizá por tanto no hayamos sabido contestar a ninguna pregunta hasta aquí planteada, pero lo que si que tiene que quedar claro es el tipo de contradicciones a las que el arte heredado de la Ilustración ha tratado hasta ahora de contestar sin haberlo logrado ni tan siquiera mínimamente. Conseguir saber las razones tautológicas de por qué diez dípticos de sillas y culos ‘es’ arte es ya un avance, pero el conseguir discernir que ‘realmente’ lo sea es algo que toca en el centro mismo de nuestra humanidad: se incardina en la secuencia de experiencias que nos hacen ser libres ampliando así hasta casi el infinito la red de significados a los que socialmente podemos tener acceso.
Por tanto, el arte es la experiencia central de todo intento de plantarnos en un ‘aquí y ahora’ que interpela directamente a nuestra capacidad de discernimiento y que queda apuntalada únicamente por nuestro carácter de seres libres no ya sólo como individuos sino, y principalmente, como sociedad.

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