JORGE GALINDO: 'FLORES Y PAPELES ARRANCADOS'
Porque lo cierto es que Galindo sabe bien cual es la mecánica del hecho pictórico, el punto de abordaje de unos excesos que ya, de ninguna forma, vienen dados por liberación de energías de ningún tipo. Tratar a la pintura, como hizo en una entrevista reciente, de acto combativo, subversivo y radical, sí; pero hacer de ello alfa y omega del proceso creativo es donde está el peligro, donde la pintura espera agazapada para asestar su certera puñalada.
Proponer un algo más, no sucumbir a los excesos narcisistas ni a emotividades plásticas sino, más bien, mantener una postura limítrofe con esos mismos excesos bien pertrechado detrás de posicionamientos de corte metapictórico: ahí, justo ahí, es donde toda pintura puede llegar a triunfar.
Las últimas pinturas de la exposición nos dan la solución a la aparente paradoja. La pintura nace como acto creativo pero, más que enfatizar el resultado, hay que merodear los momentos perfomativos, ya sean estos los que pudieran tener al propio artista como protagonista, o aquellos otros que se proponen como variables dilucidadoras del propio hecho de pintar. En este sentido, Galindo apunta a la problematización del soporte como lugar privilegiado del hecho pictórico.
La superficie del lienzo ya no es el lugar del representar sino que, habiéndose apelmazado la realidad, habiéndose estratificado, el lienzo ha de seguir esas mismas premisas de saturación informativa. Galindo pinta sobre carteles callejeros, sobre una masa deforme de realidad, que remite a la fragmentación, a una realidad que ha devenido acumulativa y donde la información vale solo el instante siguiente en que otro retazo de mundo y de vida viene a superponerse.
Pintar encima de esa economía del simulacro capitalista, hacer de tal superficie lugar para las dentelladas que la pintura aún es capaz de dar a la realidad: así es como el arte logra todavía trasgredir unos límites que no están tan cosificados como nuestra detrítica razón nos quiere hacer ver.
GALERIA SOLEDAD LORENZO: 18/10/09-21/11/09
(artículo publicado en 'Claves de arte': http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20299/Jorge-Galindo-en-Soledad-Lorenzo)
Trabajando como hace el arte en los límites de la razón ilustrada, normal que le vaya en su propio concepto el enfrentarse cara a cara con los propios excesos de una razón que nunca ha sabido muy bien qué hacer consigo misma. Quizá incluso, la parálisis que el arte parece sufrir actualmente no venga marcada sino por una razón que se ha deglutido tanto a sí misma que incluso sus excesos hayan terminado por cosificarse dentro del proceso de reificación en que la postmodernidad ha devenido.
Siendo esto así, lo cierto es que la tan manida muerte de la pintura no es sino la etiqueta con que se ha marcado estos procesos endogámicos de domesticación de la razón con que el arte ha querido cargar sobre sus espaldas. Porque la pintura, con esa relación tan privilegiada con el representar más elemental, tiene en su poder las llaves para situarse siempre un poco más allá de lo que la propia esencia del arte demanda a cada paso.Tanto es así, que los movimientos de dilatación y contracción que parecen haber dominado la escena del arte contemporáneo no son sino efectos de superficie de este tratar del arte con los propios excesos de una razón fragmentaria y cínica. Desde el canto del cisne a la creatividad romántica (a la que aún el expresionismo abstracto parece apuntar) hasta la irrupción de los nuevos salvajes a mediados de los ochenta, cada momento de efervescencia ha sido continuado por una recapitulación del arte con esos mismos excesos con que el arte pretendía relacionarse de tú a tú.
Hoy en día, partiendo de la premisa de que el arte, en su calidad de apariencia, se relaciona con lo real, y habiendo devenido ésta puro simulacro, el arte se debate entre dejarse llevar frívolamente en pos de unos límites detrás de los cuales acierta a saber que no hay nada, o mantenerse aún como producto ilustrado erguido sobre lo que un día se le dijo era su misión: guardar en su esencia aquello con que la razón no termina de sentirse cómodo. Emancipación, utopía, cerramiento de la sutura ontológica, etc, son todos ellos lugares comunes para un arte que se niega a darse carpetazo a sí mismo.
Jorge Galindo (Madrid, 1965) en esta exposición que se puede ver hasta el día 21 de noviembre en la Galería Soledad Lorenzo, y que coincide con una exposición mayor en el MUSAC de León, da cuenta de esta relación ambivalente que guarda la pintura actual con unos excesos que ya difícilmente, cuando toda realidad se ha fagocitado bajo el poder dogmático del signo, pueden ser considerados como límites fronterizos de la originaria razón ilustrada.
Galindo, sabiendo que la representación no imita, que todo producirse no apunta sino a acontecimientos efímeros, apostó desde su comienzo, allá por los años ochenta, por una vuelta a la emotividad y la expresión, al exceso y a la violencia de un pintar al que le era ya imposible verse reducido a amanerada abstracción o a lo absurdo de una figuración que nada mostraba.
Pero lo cierto es que no pasó mucho tiempo hasta descubrir que, además de no imitar, la representación tampoco expresaba. Así, las primeras obras que podemos ver en esta muestra (además de todo el montaje del MUSAC) apuntan más en esta dirección de insondable dejación de principios con la que termina por vaciarse una pintura amparada en la furia, el gesto y la violencia.
Quizá no se trate sino de una barroquización extrema en las formas, de un guiño a los motivos florales como callejón sin salida con que la pintura juguetea a cada paso, de un adornarse en los excesos de una pintura que sabe que eso ya no le basta, o incluso de barruntar (como parece hacer en el MUSAC) con una pintura expandida como momento dialéctico de no-solución que toda pintura necesita para terminar posteriormente superándose.
Siendo esto así, lo cierto es que la tan manida muerte de la pintura no es sino la etiqueta con que se ha marcado estos procesos endogámicos de domesticación de la razón con que el arte ha querido cargar sobre sus espaldas. Porque la pintura, con esa relación tan privilegiada con el representar más elemental, tiene en su poder las llaves para situarse siempre un poco más allá de lo que la propia esencia del arte demanda a cada paso.Tanto es así, que los movimientos de dilatación y contracción que parecen haber dominado la escena del arte contemporáneo no son sino efectos de superficie de este tratar del arte con los propios excesos de una razón fragmentaria y cínica. Desde el canto del cisne a la creatividad romántica (a la que aún el expresionismo abstracto parece apuntar) hasta la irrupción de los nuevos salvajes a mediados de los ochenta, cada momento de efervescencia ha sido continuado por una recapitulación del arte con esos mismos excesos con que el arte pretendía relacionarse de tú a tú.
Hoy en día, partiendo de la premisa de que el arte, en su calidad de apariencia, se relaciona con lo real, y habiendo devenido ésta puro simulacro, el arte se debate entre dejarse llevar frívolamente en pos de unos límites detrás de los cuales acierta a saber que no hay nada, o mantenerse aún como producto ilustrado erguido sobre lo que un día se le dijo era su misión: guardar en su esencia aquello con que la razón no termina de sentirse cómodo. Emancipación, utopía, cerramiento de la sutura ontológica, etc, son todos ellos lugares comunes para un arte que se niega a darse carpetazo a sí mismo.
Jorge Galindo (Madrid, 1965) en esta exposición que se puede ver hasta el día 21 de noviembre en la Galería Soledad Lorenzo, y que coincide con una exposición mayor en el MUSAC de León, da cuenta de esta relación ambivalente que guarda la pintura actual con unos excesos que ya difícilmente, cuando toda realidad se ha fagocitado bajo el poder dogmático del signo, pueden ser considerados como límites fronterizos de la originaria razón ilustrada.
Galindo, sabiendo que la representación no imita, que todo producirse no apunta sino a acontecimientos efímeros, apostó desde su comienzo, allá por los años ochenta, por una vuelta a la emotividad y la expresión, al exceso y a la violencia de un pintar al que le era ya imposible verse reducido a amanerada abstracción o a lo absurdo de una figuración que nada mostraba.
Pero lo cierto es que no pasó mucho tiempo hasta descubrir que, además de no imitar, la representación tampoco expresaba. Así, las primeras obras que podemos ver en esta muestra (además de todo el montaje del MUSAC) apuntan más en esta dirección de insondable dejación de principios con la que termina por vaciarse una pintura amparada en la furia, el gesto y la violencia.
Quizá no se trate sino de una barroquización extrema en las formas, de un guiño a los motivos florales como callejón sin salida con que la pintura juguetea a cada paso, de un adornarse en los excesos de una pintura que sabe que eso ya no le basta, o incluso de barruntar (como parece hacer en el MUSAC) con una pintura expandida como momento dialéctico de no-solución que toda pintura necesita para terminar posteriormente superándose.
Porque lo cierto es que Galindo sabe bien cual es la mecánica del hecho pictórico, el punto de abordaje de unos excesos que ya, de ninguna forma, vienen dados por liberación de energías de ningún tipo. Tratar a la pintura, como hizo en una entrevista reciente, de acto combativo, subversivo y radical, sí; pero hacer de ello alfa y omega del proceso creativo es donde está el peligro, donde la pintura espera agazapada para asestar su certera puñalada.
Proponer un algo más, no sucumbir a los excesos narcisistas ni a emotividades plásticas sino, más bien, mantener una postura limítrofe con esos mismos excesos bien pertrechado detrás de posicionamientos de corte metapictórico: ahí, justo ahí, es donde toda pintura puede llegar a triunfar.
Las últimas pinturas de la exposición nos dan la solución a la aparente paradoja. La pintura nace como acto creativo pero, más que enfatizar el resultado, hay que merodear los momentos perfomativos, ya sean estos los que pudieran tener al propio artista como protagonista, o aquellos otros que se proponen como variables dilucidadoras del propio hecho de pintar. En este sentido, Galindo apunta a la problematización del soporte como lugar privilegiado del hecho pictórico.
La superficie del lienzo ya no es el lugar del representar sino que, habiéndose apelmazado la realidad, habiéndose estratificado, el lienzo ha de seguir esas mismas premisas de saturación informativa. Galindo pinta sobre carteles callejeros, sobre una masa deforme de realidad, que remite a la fragmentación, a una realidad que ha devenido acumulativa y donde la información vale solo el instante siguiente en que otro retazo de mundo y de vida viene a superponerse.
Pintar encima de esa economía del simulacro capitalista, hacer de tal superficie lugar para las dentelladas que la pintura aún es capaz de dar a la realidad: así es como el arte logra todavía trasgredir unos límites que no están tan cosificados como nuestra detrítica razón nos quiere hacer ver.
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